CAPÍTULO VEINTIUNO

Lochan

No llevamos a Willa a la escuela durante el resto de la semana para evitar preguntas incómodas y yo llamo al colegio y digo que estoy enfermo para quedarme en casa con ella. Pero el lunes ya está aburrida, ya no lleva el cabestrillo y está ansiosa por ver de nuevo a sus amigas. Mamá vuelve de Devon y cuando por fin la localizo en casa de Dave para pedirle dinero, muestra muy poco interés por la lesión de Willa.

Vuelvo a tener problemas de insomnio. Cuando le pregunto a Willa por su hombro, me mira con cara preocupada y me dice que «ya se está curando». Sé que percibe la culpabilidad en mi cara, pero eso sólo me hace sentir peor.

La luz verde de mi reloj digital marca las 02:43 cuando me levanto, salgo de mi guarida y me arrastro escaleras abajo. Liberado de la calidez del edredón, no tardo en ponerme a temblar bajo la camiseta agujereada y los calzoncillos. El crujido de la puerta de la habitación despierta a Maya y yo me estremezco, nervioso por no asustarla. La cierro suavemente tras de mí, camino sin hacer ruido hacia la pared que hay frente a su cama, deslizándome contra ella, con mis brazos desnudos del color de la plata a la luz de la luna. Ella continúa moviéndose en un estado de duermevela, con la cara rozando la almohada y de repente se levanta apoyándose en un codo, apartándose hacia atrás su larga cortina de pelo.

—Lochie, ¿eres tú? —Lo dice en un susurro asustado, atemorizado.

—Sí, shh, lo siento. ¡Vuelve a dormirte!

Se sienta con dificultad, frotándose los ojos adormilada. Por fin se centra en mí, tiembla y se cubre con el nórdico.

—¿Pretendes que me dé un ataque al corazón? ¿Qué diablos estás haciendo?

—Lo siento, no quería despertarte…

—Bueno, ¡pues ya lo has hecho! —Me sonríe medio dormida y levanta el borde del edredón.

Niego con la cabeza.

—No… Yo sólo… ¿Puedo mirarte mientras duermes? Sé que suena raro pero… pero ahora mismo no puedo dormir, ¡y me está volviendo loco! —Espeto una carcajada fuerte y dolorosa—. Verte dormir me hace sentir… —Inspiro profundamente—. No lo sé… En paz… ¿Te acuerdas que solía hacerlo cuando éramos niños?

Maya sonríe ante el vago recuerdo.

—Bueno, es poco probable que duermas sentado en el suelo. —Vuelve a levantar el edredón.

—No, no, tranquila. Sólo me quedaré un rato y luego volveré a mi cama.

Suspira con fingida irritación, sale de la cama, camina hacia mí de puntillas y me tira de la muñeca.

—Vamos, entra. Dios, estás temblando.

—¡Sólo tengo un poco de frío! —Se me quiebra la voz, me sale con más dureza de lo que pretendía.

—Bueno, ¡pues entonces ven aquí!

El calor de su edredón me envuelve. Se desliza sobre mi regazo y el tacto de su cálida piel, de sus brazos y sus piernas a mi alrededor, hace que comience a relajarme. Me abraza fuertemente y entierra su rostro en mi cuello.

—Dios mío, pareces un cubito.

Dejo escapar una risa forzada.

—Lo siento.

Durante un breve instante ambos permanecemos en silencio. Su húmedo aliento cosquillea mi mejilla. Estamos acostados y siento cómo mi cuerpo se descongela lentamente contra el suyo mientras me acaricia la nuca, pasando sus dedos por mi cuello… Dios, cómo desearía que pudiéramos quedarnos así para siempre. De repente, sin razón, siento que voy a llorar.

—Dime.

Es como si pudiera notar el dolor recorriendo mi piel.

—Nada. Ya sabes, sólo es la mierda de siempre.

Sé que no me cree.

—Escucha —me dice—. ¿Te acuerdas de lo que dijo Willa el otro día? Nosotros somos los adultos. Siempre hemos compartido las responsabilidades. No tienes por qué empezar ahora a protegerme de la realidad.

