CAPÍTULO VEINTISÉIS

Lochan

Nos detenemos en un gran aparcamiento repleto de distintos tipos de vehículos policiales. Una vez más, me agarran con firmeza por el brazo y me sacan del coche. Me duele tanto la vejiga que hago una mueca de dolor al levantarme, la brisa que roza mis brazos desnudos me hace estremecer. Tras cruzar la zona asfaltada me llevan a una especie de puerta trasera, pasamos por un pasillo corto y llegamos a una sala donde pone «acusados». Otro policía uniformado está sentado tras un escritorio muy alto. Los dos oficiales que tengo a los lados se dirigen a él como sargento y le informan de mi delito, sin embargo me siento aliviado cuando sólo me mira vagamente, tecleando mecánicamente mi información en su ordenador. Leen mis cargos en voz alta una vez más, pero luego me preguntan si los entiendo y no aceptan que asienta con la cabeza. Me repiten la pregunta y me veo obligado a hacer uso de mi voz.

—Sí. —Esta vez sólo consigo susurrar. Lejos de casa y del peligro de apenar a Maya, siento cómo me abandonan las fuerzas: sucumbo al miedo, al terror, al ciego pánico que me provoca esta situación.

Prosiguen más preguntas. De nuevo me piden que repita mi nombre, mi dirección y mi fecha de nacimiento. Me esfuerzo en responder, mi cerebro parece estar apagándose lentamente. Cuando me preguntan por mi ocupación, dudo.

—Yo… no tengo.

—¿Recibes una prestación por desempleo?

—No. Aún… Aún voy al colegio.

El sargento me mira en ese momento. La cara me arde bajo su mirada penetrante.

Continúan preguntándome, esta vez sobre mi salud, y también sobre mi estado mental. No hay duda de que creen que sólo un psicópata sería capaz de cometer tal crimen. Me preguntan si quiero un abogado e inmediatamente respondo negando con la cabeza. Lo último que necesito es involucrar a alguien más y que escuche todas las cosas terribles que he hecho. De todos modos, voy a intentar demostrar que soy culpable, no inocente.

Tras quitarme las esposas, me piden que entregue mis posesiones. Afortunadamente no tengo nada y me tranquiliza no haber traído la fotografía de mi habitación. Puede que Maya se acuerde de ella y la guarde como un buen recuerdo. Pero no puedo evitar desear que corte a los dos adultos que hay a cada extremo del banco y que deje únicamente a los cinco niños apiñados en medio. Porque, últimamente, esa es la familia en la que nos hemos convertido. Al final nosotros hemos sido los únicos en querernos los unos a los otros, los que hemos luchado y peleado por permanecer unidos. Y eso ha sido suficiente. Más que suficiente.

Me piden que vacíe los bolsillos y que me quite los cordones de los zapatos. De nuevo, el temblor de mis manos me traiciona, y al arrodillarme entre las trajeadas piernas de los policías sobre el sucio linóleo, noto su impaciencia presionándome, su desprecio. Guardan los cordones en un sobre que tengo que firmar, lo que me parece absurdo. Luego me cachean, y ante el tacto de las manos del policía en mi cuerpo, arriba y abajo por mis piernas, comienzo a temblar violentamente, aferrándome al borde del escritorio para no perder el equilibrio.

Pasamos a una pequeña antesala y me sientan en una silla me toman una foto y me pasan un bastoncillo de algodón por dentro de la boca, cuando presionan mis dedos uno a uno sobre una almohadilla de tinta y luego sobre una tarjeta marcada, me invade un sentimiento de total indiferencia. Para estas personas soy un mero objeto. A duras penas soy humano.

Agradezco que al fin me metan en una celda y que la pesada puerta se cierre de golpe a mi espalda. Gracias a Dios está vacía: es pequeña y claustrofóbica, lo único que contiene es una estrecha cama empotrada en la pared. Hay una ventana enrejada cerca del techo, pero la luz que inunda la habitación es totalmente artificial, molesta y demasiado brillante. Las paredes están llenas de grafitis, y ensuciadas con algo que sospecho que son heces. El hedor es nauseabundo, mucho peor que en el más repugnante de los urinarios públicos, y me veo obligado a respirar por la boca para evitar las arcadas.

Tardo una eternidad en relajarme lo suficiente como para poder vaciar mi vejiga en el inodoro de metal. Ahora, libre al fin de sus ojos escrutadores, no consigo dejar de temblar. Temo que un policía irrumpa aquí en cualquier momento. Tengo muy presente la pequeña ventana que hay en la puerta, la tapa que tiene justo debajo. ¿Cómo es que no me están vigilando en este momento? Normalmente no soy tan remilgado, pero tras ser sacado de la cama en ropa interior, arrastrado a la fuerza medio desnudo hasta mi habitación por dos policías y obligado a vestirme delante de ellos, desearía que hubiera algún modo de estar protegido para siempre. Desde que me han leído mis horribles cargos me he estado sintiendo sumamente avergonzado de todo mi cuerpo, de lo que ha hecho. De lo que otros creen que ha hecho.

