Maya
—¿Cómo es que hoy te toca a ti?
—Porque Lochan no se encuentra demasiado bien.
—¿Ha vomitado? —Willa se echa el pelo largo y rubio hacia atrás, sobre los hombros, y los diminutos pendientes dorados de sus orejas brillan bajo el sol de la tarde que ya empieza a desaparecer. Restos de natillas salpican su vestido y vuelve a ir sin chaqueta otra vez.
—No, no. No es tan grave.
—Vomitar no es grave. Mamá lo hace constantemente. —Ignoro este último comentario y dirijo mi atención a su vestimenta.
—Willa, ¿quieres abrocharte el abrigo? ¡Hace mucho frío!
—No puedo. No tiene botones.
—¿Ninguno? ¡Deberías habérmelo dicho!
—Te lo dije. La señorita Pierce dice que no puedo poner cinta adhesiva en mi mochila también. Dice que tengo que comprarme una nueva. —Me coge la mano y cruzamos el patio hacia el campo de fútbol, donde Tiffin está corriendo arriba y abajo, mal abrigado, junto a otros doce chicos—. Y no se nos permite llevar agujeros en las medias. Me lo dijeron delante de toda la clase.
—¡Tiff! ¡Hora de irse! —grito en cuanto pasa chutando por delante de nosotras.
El juego se detiene un momento para un lanzamiento de falta y le grito de nuevo. Me mira enfadado.
—¡Cinco minutos más!
—No. Nos vamos ya. Hace mucho frío y puedes jugar a fútbol en casa con Jamie.
—¡Pero estamos en mitad del partido!
El juego se reanuda e intento acercarme, rodeando nerviosa las carreras, los chutes y a los chicos que gritan con las mejillas ardiendo y los ojos fijos en la pelota; sus chillidos resuenan en el oscuro patio. Tiffin pasa corriendo cerca de nosotras e intento agarrarle, pero se me escapa. Detrás de mí, Willa está de pie contra la valla, con el abrigo abierto y tiritando intensamente.
—¡Tiffin Whitely! ¡A casa, ahora! —grito tan alto como puedo, esperando avergonzarle y que así me haga caso. Pero en vez de eso, empieza a regatear a su oponente y lleva la pelota hacia el otro lado del campo a gran velocidad. Se detiene un momento delante de un defensa dos veces más grande que él, arma el disparo y chuta. El balón roza la cara interior de la portería.
—¡Gol! —Sus manos lanzan puñetazos al aire. Gritos y hurras se unen a los de Tiffin mientras sus compañeros de equipo corren a darle palmadas en la espalda. Le doy un rato antes de meterme entre ellos y sacarle de allí agarrado del brazo.
—¡No voy a ir! —me grita mientras el juego se reanuda a nuestras espaldas—. ¡Mi equipo va ganando! ¡He marcado el primer gol!
—Ya lo he visto y ha sido un gol genial, pero ya está oscureciendo. Willa está congelada y los dos tenéis que hacer los deberes.
—¡Pero siempre tenemos que ir directos a casa! ¿Por qué los demás pueden quedarse a jugar? ¡Estoy harto de los malditos deberes! ¡Estoy harto de estar siempre en casa!
—Tiff, por el amor de Dios, compórtate como un chico mayor y no me montes una escena…
—¡No es justo! —La punta de su zapato entra en contacto directo con mi espinilla—. Nunca puedo hacer nada divertido. ¡Te odio!
Para cuando localizamos la mochila que Tiffin ha perdido y les saco del patio es casi de noche, y Willa tiene tanto frío que sus labios está morados. Tiffin va por delante, airado, con la cara roja, el pelo rubio alborotado, arrastrando su abrigo por el suelo a propósito para molestarme y dando patadas rabiosas a los neumáticos de los coches que hay aparcados. La pierna en la que he recibido la patada me duele. «Aún quedan cuatro malditas horas hasta que los acueste —pienso tristemente—. Y otra hora hasta que se duerman del todo. Cinco horas. Dios mío, casi lo que dura otro día de colegio». Todo lo que quiero es que llegue el momento en que la casa quede en silencio, cuando Kit apague por fin la música rap y Tiffin y Willa dejen de bombardearme con peticiones. Ese momento en que los deberes, hechos a medias y a toda prisa, queden a un lado y Lochan esté ahí, con su sonrisa vacilante, sus ojos relucientes y todo, casi todo parezca posible…
—… así que creo que ya no quiere ser mi amiga nunca más —termina de contar Willa abatida, con su mano helada enterrada en la mía.
