CAPÍTULO DIECINUEVE

Lochan

Por las mañanas me ducho a la velocidad del rayo, me visto corriendo y, en cuanto tengo instalados a Tiffin y Willa en la mesa con el desayuno, corro escaleras arriba otra vez con la excusa de haber olvidado la chaqueta, el reloj o un libro para encontrarme con Maya, que tiene la poco envidiable tarea de intentar sacar a Kit de la cama cada mañana. Normalmente la encuentro recogiéndose el pelo, abrochándose los botones de los puños de la camisa o metiendo libros en la mochila. La puerta está entreabierta y sale de manera ocasional para gritarle a Kit que se dé prisa; pero se detiene en cuanto me ve y, con una expresión de excitado entusiasmo, coge la mano que le tiendo. Mi corazón late anticipándose a lo que va a ocurrir y nos encerramos en mi habitación. Contamos con unos pocos y preciados minutos que compartir, presiono firmemente la esquina inferior de la puerta con el pie, agarrando con una mano el pomo, y la atraigo suavemente hacia mí. Sus ojos se iluminan con una sonrisa, sus manos me acarician la cara, el pelo, a veces se aferran a mi pecho, con sus dedos rozando la fina tela de mi camisa. Nos besamos tímidamente al principio, un tanto asustados. Por el sabor puedo distinguir si ha usado Colgate o si, para ahorrar tiempo, simplemente ha cogido la pasta de dientes rosa de los niños mientras supervisaba que se lavaran los dientes.

Siempre me impacta el momento en que nuestros labios se encuentran por primera vez, y tengo que recordarme que debo respirar. Sus labios son suaves y cálidos, los míos parecen duros y ásperos al rozar los suyos. Al escuchar los lentos pasos de Kit, que arrastra escaleras abajo al otro lado de la fina pared, Maya intenta apartarse. Sin embargo, tan pronto como la puerta del baño se cierra de un portazo, sucumbe y se desliza con la espalda apoyada contra la puerta. Clavo las uñas en la madera a ambos lados de su cabeza en un intento por mantener las manos bajo control mientras nuestros besos se vuelven más apasionados. El deseo que siento sofoca cualquier temor de que nos descubran y al mismo tiempo saboreo los últimos instantes de éxtasis que hormiguean por mis dedos como arena. Un grito en el piso de abajo, el sonido de Kit saliendo del baño, pies caminando escaleras arriba —todo indica que nuestro tiempo ha llegado a su fin— y Maya me retira con suavidad. Sus mejillas radiantes, su boca teñida de rojo por el calor de nuestros besos inconclusos. Nos miramos el uno al otro, nuestros ardientes jadeos inundan el ambiente, pero cuando vuelvo a apretarme contra ella suplicando con la mirada un poco más, cierra los ojos con expresión de sufrimiento y gira la cabeza. Suele salir la primera de la habitación, caminando hacia el baño para echarse agua en la cara mientras yo cruzo mi habitación hasta la ventana y la abro, agarrándome al borde del alféizar y dando grandes bocanadas de aire frío.

No lo entiendo, no lo entiendo. Seguro que esto ha ocurrido antes. Seguro que otros hermanos y hermanas se habrán enamorado, y les habrán dejado expresar su amor, tanto física como emocionalmente, sin ser denigrados, marginados, sin ser encerrados en prisión. Pero el incesto es ilegal aquí. Si nos amamos físicamente además de espiritualmente estaremos cometiendo un crimen. Y estoy aterrado. Una cosa es esconderse del mundo y otra esconderse de la ley. Así que sigo repitiéndome: «Mientras no lleguemos hasta el final, todo irá bien. Mientras no tengamos relaciones sexuales, no estamos manteniendo un noviazgo incestuoso. Mientras no crucemos esa última línea nuestra familia estará a salvo, no nos quitarán a los niños y no nos obligarán a separarnos a Maya y a mí. Todo lo que tenemos que hacer es ser pacientes, disfrutar de lo que tenemos, hasta que quizás un día, cuando los demás hayan crecido, podamos irnos a otro lugar, crear nuevas identidades y amarnos mutuamente en libertad».

