CAPÍTULO DIECISIETE

Lochan

Algo se ha roto en mi interior. A lo largo del día, hay momentos en los que me quedo paralizado y no encuentro la energía suficiente para tomar aliento de nuevo. Aquí estoy, inmóvil, frente a los fogones, o en clase, o escuchando a Willa leer, y el aire abandona mis pulmones y no consigo reunir fuerzas para volver a llenarlos. Si continúo respirando tendré que seguir viviendo, y si lo hago tendré que seguir sufriendo, y no puedo… No así. Intento dividir el día en secciones, ir hora tras hora: conseguir superar la primera clase, luego la segunda, luego el recreo, luego la tercera, luego el almuerzo… En casa las horas se me van en las tareas domésticas, en revisar los deberes, hacer la cena, acostar a los niños, repasar los apuntes e ir a la cama. Por primera vez me siento agradecido por la incesante rutina. Me hace pasar de una sección del día a la siguiente, y cuando empiezo a pensar demasiado y siento que me voy a derrumbar, consigo recomponerme diciéndome: «Sólo un paso más, luego otro y ya. Consigue superar este día, ya te derrumbarás mañana. Consigue superar el día de mañana, ya te derrumbarás pasado…».

Cuando Maya me dijo que ya no me quería, no tuve más remedio que retroceder, que retirarme. Al principio pensé que lo había dicho porque estaba furiosa conmigo por mis estúpidas palabras, por decirle ese sinsentido de que todo había sido un error. Pero ahora es diferente. La frase me viene una y otra vez a la cabeza, y me pregunto por qué dije lo que dije si nunca he pensado algo así. Debió ser por la rabia del momento, por lo avergonzado que me sentía —avergonzado de querer más de lo que jamás podrías tener—. La vergüenza me hizo soltar lo más doloroso que se me podía ocurrir en ese momento. En vez de hacer frente a mi miseria y mi frustración, lo volqué todo en Maya, como si al culparla a ella pudiera absolverme a mí mismo…

Pero ahora, por culpa de mi estupidez y de mi cruel egoísmo, lo he perdido todo, lo he estropeado todo, hasta nuestra amistad. A pesar de la tristeza que hay en sus ojos, a Maya se le ha dado muy bien volver a la normalidad, fingir que todo va bien y parecer amistosa a pesar de mantener las distancias. Ya no hay nada por lo que sentirse incómodo y que pueda alarmar a los demás; de hecho hasta parece alegre. Tanto que a veces me pregunto si en el fondo no se sentirá aliviada porque todo haya acabado. Puede que de verdad piense que todo fue un error enfermizo, una aberración nacida de necesidades físicas. Ha dejado de amarme, Maya ha dejado de amarme… Y este pensamiento me carcome por dentro.

Concentrarme en el colegio se ha convertido en cosa del pasado; ahora, desgraciadamente, los profesores están pendientes de mí y se dan cuenta de que existo, pero siempre por los motivos equivocados. Apenas consigo rellenar media hoja de trigonometría, y me doy cuenta de que permanezco sentado, inmóvil, mirando al infinito durante casi una hora. Me preguntan si estoy bien, si necesito ir a la enfermería, si no entiendo algo. Aparto la cara e intento evitar sus ojos, pero ahora no hay notas altas que lo compensen y ya no aceptan mis evasivas. Me fuerzan a contestar en alto en clase, me piden que resuelva cuestiones en la pizarra, temiendo que me esté quedando atrás y vaya a defraudarles y no saque un sobresaliente en sus asignaturas este verano. Cuando me piden que salga a la pizarra delante de toda la clase, balbuceo las respuestas de preguntas sencillas, cometo errores estúpidos y veo cómo el horror y el desconcierto ensombrecen el rostro de mis profesores, mientras yo vuelvo a mi pupitre entre risas y burlas, oyendo las carcajadas de satisfacción ahora que «Whitely el rarito» por fin ha perdido el rumbo.