—Bueno, no importa, estoy segura de que Lucy cambiará de opinión mañana, siempre hace lo mismo.
Su manita tira de la mía de repente.
—Maya, ¡no me estás escuchando!
—¡Sí, sí que te escucho! —protesto de inmediato—. Has dicho que… eh… Lucy no quiere ser tu amiga porque…
—¡Lucy no! ¡Georgia! —chilla Willa con tristeza—. Te he dicho que Lucy y yo dejamos de ser amigas porque me robó mi bolígrafo lila favorito, el que tiene corazones azules, ¡y no me lo quiso devolver aunque Georgia la había visto cogerlo!
—Eso, exacto —titubeo intentando recordar, desesperada, la conversación—. Tu bolígrafo.
—Últimamente te olvidas de todo, como mamá cuando vivía en casa —murmura.
Caminamos en silencio durante unos minutos, la culpa se enrosca a mi alrededor, fría y despiadada como una serpiente. Intento recordar la historia del bolígrafo desaparecido, pero no lo consigo.
—Me apuesto lo que sea a que ni siquiera sabes quién es mi mejor amiga ahora —dice Willa, desafiándome.
—Pues claro que lo sé —respondo rápidamente—. Es… Es Georgia.
Willa niega con la cabeza gacha en un gesto de derrota.
—No.
—Bueno, entonces es Lucy, porque estoy convencida de que una vez que te devuelva el bolígrafo, las dos haréis…
—¡No es ninguna de las dos! —chilla Willa de repente; su voz corta el fuerte viento—. ¡Ni siquiera tengo una mejor amiga!
Me detengo y la miro asombrada. Willa nunca me ha gritado con tanta furia.
Intento abrazarla.
—Willa, vamos, sólo has tenido un mal día…
Me aparta.
—¡No! La señorita Pierce me ha dado tres estrellas doradas y he deletreado todo bien. Te lo acabo de contar, pero sólo has dicho «ah». ¡Ya nunca me escuchas!
Se aparta de mí y echa a correr. La alcanzo justo cuando gira la esquina de nuestra calle. La obligo a que me mire, me pongo en cuclillas y trato de sujetarla. Ella solloza en voz baja, frotándose la cara furiosamente con las palmas de las manos.
—Willa, lo siento… lo siento, cariño, lo siento mucho. Tienes razón. No te he hecho todo el caso que debía, me he portado muy mal. No es que no me interese o que no me importe. Lo que pasa es que he estado muy ocupada estudiando para los exámenes, he tenido mucho trabajo y estoy muy cansada…
—¡Eso no es verdad! —profiere un gemido ahogado y las lágrimas le empapan los dedos, deslizándose entre ellos—. No… me escuchas… ni juegas conmigo… como… lo hacías… antes…
Me apoyo en la barandilla que tengo justo al lado.
—Willa, no, no es eso. Yo… —Pero incluso al buscar una excusa me veo obligada a enfrentarme a la verdad de sus palabras—. Ven aquí —digo al fin, abrazándola con fuerza—. Tú eres mi chica favorita del mundo entero y te quiero mucho, muchísimo. Tienes razón. No te he escuchado como debía porque Lochie y yo siempre estamos ocupándonos de todo lo de la casa. Pero eso es aburrido. De ahora en adelante empezaré a hacer cosas divertidas contigo otra vez. ¿De acuerdo?
Asiente y se sorbe las lágrimas, y luego se aparta el pelo de la cara. La levanto y me envuelve con los brazos y las piernas asiéndome como si fuera un monito. Sin embargo, a pesar de la calidez de sus brazos rodeándome el cuello, del calor de su mejilla contra la mía, siento que mis palabras no la han convencido.
Aunque el sonido de mis pisadas es contundente, no levanta la vista del libro. Me paro en mitad de la escalera y me apoyo en la barandilla, esperando, con los ruidos del patio elevándose por debajo de mí. Aún no me mira; sin duda está esperando a que, sea quien sea, le ignore y continúe su camino. Cuando se da cuenta de que eso no va a ocurrir, me mira brevemente por encima de la cubierta del libro y se sorprende tanto que está a punto de dejarlo caer. Su rostro se ilumina con una leve sonrisa.