Debo dejar de pensar sobre ello si quiero hacer algo: tareas, estudios, la cena, la compra semanal, recoger a Tiffin y Willa de la escuela, ayudarles con los deberes, asegurarme de que tengan ropa limpia para el día siguiente, jugar con ellos cuando estén aburridos. Vigilar a Kit, comprobar que hace los trabajos y deberes cada día, persuadirle para que cene con nosotros en vez de desaparecer con sus amigos para ir a McDonald’s, asegurarme de que no hace campana y que regresa a casa por la noche. Y, por supuesto, discutir con mamá por el dinero, siempre el dinero, a medida que su presencia es más inusual y se gasta más en alcohol y vestidos nuevos para impresionar a Dave. Mientras, la ropa de Tiffin se le va quedando pequeña, el uniforme de Willa está cada vez más andrajoso, Kit se queja amargamente por los nuevos aparatos electrónicos que tienen todos sus amigos y las facturas no dejan de desbordarnos…

Cuando no estoy con Maya me siento incompleto… Más que incompleto, siento que no soy nada, como si no existiera. No tengo identidad. No hablo, ni siquiera miro a la gente. Estar con los demás es tan insoportable como siempre; me asusta que, si me miran directamente, descubran mi secreto. Me asusta que si consigo hablar o interactuar con ellos, me acabe delatando. Durante el recreo miro a Maya por encima del libro desde mi lugar en la escalera, deseando que venga a sentarse junto a mí, a hablar conmigo, a hacerme sentir vivo, real y amado, pero hasta el simple hecho de hablar es demasiado arriesgado. De modo que ella se sienta en el muro que hay al otro lado del patio, charla con Francie cuidándose de no mirarme, tan consciente como yo de lo peligrosa que es nuestra situación.

Por las noches la busco en cuanto Tiffin y Willa están en la cama, demasiado pronto como para que sea seguro. Ella se vuelve y da la espalda a su escritorio, su pelo roza la página de su libro de texto y señala significativamente la puerta que queda tras de mí para indicarme que los pequeños aún no se han dormido. Pero cuando lo están, Kit se pasea por la casa, buscando comida o viendo la televisión, y para cuando por fin se va a la cama, Maya ya está dormida.

La mitad del trimestre no nos concede suficiente respiro. Llueve durante toda la semana y, encerrados en casa y sin dinero para excursiones —ni siquiera para ir al cine— Tiffin y Willa están peleándose a todas horas mientras que Kit se pasa el día durmiendo y cuando se marcha con sus amigos no vuelve hasta altas horas de la madrugada. Una noche, muy tarde, inquieto por un arrebato de incesante nerviosismo, me pongo las bambas y salgo de la casa en la que todos duermen, corro todo el camino hasta el parque Ashmore, salto la verja bajo la luz de las estrellas y sigo corriendo por la hierba bañada por la luna. Voy tropezándome por el bosquecillo oscuro y por fin encuentro el oasis de paz de Maya, pero a mí no me aporta ninguna. Me derrumbo sobre mis rodillas ante el tronco de un gran roble y, formando un puño, froto mis nudillos arriba y abajo hasta que la corteza áspera, abultada e implacable hace que me sangren y se me queden en carne viva.

—Hay que ponerle una tirita a Lochie —anuncia Willa a Maya la tarde siguiente cuando entra por la puerta con aspecto agotado, ya que la hermana mayor es la enfermera de la familia—. Una muy grande.

Maya deja caer su mochila y su chaqueta en el suelo y esboza una sonrisa de cansancio.

—¿Un día duro? —pregunto.

—Tres exámenes. —Pone los ojos en blanco—. Y educación física bajo una granizada.

—Estoy ayudando a Lochie a hacer la cena —dice Willa con orgullo, arrodillada sobre un taburete de cocina y ordenando las patatas fritas congeladas meticulosamente en la bandeja del horno—. ¿Quieres ayudarnos, Maya?

—Creo que nosotros dos nos las estamos apañando bastante bien —señalo rápidamente mientras Maya se desploma en una silla con la corbata torcida, se aparta mechones desgreñados hacia atrás y me manda un beso discreto por el aire.

—¡Maya, mira! ¡He escrito mi nombre con patatas mayúsculas! —Willa abre la boca, observando nuestro intercambio de miradas, ansiosa por que la incluyamos.

