CAPÍTULO DIECISÉIS

Maya

Al final del día, todo se reduce a cuánto puedes soportar, a cuánto sufrimiento eres capaz de tolerar. Estando juntos no hacemos daño a nadie; separarnos, sin embargo, acabaría con ambos. Me hubiera gustado ser fuerte, me hubiera gustado demostrarle a Lochan que si él era capaz de alejarse de mí tras aquella primera noche, yo también, que si él podía abstraerse saliendo con otra chica, yo podía hacer lo mismo con un chico. Mi mente captaba la idea, pero era incapaz de actuar en consecuencia. En lugar de seguir adelante con nuestro trato, mi cuerpo decidió precipitarse escaleras abajo.

Lochan sigue siendo Lochan, pero ya no es el mismo. Ahora, cuando lo miro, me parece diferente. Mi mente retrocede una y otra vez hasta aquella tarde en la cama: el sabor de su cálida boca, el roce de sus dedos sobre mi piel. Quiero estar con él todo el tiempo. Le sigo de habitación en habitación, busco cualquier excusa para estar a su lado, para mirarlo, para tocarlo. Quiero abrazarlo, acariciarlo, besarlo, pero, obviamente, con los demás a nuestro alrededor, no puedo. Quererlo de este modo se ha transformado en un calvario físico. Me invaden un sinfín de emociones contradictorias: por un lado, la efervescente adrenalina y la enorme excitación, que hasta me impiden comer; por otro, un terror que me consume al pensar que en cualquier momento Lochan pueda echarse atrás y decirme que no podemos seguir con esto porque está mal. También me angustia que alguien se entere y nos obliguen a separarnos. No voy a escuchar el tictac de esta bomba que reside en mi mente, no voy a pensar en el futuro, en ese vasto agujero negro en el que ninguno de los dos puede existir, ni juntos ni separados… Me niego a que el miedo por el futuro me arruine el presente. Lo único que importa ahora es que Lochan está aquí conmigo y que nos queremos el uno al otro. Nunca me había sentido tan feliz en toda mi vida.

Lochan también parece más vivo. El aspecto de fatiga y cansancio y la alegría fingida han desaparecido de su rostro. Se ríe con los chistes de Tiffin, hace cosquillas a Willa y le hace dar vueltas y más vueltas hasta que le ruego que pare. Está de buenas con Kit y los habituales comentarios incendiarios han desaparecido. Incluso ha dejado de morderse el labio. Y cada vez que nuestras miradas se encuentran, su cara se ilumina con una sonrisa.

El viernes por la mañana, dos semanas después de que nos abrazáramos en la cama, entro en la cocina y lo veo frente al fregadero, de espaldas a la puerta, sorbiendo su café de la mañana y mirando por la ventana. Me coloco detrás de él. Se acaba de levantar; tiene el pelo negro aún revuelto y lleva las mangas de la camisa remangadas hasta los codos, como es habitual. La piel de sus brazos parece tan suave que deseo acariciarla. Incapaz de contenerme, deslizo mi mano sobre la que él tiene libre. Se gira hacia mí con una sonrisa de sorpresa, pero reconozco un atisbo de alarma en sus ojos acompañado de otro sentimiento: un anhelo doloroso, una triste desesperación.

—Los demás bajarán enseguida —me advierte en voz baja.

Echo un vistazo a la puerta cerrada de la cocina, deseando que tuviera un pestillo. Me aparto un poco y acaricio la palma de su mano con mis dedos.

—Te echo de menos —susurro.

Sonríe ligeramente, pero sus ojos siguen tristes.

—Tenemos que… que esperar al momento adecuado, Maya.

—Nunca hay un momento adecuado —respondo—. Entre los niños… y la escuela… y con Kit despierto media noche, nunca estamos solos.

Comienza a morderse el labio otra vez, y se gira para mirar por la ventana. Apoyo mi cabeza en su brazo.

—¡No! —me dice con voz ronca.

—Pero yo sólo…

—¿No te das cuenta? Así es todavía más difícil. Es mucho peor. —Respira entrecortadamente—. No puedo… No puedo soportarlo si tú…

—¿Si yo qué?

No me contesta.

—¿Por qué me rechazas?

—No lo entiendes. —Me mira casi con enfado; su voz ha comenzado a agitarse—. Verte, estar contigo cada día y no poder hacer nada… ¡Es como un cáncer, como si un cáncer me creciera dentro, en el cuerpo, en la mente!

—Está bien. Lo sé. Lo siento. —Intento soltarme, pero sus dedos agarran mi mano.

—No…

Me inclino hacia él y le abrazo muy fuerte mientras me envuelve entre sus brazos. El calor de su cuerpo fluye a través del mío como una corriente eléctrica. Su cálida mejilla acaricia mi cara, sus labios rozan los míos y luego los aparta de nuevo; siento su aliento húmedo y urgente contra mi cuello. Deseo con tanta intensidad que me bese, que hasta me duele.

La puerta se abre de golpe, como si fuera un disparo. Nos separamos. Tiffin se queda de pie, con la corbata colgando y la camisa por fuera del pantalón. Sus ojos están muy abiertos, y van de mi cara a la de Lochan.

—Vaya, ¡eres el primero en estar listo! —Me sale la voz con un chillido de falsa alegría—. Ven, que te ato la corbata. ¿Qué te apetece desayunar?

Tiffin no se mueve.

—¿Que ha pasado? —pregunta al fin con el rostro preocupado.

—¡Nada! —Lochan da la espalda a la cafetera y le sonríe para tranquilizarle—. Todo va bien. A ver, ¿muesli, tostadas o las dos cosas?

Tiffin ignora los intentos de Lochan por distraerlo.

—¿Por qué estabas abrazando a Maya? —pregunta a su vez.

—Porque… porque Maya estaba un poco preocupada por el examen que tiene hoy —contesta Lochan, vacilante—. Está muy nerviosa.