Presiono mi boca contra su hombro y cierro los ojos. Temo angustiarla, me asusta decirle lo desgarrado que me siento por dentro.

—Crees que puedes preocuparte por los dos —susurra—. Pero las cosas no funcionan así, Loch. No en una relación entre iguales. Y así es la nuestra. Es lo que siempre hemos tenido. Puede haber cambiado un poco, pero no es posible que perdamos lo que tuvimos.

Expiro lentamente. Todo lo que dice tiene sentido. Es más inteligente que yo de todas las formas imaginables.

Sopla en mi oído haciéndome cosquillas.

—Eh, ¿te has dormido?

Sonrío sutilmente.

—No, estoy pensando.

—¿En qué, mi amor?

Un pequeño temblor recorre mi cuerpo. Mi amor. Nunca me ha llamado así antes. Sí, en eso nos hemos convertido. En dos personas enamoradas.

—Lo que pasó con Willa… —comienzo a decir vacilante—. Debió asustarte mucho.

—Creo que nos asustó a los dos.

Las palabras que no hemos pronunciado se ciernen en el espacio que hay sobre nosotros.

—Maya, ya lo sabes, yo… yo tiré de su brazo bastante fuerte. No es… No es de extrañar que se cayera —consigo decir con celeridad.

Levanta la cabeza de mi pecho y la apoya en una mano, su rostro se ha vuelto blanco a la luz de la luna.

—Lochie, ¿querías tirarla de la encimera?

—No.

—¿Tenías intención de hacerle daño?

—Pues claro que no.

—¿Querías dislocarle el hombro?

—¡No!

—Vale —dice en voz baja, acariciándome la cara—. Entonces no tiene sentido que sigas pensando así. Está claro que fue un accidente. ¡No dejes que esa mujer estúpida del hospital te haga dudarlo ni por un segundo!

Lágrimas de alivio amenazan con abrumarme. No pensé que me culparía, pero tampoco podía estar del todo seguro. Inspiro profundamente.

—Pero los servicios sociales ya nos tienen fichados. ¡Dios!

—Pues seguiremos fingiendo, como siempre. —Maya se levanta apoyándose en el codo y me mira. Su pelo oscurece parte de su rostro y no puedo ver su expresión—. Lochie, cumplirás dieciocho años dentro de un mes. Hemos llegado hasta aquí. ¡Podemos seguir adelante! Podemos mantener unida a esta familia, tú y yo. Formamos un buen equipo, somos un equipo genial. ¡Juntos somos fuertes!

Asiento lentamente sobre la almohada y llevo mi mano a su mejilla para acariciarla. Maya me rodea la muñeca con la mano y besa suavemente cada uno de mis dedos. Mi mano se desliza sobre su cuello, su tórax, reposa sobre su pecho… Entonces noto mi corazón.

Maya me está mirando fijamente, sus ojos brillan con intensidad entre las sombras. Percibo mi aliento, cálido y pesado, y me doy cuenta repentinamente de que lo único que separa nuestros cuerpos es un camisón de algodón, una fina camiseta y la ropa interior. Recorro sus costillas con mi mano, paso por su estómago, hacia su muslo desnudo. Maya se inclina hacia delante. Toma la parte inferior de mi camiseta entre sus manos y comienza a levantarla, tirando de ella lentamente por encima de mi cabeza. A continuación, se agacha y se quita el camisón. Emito un jadeo entrecortado. Su cuerpo es perfectamente níveo, contrasta fuertemente con su pelo que parece fuego bajo la luz de la luna. Sus labios son de un rosa oscuro, sus mejillas están ligeramente sonrosadas y sus ojos, más azules que el mar, vigilan inseguros. Los colores y los contrastes me abruman. Mi mirada viaja sobre ella, deteniéndose en la ascendente curva de sus senos, en la piel tersa de su estómago, en las piernas largas y delgadas. Podría estar mirándola el resto de mi vida. Distingo el ángulo de su clavícula, el relieve de sus caderas. Su piel parece tan suave que anhelo besarla. Quiero sentir cada parte de ella, pero mis manos están en tensión sobre las sábanas.

