CAPÍTULO VEINTICINCO

Lochan

Nunca en mi vida he oído un sonido tan atroz. Un grito de puro espanto, de odio concentrado, de furia y de rabia. Y sigue sonando, se hace cada vez más alto, más cercano, oculta el sol, lo absorbe todo: el amor, la calidez, la música, la felicidad. Desgarra la luz brillante que nos rodea, golpea nuestros cuerpos desnudos, nos arranca la sonrisa de la cara y el aire de nuestros pulmones.

Maya se aferra a mí horrorizada, con los brazos a mi alrededor, agarrándome muy fuerte, con la cara contra mi pecho, como si implorara que su cuerpo se fundiera dentro del mío. Durante un rato soy incapaz de reaccionar, sólo la aprieto contra mí, únicamente intento protegerla, escudar su cuerpo con el mío. Entonces escucho los llantos, los sollozos aullantes e histéricos, los gritos acusadores, los gemidos enajenados. Intento alzar la cara para ver, enmarcada por la puerta abierta, a nuestra madre.

En cuanto sus ojos horrorizados se encuentran con los míos, se lanza hacia nosotros, agarrándome del pelo y tirando de mi cabeza con una fuerza sorprendente. Me golpea con los puños, con sus largas uñas me inflige cortes en los brazos, en los hombros, en la espalda. Ni siquiera hago nada por apartarla. Mis brazos envuelven la cabeza de Maya, la cubro con mi cuerpo, actuando como un escudo humano entre ella y esta mujer perturbada, intentando desesperadamente protegerla del ataque.

Maya grita de miedo debajo de mi, intenta enterrarse en el colchón, tira de mí hacia abajo y contra ella con todas sus fuerzas. Pero en ese momento los gritos comienzan a fusionarse con palabras, perforando mi cerebro paralizado, y oigo:

—¡Apártate! ¡Apártate de ella! ¡Monstruo! ¡Monstruo depravado y retorcido! ¡Apártate de mi niña! ¡Apártate! ¡Apártate! ¡Apártate!

No pienso moverme, no voy a apartarme de Maya aunque siga tirándome del pelo y arrastrándome fuera de la cama. Maya se da cuenta de repente de que la intrusa es nuestra madre e intenta liberarse de mi abrazo.

—¡No! ¡Mamá! ¡Déjale! ¡Déjale! ¡Él no ha hecho nada! ¿Qué estás haciendo? ¡Le haces daño! ¡No le hagas daño! ¡No le hagas daño! ¡No le hagas daño!

Maya le está gritando, solloza de terror, empuja para salir de debajo de mí, intenta coger a mamá y apartarla, pero no voy a dejar que se peleen, no dejaré que esa loca la toque. Cuando veo una mano como una garra descender sobre el rostro de Maya, muevo mi brazo salvajemente, dándole a mamá en el hombro. Se tambalea hacia atrás y se oye un golpe seco, el sonido de los libros cayendo de la estantería, y se marcha, sus lamentos resuenan por todo el camino hacia el piso de abajo.

Salgo de la cama, de un salto me lanzo sobre la puerta, la cierro de un golpe y paso el pestillo.

—¡Rápido! —le grito a Maya mientras recojo sus braguitas y su camiseta del montón de ropa y se los lanzo—. Póntelo. Volverá con Dave o con quien sea. El pestillo no resistirá lo suficiente…

Maya está sentada en medio de la cama, con la sábana apretada contra su pecho, el pelo revuelto y enredado y el rostro pálido por el miedo y bañado en lágrimas.

—Ella no puede hacernos nada —dice desesperadamente elevando la voz—. ¡No puede hacer nada, no puede hacer nada!

—Está bien. Maya. Está bien, está bien. Pero por favor, ponte esto. ¡Va a volver!

Sólo consigo encontrar mi ropa interior, el resto debe estar enterrado bajo el montón de libros caídos.

Maya se pone su ropa, baja de un salto y corre hacia la ventana abierta.

—Podemos salir —jadea—. Podemos saltar…

La arrastro hacia atrás obligándola a que se siente en la cama.

—Escúchame. No podemos huir, nos cogerían de todos modos y, piensa Maya, ¡piensa! ¿Qué pasa con los demás? No podemos abandonarlos sin más. Vamos a esperar aquí, ¿vale? Nadie te va a hacer daño, te lo prometo. Mamá se ha puesto histérica. Y no pretendía atacarte, intentaba rescatarte. De mí. —No puedo respirar.