Tiro de la cadena y me dirijo a la gruesa puerta de metal y pego mi oreja a ella. Unos gritos resuenan en el pasillo, oigo palabrotas de un borracho, un gemido constante, pero los sonidos parecen proceder de una cierta distancia. Si mantengo mi espalda contra la puerta, en caso de que un policía vigile por la ventanilla, al menos no me verá la cara.

En cuanto confirmo que al fin tengo un poco de privacidad, la válvula de protección de mi mente que me ha permitido estar en funcionamiento, se abre como si la forzaran, y las imágenes y los recuerdos me inundan. Corro hacia la cama pero mis rodillas ceden antes de alcanzarla. Me hundo en el mismo suelo y clavo las uñas en la gruesa lámina de plástico cosida al colchón. Tiro de ella con tanta furia que temo que se rompa. Me encojo y presiono mi cara fuertemente contra la apestosa cama, y sofoco mi nariz y mi boca tanto como puedo. Unos desgarradores sollozos estallan por todo mi cuerpo, amenazan con despedazarme con toda su fuerza. El colchón entero se sacude, mi caja torácica tiembla contra el duro somier, y me asfixio, me ahogo, me privo de oxígeno pero no me siento capaz de alzar la cabeza para respirar por miedo a hacer ruido. Llorar nunca me ha atormentado tanto. Quisiera meterme bajo la cama por si alguien mira y me ve así, pero el espacio es demasiado pequeño. Ni siquiera puedo quitar la sábana para cubrirme con ella. Simplemente, no hay donde esconderse.

Oigo los gritos angustiados de Kit, veo sus puños golpeando la ventilla, su figura delgada corriendo para alcanzar el coche, su cuerpo desplomándose al darse cuenta de que no puede rescatarme. Pienso en Tiffin y Willa jugando con Freddie, corriendo excitados alrededor de la casa con sus amigos, ajenos a lo que les espera a la vuelta. ¿Les dirán lo que he hecho? ¿También los interrogarán sobre mí? ¿Les preguntarán por los abrazos, por los baños, por el momento de acostarlos, por las cosquillas, por los juegos bruscos a los que solíamos jugar? ¿Les lavarán el cerebro para que piensen que abusé de ellos? Y durante los próximos años, si alguna vez tenemos la oportunidad de reencontrarnos siendo adultos, ¿querrán verme? Tiffin tendrá un vago recuerdo de mí, pero Willa sólo me habrá conocido los cinco primeros años de su vida. En caso de conservar recuerdos, ¿cuáles serán?

Finalmente, demasiado débil como para mantener la furia de mis pensamientos por mas tiempo, pienso en Maya. Maya, Maya, Maya. Ahogo su nombre entre mis manos, esperando que su sonido me aporte algo de consuelo. Nunca debí haber arriesgado su felicidad. Por su bien, por el de los niños. Nunca debí permitir que nuestra relación siguiese adelante. No me arrepiento por mí, no hay ningún castigo que no hubiera soportado sólo por pasar con ella los escasos meses que estuvimos juntos. Pero nunca pensé en el peligro que ella corría, en el horror al que se vería sometida.

Me aterroriza lo que puedan hacerle ahora: bombardearla con preguntas que tendrá que responder, debatiéndose entre defenderme diciendo la verdad y acusarme de violación para proteger a los niños. ¿Cómo he podido ponerla en tal posición? ¿Cómo he podido pedirle que haga semejante elección?

El estrépito del golpe de las llaves y de la cerradura de metal sacude todo mi cuerpo, alarmándome y despertando la confusión y el pánico. Un policía me ordena que me levante, me informa de que me van a llevar a la sala de interrogatorios. Antes de que mi cuerpo logre obedecer, me agarran del brazo y me ponen en pie. Me resisto un momento, desesperado por mantener en orden mis pensamientos. Todo lo que necesito es un rato para despejar la cabeza y recordar lo que tengo que decir. Ésta podría ser mi única oportunidad y tengo que hacerlo bien, tengo que asegurarme de que no haya la más mínima discrepancia entre la declaración de Maya y la mía.

Vuelven a esposarme y me llevan por varios pasillos largos y muy iluminados. No tengo ni idea del tiempo que ha pasado desde que me metieron en la celda. El tiempo ha dejado de existir: no hay ventanas y no puedo distinguir si es de día o de noche. Me siento mareado por el pánico. Una palabra equivocada, un movimiento en falso y lo estropearía todo; si dejo que algo se me escape, podría implicar a Maya en esto también.