—Podemos tocarnos el uno al otro —susurra Maya—. Sólo tocarnos. No hay ninguna ley que lo prohíba.

Extiende la mano y me recorre el estómago con el dedo, lo pasea por mi pecho y por la curva de mi cuello; toma mi mejilla en su mano y se acerca para besarme. Cierro los ojos y, con las manos temblorosas, acaricio su cuello, sus hombros, sus pechos. La rodeo con mis brazos y vuelvo a bajarla hacia la almohada delicadamente y, poco a poco, indeciso como si temiera hacerle daño, empiezo a trazar un camino con mis dedos por su cuerpo…

Me despierto sobresaltado y me encuentro solo en la cama de Maya, pero la casa que me rodea está en silencio. A mi lado, en el suelo, hay un trozo de papel con mi nombre. Tras leerlo, caigo hacia atrás sobre los cojines y miro el techo agrietado.

Esta última noche me parece un sueño. No puedo creer que la pasáramos juntos, desnudos, con nuestras manos acariciando el cuerpo del otro; no puedo creer que sintiera su cuerpo desnudo apretado contra mí. Al principio me asusto que nos dejáramos llevar, que pudiéramos cruzar la última línea, prohibida, pero el simple hecho de tocarnos fue increíble, tan poderoso, tan emocionante, que me dejó sin aliento. Quería más, por supuesto que sí, pero sabía que, de momento, esto tendría que ser suficiente.

Un golpe en la puerta principal me saca de mi ensimismamiento, el sonido de una mochila tirada al suelo, seguido por unos pasos crujiendo suavemente en las escaleras. La puerta de la habitación se abre unos centímetros y yo me apoyo contra el cabecero de la cama a la par que en el rostro de Maya aparece una sonrisa:

—¡Estás despierto!

Se encamina hacia la ventana y abre las cortinas. Me froto los ojos ante la luz matinal. Bostezo y me estiro, agitando la nota que me había dejado.

—Maya, ¿en qué estabas pensando? No podemos faltar al colegio. —El reproche de mi voz se desvanece cuando salta sobre la cama a mi lado y me da un beso frío.

—Ay, estás helada.

Se tumba junto a mí, su cabeza golpea la pared con un ruido sordo, aplasta mis piernas con las suyas.

—Hoy no tenías nada importante que hacer, ¿verdad?

—No lo creo…

—Bueno, vale, yo tampoco.

Observo su rostro sonrojado, los mechones de pelo que enmarcan su cara, su uniforme del colegio.

—¿Fingiste ante los demás que ibas a clase y luego te has vuelto a casa?

—Sí, en cuanto he visto a Kit entrar por la puerta, ¡he vuelto para acá! No creerías que te iba a dar el día libre a ti solo, ¿verdad? —Me dedica una sonrisa maliciosa—. Vamos, ¿ya te has despertado?

Sacudo la cabeza y me llevo la mano a la boca bostezando otra vez.

—No creo. ¿Cómo es que no he oído la alarma?

—La apagué.

—¿Por qué?

—Estabas profundamente dormido, Loch. Y últimamente parecías hecho polvo. No podía soportar el hecho de despertarte…

Sonrío, la miro parpadeando, aún adormecido.

—No me quejo.

—¿En serio? —Su rostro se ilumina—. ¡Tenemos el día entero para nosotros! —Mira alegre hacia el techo—. Voy a cambiarme, y he pensado que podríamos hacer tortitas y luego ir a pasear y después…

—Espera, espera, espera. Primero ven aquí. —La cojo del brazo justo cuando está a punto de rodar fuera de la cama.

—¿Qué?

—¡Ven aquí! —Aún estoy entrecerrando levemente los ojos a causa de la luz. La agarro por la muñeca—. Bésame.

Maya se ríe e ineludiblemente vuelve a caer a mi lado. Poco a poco le desabrocho los botones de la camisa y ella se desembaraza de su falda. Me acurruco bajo el calor del edredón y empiezo a trazar una línea de besos hacia el sur de su cuerpo…

Maya está de pie ante la puerta abierta de su armario cuando vuelvo de darme una ducha, y le lleva un instante descubrir que estoy asomándome por la puerta, observándola. Se vuelve, me mira y se ruboriza. Alcanza la sábana arrugada que está a los pies de su cama y se envuelve con ella por debajo de los brazos. Me pongo mi ropa interior y me uno a ella en la ventana, besándole el cuello.