—¡No me importa! —Maya se pone a gritar otra vez, las lágrimas ruedan por sus mejillas—. ¡Mira lo que te ha hecho, Lochie! ¡Te sangra la espalda! ¡No puedo creer que te haya herido así! ¡Te estaba tirando del pelo! Ella… Ella…

—Shh, cariño, shh… —Me vuelvo hacia ella en el borde de la cama y la agarro por los hombros intentando que se tranquilice—. Maya, tienes que calmarte. Tienes que escucharme. Nadie nos va a hacer daño, ¿lo entiendes? Sólo quieren rescatarte…

—¿De qué? —solloza—. ¿De quién? ¡No pueden apartarme de ti! ¡No pueden, Lochie, no pueden!

Más gritos. Ambos nos estremecemos al escuchar el sonido que esta vez proviene de la calle. Soy el primero en llegar a la ventana. Mamá camina de un lado a otro por delante de casa, chillando y gritando a través del móvil.

—¡Tienes que venir ahora! —Llora—. ¡Oh, Dios, date prisa por favor! ¡Me ha dado un puñetazo y ahora se ha encerrado dentro con ella! ¡Cuando he entrado ha intentado asfixiarla! ¡Creo que la va a matar!

Vecinos curiosos asoman sus cabezas por las ventanas y las puertas, algunos cruzan la calle corriendo hacia ella. Me empieza a recorrer un sudor frío y las piernas me flojean.

—Está llamando a Dave —grita Maya tratando de alejarse de mí mientras la aparto de la ventana—. Echará la puerta abajo. ¡Te va a pegar! ¡Tengo que bajar y explicárselo todo! ¡Tengo que decirles que no has hecho nada malo!

—No, Maya, no. ¡No puedes hacerlo! ¡No cambiara nada! Tienes que quedarte y escucharme. Tengo que decirte algo.

Repentinamente, descubro lo que debo hacer. Sé que sólo hay una solución, sólo hay una manera de salvar a Maya y a los niños y que esto no les perjudique. Pero no me escuchará, me golpea y patea las piernas con sus pies desnudos mientras yo la sujeto entre mis brazos para que no se marche corriendo hacia la puerta. La llevo al borde de la cama, sujetándola contra mí.

—Maya, tienes que escucharme. Yo… Creo que tengo un plan, pero tienes que escucharme o no funcionará. Por favor, cariño, ¡te lo ruego!

Maya deja de forcejear.

—Vale, Lochie, vale —gimotea—. Dime, te escucho. Lo haré. Haré lo que quieras.

Aún la tengo sujeta, observo su expresión aterrorizada, sus ojos desorbitados, e inspiro profundamente en un esfuerzo desesperado por reorganizar mis pensamientos, por calmarme, por contener las lágrimas que se acumulan en mis ojos y que sólo la asustarán más. La aprieto por las muñecas y me preparo para sujetarla en caso de que salga disparada por la puerta.

—Mamá no está llamando a Dave —le explico con voz temblorosa—. Está llamando a la policía.

Maya se queda helada, sus ojos azules se abren del susto. Las lágrimas cuelgan de sus pestañas, el color ha abandonado su rostro. El silencio de la habitación se rompe con sus resuellos desesperados.

—No pasa nada —le digo con seguridad, tratando de mantener mi voz firme—. De hecho, es algo bueno. La policía solucionará esto. Calmarán a mamá. Me llevarán con ellos para interrogarme, pero sólo será…

—Pero lo que hemos hecho va contra la ley. —La voz de Maya se acalla por el horror—. Lo que acaba de suceder. Nos arrestarán porque hemos quebrantado la ley.

Vuelvo a tomar aliento, mis pulmones se agrietan por la tensión, mi garganta amenaza con cerrarse por completo. Si me derrumbo, se acabó. La asustaré tanto que dejará de escucharme y nunca accederá a lo que voy a sugerirle. Tengo que convencerla de que ésta es la mejor manera, la única manera.

—Maya, tienes que escucharme, tiene que ser rápido, llegarán en cualquier momento.

Paro e inspiro de nuevo. A pesar del terror en sus ojos, asiente y espera a que continúe.

