CAPÍTULO VEINTITRÉS

Lochan

Afortunadamente, aquella noche estábamos demasiado cansados como para seguir hablando durante más tiempo. Sin embargo, antes de que el sueño nos venciera, Maya quiso conocer más detalles: a qué tipo de condena podríamos enfrentarnos o si la legislación era distinta en otros países, pero yo sólo le repetía lo poco que había recopilado en mi búsqueda por Internet. Lo cierto es que hay muy poca información útil sobre el incesto consentido, aunque del no consentido hay mucha, ya que parece ser que es el único tipo que existe según cree la mayoría de la gente. He buscado a conciencia testimonios en la red, pero sólo encontré dos de dominio público, ninguno de los dos en el Reino Unido y ambos entre hermanos que se conocieron de adultos tras haber sido separados cuando eran niños.

El tema sólo reaparece brevemente el día antes de que lo abandonemos por completo. A pesar de su reacción inicial, el estupor y la indignación de Maya parecen haber quedado mitigados ya que le aseguro que la única información legal que he encontrado era hipotética. Técnicamente, una pareja acusada de incesto podría ser condenada a ir a la cárcel, pero sería muy difícil que sucediera en el caso de que dos adultos consintieran la relación. Ahora soy legalmente un adulto, y Maya pronto lo será, así que no tendremos que esperar mucho más. La policía no suele buscar este tipo de cosas. Y en el caso poco probable de que alguna persona cualquiera nos descubriera ¿por qué diablo iba a intentar que nos arrestaran o denunciarnos? ¿Por odio? ¿Por venganza? Y a menos que tuviéramos hijos biológicamente nuestros —lo que sería una locura—, ¿como alguien iba a conseguir pruebas suficientes para defender su teoría en un juicio? Tendrían que pillarnos en pleno acto, e incluso entonces sería su palabra contra la nuestra.

Lo que más me preocupa respecto al futuro es cómo proteger a Kit, Tiffin y Willa de que se les condene al ostracismo en caso de que haya rumores de que Maya y yo vivimos juntos y no tengamos parejas. Pero para entonces tendrán sus propias vidas, con suerte Maya y yo nos habremos mudado a otra parte y, si es necesario, nos cambiaremos los nombres. Sí, podríamos simplemente cambiarnos los nombres y vivir abierta y libremente como una pareja que no se ha casado. Sin escondernos más, sin cerrar más puertas. Libertad. Y con el derecho de amarnos el uno al otro sin que nos persigan.

No obstante, de momento, Maya y yo tenemos que estudiar para los exámenes. Nos quedamos de piedra cuando un día, no se sabe cómo, Kit se ofrece a llevar a Tiffin y Willa al cine para darnos tiempo para repasar. En otra ocasión se los lleva al parque a jugar al fútbol. Más o menos, desde aquella primera vez que jugamos al British Bulldog en la calle, ha dejado de hostigarme, de dar portazos por casa, de molestar a los niños y ha dejado de intentar fastidiarme todo el tiempo. No se ha convertido precisamente en un angelito de la noche a la mañana, pero ya no parece sentirse amenazado por mi rol en la familia. Es como si hubiera aceptado que Maya y yo somos sus padres sustitutos. No tengo ni idea de dónde viene todo esto. Puede que haya conocido a un grupo de chicos más simpáticos en el colegio o que simplemente se esté haciendo mayor. Pero, sea por la razón que sea, me atrevo a creer que Kit ya ha pasado lo peor.

Kit llega corriendo a cenar una noche, agitando triunfalmente una hoja de papel.

—¡Voy a ir de viaje con el colegio en vacaciones! ¡Na, na, na, na, na! —Hace una mueca burlona a los pequeños.

—¿A dónde? —le chilla Willa con emoción, como si ella también fuera a ir.

—¡Ala! ¡Eso no es justo! —exclama Tiffin con expresión derrotada.

—Aquí, rápido, rápido, ¡tienes que firmarlo ahora! —Kit agita la hoja encima de mi plato y me pone un bolígrafo en la mano.

—¡No me había dado cuenta de que tu profesor estaba en la puerta esperando a que le dieras el papel!

Kit me hace una mueca.

—Muy gracioso. Fírmalo, ¿quieres?