—Sí, quiero.

Me mira inquisitivamente y luego hacia abajo, a la sábana, antes de prorrumpir en risitas.

—¿En la salud y en la enfermedad? —pregunta—. ¿Hasta que la muerte nos separe?

Niego con la cabeza.

—Mucho más tiempo —digo—. Para siempre.

Toma mis manos y se inclina para besarme. Esto duele. De repente todo duele y no sé por qué.

—Mira el cielo —dice, apoyando su cabeza en el hueco de mi cuello—. Es tan azul…

Y al instante lo comprendo: es porque todo es tan hermoso, tan maravilloso, tan absolutamente glorioso que no es posible que dure, y quiero conservar este momento durante el resto de mi vida.

La rodeo con mis brazos y presiono mi mejilla contra su coronilla, entonces noto la pulsera en su muñeca, la plata que brilla bajo el sol de la mañana. Llevo mi mano hasta ella y la toco.

—Prométeme que siempre conservarás esto —digo, mi voz se quiebra.

—Por supuesto —responde al segundo—. ¿Por qué no iba a hacerlo? Me encanta. Es lo más bonito que tengo.

—Prométemelo —digo otra vez, con mis dedos recorriendo el suave metal—. Incluso aunque… aunque las cosas no salgan bien… No tienes por qué ponértela. Sólo escóndela en alguna parte.

—Eh. —Inclina la cabeza de modo que no tengo más remedio que mirarla a los ojos—. Te lo prometo. Pero todo va a salir bien. Míranos, ya ha salido bien. Estás a punto de cumplir dieciocho años, y el mes siguiente yo tendré diecisiete. Somos casi adultos, Lochie, y una vez que lo seamos, nadie podrá detenernos ni obligarnos a dejar de hacer lo que queramos.

Levanto la cabeza, asiento y fuerzo una pequeña sonrisa.

—Exacto.

Su expresión cambia. Recuesta la frente contra mi mejilla y cierra los ojos como si sufriera.

—Tienes que creer, Lochie —susurra—. Ambos debemos creer con todas nuestras fuerzas si queremos que ocurra.

Trago con fuerza y la agarro por los brazos.

—¡Yo lo creo!

Abre los ojos y sonríe.

—¡Yo también!

Ésta es la definición de felicidad: un día entero extendiéndose ante mí, hermoso en su vacío y su simplicidad. Sin clases abarrotadas, ni pasillos llenos, ni patios solitarios, ni almuerzo de cafetería, ni profesores hablando monótonamente, ni el incesante tictac del reloj, ni contar hacia atrás los minutos para que acabe otro día deprimente… En vez de eso lo pasamos en una especie de alegre delirio, intentamos saborear cada instante, disfrutamos al máximo en nuestra burbuja de felicidad antes de que explote. Hacemos tortitas y nos divertimos con las combinaciones de rellenos más extraños: Maya gana el premio al más asqueroso con su mezcla de levadura para untar, copos de maíz y kétchup, que me hace regurgitar en el cubo de la basura. Yo gano el premio al más artístico con guisantes congelados, uvas rojas y Lacasitos sobre una base de mayonesa. Cerramos las cortinas de la sala de estar y nos arrellanamos sobre el sofá. En algún momento de la tarde, Maya se queda dormida en mis brazos. Observo su sueño ligero, pasando mi dedo por los contornos de su rostro, cuello abajo, sobre su hombro blanco y suave, por la extensión de su brazo, por cada uno de sus dedos. El sol se filtra a través de las cortinas cerradas, el reloj de la repisa de la chimenea marca el tiempo implacablemente, la fina aguja sigue su curso sin piedad, dando vueltas y vueltas en la esfera. Cierro los ojos y entierro mi cara en el pelo de Maya, intentando acallar el sonido, desesperado por detener el valioso tiempo que nos queda juntos y que no se me escurra entre los dedos como arena.

