CAPÍTULO DOS

Maya

Se me atasca otra vez la llave en la cerradura. Maldigo y a continuación propino una patada a la puerta como ya es costumbre en mí. En el momento en que me alejo del sol de la tarde y me adentro en el oscuro pasillo, siento que las cosas ya se están descontrolando un poco. Como era de esperar, la sala de estar se ha convertido en un vertedero: hay bolsas de patatas fritas esparcidas por la alfombra, mochilas, cartas de la escuela y deberes abandonados. Kit está comiendo Cheerios directamente de la caja, a la vez que intenta encestar algunos en la boca abierta de Willa, que está en la otra punta de la habitación.

—Maya, Maya, ¡mira lo que puede hacer Kit! —Willa me llama entusiasmada mientras me quito la chaqueta y la corbata en la puerta—. ¡Me los puede colar en la boca desde allí!

A pesar del desastre que los cereales han formado en la alfombra, no puedo evitar sonreír. Mi hermana pequeña es la niña de cinco años más mona de la historia. Sus mejillas con hoyuelos, teñidas de rosa por el esfuerzo, aún conservan las formas redondeadas y rollizas de un bebé, y su cara está iluminada por una suave inocencia. Desde que perdió los incisivos se ha acostumbrado a meter la lengua en el hueco al sonreír. El pelo le cae por la espalda hasta la cintura, recto, fino como seda dorada, a juego con los pendientes que lleva en las orejas. Bajo el flequillo descuidado, sus grandes ojos, que tienen el color de las aguas profundas, siempre lo miran todo con asombro. Se ha cambiado el uniforme por un vestido veraniego de flores color rosa, su favorito en este momento, y salta de un pie a otro encantada con las travesuras de su hermano adolescente.

Me dirijo a Kit con una sonrisa.

—Parece que habéis tenido una tarde muy productiva. Espero que os acordéis de dónde guardamos la aspiradora.

Kit me responde lanzando un puñado de cereales hacia Willa. Por un momento creo que va a ignorarme, pero entonces suelta:

—Esto no es un juego, son prácticas de tiro. A mamá no le importará, esta noche ha salido con su «amante» otra vez, y para cuando vuelva a casa estará demasiado hecha polvo como para darse cuenta.

Abro la boca para reprenderle por lo que ha dicho, pero Willa le está animando a seguir, y como veo que no se enfada ni discute, lo dejo pasar y me derrumbo en el sofá. Mi hermano de trece años ha cambiado en los últimos meses: ha crecido durante el verano y su ya delgada constitución se ha acentuado; se ha cortado el pelo rubio para que se vea el pendiente con un diamante falso que lleva en la oreja y sus ojos color avellana se han endurecido. También ha cambiado algo en su actitud. El niño que fue sigue ahí, pero está enterrado bajo una desconocida severidad: el cambio alrededor de los ojos, el gesto desafiante de la mandíbula, la risa fuerte y sin alegría le dan un aspecto extraño y afilado. Sin embargo, en los breves y auténticos instantes como éste, en los que simplemente se lo está pasando bien, se le cae la máscara y vuelvo a ver al hermano que fue.

—¿Lochan hará la cena hoy? —pregunto.

—Pues claro.

—La cena… —La mano de Willa planea hacia su boca en señal de alarma—. Lochie me ha dado un último aviso.

—Se estaba echando un farol —Kit intenta anticiparse a ella, pero Willa ya se aleja al galope por el pasillo hacia la cocina, ansiosa como siempre por agradar. Me siento en el sofá, bostezando, y Kit empieza a tirarme cereales a la frente.

—Ten cuidado. Eso es todo lo que nos queda para desayunar mañana y no creo que quieras comértelo del suelo —me pongo en pie—. Vamos. Veamos qué ha preparado Lochan para cenar.

—Una mierda de pasta. ¿Alguna vez hace otra cosa? —Kit lanza la caja de cereales abierta en el sillón, esparciendo la mitad de su contenido por los cojines; su buen humor se evapora en un santiamén.

—Bueno, podrías aprender a cocinar. Así nos turnaríamos los tres.

Kit me lanza una mirada condescendiente y entra sigilosamente en la cocina delante de mí.

—Largo, Tiffin. He dicho que saques la pelota fuera de la cocina —Lochan tiene una olla hirviendo en una mano y con la otra intenta sacar a Tiffin por la puerta.

—¡Gol! —grita Tiffin después de chutar el balón bajo la mesa. Cojo la pelota, la echo al pasillo y agarro a Tiffin, que intenta zafarse.