Miro la carta y me fijo en el precio del viaje, intentando averiguar de dónde diablos sacaremos el dinero. De la cancelación del cheque que entregué ayer para pagar el teléfono, de comer alubias durante quince días, de decirle a mamá que no tenemos agua corriente y necesitamos dinero para un fontanero…

Falsifico la firma de mamá. Me entristece un poco ver lo exageradamente entusiasmado que está Kit con este viaje. Sólo se trata de una semana de actividades en la isla de Wight, pero él nunca ha ido más allá de Surrey.

—¡Está muy lejos! —se jacta ante Tiffin—. ¡Tenemos que coger un barco! ¡Vamos a ir a una isla en medio del mar!

Abro la boca para rebatir la visión que tiene Kit de una isla desierta rodeada de palmeras y evitarle así un terrible desengaño, pero Maya capta mi atención y sacude sutilmente la cabeza. Tiene razón. Kit no se decepcionará. Incluso aunque llueva o haga frío, la fangosa isla de Wight le parecerá el paraíso y creerá que está a millones de kilómetros de casa.

—¿Qué vas a hacer allí? —le pregunta Tiffin encorvándose en su silla y pinchando abatido el pollo con su tenedor.

Kit se deja caer en la silla y la echa hacia atrás, leyendo la carta firmada recientemente.

—Piragüismo, paseos a caballo, rápel, orientación con mapa… —Su voz se eleva con creciente satisfacción—. ¿Camping? —Vuelve a poner las patas delanteras de su silla en el suelo y profiere un sonido de asombro—. Eso no lo había visto. ¡Bien! ¡Siempre he querido acampar!

—¡Yo también! —se queja Tiffin—. ¿Por qué no puedo ir yo? ¿Te puedes llevar a tus hermanos?

—¡Paseos a caballo! —Los ojos de Willa se abren de puro asombro.

—¿Cómo es que en St. Luke nunca nos llevan de viaje? —A Tiffin le tiembla el labio inferior—. La vida es muy injusta.

No recuerdo haber visto nunca a Kit tan emocionado. El único problema, no obstante, es su miedo a las alturas. Es algo que nunca ha admitido, pero recuerdo un incidente —que me quedó grabado en la memoria— en el que se desmayó al borde de un trampolín y cayó al agua inconsciente. Luego, hace cuestión de un año, comenzó a sentirse mareado y sufrió una caída mientras intentaba seguir a sus amigos saltando un muro alto. Él nunca ha hecho rápel y conociéndole sé que preferiría morirse antes que quedarse sentado mirando a sus compañeros, por lo que voy a ir a hablar con el entrenador Wilson, el profesor a cargo de la excursión, para pedirle que no excluyan a Kit, pero que algún adulto le eche un ojo. Aun así me preocupo. Las cosas con Kit van muy bien, demasiado. Me inquieta que el viaje no cumpla con sus expectativas, me preocupa incluso más que a causa de su carácter temerario pueda tener un accidente. Entonces recuerdo lo que Maya me ha dicho sobre estar siempre pensando en la peor probabilidad y me obligo a borrar el desasosiego de mi mente.

A finales de trimestre Maya y yo estamos agotados, arrastrándonos hasta las vacaciones de Pascua. No puedo creer que el colegio se convierta pronto en algo del pasado. Aparte de algunas clases de repaso tras las fiestas, todo lo que quedará serán los exámenes. Naturalmente, me asustan un poco ya que mi plaza en la universidad está en juego, pero tras ellos se esconde la promesa de una nueva vida.

El tiempo a solas con Maya ha sido escaso y me muero por tenerla para mí, aunque sólo sea un día. Pero en cuanto Kit se vaya de viaje, las vacaciones de Pascua ya estarán más cerca, y en dos semanas, tendremos que hacer un hueco para los estudios mientras cuidamos de los niños. Me siento como si nunca fuéramos a disponer de tiempo para estar juntos. Tras pasar toda la mañana en el colegio, entretener a los niños toda la tarde, hacer las tareas de casa corriendo y luego estudiar durante horas, rara vez queda tiempo para algo más que unos besos antes de quedarnos dormidos en brazos del otro. Echo de menos aquellas horas que tuvimos una vez al final del día, echo de menos acariciar cada parte de su cuerpo, sentir sus manos entre las mías, hablando hasta caer rendidos. Me atormenta la idea de que como nuestra relación se considera incorrecta, nos quitan todas esas horas de felicidad que podríamos pasar juntos y, en cambio, nos vemos forzados a encontrarnos a hurtadillas, constantemente atemorizados de que nos descubran.