—Vale. Primero tienes que recordar que el hecho de que te arresten no significa ir a la cárcel. No iremos a prisión porque sólo somos adolescentes. Pero ahora escucha: esto es muy, muy importante. Si nos arrestan a los dos, nos aislarán para el interrogatorio. Eso podría llevar unos días. Willa y Tiffin volverán y verán que nos hemos ido. Puede que mamá esté borracha, e incluso aunque no lo esté, la policía llamará a los servicios sociales y se los llevarán a los tres por lo que hemos hecho. Imagínate a Willa, imagínate a Tiffin, piensa en el miedo que tendrán. Willa estaba preocupada… —Se me quiebra la voz y me hundo por un momento—. Wi… ¡Willa estaba preocupada sólo por pasar fuera una noche! —Las lágrimas comienzan a salir de mis ojos como cuchillos—. ¿Lo entiendes? ¿Entiendes lo que les pasará si nos arrestan a ambos?

Maya niega con la cabeza y me mira en silencio, muy asustada, muda de espanto, con lágrimas inundando sus ojos.

—Hay una manera —sigo diciendo desesperado—. Hay una manera de evitar todo esto. No se los llevarán si uno de los dos se queda aquí para cuidarles y encubrir a mamá. ¿Lo entiendes, Maya? —Cada vez hablo más alto—. Uno de los dos tiene que quedarse. Tienes que ser tú…

—¡No! —El grito de Maya me rompe el corazón. Aprieto sus muñecas más fuerte aún cuando intenta marcharse—. ¡No! ¡No!

—Maya, si los servicios sociales se los llevan, ¡no volveremos a verlos hasta que sean mayores de edad! ¡Quedarán marcados de por vida! Si dejas que me vaya, hay una posibilidad de que me suelte en unos días. —La miro fijamente, deseo desesperadamente que confíe en mí lo suficiente como para creer esta mentira.

—¡Quédate! —Maya me mira con ojos implorantes—. ¡Quédate tú y yo me iré! No me da miedo. Por favor, Lochie. ¡Hagámoslo así!

Me niego, desmoralizado.

—¡No funcionará! —digo histéricamente—. ¿Te acuerdas de la conversación que tuvimos hace unas semanas? Nadie nos creerá si decimos que fuiste tú la que me obligó. Y si les contamos que hay un consentimiento mutuo, ¡nos arrestarán a ambos! Tenemos que hacerlo así. ¿Lo entiendes? ¡Piensa, Maya, piensa! ¡Sabes que no hay más opciones! Si alguno de los dos se queda aquí, ¡tienes que ser tú!

El cuerpo de Maya se desploma hacia delante cuando la realidad la golpea. Cae hacia mí pero no puedo tomarla entre mis brazos, todavía no.

—Por favor, Maya —le ruego—. Dime que lo harás. Dímelo ya, ahora mismo. De otro modo me volveré loco si no sé… si no sé si tú y los niños estáis seguros o no. No podré soportarlo. Tienes que hacerlo. Por mí. Por nosotros. Es nuestra única oportunidad de volver a ser una familia.

Baja la cabeza, su precioso pelo ámbar esconde su rostro de mi vista.

—Maya… —Un sonido frenético se me escapa y le doy una sacudida—. ¡Maya!

Asiente en silencio sin levantar la vista.

—¿Lo harás? —pregunto.

—Lo haré —susurra.

Pasan varios minutos pero ella no se mueve. Con las manos temblorosas, me seco el sudor de la frente. Entonces, Maya levanta la cabeza con un sollozo ahogado y extiende sus brazos para que la reconforte. No puedo hacerlo. Simplemente, no puedo. Moviendo bruscamente la cabeza me aparto de ella, aguzando el oído al sonido de la sirena. Un leve murmullo de voces se eleva bajo nosotros, no hay duda de que los vecinos, preocupados, han llegado corriendo a tranquilizar a nuestra madre. Como le he negado el abrazo que tan desesperadamente necesitaba, Maya busca consuelo abrazando una almohada contra su pecho. Se mece adelante y atrás, parece estar completamente catatónica.

—Hay una cosa más… —La miro, me he dado cuenta de repente—. Tenemos… Tenemos que hacer cuadrar nuestras declaraciones… De lo contrario me retendrán más tiempo, te llevarán a comisaría repetidamente para interrogarte y las cosas se pondrán mucho peor…

Maya cierra los ojos como si quisiera hacerme desaparecer.