—¡Socorro, socorro! ¡Me está estrangulando! —chilla, simulando una asfixia.

Lo siento en su silla.

—¡Estate quieto!

Obedece sólo cuando ve la comida, coge el cuchillo y el tenedor y marca un redoble de tambor en la mesa. Willa se ríe y toma sus cubiertos para imitarle.

—No lo hagas… —le advierto.

Su sonrisa se desvanece, y por un momento parece que la he herido. Siento una punzada de culpabilidad. Willa es cariñosa y obediente, mientras que Tiffin siempre rebosa energía y comete travesuras. En consecuencia, siempre es testigo cuando su hermano se sale con la suya. Me muevo con rapidez por la cocina, pongo los platos, sirvo el agua y recojo todo lo que se ha utilizado para hacer la cena.

—Vale, todo el mundo a zampar.

Lochan ha servido la cena en cuatro platos y un bol rosa de Barbie: hay pasta con queso, pasta con queso y salsa, pasta con salsa pero sin queso, y brócoli —que ni Tiffin ni Kit tocarán— astutamente escondido en los bordes.

—Hola, tú. —Le agarro de la manga antes de que vuelva a los fogones y le sonrío—. ¿Estás bien?

—Llevo en casa dos horas y ya se han vuelto locos —me lanza una mirada de desesperación exagerada y me río.

—¿Ya se ha ido mamá?

Asiente.

—¿Te has acordado de la leche? —me pregunta.

—Sí, pero necesitamos hacer una compra decente.

—Iré mañana después del colegio —Lochan se da la vuelta a tiempo para pillar a Tiffin saliendo por la puerta—. ¡Eh!

—¡Ya he terminado! ¡No tengo más hambre!

—Tiffin, ¿podrías sentarte en la mesa como una persona normal y acabarte la cena? —Lochan empieza a elevar el tono de voz.

—¡Pero Ben y Jamie sólo pueden salir media hora! —grita Tiffin en protesta con la cara roja bajo su mata de pelo rubio.

—¡Son las seis y media! ¡Hoy ya no vas a salir!

Tiffin vuelve furioso hacia su silla, con los brazos cruzados y las rodillas dobladas.

—¡No es justo! ¡Te odio!

Lochan ignora acertadamente las payasadas de Tiffin y presta atención a Willa, que se ha rendido y ya no usa el tenedor, sino que come los espaguetis con los dedos, con la cabeza inclinada y succionando cada uno desde abajo.

—Mira —le enseña Lochan—. Tienes que enrollarlos así…

—¡Pero se me caen igual!

—Intenta enrollar menos cantidad.

—No puedo —se lamenta—. Lochie, ¿me los cortas?

—Willa, tienes que aprender…

—¡Pero si es más fácil con los dedos!

El asiento de Kit está vacío, mientras da vueltas en la cocina abriendo y cerrando las puertas de la despensa con violencia.

—Deja que te ahorre tiempo: la única comida que nos queda está en la mesa —dice Lochan sosteniendo el tenedor—. Y no le he puesto arsénico, así que es poco probable que te mate.

—Genial, ¿así que se ha olvidado otra vez de dejarnos dinero para ir al supermercado? Claro, por supuesto, a ella le da igual. El «amante» la va a llevar al Ritz.

—Se llama Dave —indica Lochan tras comerse unos cuantos espaguetis—. Llamarle así no te hace más guay.

Trago lo que tengo en la boca, consigo atraer la atención de Lochan y doy una imperceptible sacudida con la cabeza. Tengo la sensación de que Kit se está preparando para una pelea, y Lochan, que suele ser hábil para eludir enfrentamientos, está cansado y desbordado y parece dirigirse a ciegas hacia el choque frontal de esta noche.

Kit cierra el último armario con tal fuerza que todos damos un respingo.

—¿Qué te hace pensar que intento ser guay? Yo no soy el que está pegado a un delantal porque su madre está demasiado ocupada abriéndose de piernas para…

Lochan salta de su silla en un segundo. Intento alcanzarle pero no lo consigo. Se lanza a por Kit y le agarra del cuello, golpeándolo contra la nevera.

—Si vuelves a hablar así delante de los niños te…

—¿Me qué? —Kit tiene la mano de su hermano mayor alrededor del cuello, y a pesar de sonreír con arrogancia, veo un atisbo de miedo en sus ojos. Lochan nunca le ha amenazado físicamente, pero durante los últimos meses su relación se ha deteriorado. Kit ha empezado a resentirse con Lochan cada vez más por razones que no alcanzo a comprender. Sin embargo, a pesar de la conmoción inicial, Kit consigue detener con su expresión burlona la mano que se alza ante él, mirando con condescendencia a su hermano cinco años mayor.