Asiento como si estuviera de acuerdo y borro con rapidez mi falsa sonrisa.

Tiffin no parece del todo convencido, se desliza lentamente en su silla y olvida exponer sus quejas habituales mientras Lochan le llena el bol con muesli.

El corazón me late con fuerza. No hemos oído la puerta hasta que ya estaba abierta de par en par y ha golpeado la esquina del aparador. ¿Habrá visto cómo Lochan besaba mi cuello? ¿Habrá visto mis labios acariciar los suyos? Tiffin se pone a comer muesli sin hacer ningún comentario más, pero sé que no se ha creído nuestra explicación. Sé que se ha dado cuenta de que algo no va bien. Casi resulta un alivio que Kit y Willa lleguen gritando y quejándose, uno protestando por lo que hay de desayuno y la otra porque ha perdido su álbum de cromos. Nerviosa, echo un vistazo a Tiffin, pero está insólitamente callado.

Está claro que Lochan también está alterado. El color se ha intensificado en sus mejillas y se está mordiendo el labio. Se le cae el zumo de Willa y derrama cereales por la mesa. Se toma un café tras otro e intenta meter prisa a todo el mundo para que terminen de desayunar, aunque ni siquiera son las ocho, mientras sus ojos escudriñan el rostro de Tiffin.

Después de dejar a los niños en el colegio, me dirijo a él y le digo:

—Tiffin no ha visto nada. No ha dado tiempo.

—Solo te ha visto darme un abrazo, pero ahora está preocupado porque piensa que estás triste por algo peor que un examen. No debería haberle dado una excusa tan mala. Pero seguro que esta tarde ya se ha olvidado de todo, y, si no, se dará cuenta de que ya no estás triste. Todo va bien.

Aún siento el nudo de miedo en el estómago. Pero me limito a asentir y sonrío para tranquilizarme.

En clase de matemáticas, Francie masca chicle, pone los pies en la silla vacía de delante, me pasa notas sobre el modo en que Salim Kumar me está mirando y hace conjeturas sobre lo que le gustaría hacer conmigo. Pero en lo único en lo que yo puedo pensar es en que tenemos que cambiar algo. Lochan y yo tenemos que encontrar el modo de estar juntos al menos un ratito cada día sin miedo a que nos interrumpan. Después de lo que ha pasado esta mañana, sé que no volverá a tocarme si los demás están en casa, cosa que, básicamente, ocurre siempre que nosotros lo estamos. Y aún no puedo entender por qué, cuando estamos los dos solos en una habitación vacía, no puedo ponerme de pie a su lado, cogerle de la mano y apoyar mi cabeza en su brazo. Dice que lo empeora todo, pero ¿cómo puede haber algo peor que no tocarle?

Hoy tengo que recoger sola a Tiffin y Willa, porque Lochan sale más tarde de clase. De camino a casa, van jugando por delante de mí, como siempre, y me ponen histérica cada vez que cruzan una calle. Catando llegamos, preparo la merienda y hurgo en sus mochilas para buscar notas de los profesores y los deberes mientras ellos se pelean por el mando a distancia en la sala de estar. Pongo la lavadora, ordeno los cacharros del desayuno y subo a limpiar su habitación. Cuando bajo, ya se han cansado de la tele, la Game Boy no funciona bien y Tiffin quiere salir porque sus amigos están jugando al fútbol. Empiezan a pelearse, y sugiero una partida de Cluedo. Cansados después de toda la semana, acceden, y desplegamos el tablero en la moqueta de la sala de estar: Tiffin está tendido boca abajo, con la cabeza apoyada en una mano y la melena rubia cayéndole sobre los ojos, y Willa se ha sentado con las piernas cruzadas a los pies del sofá; veo un nuevo agujero en las medias rojas de la escuela y, por debajo, el borde de una tirita.

—¿Qué te ha pasado? —pregunto, señalándola.

—¡Me he caído! —anuncia ella, y sus ojos se iluminan con un deleite anticipado, porque se muere de ganas de contar su drama—. Ha sido muy, muy grave. ¡Me he hecho un corte profundo en la rodilla y había muchísima sangre y la enfermera ha dicho que teníamos que ir al hospital para que me pusieran puntos! —Mira a Tiffin para asegurarse de que la audiencia le presta atención—. No he llorado casi nada, sólo hasta que ha terminado el recreo. La enfermera ha dicho que soy muy valiente.

—¡Te han puesto puntos! —La miro fijamente, horrorizada.

—No, porque después de un rato ha dejado de salir sangre, así que la enfermera ha dicho que creía que no hacía falta. Ha intentado llamar a mamá varias veces, pero le he dicho que ése no era el número.

—¿Cómo que no era el número?

—Le he dicho muchas veces que tenía que llamaros a ti o a Lochie en vez de a mamá, pero no me ha hecho caso, ni siquiera cuando le he dicho que me sabía vuestros teléfonos de memoria. Así que ha dejado un montón de mensajes en el móvil de mamá y me ha preguntado si tenía una abuelita o un abuelito que pudiera venir a recogerme.

—Ay, Dios, déjame ver. ¿Aún te duele?

—Sólo un poquito… ¡Ay! ¡No me quites la tirita, Maya! ¡La enfermera ha dicho que tengo que dejármela puesta!

—Vale, vale —respondo enseguida—. Pero la próxima vez dile a la enfermera que tiene que llamarnos a Lochie o a mí. Insístele, Willa, ¿de acuerdo? ¡Que nos llame a nosotros! —Estoy hablando a voz en grito.

Willa asiente, distraída, e intenta colocar las piezas del juego ahora que ha terminado de relatar su odisea. Pero Tiffin sigue mirándome solemnemente, con los ojos azules entrecerrados.

—¿Por qué en la escuela siempre tienen que llamaros a Lochan o a ti? —pregunta en voz baja—. ¿Es que es un secreto y sois nuestros padres de verdad?