—No tenemos tiempo para inventarnos algo —digo midiendo cada palabra—. Tendremos… Tendremos que decir exactamente lo que ha pasado. To… Todo lo que ha ocurrido, cómo empezó, cuánto ha durado… Si lo que les contamos no cuadra también te detendrán a ti. De modo que tenemos que contar la verdad, Maya, ¿lo entiendes? Todo… ¡Cada detalle que te pidan! —Tomo aliento agitadamente—. Lo único que añadiremos es que… que yo te obligué. Te obligué a hacer todo lo que hemos hecho, Maya. ¿Me oyes?

Estoy perdiendo el control otra vez, las palabras tiemblan como el aire a mi alrededor.

—La primera vez que nos besamos, te dije que debías consentir o… o te pegaría. Juré que si se lo contabas a alguien te mataría. Estabas aterrorizada. Creíste de verdad que era capaz de hacerlo, así que de ahí en adelante, cada vez que yo… que yo quería, tú… tú hacías lo que te pedía.

Me mira horrorizada, con lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas.

—¡Te encerrarán en la cárcel!

—No. —Niego con la cabeza, esforzándome por sonar lo más convencido posible—. Simplemente dirás que no quieres presentar cargos. Si no hay denunciante, no hay juicio. ¡Saldré en unos días! —Me la quedo mirando, implorando en el silencio que me crea.

Frunce el ceño y niega con la cabeza, como si tratara de comprender exasperadamente.

—Pero eso no tiene sentido…

—Confía en mí —estoy respirando demasiado rápido—. La mayoría de los casos de abuso sexual nunca llegan a juicio porque las víctimas están demasiado asustadas como para presentar cargos. Así que simplemente dirás que tú no quieres presentarlos… Pero Maya —la cojo por el brazo—, nunca debes decir que esto fue mutuo. Jamás debes admitir que te metiste en esto voluntariamente. Yo te obligué. Te pregunten lo que te pregunten, digan lo que digan, yo te amenacé. ¿Lo entiendes?

Asiente, aturdida.

No estoy muy convencido. La agarro con rudeza por los brazos.

—¡No te creo! ¡Dime lo que ocurrió! ¿Qué fue lo que te hice?

Me mira, le tiembla el labio inferior y tiene los ojos rojos.

—Tú me violaste —responde, y aprieta las manos contra su boca para ahogar un grito.

Nos acurrucamos bajo el edredón una última vez. Maya está encogida contra mí, con la mejilla reposando en mi pecho y temblando de miedo. Yo la abrazo con fuerza, mirando el techo, temeroso de ponerme a llorar, temeroso de que vea lo aterrorizado que me siento, temeroso por que se dé cuenta de que, aunque ella no presente cargos, hay otra persona que lo hará.

—No… No lo entiendo —jadea Maya—. ¿Cómo ha podido pasar esto? ¿Por qué ha venido mamá hoy precisamente? ¿Cómo diablos ha entrado sin la llave?

Estoy demasiado nervioso incluso para pensar en ello, o como para que me importe. Lo único relevante es que nos han descubierto. Han dado parte a la policía. De verdad que nunca creí que esto podría acabar así.

—Debe haber sido un vecino. No fuimos cuidadosos al dejar las cortinas abiertas. —Maya se convulsiona con un sollozo ahogado—. Aún tienes tiempo. Lochie, ¡no lo entiendo! ¿Por qué no huyes? —Eleva la voz angustiada.

«Porque entonces no podré estar aquí para dar mi versión de los hechos. La versión que quiero que escuche la policía. La versión que te absuelve de todo delito. Si huyo, podrían arrestarte a ti en mi lugar. Y si escapamos los dos, sería declararnos cómplices y todo habría acabado».

No digo nada, simplemente la abrazo más fuerte aún con la esperanza de que confíe en mí.

El sonido de la sirena nos sobresalta. Maya se incorpora bruscamente e intenta saltar hacia la puerta. Yo la obligo a que se quede y se echa a llorar.

—¡No, Lochie, no! ¡Por favor! Déjame ir abajo y explicarlo. ¡Así parecerá mucho peor!

Necesito que parezca peor. Necesito que parezca todo lo malo que pueda. De ahora en adelante tengo que pensar como un violador, actuar como un violador. Demostrar que he estado reteniendo a Maya en contra de su voluntad.

Se elevan los sonidos de los portazos de los coches desde la calle. La voz histérica de mamá comienza de nuevo.

Oímos un golpe en la puerta principal. Fuertes pisadas por el pasillo. Maya aprieta los ojos y se aferra a mí, llorando en silencio.