Me desespero incluso por las cosas más pequeñas: poder cogerla de la mano de camino al colegio, besarla en el pasillo para despedirme de ella antes de irnos cada uno a nuestras clases, almorzar juntos, estar juntos durante el patio acurrucados en un banco o besándonos apasionadamente tras alguno de los edificios, correr a abrazarnos al reunimos en las puertas tras finalizar las clases. Todas esas cosas que el resto de parejas de Belmont dan por sentado. Los alumnos solteros observan ese vínculo con una mezcla de admiración y envidia, a pesar de que muchas de esas relaciones no suelen durar más de una o dos semanas, por razones estúpidas, como una pelea tonta o por un proyecto más atractivo. Yo los miro con repulsión o enojo por ser superficiales e inconstantes. Me rodean muchas relaciones frívolas, muchos chicos en busca de sexo, o de otra conquista que añadir a su lista de fanfarronerías antes de pasar a la siguiente con rapidez. Uno puede esforzarse por entender por qué alguien querría embarcarse en relaciones que carecen de cualquier emoción real y significativa, aunque nadie los juzga por ello. Son «jóvenes», «solo quieren divertirse» y en realidad, si es lo que ellos quieren, ¿por qué no iban a hacerlo? Pero entonces, ¿por qué es tan terrible que yo esté con la chica a la que amo? Los demás pueden tener lo que quieren, expresar su amor como les plazca, sin miedo a ser hostigados, al ostracismo, a ser perseguidos o incluso a la ley. A menudo hasta se toleran las relaciones adúlteras y el maltrato emocional, a pesar del daño que causan a otros. Nuestra sociedad desarrollada y permisiva admite todas esas clases de «amor» dañino y malsano, pero el nuestro no. No se me ocurre ningún otro tipo de amor que sea tan rotundamente rechazado, a pesar de que el nuestro es profundo, apasionado, cariñoso y fuerte. A pesar de que separarnos nos causaría una pena inimaginable, el mundo nos está castigando por una razón muy simple: nos ha engendrado la misma mujer.

La rabia y la frustración me debilitan a pesar de que intento mantenerlas a raya, aunque trato de centrarme en el día en que Maya y yo seamos libres al fin para vivir juntos abiertamente, libres para querernos el uno al otro como cualquier otra pareja. A veces, verla en casa es mucho peor que observarla en el colegio desde la distancia, está demasiado cerca, estamos juntos pero separados, tan cerca y a la vez tan lejos. Debo apartar la mano cuando, instintivamente, voy a coger la suya en la mesa de la cocina, intento rozarla accidentalmente sólo por el pequeño placer que me causa el tacto de su piel. Miro su rostro cuando le lee a Willa en el sofá, anhelando sentir su pelo, su mejilla, sus labios. Aunque me muero de ganas por que empiecen las vacaciones para poder pasar cada minuto del día con ella, sé que la reducida pero insondable distancia entre los dos será una tortura.

Pero entonces, justo unos días antes de que acabe el trimestre, sucede un milagro. Maya cuelga el teléfono una noche y viene a la cocina para anunciar que Freddie y su hermana pequeña han invitado a Tiffin y Willa a quedarse en sus casa ese fin de semana. El momento no podría ser mejor, ese mismo día Kit se irá a la isla de Wight. Dos días, dos días enteros e ininterrumpidos para estar juntos. Dos días de libertad…

A escondidas, Maya me mira con expresión de pura felicidad y el júbilo me inunda al igual que el helio hincha un globo. Mientras Tiffin hace como si se cayera de la silla de entusiasmo y Willa tamborilea con sus zapatos contra el lado inferior de la mesa, yo estoy listo para ponerme a dar botes contra las paredes y comenzar a bailar.

—Hala. Entonces el sábado nos habremos ido los tres —comenta Kit pensativo, mirando primero a Maya y luego a mí—. Os quedaréis Maya y tú tirados en casa.

Asiento y me encojo de hombros, intentando ocultar la gran emoción que siento.

No tenemos oportunidad de celebrarlo hasta que Maya acuesta a Tiffin y Willa en sus camas, pero en cuanto lo hace, viene corriendo a donde estoy, estropajo en mano y en cuclillas frotando la nevera.