Me quedo helada, como en estado de shock. Por un momento se me corta la respiración.

—No, pues claro que no, Tiffin. Lo que pasa es que somos mayores que vosotros, nada más. ¿Por qué te ha dado por pensar eso?

Tiffin sigue taladrándome con la mirada y, literalmente, contengo la respiración, temiendo que haga un comentario sobre lo que ha presenciado esta mañana.

—Porque mamá ya nunca está aquí. Ni siquiera los fines de semana. Tiene una familia nueva en casa de Dave. Ella vive allí y hasta tiene hijos nuevos.

Le miro fijamente y me invade la tristeza.

—No es su nueva familia —intento decir al fin con desesperación—. Sólo pasa allí los fines de semana, y son los hijos de Dave, no los de mamá. Nosotros somos sus hijos. Lo que pasa es que se queda allí más tiempo porque trabaja hasta muy tarde y es peligroso que vuelva a casa sola por la noche.

El corazón me late demasiado rápido. Ojalá Lochan estuviera aquí para decir lo correcto. No sé cómo explicárselo. No sé cómo explicármelo a mí misma.

—Entonces, ¿por qué no viene a casa ni siquiera los fines de semana? —pregunta Tiffin; de repente su voz suena aguda por la ira—. ¿Por qué nunca nos lleva a la escuela o nos recoge para traernos a casa como hacía antes en su día libre?

—Porque… —Vacilo. Sé que ahora voy a tener que mentirle—. Porque ahora también trabaja el fin de semana y ya no se toma días libres entre semana. Lo hace para ganar más dinero y poder comprarnos cosas bonitas.

Tiffin me mira con severidad un buen rato y, asustada, atisbo al adolescente que será en unos pocos años.

—Me estas mintiendo —dice en voz baja—. Todos mentís. —Se levanta y se va corriendo escaleras arriba.

Me quedo sentada, paralizada por el miedo, la culpa y el horror. Sé que debería subir tras él, pero ¿que voy a decirle? Willa está tirándome de la manga y pidiéndome que juegue con ella; por suerte no se ha enterado de la conversación. Así que recojo las piezas con la mano temblorosa y comienzo a jugar.

A medida que pasa el tiempo, recuerdo el día en que me desmayé como si fuera un sueño que se evapora lentamente en las lagunas de mi mente. No intento tocar a Lochan otra vez. Me repito a mí misma que es algo temporal, hasta que todo se calme con Tiffin, hasta que empiece a centrarse en otras cosas y vuelva a ser el enano descarado que solía ser. No tarda mucho en volver a las andadas, pero aun así sé que se acuerda, que sigue dudando, que está herido y confuso. Y eso basta para mantenerme alejada de Lochan.

Comienza la pesadilla navideña: obras de teatro, disfraces que deben coserse desde cero, discoteca para los alumnos de dieciséis a dieciocho años donde el único que no asiste es Lochan. Luego tenemos vacaciones y llega la Navidad, y decoramos la casa con serpentinas y espumillón que Lochan roba del colegio. Entre los cinco conseguimos llevar el árbol de Navidad a casa desde el centro de la ciudad, y a Willa se le mete una aguja de pino en el ojo y durante unos instantes de espanto creemos que habrá que llevarla a urgencias, pero al fin Lochan consigue sacársela. Tiffin y Willa decoran el árbol con los adornos que han hecho en la escuela y en casa, y aunque el resultado final es un desastre brillante y asimétrico, a todos nos alegra enormemente. Incluso Kit se digna a participar en los preparativos a pesar de que la mayoría del tiempo se le vaya en tratar de demostrarle a Willa que Papá Noel no existe. Mamá nos da nuestros aguinaldos y me voy a comprarle algo a Willa mientras Lochan se encarga del regalo de Tiffin, un sistema que ideamos unas desafortunadas Navidades después de que yo le comprara a Tiffin unos guantes de fútbol con una tira rosa en un lado. Kit solo quiere dinero, pero Lochan y yo unimos fuerzas y le compramos un par de zapatillas de marca absurdamente caras con las que ha estado dando la lata durante años. En Nochebuena esperamos hasta que le oímos roncar antes de colocar la caja envuelta a los pies de la escalera con las palabras «De parte de Papá Noel» escritas en ella por si acaso.

El día de Navidad, mamá llega tarde, cuando el pavo ya está en el horno. También trae regalos; la mayor parte son trastos de los que ya se han cansado los hijos de Dave: legos y coches de juguete para Tiffin (aunque hace tiempo que dejó de jugar con ese tipo de cacharros); otra copia en DVD de Bambi y un Teletubby mugriento para Willa, que ella mira con una mezcla de horror y confusión. A Kit le da unos videojuegos antiguos que no sirven para su consola, pero que cree que puede vender en el colegio. A mí me toca un vestido que me queda grande y que tiene pinta de haber pertenecido, probablemente, a la exmujer de Dave; y Lochan es el nuevo y orgulloso propietario de una enciclopedia generosamente adornada con dibujos obscenos. Todos proferimos las adecuadas exclamaciones de alegría y sorpresa, y mamá se sienta en el sofá, se sirve una gran copa de vino barato, enciende un cigarrillo y sube a Willa y Tiffin a su regazo, con la cara sonrojada por el alcohol.

De algún modo conseguimos sobrevivir a este día. Dave lo está celebrando con su familia, y mamá se queda dormida en el sofá antes de las seis. Engatusamos a Tiffin y Willa para que se acuesten pronto dejando que se suban sus regalos a la habitación y Kit desaparece escaleras arriba con sus videojuegos para empezar a organizar sus chanchullos. Lochan se ofrece para limpiar la cocina y yo, sin ningún pudor, dejo que se encargue de todo, y me voy directa a la cama, agradecida por que el día haya llegado a su fin.