—Muy lista. —Maya se levanta, coge a Willa y la pone sobre su regazo, se sienta con ella inclinándose sobre la bandeja y escribe su propio nombre. Las miro un momento. Los largos brazos de Maya rodean los de Willa, más pequeños. Willa no deja de charlar sobre su día mientras Maya la escucha atentamente y le hace las preguntas adecuadas. Con las cabezas juntas se entremezclan sus lisas melenas: la castaña de Maya y la dorada de Willa. Ambas tienen la misma piel pálida y delicada, los mismos ojos azul claro, la misma sonrisa. En su regazo, Willa parece fuerte y llena de vida, sonriente y rebosante de felicidad. De algún modo, Maya parece más delicada, más frágil, más etérea. Hay tristeza en su mirada, una fatiga que nunca la abandona. Para Maya, la infancia terminó hace años. Sentada con Willa entre sus brazos, pienso: «Hermana y hermana. Madre e hija».

—Puedes hacer la eme así —declara Willa trascendentalmente.

—Eres buena en esto, Willa —la felicita Maya—. Dime, ¿qué decías sobre que hay que ponerle una tirita a Lochan?

Me doy cuenta de que he estado cortando el mismo manojo de cebollas desde que Maya llegó. Tengo una tabla llena de confeti verde y blanco.

—Lochie se ha hecho daño en la mano —dice Willa con naturalidad, con los ojos aún fijos en las patatas.

—¿Con un cuchillo? —Maya me mira bruscamente y en sus ojos aparece una señal de alarma.

—No, sólo es un rasguño —le aseguro con un movimiento negativo de mi cabeza y una sonrisa indulgente para Willa.

Willa mira a Maya.

—Está mintiendo —suspira teatralmente, confabulando.

—¿Me dejas verlo? —pregunta Maya.

Le enseño el dorso de la mano rápidamente.

Se estremece al verlo y al instante se levanta, pero tiene a Willa en brazos y se ve obligada a sentarse de nuevo. Extiende la mano.

—Ven aquí.

—¡Yo no quiero verlo! —Willa agacha la cabeza sobre la bandeja—. Sangra y está pegajoso. ¡Ay, qué asco!

Dejo que Maya tome mi mano con la suya por el simple placer de tocarla.

—No es nada.

Acaricia mi palma con sus dedos.

—Dios, ¿qué te ha pasado? ¿No habrá sido una pelea…?

—Claro que no. Sólo me tropecé y me la rasqué con la pared del patio.

Me mira fijamente, incrédula.

—Tenemos que limpiártela adecuadamente —insiste.

—Ya lo he hecho.

Ignora mi último comentario y baja a Willa suavemente de su regazo.

—Voy a ir arriba para curarle la mano a Lochie —dice—. Volveré enseguida.

Confinados en el pequeño espacio que es el baño, busco un antiséptico en el botiquín.

—Agradezco que te preocupes por mí, pero ¿no crees que os estáis poniendo un poco paranoicas?

Maya me ignora, se sienta en el borde de la bañera y se inclina hacia mí.

—Es que te queremos mucho. Ven aquí.

Accedo, inclinándome y cerrando los ojos por un instante, disfrutando de su tacto, del sabor de sus suaves labios sobre los míos. Me acerca más a ella pero me aparto, agitando la botella de antiséptico en alto.

—¡Pensaba que querías jugar a las enfermeras!

Me mira con una mezcla de incertidumbre y sorpresa, como si tratara de descubrir si estoy provocándola.

—Por mucho que me encante limpiar sangre no significa que no pueda tomarme un excéntrico momento para besar al chico que amo.

Fuerzo una risa.

—¿Estás diciendo acaso que preferirías dejarme morir desangrado?

Hace como si se lo pensara por un instante.

—Ah, bueno, es una pregunta difícil.

Comienzo a destapar la botella.

—Vamos. Acabemos con esto.

Aferra mi muñeca entre sus dedos, lleva mi mano hasta ella, inspecciona los nudillos ensangrentados, en carne viva, la piel que se ha levantado de la herida: un rectángulo blanco e irregular, rodeado por arañazos rojos y húmedos. Esboza una mueca de dolor.

—Dios, Lochan. ¿Te has hecho esto al caerte contra una pared? ¡Es como si te hubieras pasado un rallador de cocina por la mano!