Cuando despierta, ya son las tres. En media hora tendrá que recoger a Tiffin y Willa mientras yo limpio el desastre de la cocina y hago desaparecer cualquier remanente de ropa del suelo de su habitación. Cojo su rostro sonrosado y dormido entre mis manos y comienzo a besarla con un fervor que roza la histeria. Me siento enfadado y desesperado.

—Lochie, escúchame —intenta decir entre besos—. Escucha, mi amor, escucha. ¡Vamos a empezar a faltar al colegio cada dos semanas!

—No puedo esperar otros quince días…

—¿Y qué pasa si no tenemos que hacerlo? —dice de repente con los ojos encendidos—. Podríamos pasar juntos cada noche, como ayer. Una vez que estemos seguros de que Tiff y Willa se han dormido, puedes venir y meterte en mi cama…

—¿Todas las noches? ¿Qué pasa si alguno entra? ¡No podemos hacer eso! —Pero ha captado mi atención.

—Hay un viejo pestillo en la parte inferior de mi puerta, ¿te acuerdas? ¡Podemos cerrarlo! Kit siempre se queda dormido con los auriculares puestos. Y los otros dos ya no se despiertan en mitad de la noche.

Me muerdo el pulgar meditando sobre los riesgos, exasperadamente indeciso. Miro los ojos brillantes de Maya y recuerdo la noche pasada, cuando sentí su cuerpo suave y desnudo bajo mis manos por primera vez.

—¡De acuerdo! —susurro sonriendo.

—¿Lochie? ¿Estás mejor, Lochie? ¿Nos llevas a la escuela mañana, Lochie? —Willa está preocupada, salta sobre mi regazo en cuanto me tumbo en el sofá enfrente del televisor.

La inquietud de Tiffin es más fortuita, pero no obstante se manifiesta.

—¿Tienes la gripe o qué? —me pregunta con su creciente acento del este de Londres, soplando su rubio y largo pelo para apartárselo de los ojos—. ¿Estás enfermo? No pareces enfermo. ¿Durante cuánto tiempo estarás enfermo?

Asustado, me doy cuenta de que el hecho de que no haya ido un día al colegio les ha confundido. Otras veces he ido con la gripe e incluso con bronquitis, solo porque tenía que llevarles a la escuela, porque tenía que vigilar a Kit, porque debíamos evitar a los servicios sociales, así que tomarse un día libre no solía ser una opción. También me doy cuenta de que asocian cualquier tipo de enfermedad «preocupante» con mamá: mamá borracha y tirada en la entrada, mamá con arcadas sobre la taza del inodoro, mamá desmayada en el suelo de la cocina. No les preocupa mi supuesto dolor de cabeza, les angustia que yo desaparezca.

—Me siento mejor que nunca —les aseguro con sinceridad—. Ya no me duele la cabeza. ¿Por qué no salimos todos afuera y jugamos un ratito?

Es increíble la diferencia que supone no ir al colegio un día. Normalmente, a estas horas, me arrastro exhausto, irritable y nervioso, desesperado por meter a los niños en sus camas para poder tener así un momento a solas con Maya, y hacer los deberes antes de caer rendido sobre mi escritorio. Hoy, mientras los cuatro nos preparamos para jugar al British Bulldog[1], me siento liviano, como si la gravedad de la Tierra hubiera mermado drásticamente. Así, cuando el sol comienza a ponerse en este apacible día de marzo, me hallo de pie en medio de la calle vacía, con las manos en las rodillas, esperando a que los tres se echen sobre mí, confiando en pasar al otro lado sin que me alcancen. Tiffin parece listo para salir corriendo, con un pie enfundado en una bamba, presionando la pared con los brazos doblados, las manos cerradas en puños y un aspecto de fiera determinación en sus ojos. Sé que en la primera ronda debo competir muy duro con él, pero sin llegar a atraparlo. Willa está recibiendo instrucciones de última hora de Maya que, por el cariz que está tomando la situación, planea tácticas de distracción para permitirle correr al otro lado de la calle sin que la atrape.

—¡Vamos! —grita Tiffin impaciente.