Al igual que mi celda, la sala de interrogatorios está demasiado iluminada: la luz brillante y fluorescente tiñe toda la habitación de un amarillo escalofriante. No es mucho más grande que la celda, pero ahora el hedor de la orina ha sido sustituido por el del sudor y el aire viciado, las paredes están vacías y el suelo enmoquetado. El único mobiliario lo constituyen una mesa, y tres sillas. Hay dos policías sentados al otro lado, un hombre y una mujer. El hombre aparenta unos cuarenta años, su rostro es alargado y lleva el pelo muy corto. La dureza en su mirada, su expresión grave, la posición de su mandíbula, todo sugiere que ha visto esto muchas veces, que ha estado atrapando criminales durante años. Se le ve fuerte y astuto, y hay algo rígido e intimidante en su persona. La mujer en cambio parece mayor y más normal, lleva el pelo recogido y tiene una expresión hastiada, pero sus ojos también me observan con dureza. Ambos policías me miran, bien entrenados en el arte de la manipulación, de la amenaza, de la persuasión o incluso de la mentira para conseguir lo que quieren de los sospechosos. Hasta en mi estado de confusión y aturdimiento, noto de inmediato que son buenos en lo que hacen.

Me sientan en una silla de plástico gris enfrente de ellos, a menos de medio metro de distancia del borde de la mesa, y me ponen de espaldas a la pared. No sería muy diferente si estuviéramos en una jaula: la mesa no es muy grande y todo está demasiado cerca como para que me sienta cómodo. Soy consciente de que tengo la cara húmeda, el pelo se me pega a la frente, la fina tela de mi camiseta se me pega a la piel y el sudor forma unas manchas visibles en el tejido. Me siento sucio y asqueroso, noto el sabor de la bilis en la garganta y el de la sangre agria en la boca, y a pesar de las expresiones impasibles de los policías, su repulsión es prácticamente tangible dentro de este pequeño y hermético espacio.

El hombre no ha levantado la mirada desde que me han traído aquí, pero sigue garabateando en un papel. Cuando al fin me dirige la mirada, un escalofrío me recorre la espalda y automáticamente intento echar la silla hacia atrás, pero no se mueve.

—Vamos a grabar el interrogatorio en audio y en vídeo. —Unos ojos como pequeños guijarros grises escrutan los míos—. ¿Tienes algún problema con eso?

Como si tuviera elección.

—No. —Veo que hay una discreta cámara en una esquina de la habitación que me apunta directamente a la cara. Un sudor frío me comienza a brotar de la frente.

El hombre enciende el botón de una especie de máquina de grabación y lee en alto el número del caso, seguido por la fecha y la hora. Continúa diciendo:

—Nos hallamos presentes: yo, el inspector Sutton, y a mi derecha, la inspectora Kaye. Frente a nosotros está el sujeto. ¿Podrías identificarte, por favor?

¿A quién le está hablando exactamente? ¿A otros policías, a los analistas de pruebas, al juez y al jurado? ¿Pondrán este interrogatorio en el juicio? ¿Reproducirán ante mi familia mis propias descripciones del atroz crimen que he cometido? ¿Obligarán a Maya a escucharme tartamudear y lidiar con este interrogatorio? ¿Le pedirán luego que confirme que he dicho la verdad?

«No pienses en eso ahora, por Dios. Deja ya de pensar en eso. Ahora mismo sólo debes centrarte en dos cosas: tu actitud y tus palabras. Todo lo que salga de tu boca debe ser total y absolutamente convincente».

—Lochan Whi… —me aclaro la garganta, hablo con voz débil y quebrada—. Lochan Whitely.

Las preguntas que siguen son las de siempre: ¿Fecha de nacimiento? ¿Nacionalidad? ¿Dirección? El inspector Sutton apenas levanta la vista, ya sea porque está escribiendo en el folio o porque lee aprisa las notas con mis datos, con sus ojos moviéndose rápidamente de lado a lado.

—¿Sabes por qué estás aquí? —De pronto sus ojos se encuentran con los míos y me asusto.

Asiento y luego trago saliva.

—Sí.

Continúa mirándome con el bolígrafo preparado, como si esperase que continuara.

—Por… por abusar sexualmente de mi hermana —digo con la voz tensa pero firme.

Las palabras flotan en el ambiente como pequeñas heridas rojas. Noto que la atmósfera se vuelve más compacta, más tensa. Aunque los policías que me están interrogando lo tienen todo por escrito delante de ellos. El hecho de que esté hablando en voz alta en presencia de una grabadora de audio y de otra de vídeo, hace que todo se vuelva inalterable. Apenas me siento como si mintiera. Puede que no exista una verdad universal. Para mí es incesto consentido, para ellos es abuso sexual de un menor que pertenece a mi familia. Puede que ambas etiquetas sean correctas.

Y, a continuación, dan comienzo las preguntas.