En clase de inglés estamos estudiando Hamlet. Lo he leído en varias ocasiones, así que ni siquiera tengo que fingir que presto atención. Además, la señorita Azley y yo tenemos un acuerdo tácito desde aquella desafortunada charla: ella no me pide que hable mientras yo responda voluntariamente alguna pregunta de vez en cuando, normalmente para ayudarla cuando nadie más conoce la respuesta a la pregunta más tonta. Pero hoy no voy a jugar a su juego: tenemos dos horas seguidas de clase y ya estamos casi acabando la segunda. El dolor familiar que hay en mi pecho se ha transformado en lacerante. Dejo caer el bolígrafo y miro por la ventana; un cable de televisión roto se enrosca y se retuerce al viento.

—… según Freud, la crisis personal que sufre Hamlet despierta en él deseos incestuosos reprimidos. —La señorita Azley agita el libro en alto y se pasea adelante y atrás por la clase, intentando mantener a todo el mundo atento. Siento cómo su mirada se posa en mi nuca y aparto los ojos de la ventana—. Lo que nos lleva al complejo de Edipo, un término acuñado por el mismo Freud a principios del siglo XX.

—¿Eso es cuando un chico quiere tirarse a su madre? —pregunta alguien con voz disgustada.

De repente, la señorita Azley ha captado la atención de toda la clase. La cosa empieza a animarse.

—¡Pero eso es una locura! ¿Qué chico querría follarse a su propia madre?

—Sí, pero en las noticias se oyen cosas así. Madres que se follan a sus hijos, padres que se follan a sus hijas y también a sus hijos. Hermanos y hermanas que follan los unos con los otros…

—¡Ese lenguaje, por favor! —protesta la señorita Azley.

—Sí, hombre, eso es mentira. ¿Quién iba a querer follarse, perdón, tirarse, a sus propios padres?

—Se llama incesto, tío.

—Eso es cuando un chico viola a su hermana, idiota.

Aparece una luz intermitente en mi cabeza, como la luz, de un faro en la oscuridad.

—No, es…

—Vale, vale, ¡nos estamos desviando del tema! Recordad, sólo es una interpretación y ha sido rebatida por muchos críticos —dice la señorita Azley. Se detiene junto a su mesa y sus ojos se encuentran con los míos—. Lochan, qué bien tenerte de vuelta. ¿Qué opinas de la afirmación de Freud de que el complejo de Edipo es el motivo principal por el que Hamlet mata a su tío?

Me quedo mirándola. Comienzo a sentirme tremendamente asustado. En medio de este silencio instantáneo, una llama invisible me ha abrasado la cara. Presa del pánico y al borde de la histeria, una escalofriante conmoción me alerta de que quizá no sea una coincidencia que la señorita Azley me haya elegido a mí para abrir este debate. ¿Cuándo fue la última vez que me pidió que respondiera a una pregunta? ¿Alguna vez se ha debatido el tema del incesto? Su mirada me taladra, me está perforando el cerebro. No sonríe. No, esto ha sido planeado, forzado, premeditado y deliberado. Está esperando a que reaccione… De repente recuerdo cómo me tropecé con ella en la puerta de la enfermería el día que Maya se cayó. La señorita Azley seguramente estaba allí, la ayudó y le hizo preguntas. Maya se había dado un golpe en la cabeza, incluso puede que hubiera sufrido una conmoción cerebral. ¿Qué razón dio para explicar su desmayo? ¿Cuánto tiempo pasó desde que cayó hasta que llegué? Confundida como estaba, ¿qué pudo haber contado Maya?

Los ojos de la clase están puestos en mí. Todos los alumnos se han girado en sus asientos y me miran boquiabiertos. De algún modo, ellos también parecen saberlo. Todo esto es una gran trampa.

—¿Lochan? —La señorita Azley se ha alejado de su escritorio. Está caminando hacia mí muy deprisa, pero por alguna extraordinaria razón soy incapaz de moverme.

El tiempo se ha parado, pero corre a toda prisa. El pupitre repiquetea contra mí como sí el suelo se estuviera sacudiendo a causa de un terremoto. Es como si tuviera los oídos llenos de agua; me concentro en el zumbido de mi cabeza, en la red eléctrica de mi mente que chasquea y emite destellos de luz. Un miedo extraño llena el aula. Todos están congelados, mirándome, esperando a ver qué ocurre después, cuál es el terrible destino que me aguarda. Puede que los servicios sociales ya estén en el colegio. El mundo exterior se hace más grande y presiona contra las paredes, intenta alcanzarme, comerme vivo. No me lo puedo creer. No puedo creer que esté sucediendo así…

—Tienes que venir conmigo, Lochan, ¿de acuerdo? —La voz de la señorita Azley es firme pero amable. Puede que se esté apiadando un poco de mí. Al fin y al cabo estoy enfermo. Estoy enfermo, sí, pero también soy malvado. Y malvado es como dijo Maya que era nuestro amor.