—¡Eh!
—¡Hola tú!
Cierra el libro y me mira expectante. Yo me quedo ahí contemplándole, conteniendo una sonrisa. Se aclara la garganta, tímido de repente, ruborizándose.
—¿Qué… eh… qué haces aquí?
—He venido a saludarte.
Me coge de la mano y hace amago de levantarse, con la intención de subir la escalara y huir del campo de visión de los demás alumnos que están abajo, en el patio.
—No pasa nada, no voy a quedarme —le informo enseguida.
Se detiene y su sonrisa se desvanece. Mira la mochila que llevo a la espalda y la bolsa de educación física que cuelga de mi hombro; parece preocupado.
—¿Dónde vas?
—Me voy a tomar la tarde libre.
Su mirada se agudiza y se pone serio.
—Maya…
—Sólo es una tarde. Únicamente tenemos clase de mierdarte y manualimierdas.
Me mira con preocupación, inquieto.
—Sí, pero si te pillan te meterás en problemas. No podemos arriesgarnos a llamar más la atención ahora que mamá nunca está en casa.
—No va a pasar nada. Sobre todo si vienes conmigo y utilizamos tu pase de último curso.
En sus ojos hay una mezcla de duda y sorpresa.
—¿Quieres que vaya contigo?
—Sí, por favor.
—Podría dejarte mi pase y ya está —señala.
—Pero entonces no podría disfrutar del placer de tu compañía.
Vuelve a sonrojarse, pero las comisuras de sus labios anuncian una sonrisa.
—Mamá dijo que se pasaría hoy por casa a recoger algo de ropa…
—No estaba pensando en ir a casa.
—¿Quieres estar por la calle hasta las tres y media? No he traído dinero.
—No. Quiero llevarte a un sitio.
—¿A dónde?
—Es una sorpresa. No está lejos.
Su curiosidad aumenta.
—Va… Vale.
—Estupendo. Ve a por tus cosas. Nos vemos en la entrada principal.
Desaparezco antes de que le dé tiempo de preocuparse y cambiar de opinión.
Lochan tarda una eternidad. Para cuando llega, el recreo está a punto de terminar y me preocupa que me pregunten por qué me marcho del colegio antes de que suene el timbre. Pero el guardia de seguridad apenas me mira cuando paso por delante de él y me escabullo sigilosamente a través de las puertas de cristal.
En la calle, Lochan se sube el cuello de la chaqueta por el frío y me pregunta:
—¿Vas a decirme ahora de qué va todo esto?
Sonrío y me encojo de hombros.
—Esto va de tomarse la tarde libre.
—Deberíamos haberlo planeado. Sólo llevo cincuenta peniques.
—¡No te estoy pidiendo que me lleves al Ritz! Vamos al parque, nada más.
—¿Al parque? —Me mira como si estuviera loca.
Es evidente que Ashmoore, entre semana y en pleno invierno, va a estar vacío. Los árboles prácticamente han perdido todas las hojas, sus largas y afiladas ramas se recortan contra el cielo claro y la gran extensión de hierba está salpicada con manchas plateadas de hielo. Seguimos el camino principal hacia el área boscosa del otro lado, mientras el zumbido de la ciudad se desvanece gradualmente a nuestras espaldas. Algunos bancos mojados complementan el inhóspito paisaje, vacíos e innecesarios. A lo lejos, un señor mayor le lanza palos a su perro, y el animal emite agudos ladridos que rompen el silencio. El parque parece vasto y desolado: una isla fría y olvidada en medio de la gran ciudad. Hojas enroscadas y ásperas vuelan. Al ras de suelo, transportadas por el susurro del viento. Una bandada de palomas se abalanza excitada sobre unas migajas, sus cabezas moviéndose arriba y abajo, picoteando febrilmente el suelo. Mientras nos acercamos a los árboles, las ardillas corren valientemente ante nosotros, volviendo sus cabezas en nuestra dirección y mirándonos con sus pequeños ojos negros y brillantes, al acecho de cualquier signo de comida. Muy por encima de nosotros está el cielo descolorido, la esfera blanca del sol que, como un foco gigante, ilumina el parque con sus despiadados rayos invernales. Abandonamos el camino y nos adentramos en el pequeño bosque, con el follaje seco y las ramas crepitando y crujiendo contra la tierra helada bajo nuestros pies. El terreno irregular se inclina suavemente hacia abajo.