Al principio todo versa sobre mis orígenes. Las minucias tediosas e interminables: dónde nací, dónde nacieron los miembros de mi familia, las fechas de nacimiento de todos ellos, los detalles acerca de mi padre, mi relación con él, con mis hermanos, con mi madre. Me ciño a la verdad tanto como puedo, incluso les cuento que mi madre hace turnos hasta tarde en el restaurante y les hablo de su relación con Dave. Tengo cuidado de omitir ciertas partes, espero que mamá y Kit tengan el sentido común de evitarlas también: su problema con la bebida, las peleas por el dinero, la mudanza a casa de Dave y finalmente el abandono, prácticamente total, de su familia. En su lugar, les digo que ha empezado a trabajar hasta tarde recientemente y que yo cuido a los niños por las noches, pero sólo una vez que los niños se han acostado. Hasta aquí todo va bien. No es la imagen de una familia ideal pero se ajusta a los límites de la normalidad. Y entonces, una vez que les he proporcionado cada detalle, desde el número de habitaciones de nuestra casa hasta la información de la escuela —nuestras notas y actividades extraescolares— al fin hacen la pregunta:

—¿Cuándo tuviste contacto sexual con Maya por primera vez? —El policía me mira directamente y su voz es tan inexpresiva como antes, pero ahora me observa atentamente, esperando el más mínimo cambio en mi expresión.

El silencio tensa el ambiente, lo priva de oxígeno, y percibo el sonido de mi rápida respiración, mis pulmones están pidiendo más aire a gritos. También noto el sudor correr a ambos lados de mi cara y estoy seguro de que él adivina el temor que hay en mis ojos. Estoy exhausto, angustiado y desesperado por ir al baño otra vez, pero claramente queda mucho para que el interrogatorio termine.

—Cuando… Cuando hablas de contacto sexual, ¿quieres decir… sentimientos o la primera vez… es decir, la primera vez que la to… toqué o…?

—La primera vez que tuviste algún tipo de contacto inapropiado. —Su voz se ha endurecido, su mandíbula está más tensa y las palabras salen disparadas de su boca como pequeñas balas.

Hago esfuerzos por proseguir a través de la niebla y el pánico, intento dar la respuesta correcta. Es vital que haga esto bien para que cuadre exactamente con la respuesta de Maya. Contacto sexual… Pero ¿a qué se refiere exactamente? ¿A aquel primer beso la noche de la cita de Maya? ¿O a tiempo atrás, cuando bailamos?

—¿Quieres responder a la pregunta? —La temperatura está subiendo. Cree que estoy buscando el modo de exonerarme, pero en realidad es todo lo contrario.

—No… No estoy seguro de la fecha exacta. Debe hab… haber sido en algún momento de noviembre. S… Sí. Noviembre… ¿O fue en octubre? —Ay, Dios, ya estoy arruinándolo todo.

—Cuéntame lo que ocurrió.

—Vale. Ella… Ella volvió a casa porque había estado en una cita con un chico del colegio. Nos… Nos peleamos porque la estaba sometiendo al tercer grado. Estaba preocupado, quiero decir, enfadado, quería saber si se había acostado con él. Me alteré…

—¿Qué quieres decir con que te alteraste?

No. Por favor.

—Empecé… Me puse a llorar… —Justo lo que me va a suceder ahora, al recordar el dolor que sentí aquella noche.

Vuelvo la cara hacia la pared, me muerdo con fuerza, pero el dolor que causan mis diente al clavárseme en la lengua ya no sirve de nada. Ninguna dosis de dolor físico puede encubrir la agonía mental. Cinco minutos de interrogatorio y ya estoy desmoronándome. Es inútil, todo es inútil, yo soy inútil, voy a fallar a Maya, le fallaré a todos.

—¿Qué pasó entonces?

Intento probar cada artimaña que se me ocurre para mantener a raya las lágrimas, pero nada funciona. La presión aumenta y en la expresión de Sutton distingo que cree que intento ganar tiempo, que finjo remordimientos, que miento.

—¿Qué pasó entonces? —Esta vez eleva la voz.

Me estremezco.

—Le dije… Intenté… Le dije que tenía que… La obligué a…

No consigo decir las palabras, incluso a pesar de estar desesperado por hacerlo, deseando poder gritarlas a los cuatro vientos. Es como si me obligaran a salir otra vez delante de toda la clase, las palabras se quedan obstruidas en mi garganta, la cara me arde de vergüenza. Excepto que esta vez no me están pidiendo que lea una redacción, sino que estoy siendo interrogado sobre los detalles más íntimos y personales de mi vida, sobre todos los tiernos momentos que pasé con Maya, sobre todas aquellas adoradas ocasiones que han hecho de estos últimos tres meses los más felices que jamás he vivido. Sin embargo, los están embadurnando sobre nuestra familia como las heces de la celda. He cometido un abuso pútrido, repugnante, espantoso, soy un criminal, he obligado a mi hermana pequeña a cometer asquerosos actos sexuales en contra de su voluntad.

—Lochan, te recomiendo encarecidamente que dejes de hacernos perder el tiempo y empieces a cooperar. Estoy seguro de que eres consciente de que, en el Reino Unido, la pena máxima por violación es de cadena perpetua. Ahora, si cooperas y te muestras arrepentido por lo que has hecho, seguramente la sentencia se reducirá, puede que a tan sólo siete años. Pero si mientes o intentas negar algo, lo descubriremos de todos modos y el juez no será tan indulgente.