Las manos de la señorita Azley me agarran de las muñecas.

—¿Puedes ponerte de pie? ¿No? Está bien, quédate sentado donde estás. Reggie, ¿puedes ir corriendo a buscar a la señora Shah y pedirle que venga inmediatamente? Los demás, id a la biblioteca ahora mismo, en silencio, por favor.

El réquiem que forman las sillas al arrastrarse y el repiqueteo de los pies me ahoga. Veo destellos cegadores de luz y color. La cara de la señorita Azley se difumina y se desvanece delante de mí. Ha llamado a la enfermera, la que ayudó a Maya el día que se cayó. Pero está ocurriendo algo más. Bajo mi brazo, el pupitre sigue agitándose. Miro alrededor y todo parece moverse: las paredes de la clase vacía amenazan con caerse sobre nosotros como un castillo de naipes. Mi corazón sigue latiendo de forma irregular, deteniéndose y arrancando cada pocos segundos, golpeando violentamente contra mi pecho. Cada vez que para, siento un vacío aterrador antes de que una nueva contracción vuelva a hacerlo palpitar, y luego siento un golpe violento. La habitación se está quedando sin oxígeno: mis frenéticos esfuerzos por respirar y permanecer consciente son en vano, la oscuridad se cierne lentamente sobre mí. Tengo la camisa húmeda y pegada a la espalda, riachuelos de sudor corren cuerpo abajo por mi cuello, por mi cara.

—Cariño, todo va bien, ¡todo va bien! Siéntale derecho, no forcejees, todo va a salir bien. Inclínate un poco hacia delante. Así. Pon los codos en las rodillas y muévete hacia delante, respirarás mejor. No, estás bien así, quieto, no hagas esfuerzos, no te levantes. Espera, espera, sólo voy a aflojarte la corbata y desabrocharte los botones. Leila, ¿qué haces aquí todavía?

—Ay, señorita, ¿se va a morir? —El pánico agudiza su voz.

—Claro que no, ¡no digas tonterías! Sólo estamos esperando a que venga la señora Shah para que compruebe que está bien. Lochan, escúchame, ¿eres asmático? ¿Eres alérgico a algo? Mírame, sólo asiente o mueve la cabeza… Oh, Dios. Leila, rápido, mira en su mochila, ¿quieres? Mira a ver si encuentras un inhalador o pastillas o algo así. Busca también en los bolsillos de su abrigo y de su chaqueta. Y mira si encuentras una tarjeta sanitaria en su cartera…

La señorita Azley está actuando de un modo muy extraño, como si fingiera… como si fingiera que no lo sabe. Pero no me importa, ya no me quedan fuerzas para nada más. Lo único que quiero es que esto se acabe. Estas descargas eléctricas que recorren mi pecho y mi corazón duelen demasiado; siento espasmos descontrolados en todos los músculos de mi cuerpo, que hacen que la silla y el escritorio se agiten. Mi cuerpo se rinde a una fuerza mayor.

—¡Señorita, señorita! ¡No encuentro inhaladores ni pastillas ni nada! Pero tiene una hermana en primero, puede que ella sepa algo.

Leila está haciendo unos ruidos extraños, gimiendo como un perro al que estuvieran golpeando. Sin embargo, cuando se aleja, los sonidos se intensifican. No puede ser la señorita Azley, así que debe haber algún animal encogido en el rincón…

—Lochan, dame la mano. Escúchame cielo, escucha. La enfermera llegará enseguida, ¿vale? La ayuda está en camino.

Tan sólo cuando los sollozos se intensifican me doy cuenta de que, en realidad, soy yo el que llora. De pronto percibo el sonido de mi voz, que corta el aire como una sierra.

—Leila, sí, su hermana, buena idea. Vete a buscarla, ¿quieres?