Casi resulta un alivio que el colegio empiece de nuevo. Lochan y yo tenemos exámenes, y mantener entretenidos a Tiffin y Willa cada día durante dos semanas nos ha pasado factura. Volvemos a las clases agotados y admiramos los nuevos iPods, los teléfonos móviles, la ropa de diseño y los portátiles que nos rodean. Durante el almuerzo, Lochan pasa junto a mi mesa.

—Reúnete conmigo en las escaleras —me susurra.

Francie deja escapar un fuerte silbido cuando él se marcha, y me giro a tiempo para ver cómo se pone rojo.

Aquí arriba el viento parece más bien un vendaval; me azota como si estuviera cargado de astillas heladas. No tengo ni idea de cómo puede soportarlo Lochan día tras día. Se está abrazando a sí mismo para protegerse del frío, le castañetean los dientes y tiene los labios teñidos de azul.

—¿Dónde está tu abrigo? —le reprocho.

—Me lo dejé con las prisas esta mañana.

—Lochan, ¡vas a coger una pulmonía! ¿Por qué no te vas a leer a la biblioteca en lugar de quedarte aquí?

—Estoy bien. —No es cierto, está tan helado que apenas puede hablar. Pero en un día como hoy, medio colegio está embutido en la biblioteca.

—¿Qué pasa? No te suele gustar que venga aquí. ¿Ha pasado algo?

—No, no. —Se muerde el labio intentando contener su sonrisa—. Tengo algo para ti.

Frunzo el ceño, confundida.

—¿El qué?

Se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca una pequeña caja plateada.

—Es un regalo de Navidad tardío. No he podido dártelo antes. En casa no podía porque, ya sabes… —Su voz va perdiendo intensidad con torpeza.

La cojo de entre sus manos con cuidado.

—Pero hicimos un trato hace años —protesto—. La Navidad es para los niños. No íbamos a gastarnos más dinero del que teníamos, ¿no te acuerdas?

—Pues este año he roto el trato. —Está emocionado, con los ojos fijos en la caja, deseando que la abra.

—Pero deberías habérmelo dicho. ¡Yo no te he comprado nada!

—No quería que me compraras nada. No te lo he dicho porque quería que fuera una sorpresa.

—Pero…

Me agarra por los hombros y me sacude suavemente, riendo.

—¡Ay! ¿Quieres abrirlo de una vez?

Sonrío.

—¡Vale, vale! Pero me sigo oponiendo a que se rompa el trato sin mi consentimiento… —Levanto la tapa—. Oh… Dios… Lochie…

—¿Te gusta? —Está casi dando saltos sobre las puntas de los pies, con una sonrisa de júbilo y un brillo triunfal en los ojos—. Es plata de ley —me informa con orgullo—. Debería quedarte perfectamente. Tomé la medida de la correa de tu reloj.

Sigo mirando la caja, a sabiendas de que no me he movido ni he dicho una palabra durante un rato. La pulsera de plata está colocada sobre terciopelo negro; es lo más exquisito que he visto en mi vida. Está tallada con intrincados círculos y remolinos, y brilla al reflejar la luz del sol invernal.

—¿Cómo has pagado esto? —Mi voz es un susurro sorprendido.

—¿Importa?

—¡Sí!

Duda un momento, el brillo se desvanece y baja la mirada.

—He estado… He estado ahorrando. Tenía una especie de trabajo…

Levanto la vista de la pulsera, no puedo creerlo.

—¿Un trabajo? ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Bueno, no era un trabajo de verdad. —La luz ha desaparecido de su mirada y ahora su voz suena avergonzada—. Me ofrecí a escribir algunas redacciones para algunas personas y, bueno, se puede decir que la cosa fue a más.

—¿Has estad haciendo los deberes para otros a cambio de dinero?

—Si. Bueno, trabajos para nota, sobre todo. —Baja la vista con timidez.

—¿Desde cuándo?

—Desde que empezó el trimestre pasado.

—¿Has estado ahorrando para esto durante cuatro meses?

Sus zapatos arañan el suelo y sus ojos se niegan a mirarme.

—Al principio sólo era un poco de dinero extra para… Bueno, para cosas de casa. Pero luego me acordé de la Navidad y de que no habías tenido un regalo desde… nunca.

Me resulta muy difícil recuperar el aliento. Me tengo que esforzar para asimilarlo.

—Lochan, tenemos que devolver esto inmediatamente y recuperar tu dinero.

—No podemos —vacila al hablar.

—¿Por qué?

Le da la vuelta al brazalete. En la cara interna hay grabada una frase: «Maya, te querré siempre. Lochan».

Me quedo mirando la letras, paralizada por la impresión; sólo los gritos distantes del patío rompen el silencio.

Lochan me habla en voz baja:

—Pensé… Pensé que no debía quedarte demasiado holgada para que nadie pudiera ver la inscripción. Y si te da miedo, siempre puedes esconderla en casa. Co… como un amuleto de la suerte o algo así… Quiero decir, sólo… sólo si te gusta, claro… —Su voz se va apagando de nuevo hasta silenciarse.

No puedo moverme.

—Igual ha sido una estupidez. —Ahora habla muy rápido, se le atropellan las palabras—. Seguro que tú no hubieras elegido esto… Los chicos tenemos un gusto horrible para este tipo de cosas. Debería haber esperado y preguntarte. Debería haberte dejado elegir, o comprarte algo más útil, como, eh… como… como…

Aparto la mirada de la pulsera de nuevo. A pesar del frío, las mejillas de Lochan parecen estar calientes por la vergüenza, sus ojos irradian decepción.

—Maya, escucha, de verdad que no importa. No tienes por qué ponértelo ni nada. Tú… Tú escóndelo en casa, por lo del grabado. —Me sonríe con inseguridad, desesperado por olvidar todo el asunto.

Sacudo la cabeza lentamente, trago saliva e intento responder.

