Lochan
Me quedo mirando la nuca de Nico DiMarco. Me fijo en la mano morena y dedos romos que tiene apoyados en el pupitre, y la idea de que esos dedos toquen a Maya me pone enfermo. No puedo quedarme con los brazos cruzados, sin hacer nada, viendo cómo mi hermana sale con otro, de la misma forma que tampoco puedo salir con Francie o con otra chica y fingir que puedo reemplazar a Maya. Tengo que encontrarla; por Dios, espero que no sea demasiado tarde. Tengo que decirle que no hay trato. Igual con el tiempo encuentra a alguien con quien quiera estar, y yo seré feliz sabiendo que lo es. Pero para mí nunca habrá nadie más. La absoluta certeza de esta verdad me abruma.
Las manecillas del reloj que hay encima de la pizarra siguen moviéndose. La segunda clase está a punto de terminar. No se lo habrá dicho ya a Francie, ¿no? Supongo que habrá decidido esperar hasta el recreo. Me encuentro fatal, creo que estoy enfermo. Que yo sea incapaz de seguir con esta farsa no significa que ella piense lo mismo. Puede que la idea haya sido mía, pero fue ella quien propuso el intercambio. Tal vez se haya replanteado darle una segunda oportunidad a DiMarco. Quizá la agonía de las últimas semanas le ha servido para darse cuenta del alivio que supondría tener una relación normal.
Suena el timbre y salgo disparado del pupitre, agarrando la bandolera y la chaqueta al vuelo, ignorando los gritos del profesor sobre los deberes. Hay un atasco enorme en la escalera, así que decido bajar por las que hay al otro extremo del pasillo. Aquí también se ha formado un tapón de alumnos, pero están todos inmóviles. Algo ha hecho que se queden de piedra, apiñados como amebas, volviéndose los unos a los otros y hablándose en tono de urgencia, agitados. Los empujo e intento pasar entre ellos. Una cinta roja colgada de un lado a otro de la escalera me impide el paso. Me agacho para pasar por debajo, pero alguien me retiene agarrándome de un hombro.
—No puedes pasar por ahí —dice una voz—. Ha habido un accidente.
Doy un paso atrás involuntariamente. Vaya, esto es genial.
—Se ha caído una chica. La han llevado a la enfermería. Estaba inconsciente —añade alguien más en tono serio.
Miro la cinta, con la tentación de pasar otra vez por debajo.
—¿Quién se ha caído? —pregunta otra voz a mis espaldas.
—Una chica de mi clase. Maya Whitely. Lo he visto todo, y no se ha caído, ha saltado.
—¡Eh!
Me cuelo por debajo de la cinta y me precipito escaleras abajo; las suelas de mis zapatos rechinan sobre el linóleo. La planta baja está llena de alumnos que quieren salir y todo el mundo se mueve a cámara lenta. Me abro paso entre la multitud, rozando hombro con hombro a los demás; la gente me empuja desde todos los ángulos y oigo gritos airados a mi espalda mientras intento pasar a toda costa.
—Eh, eh, eh… —Alguien me agarra por el hombro.
Me doy la vuelta preparado para propinar otro empujón, pero me encuentro cara a cara con la señorita Azley.
—Lochan, tienes que esperar aquí, la enfermera está ocupada…
Me retuerzo intentando liberarme de ella, pero se mantiene firme y me bloquea la entrada.
—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Te encuentras mal? Siéntate aquí y déjame ver si puedo ayudarte.
Doy un paso atrás instintivamente.
—Déjame pasar —resuello—. Por el amor de Dios, tengo que…
—Tienes que esperar aquí. Una alumna ha tenido un accidente y la señora Shah está con ella.
—Es Maya…
—¿Qué?
—¡Mi hermana!
Su expresión cambia.
—Oh, Dios. Lochan, escucha, está bien. Sólo se ha desmayado. No ha caído desde demasiada altura…
—Por favor, ¡déjeme verla!
—Siéntate un momento. Voy a preguntarle a la enfermera.
La señorita Azley desaparece por la puerta. Me siento en una de las sillas de plástico y me muerdo el puño. Mis pulmones necesitan aire.
Minutos más tarde, la señorita Azley sale para decirme que Maya está bien, sólo un poco aturdida y magullada. Me pide el teléfono de nuestra madre; le digo que no está y que yo me encargaré de llevar a Maya a casa. Parece preocupada: hay que llevarla a urgencias para asegurarse de que no ha sufrido un traumatismo en la cabeza. Insisto en que yo también puedo ocuparme de eso.