Me frota los dañados nudillos con suavidad. Tomo aliento profundamente y miro su rostro, sus ojos están entrecerrados por la concentración, su tacto es muy sedoso. Trago con dificultad.

Después de vendarme con una gasa y poner todo fuera de la vista, vuelve a su sitio en la bañera y me besa otra vez, y cuando me echo atrás, me frota el brazo con una sonrisa insegura.

—¿Te duele mucho?

—No, ¡claro que no! —exclamo con sinceridad—. No sé por qué a las chicas os da tanto pánico ver una gotita de sangre.

—En cualquier caso, gracias enfermera. —Le doy un beso rápido en la cabeza, me levanto y me encamino hacia la puerta.

—¡Eh! —Coge mi mano para detenerme, con una chispa de picardía en los ojos—. ¿No crees que me merezco algo más por mis esfuerzos?

Hago una mueca y me muevo torpemente hacia la puerta.

—Willa…

—¡Estará atontada delante del televisor!

Doy un paso hacia delante con reticencia.

—Vale…

Pero me detiene antes de que tenga tiempo de llegar a ella, con la mano en mi pecho, agarrándome de un brazo con suavidad. Tiene una expresión burlona.

—¿Qué te ha picado hoy?

Sacudo la cabeza y sonrío con ironía.

—No lo sé. Creo que estoy un poco cansado.

Me mira durante un buen rato, rozándose el labio superior con la punta de la lengua.

—Loch, ¿va todo bien?

—¡Por supuesto! —Sonrío alegremente—. ¿Podemos salir ya de aquí? ¡Éste no es precisamente el lugar más romántico del mundo!

Noto su desconcierto con tanta intensidad como si fuera mío. Durante la cena, me percato de que me está observando, sus ojos se apartan rápidamente en cuanto la miro. Está distraída, eso es obvio, no se da cuenta de que Willa está comiendo con las manos ni de que Kit está fastidiando abiertamente a los pequeños al ignorar su cena y comerse las galletas de chocolate que se suponía que tomaríamos de postre. Tengo la impresión de que es mejor dejarles hacer lo que les dé la gana en vez de reñirles. Temo que si empiezo, no podré parar y mis grietas empezarán a salir a la luz. Me entró el pánico en el baño. Estaba asustado, muy asustado de dejar que Maya se acercara demasiado a mí y lo notara, que se diera cuenta de que algo andaba mal.

Pero por la noche no puedo dormir, mi mente esta plagada de miedos. Tengo deberes constantemente, inconvenientes a los que debo enfrentarme día a día, además del hecho de que no podamos hacer gala de ninguna muestra de afecto en público, ni siquiera delante de nuestra propia familia; todo ello son cadenas que me asfixian y se van apretando más y más. Me pregunto: ¿algún día seremos libres como una pareja normal? ¿Podremos vivir juntos, darnos la mano en público o besarnos en cualquier esquina? ¿O siempre estaremos condenados a llevar vidas ocultas, a escondernos tras las puertas cerradas y las cortinas echadas? O peor aún, una vez que nuestros hermanos crezcan lo suficiente, ¿no nos quedará más remedio que huir y abandonarlos?

Sigo recordándome que debo vivir el presente, un día y luego otro, pero ¿cómo voy a poder? Estoy a punto de terminar el colegio y empezar la universidad, y por tanto es lógico que me obliguen a plantearme un futuro. Lo que verdaderamente me gustaría hacer es escribir —para un periódico, o quizá para una revista— pero sé que no es más que una fantasía ridícula. Lo que importa es el dinero: es imprescindible que aspire a un trabajo con un salario inicial decente y en el que pueda llegar a ganar más.

Tengo poca fe en que una vez que gane dinero nuestra madre siga dándonoslo. Para cuando termine la universidad, Willa tendrá ocho años y aún necesitará que la apoyen económicamente otra década más. Tiffin necesitará otros siete, Kit dos… Los años, los números y los cálculos me aturden. Sé que Maya insistirá en ayudar también, pero no quiero tener que depender de ella, nunca he querido que se sienta atrapada. Si quisiera seguir estudiando, si de repente decidiera perseguir su sueño de la infancia de convertirse en actriz, nunca dejaría que la familia se interpusiera en su camino. No podría negarle ese derecho: el derecho de cualquier ser humano a elegir la vida que quiera tener.