—Todo irá bien —susurro desesperadamente en su oído—. Sólo es el protocolo. Simplemente me arrestarán para interrogarme. Cuando les digas que no quieres presentar cargos, me dejarán marchar.

La abrazo con fuerza, acariciándole el pelo, esperando que algún día lo entienda, que algún día me perdone por mentir. No debo pensar, no debo dejarme llevar por el pánico, no debo flaquear. Se escuchan voces abajo, principalmente la de mamá. Oigo múltiples pasos en la escalera.

—Suéltame —le susurro con premura.

No me contesta, sigue apretada contra mí, con la cabeza enterrada en mi hombro y los brazos estrechándome el cuello.

—¡Maya, suéltame, ahora! —Trato de soltarme de sus brazos. No me suelta. ¡No me suelta!

Los golpes en la puerta nos sobresaltan con violencia. El sonido precede a una voz fuerte y autoritaria:

—Policía. Abrid la puerta.

«Lo lamento, pero acabo de violar a mi hermana y la retengo aquí en contra de su voluntad. No puedo ceder tan fácilmente».

Me dan un aviso. Entonces, oímos el primer impacto. Maya deja escapar un grito de terror. Aún no me suelta. Es de vital importancia que le dé la vuelta, de modo que cuando entren me vean agarrarla de espaldas a mí, con los brazos sujetos por los costados. Otro chasquido. La madera se hace astillas alrededor del pestillo. Un golpe más y estarán dentro.

Aparto a Maya de mí con todas mis fuerzas. La miro a los ojos —a sus preciosos ojos azules— y siento brotar las lágrimas.

—Te amo —susurro—. ¡Lo siento mucho!

Entonces alzo mi mano derecha y la golpeo en la cara.

Su alarido inunda la habitación segundos antes de que el pestillo se rompa y la puerta se abra. De repente, la entrada está abarrotada de uniformes oscuros y radios crepitantes. Mis brazos rodean los de Maya, su cintura, la inmovilizan contra mí. Bajo mi mano, que tapa su boca, siento un esperanzador hilillo de sangre.

Cuando me ordenan soltarla y apartarme de la cama, no puedo moverme. Tengo que cooperar, pero soy físicamente incapaz. Estoy paralizado de miedo. Me aterra que si destapo la boca de Maya, les diga la verdad. Me aterroriza que una vez haya soltado a Maya, no vuelva a verla nunca más.

Me piden que ponga las manos en alto. Comienzo a aflojar a Maya. No, —grito por dentro—. «¡No me dejes, no te vayas! ¡Tú eres mi amor, eres mi vida! Sin ti no soy nada, no tengo nada. Si te pierdo, lo pierdo todo». Levanto las manos muy despacio, esforzándome por mantenerlas en el aire, luchando contra la imperiosa necesidad de tomar a Maya entre mis brazos de nuevo, de besarla una última vez. Una mujer policía se acerca con cautela como si Maya fuera un animal salvaje, a punto de emprender el vuelo, y la persuade para que salga de la cama. Maya deja escapar un sollozo pequeño y ahogado, pero la oigo inspirar profundamente. Alguien la envuelve con una manta. Están intentando escoltarla fuera de la habitación.

—¡No! —grita ella.

Estalla en un repentino ataque de gimoteos sofocados, se vuelve frenética hacia mí, la sangre embadurna su labio inferior. El labio que una vez me acarició con dulzura, los labios que tan bien conozco, que tanto amo, los labios que nunca se me hubiera ocurrido lastimar. Pero ahora, con el labio partido y la cara bañada en lágrimas, se la ve tan sorprendida y maltrecha que, incluso aunque flojeara su determinación y dijera la verdad, estoy casi seguro de que no la creerían. Sus ojos se encuentran con los míos, pero bajo la atenta mirada de los policías no soy capaz de hacerle el más mínimo gesto para tranquilizarla. «Vete, mi amor —le ruego con la mirada—. Sigue el plan. Hazlo. Hazlo por mí».

Cuando se vuelve, su rostro se contrae y lucho contra la necesidad de gritar su nombre.

En cuanto Maya está fuera, dos policías se echan sobre mí. Cada uno me agarra por un brazo, me indican que me ponga en pie lentamente. Lo hago, tensando todos los músculos y apretando los dientes en un intento por dejar de temblar. Un agente regordete de ojos pequeños y cara hinchada sonríe con superioridad cuando me levanto de la cama y la sábana cae mostrándome en calzoncillos.