Intento responder, pero sigo sin lograrlo. Me veo a través de sus ojos: el enfermo, el perturbado, el patético adicto al sexo y tan reprimido que tiene que abusar de su hermana pequeña con la que una vez jugó, de su propia carne y sangre.

—Lochan… —La inspectora se inclina hacia mí, con las manos juntas y estiradas en la mesa—. Veo que te sientes mal por lo que ha ocurrido. Y eso es bueno. Significa que empiezas a hacerte responsable de tus acciones. Puede que pensaras que tener una relación sexual con tu hermana no le causaría ningún daño, o que nunca fuera tu intención cuando amenazaste con matarla, pero tienes que decirnos exactamente lo que ocurrió, lo que hiciste punto por punto, lo que dijiste. Si intentas disimular las cosas o no las cuentas, si te andas con rodeos o nos mientes, entonces las cosas se van a poner mucho, mucho peor para ti.

Tomo aliento profundamente y asiento, intentando demostrarles que estoy dispuesto a cooperar, que no tienen que seguir con esta chorrada de «poli bueno y poli malo» para hacerme confesar. Todo lo que me hace falta es la fortaleza para recomponerme, para contener las lágrimas y encontrar las palabras que describan todo lo que obligué a hacer a Maya, todo lo que le obligué a soportar.

—Lochan, ¿tienes un apodo?

La inspectora Kaye está siendo amable conmigo, pretende reconfortarme con la esperanza de que confíe en ella lo suficiente como para relajarme, tranquilizarme para que crea que intenta ayudarme en vez de sonsacarme una confesión.

—Loch… —suelto sin pensar—. Lochie… No, oh, no. Sólo mi familia me llama así. ¡Sólo mi familia!

—Lochie, escúchame ahora. Si cooperas con nosotros hoy, si nos cuentas todo lo que pasó, eso supondrá una gran diferencia en el resultado de todo esto. Todos somos humanos. Todos cometemos errores, ¿verdad? Sólo tienes dieciocho años, estoy segura de que no te diste cuenta de la gravedad de lo que hacías, y el juez lo tendrá en cuenta.

«Sí, claro. ¿Cómo puedes pensar que soy tan estúpido? Tengo dieciocho años y me tratarán como a un adulto. Guárdate tus mentiras y manipulaciones para los que de verdad intentan ocultar sus acciones».

Asiento y me seco los ojos con la manga. Me tiro del pelo con las manos esposadas y comienzo a hablar.

Contar mentiras es la parte fácil: obligué a Maya a no ir al colegio, me metía en su cama cada noche, repitiendo la misma amenaza una y otra vez cuando me rogaba que la dejara en paz. Pero cuando tengo que contarles la verdad ya no sé qué decir. Se trata de nuestra verdad, de nuestros secretos más íntimos, de los valiosos detalles de nuestros momentos breves e idílicos juntos. Esas son las partes que me hacen tartamudear y temblar. Pero me obligo a seguir, incluso cuando no puedo contener las lágrimas por más tiempo, incluso cuando empiezan a rodarme por las mejillas y mi voz se agita por los sollozos reprimidos, incluso cuando siento sus miradas de asco fundirse con las de pena.

Quieren conocer cada pequeño detalle. Aquel momento en la cama, nuestra primera noche juntos. Lo que hice yo, lo que hizo ella, lo que dije, lo que dijo. Cómo me sentí… cómo reaccioné… cómo reaccionó mi cuerpo… Les digo la verdad y algo invade mi interior y comienza a romperme por dentro. Cuando al fin llegamos a los acontecimientos de la mañana, cuando debemos hablar de lo que ellos llaman «penetración», quiero morirme para detener el dolor. Me preguntan si usé protección, si Maya lloró, cuánto tiempo duró… Duele demasiado, es absolutamente humillante, tan degradante que pone enfermo.

El interrogatorio parece haber durado horas. Quizá sea ya media noche, tengo la impresión de que hemos estado encerrados en esta diminuta habitación sin aire durante toda una eternidad. Se turnan para salir a por café y algo de comer. Me ofrecen agua, pero yo declino la oferta. Al final, me siento tan hecho polvo que lo único que puedo hacer es chuparme los dedos de en medio de la mano como solía hacer cuando era pequeño y desplomarme de lado contra la pared, con la voz completamente ronca, con la cara pegajosa por el sudor frío y las lágrimas. A través de una espesa niebla, me informan de que me escoltarán de nuevo a mi celda y de que el interrogatorio continuará mañana.

Apagan la cinta y otro policía viene a por mí, pero por un momento soy incapaz de ponerme de pie. El inspector Sutton —que durante la mayor parte del tiempo ha permanecido frío e impasible— suspira y niega con la cabeza, con una expresión cercana a la compasión.