—No, Lochie, no. Es… es la cosa más bonita que he tenido jamás. Es el regalo más increíble que me han hecho nunca. Y el grabado… La voy a llevar puesta toda la vida. No puedo creer que hayas hecho esto. Sólo por mí. Todo el trabajo, noche tras noche. Pensaba que estabas volviéndote loco con los exámenes o algo así. Pero todo era para… para regalarme… —No puedo terminar la frase, me inclino sobre él y apoyo mi cara en su pecho.

Lo escucho exhalar de alivio.

—Eh, oye, ¡lo educado es sonreír y decir gracias!

—Gracias —susurro pegada a él, pero las palabras no significan nada en comparación con lo que siento.

Coge la caja y me levanta el brazo. Siento cómo me rodea la muñeca y levanta la manga de mi abrigo. Tras un instante de torpeza, noto la plata fría en mi piel.

—Vaya, ¿qué te parece? Échale un vistazo —dice orgulloso.

Inspiro hondo, conteniendo las lágrimas. La plata labrada que me rodea la muñeca reluce, y justo donde el pulso se acentúa reposan las palabras «te querré siempre». Ya sé que lo hará.

Nunca me quito la pulsera. Sólo en mi habitación, el único lugar seguro, y me la pongo en la palma de la mano para observar embelesada la inscripción. Por las noches duermo con las cortinas medio abiertas para que el metal atrape la luz de la luna y brille. En la oscuridad, palpo sus formas con mis labios, como si al besar la pulsera me acercara más a Lochan.

El sábado por la noche mamá nos sorprende llegando a casa estrepitosamente, con el maquillaje corrido y el pelo mojado por la lluvia.

—Oh, estáis todos aquí —suspira, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su decepción, de pie en la puerta de la sala de estar con un anorak de hombre que le viene grande, medias de rejilla y unos tacones que hacen que se tambalee.

Tiffin está haciendo el pino en el sofá, Willa está tirada en la alfombra mirando atontada la televisión y yo estoy intentando acabar un trabajo de historia apoyada en la mesita del café. Kit ha salido con sus amigos y Lochan está arriba, repasando.

—¡Mami! —Willa salta y corre hacia ella, levantando las manos para que la abrace. Mamá le da una palmadita en la cabeza sin mirarla y Willa se conforma con abrazarle las piernas.

—Mamá, mamá, ¡mira lo que puedo hacer! —grita Tiffin triunfalmente, dando una voltereta en el aire, golpeando mi pila de libros y desparramándolos por el suelo.

—¿Cómo es que no estás en casa de Dave? —pregunto en tono mordaz.

—Ha tenido que ir a rescatar a su ex —responde; su boca se curva en un gesto disgustado—. Al parecer es agorafóbica o algo así. Más bien necesita atención médica constante, si me permitís decirlo.

—Mami, vamos a algún sitio. ¡Por favor! —implora Willa colgando de su pierna.

—Ahora no, cielito. Está lloviendo y mamá está muy cansada.

—Podrías llevarles al cine —sugiero rápidamente—. Superhéroes empieza en quince minutos. Iba a llevarles yo, pero como no te han visto en dos semanas…

—¡Sí, mamá! Superhéroes es muy guay, ¡te va a encantar! En clase la han visto todos ya. —La cara de Tiffin se ilumina.

—¡Quiero palomitas! —pide Willa, saltando arriba y abajo—. ¡Me encantan las palomitas! ¡Y quiero Coca-Cola!

Mamá sonríe con inquietud.

—Niños, me duele mucho la cabeza y acabo de llegar.

—¡Pero has estado en casa de Dave dos semanas enteras! —grita Tiffin de repente, con el rostro congestionado.

Mamá se encoge ligeramente.

—Vale, vale. Está bien —me mira enfadada—. ¿Te das cuenta de que he estado trabajando las últimas dos semanas, verdad?

Le devuelvo una mirada fría.

—Igual que nosotros.

Se da la vuelta sobre sus tacones, y tras una discusión por un paraguas, gritos furiosos sobre un abrigo desaparecido y angustiados lamentos sobre que el pie de alguien ha pisado a otro, la puerta principal se cierra de golpe. Dejo caer la cabeza en el borde del sofá y cierro los ojos. Un instante después los abro y sonrío. Se han ido. Se han ido todos. Es demasiado bueno como para ser verdad. Por fin tenemos la casa para nosotros solos.

Subo las escaleras de puntillas; mi pulso se acelera. Voy a darle una sorpresa. Me acercaré sigilosamente por detrás, me deslizaré entre sus brazos y le anunciaré nuestro inesperado momento de libertad con un beso largo y profundo. Me paro delante de la puerta de su habitación, contengo el aliento y giro suavemente el pomo.

Entreabro la puerta poco a poco. Luego me detengo. No está en su escritorio, con la cabeza inclinada sobre un libro como yo esperaba. En vez de eso, está junto a la ventana: con una mano toquetea atentamente el teléfono móvil roto que aún cree que puede salvar; con la otra intenta quitarse un calcetín mientras se tambalea inestablemente sobre una pierna. Está de espaldas, así que no se ha dado cuenta de que lo estoy observando desde la puerta, divertida, mientras él intenta quitarse el otro calcetín, con los ojos aún fijos en la pantalla resquebrajada del teléfono. Luego, con un suspiro de hastío, lo tira en la cama y al quitarse con un gesto rápido la camiseta se despeina el cabello de un modo muy gracioso. Mira la toalla que está colgando del respaldo de su silla y me doy cuenta de que va a ducharse, así que empiezo a retroceder, pero algo me detiene. Me llama la atención lo mucho que ha cambiado su cuerpo. Siempre ha sido delgado, pero ahora es más musculoso. Su bíceps se ha curvado ligeramente, su pecho es suave y sin pelo, y no tiene precisamente una tableta de chocolate pero su estómago está bastante definido…

Me acerco por detrás, furtivamente, deslizo mis brazos alrededor de su cintura y siento cómo se pone en tensión.