—No creo que haga falta que cachemos a éste —se ríe.

Escucho el sonido del llanto de Maya en el piso de abajo.

—¿Qué van a hacerle? ¿Qué van a hacerle? —No deja de gritar.

Una suave voz de mujer repite la respuesta una y otra vez.

—No te preocupes. Ahora estás a salvo. No podrá hacerte daño otra vez.

—¿Tiene algo de ropa? —Me dice el otro agente. No parece mucho mayor que yo. Me pregunto, ¿cuánto tiempo llevará en el cuerpo de policía? ¿Alguna vez habrá estado involucrado en algún crimen tan repugnante como éste?

—En mi ha… habitación…

El joven policía me sigue hasta mi habitación y me mira mientras me visto, su radio crepita en el silencio. Noto sus, ojos clavados en mi espalda, en mi cuerpo, llenos de desagrado. No consigo encontrar nada limpio. Por algún motivo irracional, siento la necesidad de ponerme algo que esté recién lavado. Lo único que tengo a mano es el uniforme del colegio. Noto la impaciencia del hombre en la puerta a mi espalda, pero estoy tan desesperado por cubrir mi cuerpo que no logro siquiera pensar con claridad, no recuerdo dónde he puesto mis cosas. Al fin me pongo una camiseta y unos vaqueros, enfundo los pies descalzos en mis deportivas antes de darme cuenta de que llevo la camiseta del revés.

El policía corpulento se nos une en la habitación. Parecen demasiado grandes para este espacio tan limitado. Soy terriblemente consciente de que mi cama está sin hacer, de que los calcetines y la ropa interior están esparcidos por la moqueta. De la barra rota de la cortina, del viejo escritorio astillado, de las paredes desconchadas. Me siento avergonzado por todo ello. Echo un vistazo a la pequeña foto familiar que aún sigue clavada a la pared sobre la cama y al instante deseo poder llevármela conmigo. Algo, lo que sea, que me los recuerde a todos.

El policía más viejo me hace algunas preguntas sencillas: nombre, fecha de nacimiento, nacionalidad… Mi voz sigue temblando a pesar de todos mis esfuerzos por mantenerla firme. Cuanto más intento no tartamudear, peor se pone; cuando la mente se me queda en blanco y ni siquiera puedo recordar mi propio cumpleaños. Se me quedan mirando como si creyeran que oculto deliberadamente esa información. Intento escuchar el sonido de la voz de Maya, pero no oigo nada. ¿Qué le han hecho? ¿Dónde se la han llevado?

—Lochan Whitely —dice el policía con voz monótona y artificial—. Ha sido acusado de haber violado a su hermana de dieciséis años hace un instante. Le arresto por incumplimiento del artículo veinticinco de la ley de delitos sexuales por mantener relaciones sexuales con un menor miembro de su familia.

La sentencia me golpea como un puñetazo en el estómago. Es más que ser un violador: parezco un pedófilo. Y Maya, ¿una niña? No lo ha sido desde hace años. ¡Y no está por debajo de la edad de consentimiento sexual! Pero claro, al momento recuerdo que aunque sólo le queden dos semanas para cumplir diecisiete años, a ojos de la ley todavía se la considera una niña. Con dieciocho, sin embargo, yo soy un adulto. Trece meses. Bien podrían haber sido trece años… Ahora el policía me lee mis derechos.

—Tiene derecho a permanecer en silencio. Pero podría perjudicar su defensa si no nos contesta a algo que le preguntemos y que luego confiese en el juicio. Todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra. —Habla con determinación, con la fuerza de la autoridad. Su cara es una máscara blanca, fría, carente de toda expresión. Pero esto no es un programa de policías cualquiera. He cometido un crimen real.

El agente más joven me informa de que ahora me van a llevar fuera, al «vehículo de transporte». El pasillo es demasiado estrecho para que quepamos los tres. El policía grueso encabeza la marcha con pasos lentos y pesados. El otro me agarra firmemente por encima del codo. He sido capaz de esconder mi miedo hasta ahora, pero a medida que nos acercamos a la escalera, una oleada de pánico crece en mi interior. El estúpido desencadenante es ni más ni menos que la necesidad de orinar. De repente, comprendo que estoy desesperado por ir al baño y no tengo ni idea de cuándo voy a tener una oportunidad. ¿Tras horas de interrogatorio, encerrado en cualquier celda, enfrente de todo un grupo de prisioneros? Doy un traspié y me detengo en la parte superior de las escaleras.