Por lo que a mí respecta, ya he tomado una decisión. Que alguna institución se lleve a los niños es algo que intento evitar desde que cumplí doce años. Ningún sacrificio es demasiado grande para mantener a mi familia unida, aunque el largo camino que tengo por delante se me antoja tan rocoso y escarpado que a veces me levanto por las noches temiendo caer. Tan sólo el pensamiento de que Maya permanezca a mi lado hace que el ascenso de ese camino no me resulte tan imposible. Sin embargo, últimamente, los sacrificios parecen estar haciéndose cada vez más grandes.

Nuestra madre ha estado desesperada por casarse con Dave desde el instante en que se fijó en él, aunque Dave nunca se lo ha propuesto, ni siquiera ahora que ya se ha divorciado, pues claramente no está preparado para soportar la carga de otra gran familia. Mamá ya ha hecho su elección, pero ahora que estoy a punto de cumplir los dieciocho y convertirme legalmente en un adulto temo que se distancie por completo en un último intento por conseguir que le pongan el anillo en el dedo. Cada vez que la obligo a desprenderse de algo de dinero para cubrir nuestras necesidades básicas —comida, pagar facturas, ropa, artículos escolares— comienza a gritar que ella dejó el colegio y empezó a trabajar a los dieciséis años, que se fue de casa y no les pidió nada a sus padres. Cuando le recuerdo que ella no tenía tres hermanos pequeños a los que cuidar, doy pie a que me diga que, para empezar, ella nunca quiso tener hijos, que sólo nos tuvo para complacer a nuestro padre, que él quería uno detrás de otro hasta que, cansado de todos nosotros, se marchó para empezar de cero con otra persona. Yo le aclaro que el hecho de que papá nos abandonara no le da derecho a abandonarnos también. Pero eso sólo la provoca más, y me atesta un golpe bajo recordándome que nunca se hubiera casado con papá si no se hubiera quedado embarazada de mí accidentalmente. Sé que lo que dice es fruto de la rabia que le produce el alcohol, pero también soy consciente de que lo dice en serio, por eso durante toda mi vida ha estado más resentida conmigo que con los demás. Esto suele conducir a la perorata habitual sobre cómo trabaja catorce horas al día sólo para mantener un techo sobre nuestras cabezas, que todo lo que me pide es que cuide a mis hermanos unas cuantas horas tras el colegio cada día. Si intento recordarle que ese era el acuerdo inicial cuando papá se fue, pero que ahora la realidad es muy distinta, empieza a gritar que ella también tiene derecho a hacer su vida. Al fin sólo puedo recurrir al chantaje: la amenaza de que un día nos presentemos en casa de Dave con la maleta en la mano. Eso la convence de que debe darme dinero en efectivo. En muchos aspectos, agradezco que se haya alejado de nuestras vidas, incluso aunque eso signifique que los pensamientos sobre el futuro, nuestro futuro, pesen fatigosamente sobre mí.

El sueño me evade otra vez, así que a altas horas de la madrugada bajo a la cocina para lidiar con la pila de cartas dirigidas a mamá que se han ido acumulando en el aparador durante semanas. Para cuando termino de abrirlas todas, la mesa de la cocina está completamente cubierta por facturas, extractos de la tarjeta de crédito, reclamaciones de pagos… Maya me acaricia la nuca, haciéndome dar un salto.

—No pretendía asustarte. —Se sienta en la silla que tengo al lado, descansando sus pies desnudos sobre los míos, rodeando sus rodillas con los brazos. Lleva puesto el camisón, su pelo cae suelto y liso, del color de las hojas otoñales, y me mira con los ojos tan abiertos e inocentes como los de Willa. Es tan hermosa que me duele.

—Te pareces a Tiffin cuando ha perdido un partido e intenta poner cara de valiente —comenta, con una sonrisa en su mirada.

Me río brevemente. A veces, no poder ocultarle lo que siento resulta frustrante.

La risa deja paso a un silencio inquietante. Maya me da un suave tirón de la mano.

—Dime.

Inspiro profundamente, con intensidad, y niego mirando al suelo.

—Ya sabes, el futuro y todo eso.

Aunque sigue sonriendo, veo un cambio en sus ojos y noto que ella también ha estado pensando en eso.