Lochan parece darse cuenta de repente de lo que está haciendo. Suelta a Kit y da un paso atrás, aturdido ante su reacción.

Kit se endereza, mostrando una mueca que se arrastra con lentitud por sus labios.

—Sí, eso es lo que pensaba. Cobarde. Igual que en el colegio.

Ha llegado demasiado lejos. Tiffin mastica lentamente, en silencio, mientras observa con ojos cautelosos. Willa mira a Lochan con ansiedad, tirando nerviosamente de su oreja; ha olvidado por completo su comida. Lochan contempla el hueco vacío de la puerta por el que ya ha desaparecido Kit. Se limpia las manos en los pantalones e inspira larga y profundamente antes de darse la vuelta para mirar a Tiffin y Willa.

Tiffin le observa con detenimiento.

—¿Ibas a pegarle?

—¡No! —Lochan está muy alterado—. No, claro que no, Tiff. Nunca le haría daño a Kit. Nunca os haría daño a ninguno de vosotros. ¡Por Dios!

Tiffin retoma su plato de espaguetis, pero no parece demasiado convencido. Willa no dice nada, se chupa los dedos con solemnidad hasta que quedan limpios, sus ojos irradian un resentimiento silencioso.

Lochan no vuelve a sentarse. En vez de eso, se muerde las comisuras de los labios, con cara de estar cavilando; parece perdido. Me acomodo en la silla y le toco el brazo.

—Sólo intentaba fastidiarte, como siempre…

No me contesta. En vez de hacerlo, inspira profundamente, me mira y dice:

—¿Te importaría terminar tú?

—Por supuesto que no.

—Gracias. —Fuerza una sonrisa tranquilizadora antes de salir de la cocina. Un momento después, escucho cómo se cierra la puerta de su habitación.

Me las arreglo para convencer a Tiffin y a Willa de que terminen de cenar y, a continuación, pongo el plato de Lochan en la nevera, ya que apenas lo ha tocado. Por mí, Kit puede quedarse con el pan duro de la encimera. Le doy un baño a Willa y, entre protestas, obligo a Tiffin a que se duche. Tras aspirar la sala de estar, decido que irse pronto a la cama no les hará ningún daño, e ignoro a propósito las furiosas quejas de Tiffin sobre que aún es de día. Les doy un beso en su litera, Willa me abraza y se mantiene así durante un momento.

—¿Por qué odia Kit a Lochie? —susurra.

Me aparto un poco para mirarla a los ojos.

—Cariño, Kit no odia a Lochie —le digo con tiento—. Lo que pasa es que Kit está de mal humor estos días.

Sus ojos azules y profundos se inundan de alivio.

—¿Entonces se quieren de verdad?

—Pues claro que se quieren. Y a ti te queremos todos —le doy un beso en la frente—. Buenas noches.

Confisco la Game Boy de Tiffin y les dejo escuchando un audiolibro; luego recorro el camino hasta el final del pasillo, donde una escalera conduce al desván cuadrado, y le grito a Kit que baje la música. El año pasado, después de interminables quejas lastimeras por tener que compartir habitación con sus hermanos pequeños, Lochan ayudó a Kit a despejar el pequeño ático, que antes no se usaba por toda la basura acumulada que habían dejado allí los antiguos propietarios. Aunque el espacio es demasiado pequeño incluso para ponerse de pie, es la guarida de Kit, su refugio privado en el que pasa la mayoría del tiempo. Tiene las paredes inclinadas pintadas de negro y llenas de pósteres de chicas, y las tablas del suelo, que están viejas y crujen, están cubiertas por una alfombra persa que Lochan consiguió en una tienda de segunda mano. El ático está aislado del resto de la casa gracias a una empinada escalera por la que Tiffin y Willa tienen estrictamente prohibido subir; es el escondite perfecto para alguien como Kit. Cuando por fin cierro la puerta de mi habitación, la música se atenúa convertida en un monótono golpeteo, y comienzo a hacer mis deberes.

Finalmente la casa queda en silencio. Oigo cómo termina el audiolibro y la atmósfera se acalla. En mi despertador pone que son las ocho y veinte, y el dorado crepúsculo que bien podría ser el de un verano en la India se desvanece con rapidez. Cae la noche y las farolas se encienden una tras otra, arrojando una luz fúnebre sobre el libro de texto que tengo ante mí. Termino un ejercicio de comprensión y me descubro observando mi reflejo en la oscura ventana. En un impulso, me pongo en pie y salgo al rellano.