—Mira, Lochan, he estado trabajando en esto durante años y puedo asegurar que estás arrepentido de lo que has hecho. Pero me temo que ya es demasiado tarde. No es sólo que se te acuse de haber cometido un crimen muy serio, sino que tus amenazas parecen haber asustado tanto a tu hermana que ha firmado una declaración jurando que vuestras relaciones sexuales fueron totalmente consentidas e instigadas por ella.

Todo el aire escapa de mi cuerpo. Mi cansancio se evapora. De repente, lo único que llena el aire son los latidos de mi aterrorizado corazón. ¿Les dijo la verdad? ¿Les dijo la verdad?

—Una declaración firmada… Pero eso no tiene validez, ¿verdad? Ahora que yo lo he admitido todo, ahora que os he dicho lo que ocurrió exactamente. Sabéis que sólo ha dicho esas cosas porque yo le pedí que lo hiciera, porque le dije que la mataría si me metían en la cárcel. Así que nadie va a creerla, ¿no? ¡No ahora que he confesado! —Mi voz rota y consumida tiembla con fuerza, pero debo mantener la calma. Aunque muestre remordimientos, tengo que disfrazar de algún modo el alcance de mi horror e incredulidad.

—Eso depende de cómo lo vea el juez.

—¿El juez? —grito. Mi voz está al borde de la histeria—. ¡Pero Maya no es a la que se acusa de violación!

—No, pero incluso el incesto consentido va en contra de la ley. En virtud del artículo sesenta y cinco de la ley de delitos sexuales, tu hermana podría ser llevada a juicio por «consentir que la penetre un familiar adulto», lo que conlleva a una condena de hasta dos años de prisión.

Le miro. Sin palabras. Aturdido. No puede ser. No puede ser.

El inspector suspira y echa el expediente de nuevo sobre la mesa en un repentino gesto de cansancio.

—Así que, a menos que se retracte de su declaración, ahora ella también se enfrenta a un arresto.

«¿Por qué, Maya, mi amor? ¿Por qué, por qué, por qué?».

Desplomado en el suelo, medio apoyado contra la puerta de metal, miro sin ver la pared de enfrente. Me duele el cuerpo entero por permanecer en esta postura, completamente inmóvil, durante lo que parecen varias horas. Ya no tengo fuerzas para continuar golpeándome la cabeza contra la puerta, en un intento desesperado y frenético por pensar en un modo de que Maya se retracte de su declaración. Tras gritar una y otra vez pidiendo a los guardias que me dejen llamar a casa, acabo perdiendo la voz del todo. Nunca permitirán que Maya y yo hablemos de nuevo, al menos no ocurrirá hasta que haya cumplido mi sentencia que, de acuerdo con el policía que me ha interrogado, ¡podría ser de una década a partir de hoy!

Mi mente se está haciendo pedazos y apenas puedo pensar, pero por lo que tengo entendido, el hecho es que a menos que Maya niegue su reciente declaración, la arrestarán igual que a mí, posiblemente frente a Tiffin y Willa. Sin nadie que les cuide, sin nadie que encubra el problema de mamá con la bebida y su abandono. Los tres niños serán llevados a un centro de acogida sin duda alguna. Y a Maya la traerán a la comisaría, la someterán a las mismas humillaciones, a los mismos interrogatorios, y la acusarán, igual que a mí, de cometer un delito sexual. Incluso aunque sea mi palabra contra la suya, habrá muy poco que yo pueda hacer. Si sigo insistiendo en que yo soy el agresor, se preguntarán por qué de repente estoy tan desesperado por absolver a Maya de todo delito, especialmente tras haber abusado repetidamente de ella y haber amenazado con matarla si le decía algo a alguien. Estaré acorralado, incapaz de protegerla; cuanto más insista en que Maya es inocente y yo soy el culpable, más probable será que crean en la confesión de Maya. No tardarán mucho en darse cuenta de que me estoy echando la culpa para protegerla, de que estoy mintiendo porque la amo, y nunca abusaría de ella, la amenazaría o le haría daño en modo alguno. Y, por supuesto, está Kit, el único testigo real. Incluso Tiffin y Willa, si les preguntan, insistirán en que ni una sola vez les ha parecido que Maya me tuviera miedo, que siempre me estaba sonriendo, riéndose conmigo, tocando mi mano, incluso abrazándome. Y así se darán cuenta de que Maya es tan cómplice en este crimen como yo.

Cualquier cosa que trate de hacer ahora es inútil, especialmente porque cualquier empeño por desenmascarar a Maya fallará, porque al fin y al cabo es ella la que está diciendo la verdad. Podrá explicar con facilidad lo del golpe en su labio, que era mi último y desesperado intento por fingir que estaba abusando de ella.