—Ese es un gran tema que tratar a las tres de la mañana ¿Alguna parte del futuro en particular?

Me fuerzo a mirarla.

—Aproximadamente desde hoy hasta el momento en que Willa termine la universidad y empiece a trabajar.

—¡Creo que te estás adelantando un poco a los acontecimientos! —exclama Maya, claramente decidida a mejorar mi estado de ánimo—. Willa está predestinada a hacer grandes cosas. El otro día tuve que llevármela a Belmont para recoger unos deberes que había olvidado, ¡y todo el mundo se derritió al verla! Mi profesora de arte dijo que debíamos llevarla a una agencia de modelos para niños. Así que creo que debemos invertir en ella, ¡y cuando tenga dieciocho años estará haciendo desfiles y manteniéndonos! Y luego está Tiffin. ¡Corre el rumor de que el entrenador Simmons no ha visto semejante talento en un chico tan joven! ¡Y ya sabes cuánto les pagan a los futbolistas! —Se ríe, haciendo un gran esfuerzo por animarme.

—Buena idea. Exacto… —Intento imaginar a Willa en un desfile con la esperanza de que me provoque una sonrisa sincera—. ¡Es una gran idea! Tú podrías ser su… esto… estilista y yo puedo ser su representante.

Pero el silencio se instala de nuevo entre nosotros. Por su expresión parece obvio que Maya es consciente de que sus tácticas no han funcionado. Roza la palma de mi mano con sus uñas y se pone seria.

—Escucha. En primer lugar, no sabemos lo que va a pasar con mamá y con todo el tema económico. Incluso aunque se casara con Dave e intentara cerrarnos el grifo, podríamos intimidarla con el cuento de ir al juzgado por negligencia. Es demasiado estúpida como para darse cuenta de que nunca podríamos conseguirlo por culpa de los servicios sociales. Y por el mero hecho de existir, siempre estará en nuestro poder la posibilidad de arruinar su relación. Amenazarla con presentarnos en casa de Dave para pedirle que pague las facturas ha funcionado hasta ahora, ¿no? En tercer lugar, para cuando termines la universidad, mucho habrá cambiado. Willa tendrá casi nueve años, Tiffin será un adolescente. Irán solos al colegio, se responsabilizarán de sus propios estudios. Puede que Kit madure, pero incluso aunque no lo haga, insistiremos en que salga a buscar un trabajo o que tome parte en las tareas de la casa. Aunque debamos recurrir al chantaje —sonríe, elevando mi mano hasta su boca para besarla—. La parte más difícil es ésta, Lochie, ahora que mamá acaba de salir de nuestras vidas y Tiffin y Willa son aún un pequeños. Pero sólo puede mejorar, en el futuro será mas fácil para todos nosotros y tú y yo podremos pasar más tiempo juntos. Confía en mí, mi amor. Yo también he estado pensando en ello y no te digo todo esto sólo para intentar animarte.

Alzo los ojos para mirarla y siento que una parte de la inquietud deja de oprimirme el pecho.

—Nunca lo había pensado de ese modo…

—¡Eso es porque siempre estás ocupado imaginándote lo peor! Y porque siempre te preocupas tú solo. —Me sonríe burlona y sacude la cabeza—. ¡Y te olvidas de lo más importante!

Me las arreglo para sonreír a la vez que ella.

—¿Qué es lo más importante?

—Yo —declara con una floritura, lanzando el brazo y golpeando en el proceso el cartón de leche. Afortunadamente está casi vacío.

—Tú y tu habilidad para tirar las cosas.

—Sí, exacto —admite—. Y también es importante el hecho de que yo esté aquí para preocuparme contigo y pasar por todo esto, por cada pequeña cosa a tu lado: hasta el momento más terrible que puedas imaginarte. No pasarás solo por nada. —Baja el volumen de la voz y mira nuestras manos que descansan en su regazo, con los dedos entrelazados—. Ocurra lo que ocurra, siempre existirá un nosotros.

Asiento, pero no me salen las palabras. Quiero decirle que no puedo hundirla conmigo. Que tiene que soltar mi mano y nadar. Quiero decirle que debe vivir su propia vida. Pero presiento que ya sabe que tiene esas opciones. Y que ella también ha tomado una decisión.