Vacilo al llamar a la puerta. Si hubiera estado en su lugar, probablemente hubiera salido de casa enfurruñada, pero Lochan no es así. Es demasiado maduro y sensible. Desde que papá se fue no se ha ido de casa hecho una furia ni una sola noche, ni siquiera cuando Tiffin se untó el pelo con melaza y se negó a darse un baño, o cuando Willa estuvo sollozando sin parar durante horas porque alguien había rapado a su muñeca.

Sin embargo, las cosas han ido rápidamente cuesta abajo en los últimos tiempos. Incluso antes de su metamorfosis adolescente, Kit era propenso a agarrar berrinches cuando mamá pasaba la noche fuera. El psicólogo del colegio afirmó que se había culpado a sí mismo por la marcha de papá y que todavía albergaba la esperanza de que volviera, por lo que se sentía profundamente amenazado por cualquiera que intentara ocupar el lugar de su padre. Personalmente, siempre he sospechado que se trataba de algo mucho más simple. A Kit no le gusta que sus hermanos menores sean el centro de atención por ser pequeños y adorables, y tampoco que Lochan y yo les digamos a todos lo que tienen que hacer, mientras que él está atrapado en tierra de nadie, siendo el típico hijo mediano sin ningún compinche con quien cometer travesuras. Ahora que Kit se ha ganado el respeto necesario en el colegio tras unirse a una pandilla que se escapa a fumar hierba al parque a la hora del almuerzo, siente un rencor amargo ante el hecho de que, en casa, aún se le considere uno más de los pequeños. Cuando mamá sale, lo que ocurre cada vez más a menudo, Lochan está a cargo de todo, como siempre. Lochan, del que ella se aprovecha cuando hace horas extra en el trabajo o cuando le apetece salir con Dave o sus amigas.

No hay respuesta a mi llamada, pero cuando me voy al piso de abajo, encuentro a Lochan dormido en el sofá de la sala de estar. Un grueso libro de texto abierto reposa en su pecho y unas hojas garabateadas con cálculos de enmarañada caligrafía cubren el suelo. Le aflojo los dedos que sujetan el libro, apilo sus cosas en la mesita del café, cojo la manta del sofá y lo cubro con ella. Luego me siento en el sillón y recojo mis piernas, reposando la barbilla sobre las rodillas, y le observo dormir bajo el suave resplandor anaranjado de las farolas que se filtra a través de las ventanas sin cortinas.

Antes de que hubiera nada, ya estaba Lochan. Cuando miro mi vida en retrospectiva, todos y cada uno de los dieciséis años y medio que he vivido, Lochan siempre ha estado ahí. Caminando a mi lado rumbo al colegio, empujándome en un carrito de la compra por un aparcamiento vacío a velocidad de vértigo, acudiendo en mi rescate en el recreo el día que causé una revolución en clase al llamar «estúpida» a la chica más popular. Aún le recuerdo allí de pie, con los puños apretados, con un aspecto inusualmente feroz en el rostro, desafiando a todos los chicos a pelearse con él a pesar de que le superaban ampliamente en número. En ese momento me di cuenta de que, mientras tuviese a Lochan, nada ni nadie podría hacerme daño. Pero entonces tenía ocho años. He crecido desde aquel momento. Ahora sé que no siempre estará aquí; no podrá protegerme constantemente. Está intentando que le admitan en la Escuela Universitaria de Londres y, aunque asegura que seguirá viviendo en casa, podría cambiar de parecer y darse cuenta de que es su oportunidad para escapar. Nunca me he imaginado la vida sin él. Al igual que esta casa, él es mi único punto de referencia en esta dura existencia, en este mundo inestable y aterrador. Imaginarle marchándose de casa me inunda de terror de tal modo que me quedo sin aliento. Me siento como una de esas gaviotas cubiertas de petróleo, ahogándome en el negro alquitrán que es el miedo.