Lochan me sigue en silencio. Ninguno de los dos ha dicho una palabra desde que atravesamos las puertas del parque y abandonamos el mundo a nuestras espaldas, como si intentáramos dejar nuestros y os cotidianos tras el bullicio ruidoso de las sucias calles y el tráfico congestionado. Mientras los árboles comienzan a espesarse a nuestro alrededor, me agacho bajo un tronco caído y luego me detengo sonriendo.
—Es aquí.
Estamos en una hendidura del parque. La cuesta suavemente inclinada está cubierta de hojas y rodeada por unos cuantos helechos verdes y arbustos invernales, cercados por los árboles sin hojas. El suelo es un tapiz de color rojizo y dorado. Incluso en pleno invierno, mi pequeño pedazo de paraíso sigue siendo hermoso.
Lochan mira perplejo en derredor.
—¿Estamos aquí para enterrar un cuerpo o para desenterrarlo?
Lo miro fijamente, con resignación, pero justo en ese momento una repentina ráfaga de aire mece las ramas sobre nuestras cabezas, dispersando helados rayos de sol como fragmentos de vidrio en mi reducto, haciéndolo parecer mágico y misterioso.
—Aquí es donde vengo cuando las cosas en casa me superan. Cuando quiero estar sola un rato —confieso.
El me mira asombrado.
—¿Vienes aquí tú sola? —Parpadea con desconcierto, se mete las manos hasta el fondo de los bolsillos de la chaqueta, aún mirando en todas direcciones—. ¿Por qué?
—Porque cuando mamá empieza a beber a las diez de la mañana, cuando Tiffin y Willa van tirándolo todo por la casa y gritando, cuando Kit intenta buscar pelea con cualquiera que se cruce en su camino y deseo no tener una familia que cuidar, este lugar me aporta paz. Me da esperanzas. En verano es precioso. Acaba con el rugido que habita constantemente en mi cabeza… Puede que, de vez en cuando, sea tu sitio también —sugiero en voz baja—. Todo el mundo necesita un descanso de vez en cuando, Lochan. Incluso tú.
Vuelve a asentir, aún observándolo todo, como si tratara de imaginarme a mí sola aquí. Luego se vuelve para mirarme, con el cuello de su chaqueta negra ondeando sobre la camisa blanca que lleva por fuera del pantalón, con la corbata aflojada y los bajos de sus pantalones grises enlodados por la tierra blanda. Sus mejillas están teñidas de rosa tras el largo y frío paseo, y lleva el pelo revuelto por el viento. No obstante, estamos aquí refugiados, con el cálido sol sobre nuestros rostros. Una repentina bandada de pájaros se posa sobre la rama más alta de un árbol, y mientras Lochan alza su cabeza, la luz se refleja en sus ojos volviéndolos traslúcidos, del color verde del cristal.
Su mirada se encuentra con la mía.
—Gracias —me dice.
Nos sentamos en mi enclave cubierto de hierba y nos apiñamos en busca de calor. Lochan me envuelve con el brazo y me acerca hacia él, besándome la frente.
—Te amo, Maya Whitely —me dice en voz baja.
Sonrío y alzo la cara para mirarle.
—¿Cuánto?
No responde, pero escucho cómo se acelera su respiración: posa su boca sobre la mía y un extraño zumbido inunda el aire.
Nos besamos durante un largo rato, deslizando nuestras manos entre capas de ropa y absorbiendo el calor del otro hasta que me siento cálida, ardiente incluso, mi corazón retumba con fuerza, una sensación brillante, un hormigueo, recorre mis venas. Los pájaros siguen picoteando el suelo a nuestro alrededor, en algún punto distante el grito de un niño rompe el silencio. Aquí estamos completamente solos. Somos verdaderamente libres. Si alguien pasara por aquí, sólo vería a una chica y a su novio besándose. Noto que la presión de los labios de Lochan aumenta, como si también se diera cuenta de que este pequeño instante de felicidad no tiene precio. Desliza la mano bajo mi camisa del colegio y yo presiono la mía contra su muslo. En ese momento, se aparta de mí bruscamente, se vuelve con la respiración agitada. Miro a todos lados sorprendida, pero sólo hay árboles a nuestro alrededor que, como testigos silenciosos, permanecen inalterables, inamovibles e imperturbables. A mi lado, Lochan se sienta con los brazos rodeando sus rodillas dobladas y la cara vuelta hacia otro lado.