He perdido la noción del tiempo, no sabría decir si ha pasado una hora o sólo un minuto. Ha llegado la enfermera, aunque no sé muy bien para qué, ahora mismo todo me confunde. Igual me he equivocado. Tal vez lo que intentan es ayudarme. La señora Shah tiene un estetoscopio en las orejas y me está abriendo la camisa. Arremeto contra ella al instante, pero la señorita Azley me sujeta los brazos y yo estoy tan débil que no puedo ni apartarla.

—Todo va bien, Lochan —dice con una voz suave y tranquilizadora—. La enfermera sólo intenta ayudarte. No te va a hacer daño, ¿de acuerdo?

El ruido cortante prosigue. Echo la cabeza atrás, cierro los ojos con fuerza y me muerdo el labio para intentar pararlo. El dolor en mi pecho es insoportable.

—Lochan, ¿podemos levantarte de la silla? —pregunta la enfermera—. ¿Puedes tumbarte en el suelo para que te examine mejor?

Me aferró al pupitre. No. No voy a dejar que me inmovilicen.

—¿Debería llamar a una ambulancia? —pregunta la señorita Azley.

—Sólo es un ataque de pánico, ya le ha pasado antes. Está hiperventilando y su pulso ha subido a ciento cincuenta pulsaciones.

Me da una bolsa de papel para que respire dentro. La retuerzo y la giro, intento apartarla, pero no tengo fuerzas. Me he rendido. Ya no voy a intentar resistirme más; aun así, la enfermera tiene que pedirle a la señorita Azley que me sujete la bolsa delante de la nariz y la boca.

Veo cómo el papel se infla y se arruga delante de mí. Se infla y se arruga, se infla y se arruga, el crujido del papel inunda el ambiente. Trato de alejarla desesperadamente, me siento como si me estuvieran ahogando: ya no queda oxígeno en la bolsa. Pero recuerdo vagamente haber respirado antes en una; y aquello funcionó.

—Vale, Lochan, escucha. Estabas respirando muy rápido y cogiendo demasiado oxígeno, por eso tu cuerpo esta reaccionando así. Sigue respirando dentro de la bolsa. Así, eso es, ¿ves? Ya estás mejor. Intenta respirar más despacio. Sólo es un ataque de ansiedad, ¿de acuerdo? No es nada grave. Vas a ponerte bien…

El momento se vuelve eterno, no sé si ha durado un minuto, un segundo, una milésima de segundo, o tan poco que ni siquiera ha llegado a ocurrir. Me estoy aferrando al pupitre, con la cabeza apoyada sobre el brazo extendido. Todo sigue sacudiéndose a mi alrededor, la mesa vibra bajo mi mejilla, pero ahora respiro mejor. Me concentro en acompasar mi respiración y suelto la bolsa de papel. Parece que las descargas eléctricas son menos frecuentes y comienzo a ver, escuchar y percibir con mayor claridad lo que me rodea. La señorita Azley está sentada a mi lado, su mano me frota la espalda sobre la camisa húmeda. La enfermera está de rodillas en el suelo, con el estetoscopio colgándole de las orejas. Siento su dedo pulgar frío en la muñeca. Me doy cuenta de que su pelo castaño empieza a blanquear en las raíces. Veo que bajo la mejilla tengo un papel garabateado. El sonido cortante ha desaparecido y ha sido sustituido por unos ruidos cortos y agudos como el hipo, similares a los que hace Willa tras una llorera. El dolor del pecho comienza a menguar. Mi corazón palpita con un ritmo más constante, los latidos duelen pero están acompasados.

—¿Qué ha pasado?

Me asusto al oír la voz familiar, y trato de incorporarme, agarrándome al borde del pupitre para no perder el equilibrio. Los jadeos irregulares se intensifican y comienzo a temblar de nuevo. Ella está de pie, delante de mí, entre la enfermera y la profesora, tapándose la boca con las manos, con los ojos azules muy abiertos por el miedo. Al verla me inunda el alivio, e intento alcanzarla frenéticamente, temiendo que pueda marcharse de un momento a otro.

—Eh, Lochie, está bien, está bien, está bien. —Me coge las manos y las aprieta con fuerza—. ¿Que ha pasado? —le pregunta de nuevo a la enfermera. Noto un deje de pánico en su voz.