—¡Nos lo hemos ganado a pulso! —susurra al borde de la histeria, agarrándome por los hombros y sacudiéndome con excitación. Me pongo de pie y me río al ver la mirada en su rostro, los ojos brillantes de emoción. Dejo caer el estropajo y me limpio las manos en los vaqueros mientras ella me pasa los brazos alrededor del cuello y me acerca suavemente hacia ella. Cierro los ojos y le doy un beso largo e intenso, acariciándole el cabello y apartándoselo de los ojos. Alza su mano para acariciarme la cara, pero luego la retira con brusquedad.

—¿Qué? —pregunto sorprendido—. Si están todos arriba…

—He oído algo —mira hacía la puerta de la cocina, que se ha quedado descuidadamente abierta.

Durante un breve instante Maya y yo nos miramos alarmados. Luego reconocemos el sonido distante de la música de Kit y las voces de Tiffin y Willa discutiendo en su habitación en el piso de arriba. Nos echamos a reír.

—¡Dios, que asustadizos estamos! —exclamo en voz baja.

—Va a ser genial no tener que estar así un tiempo —jadea Maya—. Aunque sólo sea un par de días. Esta paranoia constante… ¡Nos asusta hasta tocarnos las manos!

—Dos días de libertad —suspiro sonriendo, y la acerco hacia mí.

A medida que el gran día se acerca, voy contando las horas. Kit se irá al colegio a la hora habitual, llevaremos a Tiffin y Willa a casa de sus amigos poco después. En cuanto den las diez en punto de la mañana del sábado, nos despojaremos de las etiquetas sin sentido de hermano y hermana y seremos libres, libres al fin de las ataduras que nos separan.

El viernes por la noche Kit ya ha hecho la maleta y está listo, las mochilas se alinean cuidadosamente en el vestíbulo. Todos están de un ánimo hiperactivo y me doy cuenta de que hemos olvidado hacer la compra semanal y la cocina carece de todo alimento. Me quedo atónito cuando Kit se ofrece voluntario para ir al supermercado del vecindario y comprar algo de cena. Sin embargo, mi sorpresa pronto se transforma en enfado cuando vuelve con una bolsa repleta de patatas fritas, galletas, barritas de chocolate, caramelos y helado. En cambio, Maya simplemente se ríe.

—Ha terminado el trimestre, ¡deberíamos celebrarlo!

Acepto a regañadientes y la velada pronto se convierte en un caos cuando montamos un picnic encima de la moqueta, delante de la televisión. Los niveles de azúcar de Tiffin suben por las nubes y empieza a hacer volteretas en el sofá mientras Kit intenta provocar un aterrizaje forzoso poniéndose por delante.

Willa quiere unirse y estoy convencido de que alguien acabará rompiéndose el cuello, pero se están riendo con tantas ganas ante los movimientos de karate de Kit que me abstengo de intentar calmarlos. Entonces, Kit tiene la brillante idea de ir a buscar sus altavoces al ático y montar una máquina de karaoke improvisada. Pronto todos nos hallamos apretujados en el sofá, desesperados por mantener una expresión seria mientras Willa nos ameniza con una interpretación de Mamma mía, mezclando todas las palabras, aunque con tanto entusiasmo que estoy seguro de que los vecinos acabarán llamando a la puerta. El rap de Kit, I can be, es bastante impresionante a pesar del lenguaje soez. Mientras, Tiffin salta por la habitación, dándose contra las paredes como una pelota de goma.

A las diez en punto Willa ya está exhausta, se ha quedado frita completamente vestida en el sillón. La llevo a su cama mientras Maya arrastra a pulso a Tiffin hasta el baño. Me cruzo a Kit en el pasillo y me detengo.

—¿Listo para mañana? ¿Tienes todo lo que necesitas?

—¡Sí! —me responde con un atisbo de satisfacción y los ojos brillantes.

—Kit, gracias por lo de esta noche —le digo—. Has… Has sido un buen contrincante, ¿sabes?

Por un momento parece no tener muy claro cómo responder a esta alabanza. Se le ve avergonzado, pero luego sonríe.

—Sí, bueno, estate alerta. Los artistas suelen cobrar por sus servicios, ¿sabes?

Le doy un empujón amistoso y, mientras desaparece escaleras arriba con un altavoz gigante bajo cada brazo, me doy cuenta de que la diferencia de edad de cinco años que nos separa ya no parece tan abismal.