—Mamá se los ha llevado —le susurro al oído.

Se da la vuelta entre mis brazos y al instante siguiente nos estamos besando fuerte, frenéticamente; hoy no hay nadie para pararnos ni tenemos límite de tiempo. Pero eso, en lugar de tranquilizarnos, añade un nuevo elemento de emoción y urgencia a la situación. Las manos de Lochan se agitan y me sujetan la cara. Entre besos, jadea suavemente contra mi mejilla, y el dolor que me causa el deseo palpita por todo mi cuerpo. Besa cada parte de mi rostro, mis orejas, mi cuello. Mis manos corren arriba y abajo por su cálido pecho, por sus brazos, por sus hombros. Quiero sentir cada rincón de su cuerpo. Quiero que sienta mi aliento en su cuerpo. Le quiero tanto que duele. Me está besando con tanta fuerza que apenas me deja tiempo para respirar. Sus manos me acarician el pelo, el cuello, la nuca. Su piel desnuda se estremece bajo mi tacto. Pero aún llevamos demasiada ropa, hay demasiados obstáculos entre nuestros cuerpos. Deslizo mi mano hasta la cintura de sus pantalones.

—Espera… —susurro.

Su aliento se quiebra en mi oreja e intenta besarme el cuello, pero lo aparto con suavidad.

—Espera —le digo—. Para un segundo. Tengo que concentrarme.

Mientras bajo la cabeza, siento cómo su cuerpo se pone tenso por la frustración y la sorpresa. Me esfuerzo por concentrarme en lo que hago, con cuidado de no apresurarme. No quiero que esto salga mal, no quiero cometer un error, ponerme en ridículo o hacerle daño…

Desabrochar el botón es fácil. Bajar la cremallera no tanto al primer intento se atasca y tengo que subirla otra vez antes de bajarla de nuevo. De repente Lochan me agarra por las muñecas y me retuerce las manos.

—¿Qué estás haciendo? —Suena como si no se lo creyera, casi enfadado.

—Shh… —Vuelvo a concentrarme en sus pantalones desabrochados.

—¡Maya, no! —Jadea muy fuerte, me habla al borde de la histeria.

Ahora tengo sus manos entre las mías; intenta subirse la cremallera, pero tiene los dedos torpes.

Retiro la goma de sus calzoncillos, meto la mano dentro y siento una oleada de euforia al tocarle. Está sorprendentemente cálido y duro. Con un pequeño grito ahogado Lochan se retuerce hacia delante, sin aliento, tensándose y mirándome totalmente asombrado, como si hubiera olvidado quién soy. Tiene las mejillas encendidas y la respiración rápida y entrecortada. Entonces, con un pequeño chillido, me agarra por los hombros y me empuja hacia atrás.

—¿Qué coño estás haciendo?

Yo me aparto, muda, mientras él se sube la cremallera. Está gritando tan fuerte como puede, sacudiéndose literalmente de rabia.

—¿Cuál es tu puto problema? ¿Qué coño haces? Sabes que nunca jamás podemos…

—Lo siento —suspiro—. Yo… yo sólo… sólo quería tocar…

—¡Esto se nos está yendo por completo de las manos! —Me grita tanto que las cuerdas vocales se le van a salir del cuello—. Estás enferma, ¿lo sabías? ¡Todo esto es patológico! —Me aparta y se aleja; su rostro está morado y de un portazo se mete en el baño. Un momento después oigo correr el agua de la ducha.

Bajo al piso de abajo y camino de un lado a otro de la sala de estar, resoplando; me siento enfadada y culpable a partes iguales. Me cubren el modo en que me ha gritado. Me siento estúpida por no haber parado cuando me lo ha dicho la primera vez. Sin embargo no lo entiendo, no puedo entenderlo. Creía que habíamos decidido que nos daba igual lo que pensaran los demás. Pensaba que habíamos tomado la decisión de estar juntos a pesar de todo. No pretendía engañarle. Simplemente sentí la repentina necesidad de tocarle por todas partes, incluso ahí —especialmente ahí—. Pero ahora el miedo se me enrosca en la garganta, en los hombros, en el pecho. Me da miedo haber arruinado lo que creía que teníamos.

El ruido de sus pasos bajando por la escalera me hace retroceder hasta un rincón de la habitación. Desde el vestíbulo me llega el tintineo de unas llaves, el chirrido de unas deportivas y el sonido de la cremallera de una chaqueta. Y después oigo un portazo.

Me quedo inmóvil, de pie, aturdida. Consternada. Pensaba que íbamos a discutirlo, que iba a tener la oportunidad, al menos, de explicárselo. Pero en lugar de eso se ha ido, me ha dejado. No puedo aceptar algo así, no lo haré. No he hecho nada tan terrible.

Me pongo los zapatos y cojo mi abrigo del colegio. Sin preocuparme siquiera por coger las llaves, salgo de casa a toda prisa. Distingo a duras penas su figura desvaneciéndose en la húmeda oscuridad al final de nuestra calle. Echo a correr.

Cuando me oye acercarme, aprieta el paso y cruza a la otra acera. Intento alcanzarle, esforzándome por respirar, pero levanta el brazo y golpea la mano que extiendo hacia él.

—Ya está bien, ¿vale? ¡Vete a casa y déjame en paz de una puñetera vez!

—¿Por qué? —le grito, respirando sofocada el aire helado mientras la lluvia me empapa el pelo y la cara como afiladas agujas de agua—. ¿De verdad te he hecho algo tan horroroso? Subí a darte una sorpresa. Quería decirte que había venido mamá y que la había obligado a llevar a los niños al cine. Cuando empezamos a besarnos, sólo quería tocarte…

—¿Te das cuenta de lo estúpido que ha sido? ¿Lo peligroso? ¡No puedes hacer esas cosas así de repente!