Cuando duerme, parece un niño otra vez, con los dedos manchados de tinta, la camiseta arrugada, los vaqueros rasgados y los pies desnudos. La gente dice que nos parecemos mucho, pero yo no lo creo. Para empezar, él es el único de la familia que tiene los ojos de un verde brillante, al igual que el vidrio tallado. Su pelo desgreñado es negro como la brea, le cubre la nuca y le llega hasta los ojos. Aún tiene los brazos bronceados tras el verano, e incluso a media luz percibo el tenue perfil de sus bíceps. Está empezando a desarrollar una figura atlética. Llegó tarde a la pubertad, y durante un tiempo incluso yo era más alta, razón por la que solía meterme con él sin piedad. Le llamaba «mi pequeño hermanito», cuando creía que era algo divertido. Él lo soportaba con estoicismo, como siempre hace con todo.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, las cosas han empezado a cambiar. A pesar de que es tímido hasta la exasperación, a muchas de las chicas de mi clase les gusta, lo que me inunda de una conflictiva mezcla de rabia y orgullo. Sin embargo, aún se siente incapaz de hablar con sus compañeros, rara vez sonríe fuera de estas paredes y siempre, siempre, porta la misma expresión distante y atormentada, con un toque de tristeza en los ojos. En casa, no obstante, cuando los pequeños dan problemas o cuando bromeamos juntos y está relajado, muestra una parte de sí mismo totalmente distinta: adora las travesuras, se le forman unos hoyuelos al sonreír y tiene un autocrítico sentido del humor. Pero incluso durante esos breves instantes, siento que esconde una parte oscura y triste de sí mismo. La parte que lucha por salir adelante en el colegio, en el mundo exterior, un mundo en el que por alguna razón nunca se ha sentido en paz.

El petardeo de un coche en la calle me saca de mis pensamientos. Lochan deja escapar un quejido y se convulsiona, desorientado.

—Te has dormido —le informo con una sonrisa—. Creo que podríamos vender la trigonometría como un nuevo tratamiento para el insomnio.

—Mierda. ¿Qué hora es? —Parece asustado por un momento, aparta la manta, apoya los pies en el suelo y se peina el pelo con los dedos.

—Más de las nueve.

—¿Qué hay de…?

—Tiffin y Willa se han dormido rápido y Kit está ocupado tratando de ser un adolescente rebelde en su habitación.

—Ah. —Se relaja un poco, se frota los ojos con las palmas de las manos y parpadea adormilado.

—Estás hecho polvo. Quizá deberías olvidarte de los deberes por hoy e irte a la cama.

—No, estoy bien. —Mira hacia la pila de libros que hay sobre la mesita del café—. De todos modos tengo que terminar de repasar todo eso antes del examen de mañana —alcanza la lámpara y la enciende, proyectando un pequeño círculo de luz en el suelo.

—Deberías haberme contado que tenías un examen. ¡Habría hecho yo la cena!

—Bueno, tú has hecho todo lo demás. —Se produce una pausa incómoda—. Gracias por… por controlarlos.

—No pasa nada. —Bostezo, me cambio de lado en el sillón para poder apoyar las piernas en el reposabrazos y me aparto el pelo de la cara—. Quizás a partir de hoy deberíamos dejarle a Kit la comida al pie de la escalera. Podemos llamarlo «el servicio de habitaciones». Probablemente así tengamos un poco de paz.

La sombra de una sonrisa acaricia sus labios, pero entonces se vuelve a mirar la ventana y se instala de nuevo el silencio.

Tomo una bocanada de aire.

—Estaba un poco imbécil hoy, Loch. Esa historia del colegio…

Parece que se congela. Incluso observo sus músculos en tensión bajo la camiseta mientras se sienta de lado en el sofá. Tiene un brazo colgado hacia atrás, un pie en el suelo y el otro bajo él.

—Mejor termino esto…

Reconozco la señal. Quiero decirle algo, algo como esto: «Todo es teatro. Todo el mundo está fingiendo. Puede que Kit se haya unido a un grupo de chicos que escupen a la cara de la autoridad, pero están tan asustados como cualquiera. Se burlan de los demás y aceptan a los solitarios sólo por sentir que pertenecen a algo. Y yo no soy mucho mejor. Puede que parezca segura y locuaz, pero paso la mayor parte del tiempo riéndome de chistes que no me parecen graciosos y diciendo cosas que en realidad no pienso, porque cuando acaba el día es lo que todos intentamos hacer: encajar, de un modo u otro, intentar aparentar desesperadamente que somos como los demás».

—Pues entonces, buenas noches. No trabajes hasta muy tarde.

—Buenas noches, Maya. —De repente sonríe y se le forman los hoyuelos a los lados de la boca. Pero cuando me detengo en la puerta, mirándole otra vez, advierto que su gesto ha cambiado de nuevo y que hojea un libro de texto con los dientes apretados en el labio inferior, irritándolo y enrojeciéndolo.

«Crees que nadie lo entiende —quiero decírselo—. Pero estás equivocado. Yo te entiendo. No estás solo».