Llevarán a Maya a juicio y la condenarán a dos años de prisión. Comenzará su vida como adulta tras las rejas, separada no sólo de mí, sino de Kit, Tiffin y Willa que tanto la quieren. Incluso tras cumplir su condena en la cárcel, saldrá de allí con secuelas emocionales y tendrá antecedentes penales para el resto de su vida. Se le negará el contacto con sus otros hermanos a causa del delito, se encontrará completamente sola en el mundo, condenada al ostracismo por sus amigos, y yo seguiré encerrado, cumpliendo una condena considerablemente más larga porque me habrán juzgado como a un adulto. Pensar en todo esto es, sencillamente, más de lo que puedo soportar. Y sé que, a menos que pueda hablar con ella, la rebelde y apasionada Maya que tanto me ama no se rendirá. Ha tomado su decisión. Cómo desearía poder decirle que prefiero permanecer encerrado el resto de mi vida que hacerla pasar por todo esto…

No sirve de nada quedarme aquí sentado desmoronándome. Nada de esto puede ocurrir. No dejaré que ocurra. Sin embargo, a pesar de estar pensando durante horas y mas horas, arremetiendo contra el frío hormigón que me rodea a causa de la frustración, no consigo encontrar el modo de hacer que Maya cambie de idea.

Estoy empezando a darme cuenta de que nada hará que Maya modifique su declaración y que me acuse de violarla. Ya ha tenido tiempo para pensar en que, al hacerlo, me estaría mandando a la cárcel. Si hubiera huido, como me sugirió en un principio, y si por algún milagro hubiera evitado que me atraparan, Maya habría mentido en un abrir y cerrar de ojos por el bien de los niños. Pero sabiendo que estoy aquí sentado, encerrado en una celda, sabiendo que el resto de mi vida depende de su acusación o su confesión, nunca se rendirá. Me doy cuenta de todo esto con una certeza estremecedora. Me ama demasiado. Me ama demasiado. Yo también quería su amor, no quería dejarme ni una pizca de él. Mi deseo fue concedido… Y ahora ambos estamos pagando el precio. Qué estúpido fui por pedirle que hiciera esto, lo sé. Qué estúpido fui al esperar que sacrificara mi libertad por la suya. Mi felicidad lo era todo para ella, tanto como lo era la suya para mí. Si las cosas fueran distintas, ¿habría considerado siquiera acusar a Maya en falso para evitar que me castigaran a mí?

Pero el arrepentimiento no deja de corroerme. Si hubiera escapado cuando pude, si me hubiera ido y evitado de algún modo que me detuvieran, Maya no habría confesado. No hubiéramos ganado nada diciendo la verdad, sólo hubiéramos hecho daño a los niños. Ella nunca hubiera confesado si no me hubieran arrestado…

Mi mirada va, lentamente, desde la pared hasta la pequeña ventana de la esquina, justo bajo el techo. Y en ese momento se me presenta la respuesta. Si quiero que Maya se retracte de su confesión, entonces debo desaparecer de aquí para evitar la sentencia, no debo quedarme atrapado en una celda enfrentándome a una condena de cárcel. Tengo que marcharme.

Las manos se me ponen rígidas y los dedos se entumecen al romper los hilos que cosen la sábana al colchón. Llevo la cuenta del tiempo que pasa entre los turnos de vigilancia de los guardias, cuento rítmicamente y en voz baja, mientras arranco las costuras con cuidado, metódicamente. Quien quiera que haya diseñado estas celdas ha hecho un buen trabajo para garantizar su seguridad. La pequeña ventana está tan elevada del suelo que haría falta una escalera de tres metros para alcanzarla. También tiene barrotes, por supuesto, pero están en la parte superior. Si lanzo con puntería, creo que podré enrollar la sábana sobre las barras con clavos de modo que las cintas anudadas de la tela rajada cuelguen lo suficientemente como para que pueda alcanzarlas, como esas cuerdas por las que solíamos trepar en educación física. Recuerdo que se me daba bien, siempre llegaba arriba el primero. Si esta vez logro un resultado similar, alcanzaré la ventana, ese pequeño pedazo de sol, mi puerta hacia la libertad. Es una locura de plan, lo sé. Un plan desesperado. Pero es que estoy desesperado. No quedan más opciones. Tengo que irme. Tengo que desaparecer.

Los barrotes que cubren el vidrio muestran signos de oxidación y no parecen muy resistentes. Mientras no se rompan antes de que alcance la ventana, el plan podría funcionar.

Cuento hasta seiscientos veintitrés desde que escucho los últimos pasos al otro lado de la puerta de mi celda. Una vez que esté listo, tendré diez minutos más o menos para llevar esto a cabo. He leído que algunas personas han sido capaces de hacer esto antes, no sólo pasa en los programas de televisión de policías. Es posible. Tiene que serlo.