—Lochie, lo siento. Pensé que al menos podríamos tocarnos. No significa que tengamos que ir más lejos…

—Ah, ¿en serio? Bueno, ¡ya puedes ir olvidándote de tu puto cuento de hadas! ¡Bienvenida al mundo real! —Se vuelve lentamente, lo suficiente como para dejarme ver su cara roja de furia—. ¿Te das cuenta de lo que hubiera ocurrido si no te hubiera parado a tiempo? No es sólo repugnante, Maya. ¡Es ilegal, joder!

—Lochie, ¡eso es un disparate! Que no podamos mantener relaciones sexuales no significa que tampoco podamos tocarnos… —Intento alcanzarle, pero se deshace de mi mano otra vez.

Gira de improviso en el callejón y se encamina hacia el cementerio, pero lo único que hay al final de la calle es una valla cerrada. Sin escapatoria alguna, aún se niega a girarse y mirarme. Allí estoy yo, en medio de una carretera encharcada de agua, con el pelo azotándome la cara, mirándolo. Veo cómo agarra la cerca metálica, cómo la sacude de un modo demencial, la golpea con las manos y la patea salvajemente.

—Estás loco, ¿sabes? —le grito. La rabia ha reemplazado al miedo—. ¿Por qué coño tiene que ser un problema tan grande? ¿En qué se diferencia de lo que pasó en la cama el otro día?

Está dando vueltas, golpeándose violentamente contra la valla.

—Bueno, ¡pues eso puede que también fuera un puto error! Pero al menos… ¡Al menos ninguno de los dos estaba desnudo! Yo jamás… Nunca habría ido más lejos…

—¡Y yo hoy tampoco! —exclamo desconcertada.

Se deja caer contra la valla, y su furia se disipa en el aire de la noche igual que el vaho irregular de nuestras respiraciones.

—No puedo más —dice; su voz está ronca y quebrada. De repente, a mi enfado se le une el miedo—. Duele demasiado, es muy peligroso. Me aterroriza lo que podríamos llegar a hacer.

Su desesperación es casi palpable; el aire helado que nos rodea consume hasta el último atisbo de esperanza. Me encojo, aterida de frío, y empiezo a temblar.

—¿Qué quieres decir? —Mi voz comienza a subir de tono—. ¿Que si no podemos tener relaciones sexuales es mejor que no hagamos nada?

—Supongo. —Me mira con sus ojos verdes, que de pronto se han vuelto severos bajo la luz de las farolas—. Seamos realistas, todo esto es de enfermos. Igual la gente tiene razón y puede que sólo seamos un par de adolescentes jodidos y emocionalmente perturbados que únicamente…

Se interrumpe, apartándose de la valla mientras yo me alejo lentamente de él, con la tristeza y el dolor marcados en la cara como hielo líquido.

—Maya, espera, no quería decir eso. —Su expresión cambia rápidamente. Se acerca a mí con cautela, con el brazo extendido como si yo fuera un animal salvaje, listo para echar a correr—. Yo no… no quería decir eso. No… No pienso con claridad. Me he pasado, tengo que calmarme, vamos a hablar a algún sitio. Por favor…

Niego con la cabeza, describo un amplio círculo a su alrededor, escapando de su alcance, y me meto por un agujero que hay en el borde de la verja.

Una vez dentro, encaro de frente las amargas ráfagas de viento helado, y avanzo por el camino oscuro y agrietado que, como siempre, está sembrado de botellas de cerveza, colillas y jeringuillas. El resplandor de las farolas se pierde a lo lejos, el sonido del tráfico se desvanece hasta convertirse en un murmullo distante y los contornos de las tumbas abandonadas y rotas no son más que manchas deformes en la niebla. No puedo creer que haya ocurrido esto. No puedo. Confiaba en él. Intento encontrarle un sentido a lo que acaba de pasar, trato de procesar las palabras de Lochan sin desmoronarme por completo. De algún modo tengo que aceptar que la magia de aquella noche, cuando nos besamos por primera vez, y la de la tarde en mi habitación no fue para él más que un error espantoso y pervertido que es mejor olvidar y sepultar en el fondo de nuestras mentes hasta que por fin podamos engañarnos pensando que nunca tuvo lugar. Necesito saber que es lo que de verdad siente Lochan, qué sentimientos me ha estado ocultando desde que esto empezó. Y necesito encontrar el modo de sobrevivir a esta inesperada revelación. Pero ¿cómo puede doler tanto? ¿Cómo es posible que esas palabras hagan que quiera acurrucarme y morir?

—Maya, vamos. —Escucho sus pasos en el camino detrás de mí y un grito comienza a tomar forma en mi garganta. Ahora mismo necesito estar sola o me volveré loca, estoy convencida—. ¡Sabes que no pienso en serio nada de lo que he dicho! Lo que pasa es que estoy muy avergonzado porque casi… yo casi… ya sabes. Me asustan mis propios sentimientos, ¡me asusta lo que podríamos haber hecho! —Me mira con ojos desorbitados y salvajes—. Por favor, vámonos a casa. Los demás van a llegar pronto y se van a preocupar.

Que se permita apelar a mi sentido de la responsabilidad demuestra lo poco que comprende el efecto que tienen sus palabras, la violencia de las emociones que me embargan.

Intenta agarrarme el brazo.

—¡Suéltame! —le grito, y mi voz resuena amplificada por el silencio del cementerio.

Retrocede como si le hubiera disparado, protegiendo su rostro de mi voz histérica.

—Maya, cálmate —me ruega; le tiembla la voz—. Si alguien nos oye…

—¿Si nos oyen qué? —le interrumpo con agresividad, y giro la cara para enfrentarme a él.

—Pensarán…

—¿Qué pensarán?