—Nada grave, cariño, un ataque de ansiedad. Le vendrá bien que seas amable y que mantengas la calma. ¿Por qué no te sientas un ratito con él? —La señora Shah cierra su maletín y desaparece de mi vista seguida por la señorita Azley.

Enfermera y profesora se apartan hacia el otro lado de la clase, hablan en voz baja y con celeridad entre ellas. Maya acerca una silla y se sienta frente a mí, con sus rodillas tocando las mías. Está pálida del susto, ha entrecerrado los ojos y escruta los míos haciéndose preguntas.

Con los codos apoyados en las rodillas, la miro y consigo sonreír con inseguridad. Quiero hacer alguna broma, pero respirar y hablar a la vez supone un esfuerzo demasiado grande. Quiero dejar de temblar, por Maya, y presiono el puño derecho contra mi boca para ahogar los hipidos. Mi mano izquierda agarra la suya con toda mi fuerza. Me da miedo que se marche.

Me acaricia la húmeda mejilla y, cogiendo mi mano derecha entre las suyas, la aparta suavemente de mi boca.

—Oye, tú —me dice con voz preocupada—. ¿Por qué te has puesto así?

Recuerdo a Hamlet y toda la teoría de la conspiración y me doy cuenta de lo ridículo que ha sido.

—Na… nada —inspiro—. Que soy tonto. —Tengo que concentrarme mucho para poder pronunciar las palabras entre jadeos, una tras otra. Noto que se me forma un nudo en la garganta, así que sacudo la cabeza y sonrío con ironía—. Tontísimo. Lo siento. —Me muerdo el labio.

—Deja de disculparte, idiota. —Me sonríe y me acaricia la palma de la mano para tranquilizarme.

Me doy cuenta de que le estoy agarrando inconscientemente de la manga; me asusta que sea un espejismo y se evapore ante mis ojos.

Suena el timbre, sobresaltándonos a ambos.

Siento que mi pulso vuelve a acelerarse.

—Maya, no… ¡no te vayas! No te vayas todavía…

—Lochie, no me voy a ir a ningún sitio. —Esto es lo más cerca que hemos estado en toda la semana, es la primera vez que me toca desde aquella espantosa noche en el cementerio. Trago con fuerza y me muerdo el labio, consciente de que hay dos personas más en la habitación. Me da miedo ponerme a llorar.

Maya se da cuenta.

—Loch, no pasa nada. Ya te sucedió otra vez, ¿te acuerdas? Cuando empezaste en Belmont, justo después de que papá se fuera… Te vas a poner bien…

Pero yo no quiero ponerme bien, no si eso significa que suelte mi mano, no si eso implica que volvamos a ser unos simples desconocidos que se hablan educadamente.

Después de un rato bajamos a la enfermería. La señora Shah me toma el pulso y la presión arterial, me entrega un folleto sobre los ataques de ansiedad y sobre los problemas de salud mental. Vuelven a sugerir que debería ir a ver al psicólogo del colegio, mencionan la presión de los exámenes, el peligro del exceso de estudio, la importancia de dormir lo suficiente… No sé cómo lo consigo, pero hago todos los sonidos adecuados, asiento y sonrío tan convincentemente como puedo, mientras me contengo con fuerza como si fuera un muelle en tensión.

Volvemos a casa en silencio. Maya me ofrece su mano pero yo la rechazo, porque las piernas ya me responden con mayor seguridad. Me pregunta si hubo un detonante, pero cuando niego con la cabeza capta la indirecta y deja de preguntar.

Cuando llegamos a casa me siento en el sofá. Ahora mismo estamos solos y no hay nadie que pueda interrumpirnos. Sería la ocasión perfecta para mantener una conversación, una en la que yo me disculpara por lo que dije aquella noche, en la que le explicara otra vez la razón por la que estallé y averiguar así si aún está enfadada conmigo. También debería dejar claro que tío intento coaccionarla para que volvamos a tener ningún tipo de relación fuera de lo normal. Pero no encuentro las palabras, no me fío de mí mismo. Las secuelas del ataque de ansiedad unidas a la amable preocupación de Maya me tienen desconcertado, y me siento como si estuviera al borde de un precipicio.