Al fin me dejan verla. Está en la pequeña salita blanca, en una cama, recostada sobre un cojín y tapada hasta la cintura con una manta color verde lima. Le han quitado la corbata y le han subido la manga derecha, dejando a la vista una herida de color rosa oscuro. El codo lo tiene vendado. También le han quitado los zapatos y sus piernas desnudas cuelgan a un lado de la cama. Una gasa blanca le tapa la rodilla. Su pelo cobrizo, liberado de la cola de caballo, cae suelto sobre sus hombros. Está muy pálida. La sangre seca y cuarteada rodea un pequeño corte en el pómulo, y la mancha roja contrasta desoladoramente con el resto de su cara. Unas acentuadas ojeras subrayan los ojos enrojecidos y vacíos. No sonríe cuando me ve: la luz ha abandonado su rostro; en su lugar hay una mirada sin brillo, fruto del impacto y el desánimo.
Avanzo unos pasos hasta situarme en el limitado espacio que hay entre la puerta y la cama, y Maya parece evitar mi mirada. Reculo rápidamente, y apoyo las manos sudorosas contra la fría pared que hay a mis espaldas.
—¿Qué… qué ha pasado?
Parpadea un par de veces y me mira con ojos cansados durante un rato.
—Todo va bien. Estoy bien…
—¡Pero dime qué ha pasado, Maya! —Mi voz es incapaz de ocultar el nerviosismo.
—Me he desmayado al bajar por las escaleras. No he desayunado y me ha dado un bajón de tensión, eso es todo.
—¿Qué ha dicho la enfermera?
—Que estoy bien y que no debería saltarme las comidas. Quiere que vaya al hospital para comprobar que no tengo una conmoción cerebral, pero no hace falta. No me duele la cabeza.
—¿Creen que te has desmayado porque no has desayunado? —El tono de mi voz se eleva—. ¡Pero eso es absurdo! Tú jamás te has desmayado y casi nunca desayunas.
Cierra los ojos como si mis palabras le hicieran daño.
—Lochie, estoy bien. De verdad. ¿Podrías convencer a la enfermera para que me deje salir de aquí? —Abre los ojos de nuevo y, por un instante, parece afligida—. ¿O… o tienes clases que no te puedes saltar?
La miro.
—No digas tonterías. Voy a llevarte a casa ahora mismo.
Esboza una pequeña sonrisa y siento que me derrito.
—Gracias.
La señora Shah pide un taxi para que vayamos al hospital, pero en cuanto salimos por la puerta Maya le dice al taxista que se marche. Echa a andar por la acera, apoyándose en la pared para mantener el equilibrio.
—Vamos. Me voy a casa.
—La enfermera ha dicho que el golpe puede haberte provocado una conmoción… ¡Tenemos que ir al hospital!
—No seas tonto. El golpe no ha sido en la cabeza. —Sigue su trayectoria inestable; luego se da media vuelta y me tiende la mano. Al principio la miro sin darme cuenta.
—¿Puedo apoyarme un poco en ti? —Me mira como si se estuviera disculpando—. Me flojean las piernas.
Me apresuro hacia ella, la agarro de la mano, me paso su brazo por la cintura y coloco el mío alrededor suyo.
—¿Así? ¿Está… está bien así?
—Sí, pero no hace falta que me apretujes tanto…
La aflojo un poco, nada más.
—¿Mejor?
—Mucho mejor.
Vamos caminando por la calle, y su cuerpo, tan ligero y frágil como el de un pájaro, se apoya en el mío.
—Bueno, no está mal —dice con un atisbo de diversión en la voz—. He conseguido que nos dieran un día libre a los dos y ni siquiera son… —Aparta la mano de mi cadera para mirar el reloj—. Ni siquiera son las once. —Sonríe y levanta la cara para que nuestros ojos se encuentren; el sol de la mañana baña su rostro apagado.
Intento coger algo de aire.
—Granujilla —le digo, tragando con fuerza.
Seguimos caminando en silencio unos minutos más. Maya se agarra a mí con fuerza. De vez en cuando aminora la marcha y le pregunto si quiere sentarse, pero niega con la cabeza.
—Lo siento —dice en voz baja.
Dios. No. Noto de nuevo la opresión en el pecho.
—También fue cosa mía —añade.
Giro la cabeza hacia otro lado, inspiro profundamente y retengo el aire. Si me muerdo el labio con la fuerza suficiente y me obligo a mirar fijamente a los viandantes curiosos podré mantener la compostura un poco más, sólo un poco. Pero Maya se ha dado cuenta. Es como si su preocupación permeara mi piel.
—¿Lochie?
«Para. No hables. No puedo soportarlo, Maya. Por favor, entiéndelo».
Vuelve su cara hacia mí.
—No te machaques por esto, Lochie. No ha sido culpa tuya. —Suspira sobre mi hombro.