Maya se endereza, Willa salta arriba y ahajo excitada y yo cuento atrás:

—Tres, dos, uno, ¡ya!

Nadie se mueve. Corro de lado para ponerme directamente frente a Willa y ella chilla de terror y júbilo, apretándose contra la pared como una estrella de mar, como si tratara de impulsarse para atravesar el muro. Entonces Tiffin sale disparado como una bala, alejándose de mí en un ángulo agudo. Me anticipo a su movimiento y corro hacia él, bloqueando su trayectoria. Él duda, debatiéndose entre la humillación de volver hasta la seguridad de la pared y el riesgo de correr para llegar al otro lado de la calle. Con valentía, elige la segunda opción. Le persigo de inmediato, pero es sorprendentemente rápido para su edad. Consigue plantarse en la otra acera por los pelos, con el rostro resplandeciente, rosa por el esfuerzo y los ojos triunfantes.

Maya utiliza esta distracción para enviar a Willa hacia el otro lado. Corre salvajemente hacia Tiffin, de tal modo que en su intención de alcanzar la seguridad casi se lanza directamente sobre mis brazos. Doy un paso atrás y gruño en un intento por enviarla en otra dirección. Se queda quieta, como un conejo atrapado ante unos faros, con sus ojos azules muy abiertos por la emoción del miedo. Desde ambos lados de la calle, los otros dos le gritan instrucciones.

—¡Vuelve atrás! ¡Vuelve atrás! —chilla Tiffin.

—¡Gira! ¡Esquívale! —grita Maya, segura porque sabe que sólo finjo intentar agarrarla.

Willa hace un movimiento hacia la derecha. Arremeto contra ella, con mis dedos rozando el gorro de su abrigo, y con un chillido se lanza hacia la pared, dando un cabezazo a Tiffin en el estómago, que rápidamente se dobla hacia delante con un grito dramático.

Ahora Maya es la única que queda, está bailando al otro lado de la calle con lo que hace reír a Tiffin y Willa.

—¡Corre, corre hacia aquí, Maya! —grita Tiffin para ayudarla.

—¡Ve por ahí! ¡Por allá no! —chilla a su vez Willa, señalando frenéticamente en todas direcciones.

Le muestro a Maya una sonrisa maligna para expresarle que tengo toda la intención de atraparla y ella me devuelve otra, con una pizca de picardía en los ojos. Con las manos en los bolsillos, comienzo a caminar hacia ella.

Maya se lanza a la carrera. Me pilla con la guardia baja y sale disparada en un ángulo agudo. Alcanzo su ritmo y comienzo a reír pues ya me veo ganando mientras nos acercamos el uno al otro. De repente, no sé cómo, hace una finta y corre hacia atrás muy deprisa. Me lanzo hacia ella pero es inútil. Consigue llegar al otro lado de la calle con alegres gritos de victoria.

En la siguiente ronda atrapo a Tiffin, cuya decepción pronto se convierte en alegría cuando adquiere el rol de depredador. Sin piedad, se lanza directamente a por Willa y la agarra en segundos en cuanto abandona la seguridad de la pared, lanzándola por el aire. Ella se levanta con valentía, examinando brevemente las palmas raspadas de sus manos, y luego se pone a bailar entusiasmada en medio de la calle, con los brazos extendidos como si esperara bloquear nuestro camino. Cuando salimos disparados hacia ella, Maya y yo dejamos que nos atrape chocándonos y Willa nos pesca a ambos, provocando la histeria. Maya acaba de empezar justo cuando, en la distancia, distingo una figura solitaria arrastrándose por la calle en nuestra dirección y reconozco a Kit, que va hacia casa abatido tras una hora de castigo por haber hablado mal a un profesor.

—¡Kit, Kit, estamos jugando al British Bulldog! —le grita Tiffin, excitado—. ¡Ven a jugar! ¡Por favor! Lochie y las chicas juegan fatal. ¡Yo soy el amo!

Kit se detiene ante la puerta.

—Parecéis una panda de retrasados —anuncia con frialdad.

—Bueno, en ese caso ven y anima el juego —sugiero—. Ya sabes que me vendría bien un poco de competencia. Este juego está chupado para un corredor como yo.