—¡Siga caminando! —Noto la presión de una mano firme entre mis omóplatos.

—¿Puedo…? Por favor, ¿puedo ir al baño antes de marcharnos? —La voz me sale asustada y desesperada. Siento que me arde la cara y en cuanto las palabras salen de mi boca, deseo no haberlas dicho. Sueno patético.

Intercambian miradas. El hombre corpulento suspira y asiente. Me dejan entrar al baño. El policía más joven se queda en la puerta abierta.

Las esposas no me lo ponen fácil. Noto la presencia de ese hombre llenar el pequeño habitáculo. Me giro para quedar de espaldas a él e intento desabrocharme los vaqueros. El sudor cosquillea por mi cuello y por la espalda, hace que se me pegue la camiseta a la piel. Parece como si los músculos de las rodillas me vibraran. Cierro los ojos e intento relajarme, tengo unas ganas horribles, pero no lo consigo. No puedo. Simplemente, no puedo. Así no.

—No tenemos todo el día. —La voz a mi espalda me hace estremecer. Me abrocho los botones y tiro de la cadena del inodoro vacío. Me doy la vuelta, demasiado avergonzado incluso para levantar la cabeza.

Mientras bajamos dando tumbos por las estrechas escaleras, el policía más joven me dice en tono amable:

—La comisaría no está lejos. Allí tendrá un poco de privacidad.

Sus palabras me desconciertan. Un pequeño atisbo de bondad, una señal de consuelo, a pesar de lo terrible que es lo que he hecho. Siento que mi fachada comienza a desvanecerse. Respirando profundamente, me muerdo el labio con fuerza. Por si acaso Maya me ve, debo aparentar tranquilidad, es de vital importancia que salga de casa sin derrumbarme.

Se escuchan unas voces en la cocina. La puerta está totalmente cerrada. Así que ahí es donde la han llevado. Ruego a Dios que aún la estén tratando como a la víctima, confortándola en lugar de bombardearla a preguntas. Aprieto los dientes y cada músculo de mi cuerpo para no salir corriendo hacia ella, abrazarla y besarla por última vez.

Advierto una comba de color rosa colgando de la barandilla. En la moqueta ha quedado una golosina de anoche. Hay unos zapatitos desperdigados por el zapatero que hay junto a la puerta principal. Las sandalias blancas de Willa y las deportivas con cordones que al fin ha aprendido a atarse, qué pequeñitas. Los zapatos de colegio de Tiffin, sus tan adoradas zapatillas de fútbol, los guantes y la pelota «de la suerte». Sobre todo ello hay chaquetas del colegio colgando abandonadas, vacías como fantasmas, carentes de personalidad sin sus dueños. Quiero que vuelvan, quiero que vengan mis niños. Los echo de menos, me duele tanto que siento un hueco en el corazón. Estaban tan entusiasmados con irse que ni siquiera tuve tiempo de abrazarlos. Nunca llegué a decir adiós.

Justo cuando me están empujando por delante de la puerta abierta de la sala de estar, un movimiento capta mi atención y me detengo. Giro la cabeza hacia la figura que descansa en el sillón y, sorprendentemente, veo a Kit. Está sentado con la cara blanca, inmóvil, junto a una mujer policía, con sus mochilas de la isla de Wight cuidadosamente empaquetadas arrojadas a sus pies. Se vuelve lentamente hacia mí, lo miro sin comprender. Me empujan por detrás y me dicen «muévete». Me tropiezo con el marco de la puerta, mis ojos ruegan a Kit alguna explicación.

—¿Por qué estás aquí? —No puedo creer que esté siendo testigo de esto. No concibo que lo hayan retenido antes de irse para mezclarle en esto también. Sólo tiene trece años, ¡por el amor de Dios! Quiero gritar. Debería estar en el viaje de su vida, no viendo cómo detienen a su hermano por abusar sexualmente de su hermana. Quiero pegarles con saña, quiero obligarles a que le dejen marchar.

Sus ojos se apartan de mi cara, viajan hacia las esposas que rodean mis muñecas y luego hacia los policías que me arrastran. Su cara está pálida, afligida.

—¡Tú se lo dijiste! —grita de repente haciéndome dar un salto.

Lo miro aturdido.

—¿Qué?