El hecho de que me traiga un zumo y una manzana pelada y cortada en cuatro trozos como si fuera para Tiffin o Willa podría ser el golpe de gracia. Maya me observa desde la puerta mientras enciendo la televisión, le quito el volumen y me arranco un botón del puño de la camisa que estaba suelto. Sé que está nerviosa porque la veo juguetear con el lóbulo de su oreja, un tic que Willa y ella tienen cuando están preocupadas.

—¿Cómo te encuentras?

Intento dedicarle una sonrisa alegre y resplandeciente, pero el nudo crece en mi garganta.

—¡Bien! Sólo ha sido un ataque de ansiedad tonto.

Quiero bromear, pero en lugar de eso me tiembla la barbilla. Esbozo una mueca para disimularlo.

Su sonrisa se desvanece.

—Igual es mejor que te deje en paz un rato…

—¡No! —La palabra me sale más fuerte de lo que pretendía. Me sonrojo y fuerzo una sonrisa desesperada—. Quiero decir que, ahora que tenemos un poco de tiempo, quizá deberíamos… Ya sabes… Pasar el rato juntos. Co… como en los viejos tiempos. A no ser que tengas deberes o algo que hacer…

Sonríe, divertida.

—Sí, claro. ¡No pienso desaprovechar una tarde sin colegio haciendo los deberes, Lochan James Whitely!

Cierra la puerta a sus espaldas y se acurruca en el sillón.

—Bueno, ¿qué vamos a ver?

Cojo el mando a distancia y aprieto con torpeza los botones.

—Eh… Bueno… Seguro que ponen algo más que dibujos animados… ¿Qué te parece esto? —Dejo de cambiar de canal cuando veo un viejo episodio de Friends y la miro esperando su aprobación.

Me dedica otra de sus tristes sonrisas.

—Genial.

Las risas enlatadas inundan la habitación, pero nosotros somos incapaces de unirnos a ellas. El episodio no termina nunca. Me duele darme cuenta de que ahora que estamos solos, no tenemos nada que decirnos. ¿Se ha roto también nuestra amistad?

Quiero preguntarle, rogarle que me diga lo que le pasa por la cabeza, intentar explicarle lo que me pasó aquella noche, por qué reaccioné como un cabrón. Pero ni siquiera me atrevo a mirarla. Siento sus ojos, llenos de preocupación, clavados en mi cara. Y me estoy hundiendo en las arenas movedizas de la desesperación.

—¿Quieres hablar de ello? —Su voz, que suena delicada pero también inquieta, hace que me asuste. De pronto me doy cuenta de que me duele el labio porque me lo he estado mordiendo, y noto el peso de las lágrimas que se me han estado acumulando lentamente en los ojos.

Exhalo un suspiro de pánico y rápidamente sacudo la cabeza, llevándome una mano a la cara. Me aprieto levemente los ojos y niego con desdén.

—Aún me siento un poco raro por lo de antes. —Me esfuerzo por sonar sereno, pero aún me tiembla la voz. Me vuelvo e intento enfrentarme a su mirada afligida con una sonrisa desesperada—. Pero ahora estoy bien. No es nada. En serio.

Tras un instante de vacilación, Maya se levanta y viene a sentarse al otro extremo del sofá, encima de su pie; los mechones de pelo enmarcan su pálido rostro.

—Vamos, tonto, cómo no va a ser nada si te hace llorar. —Las palabras flotan en el aire, su desazón magnifica el silencio.

—No es nada… ¡No es nada! —respondo con virulencia. Tengo las mejillas ardiendo—. Sólo que… Estoy… —Inspiro profundamente, intentando no preocuparla, tratando de reponerme. Lo último que quiero es que sepa lo destrozado que estoy por haberla perdido; no quiero que se sienta presionada a retomar una relación que, en su opinión, es mala en esencia.

No se ha movido.

—¿Estás qué? —pregunta con delicadeza.

Me aclaro la garganta y levanto la mirada hasta el techo, forzando una sonrisa breve y dolorosa. Me llevo la manga rápidamente hasta los ojos pero, para mi desgracia, llego tarde y una lágrima se escurre ya por mi mejilla.

—¿Quieres dormir un poco?