Kit deja caer su mochila, dudando. Se debate entre expresar su desprecio habitual por su familia y el deseo de ser un niño otra vez.

—A menos que te preocupe que yo corra más rápido que tú —digo, retándole.

—Sí, ya, en tus mejores sueños —se burla Kit. Se vuelve hacia la puerta principal pero en el último momento se aleja de ella. Inesperadamente, se quita la chaqueta.

—¡Sí! —exclama Tiffin.

—¡Puedes ser de nuestro equipo! —grita Willa.

—¡No hay equipos, estúpida! —le chilla Tiffin.

Pronto nos enfrascamos en una nueva ronda. Vuelvo a estar en medio y decidido a lanzar a Kit al suelo —sin llegar a capturarlo, obviamente—. Por lo general, él es el último en despegarse de la pared una vez que los demás ya están seguros al otro lado. Espera lo que parece una eternidad, claramente poniendo a prueba mi paciencia. Comienzo a alejarme, dándole la espalda, incluso agachándome para atarme el cordón de la zapatilla, pero él ya conoce todos mis trucos. Sólo cuando estoy a un par de metros de él se mueve por fin, poniéndomelo todo lo difícil que puede a propósito. Hace fintas para engañarme, da zancadas bruscas hacia la derecha, duda mientras le bloqueo, luego comienza a retroceder. Me dedica su sonrisa arrogante y burlona, pero veo una fuerte determinación en su mirada. Voy a por él. Me esquiva por milímetros y se lanza a la carrera a la velocidad de la luz. Yo corro tras él, intentando acortar la distancia entre los dos. Lo agarro por el cuello de la camiseta justo cuando sus manos golpean la pared. Cuando se gira para mirarme, su rostro se enciende con un júbilo que no le he visto en años.

Seguimos jugando hasta bien entrada la noche. Willa cae rendida del agotamiento por fin y se va al calor del vestíbulo, mirándonos y gritándonos instrucciones a través de la puerta abierta. Maya es la siguiente en unírsele. Me quedo con Tiffin y Kit, y ahora estamos jugando de verdad. Las habilidades de Tiffin con el fútbol le resultan muy útiles, hacen que sea imposible de atrapar. Kit usa cada una de sus argucias para distraerme, y pronto los dos se unen contra mí, se usan el uno al otro para desbaratar mis planes, dejándome el papel de perseguidor. Al final, agotado, voy a por Kit como un toro embravecido. Lo atrapo a unos centímetros de distancia del muro de seguridad pero él se niega a rendirse, alcanzando desesperado la pared y arrastrándome con él. Caemos al suelo y tiro de su camisa para que no pueda seguir huyendo de mí mientras Tiffin intenta hacer de cadena humana entre Kit y la pared.

—¡He ganado, he ganado! —grita Kit.

—¡De eso nada! Tienes que tocar la pared, ¡tramposo!

—¡La he tocado!

—¡No lo has hecho!

—¡He tocado la mano de Tiff y él está tocando la pared!

—¡Eso no vale!

Tengo a Kit clavado al suelo y grita a Tiffin que lo ayude. Tiffin deja valientemente la seguridad de la pared pero inmediatamente lo derribo sobre nosotros.

—¡Os tengo a los dos! —chillo.

—¡Tramposo! ¡Tramposo! —Sus gritos son ensordecedores.

Pronto ya no podemos movernos a causa de las risas y el cansancio, Tiffin está sobre mi espalda y Kit, sacudiéndose de la risa, alcanza una rama cercana y la utiliza para tocar la pared. Por fin nos despegamos del suelo de la calle, sucios y magullados. La cara de Kit está manchada de mugre y el cuello de la camisa de Tiffin volteado cuando entran cojeando en casa, cuando ya ha pasado la hora de la cena y de hacer los deberes. Una vez que convenzo a los chicos para que se laven las manos, caemos rendidos en la mesa de la cocina con Maya y Willa, y nos damos un festín de gusanitos y Nutella que comemos directamente del bote.

—Deberíamos jugar la revancha —me informa—. Necesitas practicar.

Y entonces, sonríe.