—Igual piensan que te estoy atacando…

—Ah, ¡todo tiene que ver contigo! —le grito; mis sollozos amenazan con explotarme en la garganta—. Todo esto… ¡Todo gira siempre en torno a ti! ¿Qué pensará la gente? ¿Cómo quedaré? ¿Cómo me juzgarán? ¡Está claro que sean cuales sean los sentimientos que alguna vez existieron entre nosotros no significan nada para ti en comparación con el miedo que te dan los prejuicios de la gente! ¡Antes te parecían intolerantes e incompresibles y los despreciabas, pero ahora los has adoptado como propios!

—¡No! —grita desesperado, y se lanza tras mis pasos cuando yo echo de nuevo a andar, dando grandes zancadas—. No es eso… ¡No tiene nada que ver con eso! Maya, por favor, escúchame. ¡No lo entiendes! Sólo he dicho esas cosas porque me siento como si fuera a volverme loco. Verte cada día pero no poder… no poder abrazarte nunca, no poder tocarte cuando hay gente cerca… Lo único que quiero es darte la mano, besarte y abrazarte sin tener que esconderme siempre. ¡Quiero hacer todas esas cosas que el resto de parejas dan por sentadas! Quiero ser libre para hacerlas sin sentirme aterrorizado pensando que alguien puede vernos y obligarnos a separarnos, que pueden llamar a la policía, pueden quitarnos a los niños y destruirlo todo. No puedo soportarlo, ¿es que no lo entiendes? Quiero que seas mi novia, quiero que seamos libres…

—¡Bien! —grito con las lágrimas brotando de mis ojos—. Si esto es tan enfermizo y retorcido, si te causa tanto dolor, entonces tienes razón, deberíamos dejarlo, aquí mismo, ¡ahora! ¡Así por lo menos no tendrás que ir por ahí con ese terrible sentimiento de culpa, pensando en lo repugnantes que somos por sentir lo que sentimos el uno por el otro! —Estoy desesperada por marcharme y echo a correr a trompicones.

—¡Por el amor de Dios! —grita a mis espaldas—. ¿Has escuchado lo que te he dicho? ¡Eso es lo último que quiero! —Intenta alcanzarme y obligarme a detener mi carrera, pero no puedo… Me voy a desmoronar, romperé a llorar, y no quiero que él ni nadie me vean.

Me doy la vuelta y le golpeo el pecho con las manos, empujándole tan fuerte como puedo.

—¡Aléjate de mí! —chillo—. ¿Por qué no puedes dejarme en paz ni cinco minutos? ¡Vete a casa, por favor! Tienes razón, ¡nunca debimos empezar con esto! ¡Así que aléjate de mí! ¡Déjame espacio y tiempo para pensar!

Veo la angustia en sus ojos, su expresión afligida.

—¡Me he equivocado! ¿Por qué no me escuchas? Lo que te he dicho son gilipolleces, me he pasado contigo porque estaba frustrado, ¡no es esto lo que quiero!

—Bien, ¡pues es lo que yo quiero! —doy un alarido—. ¡Sólo faltaría que estuvieras conmigo porque te doy pena! Todo lo que has dicho es verdad: estamos enfermos, esto es retorcido y somos unos perturbados, ¡y tenemos que acabar con esto ya! Así que, ¿qué haces aquí todavía? ¡Vete a casa, vuelve a tu vida normal y socialmente aceptada y vamos a olvidarnos de todo esto, como si nunca hubiera sucedido!

He perdido los papeles por completo. Siento como un martilleo en las sienes y veo unas luces rojas zigzaguear en la oscuridad. Me temo que si no dejo de gritarle con tanta furia me voy a poner a llorar. Y no quiero que me vea así; lo último que quiero es que sienta lástima por mí, que se vea obligado a fingir que me ama, que se dé cuenta de que no puedo vivir sin él.

Con un grito de desesperación viene hacia mí y me alcanza otra vez. Doy un paso atrás.

—¡Te lo digo en serio, Lochan! ¡Vete a casa! ¡No me toques o me pondré a gritar!

Retira el brazo que ha extendido y retrocede, derrotado. Las lágrimas inundan sus ojos.

—Maya, ¿qué coño quieres que haga?

Me cuesta respirar.

—Vete —le digo en voz baja.

—Pero ¿es que no lo entiendes? —dice exasperado—. Quiero estar contigo, pase lo que pase. Te quiero…

—Pero no lo suficiente.

Nos miramos el uno al otro. Su cabello se agita con el viento, sus ojos verdes brillan en la oscuridad, la cremallera rota de su chaqueta negra deja entrever la camiseta gris que lleva debajo. Niega con la cabeza; su mirada escruta el oscuro cementerio que nos rodea como si buscara ayuda. Vuelve a mirarme y deja escapar un sollozo de dolor.

—Maya, ¡eso no es verdad!

—Acabas de decir que nuestro amor es enfermizo y repugnante, Lochan —le recuerdo en voz baja.

—¡Pero no lo decía en serio! —le empieza a temblar la barbilla.

Me atraviesa un dolor agudo, me llena los pulmones, la garganta, la cabeza, es tan fuerte que creo que me voy a desmayar.

—Entonces, ¿por qué lo has dicho? Sí que lo piensas, y ahora también lo pienso yo. Tienes razón, Lochan. Has conseguido que vea este sórdido caos como lo que es: un tremendo error. Lo que ha pasado es que estábamos aburridos, trastornados, solos, frustrados, lo que sea. Nunca hemos estado enamorados…

—¡Sí que lo estábamos! —Su voz se rompe. Entorna los ojos y presiona el puño contra la boca para ahogar un sollozo—. ¡Lo estamos!

Lo miro, paralizada.

—Entonces, ¿por qué ya no lo siento?

Me mira horrorizado, con las mejillas bañadas en lágrimas.

—¿Qué…? ¿Qué quieres decir?

Cojo aire y me preparo para un arrebato de llanto.

—Lo que quiero decir, Lochan, es que ¿cómo es posible que ya no te quiera?