La angustia de su voz me está matando.

—No. No sé. Creo… creo… Oh, ¡joder! —Otra lágrima rueda por mi mejilla y me la seco furioso—. ¡Mierda! ¿Qué pasa?

—Lochie, dime. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido en el colegio? —pregunta con miedo; se inclina hacia mí e intenta tocarme.

Levanto el brazo inmediatamente para apartarla.

—¡Dame un minuto! —No hay nada que hacer, no puedo pararlo. Mi pecho se estremece a causa de los sollozos que estoy reprimiendo. Me llevo las manos a la cara para poder contener la respiración.

—Lochie, todo va a ir bien. Por favor, no… —Su voz es suave, implorante.

Se me escapa el aire con un estallido.

—Mierda, lo estoy intentando, ¿vale? No pu… Creo que no puedo… —Estoy fuera de control y me asusta. No quiero que Maya me vea así. Pero tampoco quiero que se marche. Necesito levantarme del sofá y salir de casa, pero mis piernas no me obedecen. Estoy atrapado. Siento cómo el pánico ciego me sobreviene de nuevo.

—Eh, eh, eh —Maya coge mi mano firmemente con la suya y con la otra me acaricia la mejilla—. Shh… Está bien, está bien. Lo único que pasa es que se te ha acumulado el estrés, Lochie, eso es todo. Mírame. Mírame. ¿Es por la pelea? ¿Es por eso? ¿Podemos hablarlo un poco más?

Estoy demasiado cansado para seguir peleando. Me encojo, me cubro la cara con una mano y me inclino lentamente hasta que mi cabeza reposa sobre ella. Maya me acaricia el pelo, busca mi otra mano y empieza a besarme los dedos.

—En… el cementerio —me ahogo, cierro los ojos—. Por favor, dime la verdad. ¿Lo que… lo que dijiste era… era verdad? —Inspiro profundamente, cálidas lágrimas se escapan por debajo de mis pestañas.

—Dios, Lochie, no —jadea ella—. ¡Pues claro que no! ¡Estaba enfadada y molesta!

Siento un alivio enorme, tan grande que prácticamente duele.

—Maya, por Dios, creí que todo había terminado. Creí que lo había estropeado todo. —Me enderezo respirando muy fuerte y frotándome la cara con fuerza—. ¡Lo siento tanto! Las cosas terribles que te dije. Estaba fuera de mí. Pensé que tú querías… Pensé que ibas a…

—Sólo quería tocarte —dice ella en voz baja—. Sé que nunca podremos llegar hasta el final. Que es ilegal. Que nos podrían quitar a los niños si alguien se entera. Pero pensé que aún así podríamos tocarnos, amarnos de otras maneras.

Respiro con agitación.

—Lo sé. Yo también. ¡Yo también! Pero debemos tener mucho cuidado. No podemos dejarnos llevar. No podemos… no podemos arriesgarnos… Los niños…

Veo la tristeza en sus ojos. Me dan ganas de gritar. Es tan injusto, tan terriblemente injusto.

—Quizá algún día, ¿eh? —dice Maya en voz baja y sonriendo—. Algún día, cuando hayan crecido, podremos escapamos. Empezar de cero. Como una pareja real. No seremos hermanos nunca más. Nos liberaremos de estas horribles ataduras.

Yo asiento, intentando desesperadamente compartir parte de sus esperanzas para el futuro.

—Tal vez. Sí.

Ella esboza una sonrisa extenuada y me pasa los brazos alrededor del cuello, descansando su mejilla sobre mi hombro.

—Y hasta entonces, aún podemos estar juntos. Abrazarnos, tocarnos, besarnos y estar juntos de cualquier otra forma.

Asiento y sonrío a través de las lágrimas, comprendiendo al instante todo lo que tenemos.

—Además está lo más importante de todo —suspiro.

Las comisuras de sus labios se curvan.

—¿El qué?

Aún sonriendo, le guiño rápidamente un ojo.

—Podemos querernos. —Trago con fuerza para aflojar el nudo que siento en la garganta—. No hay leyes ni límites para los sentimientos. Podemos amarnos el uno al otro tanto y con tanta intensidad como queramos. Nadie, Maya, nadie podrá quitarnos eso.