Finalmente, tras conseguir desatar todo el borde de la lámina de plástico, le doy un pequeño tirón y se mueve debajo de mí, ya no está cosida al colchón de abajo. La pongo enfrente de mí, uso mis dientes para hacer la primera tira y empiezo a desgarrarla poco a poco. Según mis cálculos aproximados, tres tiras atadas deberían ser prácticamente suficientes. El material es resistente y me duelen las manos, pero no puedo arriesgarme a tirar de la sábana por miedo a que se escuche el sonido del desgarro. Para cuando el plástico ha quedado separado en trozos iguales, tengo las uñas rotas y me sangran las yemas de los dedos. Ahora, todo lo que debo hacer es esperar a que pase el guardia.

Los pasos ya se acercan y al instante me echo a temblar. Tiemblo tanto que soy incapaz de pensar. No puedo seguir adelante. Soy demasiado cobarde, estoy jodidamente asustado. Mi plan es ridículo, me van a descubrir, fracasaré. Los barrotes parecen demasiado flojos. ¿Qué pasa si se rompen antes de que alcance la ventana?

Los pasos empiezan a retroceder e inmediatamente intento poner juntas las tiras. Los nudos tienen que estar apretados, muy apretados, lo suficiente como para que aguanten mi peso. El sudor corre por mis ojos, me nubla la visión. Tengo que darme prisa, prisa, prisa, pero mis manos no dejan de temblar. Mi cuerpo me grita que pare, que retroceda. Mi mente me obliga a seguir adelante. Nunca he estado tan aterrado.

Fallo. Sigo fallando. A pesar del peso del material de plástico y del fuerte lazo anudado en el extremo, no consigo alcanzar ninguno de los clavos. He hecho un lazo demasiado pequeño. He sobrestimado mi habilidad para dar en el blanco en estado de pánico y con las manos temblorosas. Al fin, loco de angustia, lo lanzo hasta el techo y, sorprendentemente, el lazo baja quedando sujeto a un único clavo exterior, las tiras de sábana con nudos cuelgan contra la pared como una gruesa cuerda. La miro un momento totalmente consternado: ahí está, esperando a que la trepen, es mi camino a la libertad. Con el corazón desbocado, alzo la mano tanto como puedo para alcanzar el material. Me doy impulso con los brazos, elevo las piernas, doblo las rodillas, cruzo los tobillos para atrapar la tira entre mis pies y empiezo a subir.

Llegar arriba del todo me lleva más tiempo del que había previsto. Me sudan las palmas de las manos, tengo los dedos débiles de descoser hilos y rasgar, y a diferencia de las cuerdas del colegio, las tiras de sábana apenas tienen sujeción. En cuanto llego arriba, paso mis brazos alrededor de los barrotes, mis pies se mueven en busca de un apoyo en la abultada y desconchada pared. La punta de mi pie encuentra un pequeño saliente y, gracias a la fijación de mis deportivas, consigo aferrarme a él. Éste es el momento de la verdad. ¿Se han aflojado los barrotes al trepar? ¿Los romperá un último tirón violento arrancándolos de la pared?

No tengo tiempo de inspeccionar el óxido de la sujeción de los barrotes. Como un escalador al borde de un acantilado, me aferró a las barras con ambas manos y a la pared con los pies, cada músculo de mi cuerpo lucha contra la fuerza de la gravedad. Si me sorprenden ahora, se acabó. Pero todavía no me atrevo. ¿Se romperán los barrotes? ¿Se romperán? Durante un breve instante siento la luz dorada del sol poniente acariciar mi rostro a través de la sucia ventana. Al otro lado se encuentra la libertad. Encerrado en esta caja exenta de aire, consigo echar un vistazo fuera, el viento sacude los verdes árboles en la distancia. El grueso cristal es como una pared invisible, me aísla de todo lo que es real, vivo y necesario. ¿En qué momento te das por vencido y decides que ya es suficiente? En realidad sólo hay una respuesta: nunca.

El momento ha llegado, si fallo, me oirán y me mantendrán bajo vigilancia, o bien me llevarán a otra celda más segura, así que sé a ciencia cierta que ésta es mi única oportunidad. Un sollozo de terror amenaza con escapárseme. Estoy perdiendo la compostura, alguien me oirá. Pero no quiero hacer esto. Estoy tan asustado. Muy asustado.

Con el brazo izquierdo aún enganchado a los barrotes y sujetando casi todo el peso de mi cuerpo —el metal me corta la carne, se me clava hacia el hueso— libero una mano para alcanzar la sábana que cuelga debajo de mí. Y entonces me doy cuenta de que esto es todo. El guardia estará de regreso en el pasillo en cualquier momento. Ya no me quedan excusas. Es la hora de que nos libere a todos. A pesar del miedo, del terror níveo y cegador, paso un segundo lazo alrededor de mi cabeza. Aprieto el nudo. Un fuerte sollozo fractura el silencio. Y entonces me dejo caer.

Los grandes ojos azules de Willa, la sonrisa con hoyuelos en las mejillas de Willa. La melena rubia de Tiffin, la sonrisa descarada de Tiffin. Los gritos de emoción de Kit, el sentimiento de orgullo de Kit. El rostro de Maya, los besos de Maya, el amor de Maya. Maya, Maya, Maya…