—Lo siento… —Me ofrece una pequeña sonrisa avergonzada.
—¿Por qué?
Está respirando muy rápido y entrecortadamente.
—Necesitaba parar.
Un nudo me aprieta la garganta.
—Pero eso está bien, Lochie. No tienes por qué disculparte.
No responde. Su silencio me inquieta.
Me muevo para apretarme más contra él y le doy un suave empujoncito.
—¿Vamos a dar un paseo?
Vuelve a alejarse un poco. Alza un hombro sin volverse. Sigue sin responder.
—¿Estás bien? —Pregunto en voz baja.
Inclina la cabeza brevemente.
Mi corazón comienza a palpitar; me estoy preocupando. Le acaricio la nuca.
—¿Estás seguro?
No hay contestación.
—Quizá deberíamos montar aquí un campamento, lejos del resto del mundo —bromeo, pero él no dice nada—. Creí que sería bonito pasar un rato solos, nosotros dos y nadie más —digo suavemente—. ¿Ha sido…? ¿Venir aquí ha sido un error?
—¡No!
Cubro su mano con la mía y le acaricio la palma con el pulgar.
—¿Entonces?
—Es que… —Su voz se quiebra—. Tengo miedo de que algún día esto no sea más que un recuerdo lejano.
Trago con fuerza.
—No digas eso, Lochie. No tiene por qué ser así.
—Pero nosotros… esto… no durará. No lo hará, Maya, ambos los sabemos. En algún momento tendremos que parar… —Se interrumpe repentinamente y se queda sin aliento, negando con la cabeza y sin palabras.
—Lochie, ¡pues claro que va a durar! —exclamo horrorizada—. No podrán detenernos. No dejaremos que nadie nos pare…
Coge mi mano con la suya, comienza a besármela con sus suaves y cálidos labios.
—Pero se trata del mundo —dice él con la voz tan angustiada que no es más que un susurro—. ¿Cómo…? ¿Cómo podremos contra el mundo entero?
Quiero que Lochan diga que encontrará la manera. Necesito que me diga que juntos la encontraremos. Que juntos lo conseguiremos. Que juntos somos fuertes. Juntos hemos criado a una familia.
—¡Nadie podrá separarnos! —Empiezo a enfadarme—. ¡No pueden, no pueden! ¿O sí que pueden…? —Y al instante me doy cuenta de que no tengo ni idea. Por mucho cuidado que tengamos, siempre existe la posibilidad de que nos pillen. Al igual que, por mucho que encubramos a manta, el peligro de que alguien se entere y avise a las autoridades se intensifica cada vez más. Tenemos que tener mucho cuidado, todo debe permanecer escondido, en secreto. Un desliz y toda la familia se derrumbará como un castillo de naipes. Un desliz y nos destruirán a todos… La actitud derrotista de Lochan me asusta. Es como si él supiera algo que yo no sé.
—Lochie, ¡dime que podemos estar juntos!
Se acerca a mí y yo me derrumbo contra él con un sollozo. Me envuelve entre sus brazos y me abraza con fuerza.
—Haré lo que haga falta —susurra en mi oído—. Te lo prometo. Haré todo lo que esté en mi mano, Maya. Encontraremos el modo de estar juntos. Voy a descubrir cuál es, lo haré. ¿De acuerdo?
Lo miro y él parpadea para contener las lágrimas, ofreciéndome una sonrisa brillante, reconfortante, esperanzadora.
Yo asiento, y le devuelvo otra sonrisa.
—Juntos somos fuertes —respondo, mi voz suena más audaz de lo que en realidad me siento.
Lochan cierra los ojos por un instante, como si sufriera, y luego los abre de nuevo, levanta mi cara de su pecho y me besa con suavidad. Nos abrazamos muy fuerte durante mucho, mucho tiempo, dándonos calor, hasta que el sol comienza a descender gradualmente en el cielo.