—¡Al entrenador Wilson! ¡Le dijiste lo de las alturas! —Me está gritando con la cara desfigurada de la rabia—. ¡En cuanto llegué al colegio me tachó de la lista de rápel delante de toda la clase! Todo el mundo se rió de mí, ¡hasta mis amigos! ¡Me has arruinado lo que iba a ser la mejor semana de mi vida!

Trato de seguir respirando, siento cómo mi corazón empieza a latir con fuerza.

—¿Has sido tú? —digo con un grito ahogado—. ¿Lo sabías? ¿Lo de Maya y yo? ¿Lo sabías?

Kit asiente sin decir nada.

—Señor Whitely, ¡tiene que venir con nosotros ahora mismo!

El comentario sobre que Maya y yo nos quedábamos solos en casa, el sonido de la puerta cuando nos besamos en la cocina… ¿Por qué diablos no se enfrentó a nosotros? ¿Por qué ha esperado hasta ahora para decirlo?

Porque no quería que se lo llevaran a una casa de acogida. Porque nunca tuvo intención de contarlo.

Por alguna extraña razón estoy desesperado por que sepa que nunca pedí que lo borraran de la lista de rápel, no pensé que le humillarían delante de sus amigos, nunca pretendí arruinarle su primer viaje, el día más emocionante de su vida. Pero los policías me están gritando, me están empujando por la puerta principal con una fuerza considerable, golpeándome contra las paredes, arrastrándome hasta el coche de policía que nos espera. Me retuerzo y me doy la vuelta, intentando llamar a Kit por encima del hombro.

Los vecinos están todos ahí curioseando. Se han congregado en masa alrededor del coche de policía, observan fascinados mientras me tiran sobre el asiento de atrás. Me abrochan el cinturón y la puerta se cierra de golpe. El policía corpulento se pone delante, con la radio aún crepitando, y el más joven se sienta detrás, a mi lado. Los vecinos se están acercando como una lenta ola, inclinándose, mirando, señalando, sus bocas se abren y se cierran preguntando en silencio.

De repente algo golpea violentamente la puerta de mi lado. Giro rápidamente la cabeza y me encuentro a Kit, que da puñetazos frenéticamente contra el cristal.

—¡Lo siento! —me grita, el sonido queda fuertemente amortiguado por el vidrio reforzado—. ¡Lochie, lo siento, lo siento, lo siento! No pensé que pasaría esto… ¡Nunca pensé que llamaría a la policía! —Está llorando a mares, de un modo que no ha llorado en años, con las lágrimas inundando sus mejillas. Su cuerpo se convulsiona con sollozos violentos mientras golpea la ventana en un intento histérico por liberarme.

—¡Vuelve! —me grita—. ¡Vuelve!

Forcejeo la puerta cerrada, estoy desesperado por decirle que todo va bien, que volveré pronto, aunque soy muy consciente de que no es verdad. Más que nada, lo que quiero decirle es que no pasa nada, que sé que nunca quiso que las cosas llegaran a este punto, que entiendo que simplemente necesitaba descargar contra alguien el dolor, la rabia y la amarga decepción. Quiero que sepa que por supuesto que le perdono, que nada de esto ha sido culpa suya, que le quiero, que siempre le he querido a pesar de todo…

Un vecino le arrastra a un lado y el coche comienza a alejarse del bordillo. A medida que cogemos velocidad, vuelvo la cabeza hacia atrás para verlo por última vez y, por la ventana trasera, observo a Kit correr detrás de nosotros, golpeando la acera con sus largas piernas, el aspecto familiar de la firme determinación en su rostro, la misma que mostró en todos aquellos partidos de fútbol, de pilla pilla, de British Bulldog que solíamos jugar… De algún modo consigue ponerse al ritmo del coche hasta que llegamos al final de la estrecha calle, hasta que aceleramos hacia la avenida principal. Estiro la cabeza frenéticamente para no perderlo de vista, pero entonces tropieza y cae con las manos a los lados: derrotado, llorando.

«¡No podéis dejar que Kit pierda! —quiero gritar a los policías—. ¡Hay que dejarles ganar a todos siempre! Aun cuando se lo pones difícil, siempre, siempre, hay que dejar que te pillen al final».

Ahí está en pie de nuevo, mirando el coche como si quisiera hacernos retroceder, y veo cómo se va empequeñeciendo a medida que el espacio crece entre nosotros. Pronto mi hermano pequeño no es más que un puntito en la distancia, y entonces, dejo de verlo.