Maya entra en la cocina mientras yo me quedo fuera, haciendo como si organizara el correo mientras intento recomponerme. Entonces, de repente, percibo su silueta recortándose en la puerta. Se la ve maltrecha, con el pelo enmarañado, la ropa arrugada y la rodilla vendada. Una mancha de color burdeos se extiende bajo su pómulo derecho; en un par de días se convertirá en un gran moratón. «Maya, lo siento mucho —me gustaría decirle—. En ningún momento quise hacerte daño».
—¿Me podrías hacer un café? —me pregunta con una sonrisa vacilante.
—Claro… —Bajo los ojos sin mirar los sobres que tengo en la mano—. Pues cla… claro que sí…
Esta vez me sonríe de verdad.
—Creo que voy a tumbarme en el sofá a ver algo de telebasura mañanera.
Se hace el silencio. Hago como que miro los folletos de propaganda y me tomo un momento para responder mientras un dolor, como un trozo de cristal, me perfora lentamente la garganta.
—¿Vienes a hacerme compañía? —dice dubitativa, esperando mi respuesta.
Una soga invisible se tensa alrededor de mi cuello. No puedo responder.
—¿Lochie?
No me muevo. Si lo hago, pierdo.
—Eh… —De pronto da un paso hacia mí y yo me retiro de inmediato, golpeándome el codo contra la puerta de entrada.
—Lochie, estoy bien. —Levanta las manos poco a poco—. Mírame, estoy bien. Lo ves, ¿no? Me he caído y ya está. Estaba cansada. Todo va bien.
Pero no, desde luego que no va bien, porque me estoy haciendo pedazos poco a poco. «Ahí estás tú, de pie, llena de cortes y heridas que podría haberte infligido yo con mis propias manos. Y te quiero, te quiero tanto que duele, pero lo único que puedo hacer es apartarte de mí y hacerte daño hasta que por fin tu amor se convierta en odio».
La congoja me atenaza el pecho, mi respiración se quiebra y las lágrimas que pugnan por salir me irritan los ojos. Arrugo bruscamente los anuncios de papel brillante que tengo en las manos y apoyo la frente de golpe contra la pared.
Hay un momento de silencio antes de que Maya, impresionada por mi gesto, se acerque hasta mí y me tire suavemente de las manos.
—No, Lochie, todo va bien. Mírame. ¡Estoy bien!
Cojo aire con dificultad.
—Lo siento… ¡Lo siento mucho!
—¿Qué sientes, Lochie? ¡No lo entiendo!
—La idea… anoche… fue tan espantoso, tan estúpido…
—Ya está, eso da igual. Se acabó, ¿verdad? Somos incapaces de hacerlo, así que no se nos ocurrirá plantear nada semejante de nuevo. —Su voz es firme y tranquilizadora.
Tiro la bola de papel al suelo y apoyo la cabeza contra la pared, frotándome los ojos con fuerza.
—¡No sabía qué hacer! Estaba desesperado… ¡Y todavía lo estoy! ¡No puedo dejar de sentir lo que siento! —Ahora estoy gritando, histérico. Estoy perdiendo la cabeza.
—Escucha… —Me coge las manos e intenta calmarme—. No quiero a Nico ni a nadie más. Sólo te quiero a ti.
La miro, mientras el sonido de mis ásperos e irregulares jadeos inundan el aire.
—Puedo ser tuyo —susurro y tiemblo—. Estoy aquí. Y voy a estarlo siempre.
Un gesto de alivio recorre su rostro y sus manos buscan el mío.
—Qué idiotas hemos sido ni pensar que podrían detenernos. —Me acaricia el pelo, me besa en la frente, en las mejillas, en la comisura de los labios—. Nadie va a conseguir separarnos. No mientras esto sea lo que queremos. Pero tienes que dejar de pensar que está mal, Lochie. Está mal para el resto de la gente, pero es su problema, sus estúpidas normas, sus prejuicios. Ellos son los que están equivocados, los que son intolerantes y crueles… —Me besa la oreja, el cuello, la boca.
—Los que están equivocados son ellos —repite—. Porque no lo entienden. No me importa que seas mi hermano biológico. Para mí nunca has sido un hermano. Siempre has sido mi mejor amigo, mi alma gemela, y ahora también me he enamorado de ti. ¿Por qué iba a ser eso un crimen? Quiero abrazarte y besarte y… y hacer todas las cosas que hace la gente que está enamorada —inspira hondamente—. Quiero pasar el resto de mi vida contigo.
Cierro los ojos y mi rostro ardiente reposa en su mejilla.
—Y yo. Y lo vamos a conseguir. Maya, tenemos que hacerlo…
Cuando empujo con el codo la puerta de su habitación para abrirla, con un vaso de zumo en una mano y un bocadillo en la otra, la encuentro profundamente dormida, tumbada boca abajo en la cama, destapada, con los brazos rodeando su cabeza sobre la almohada. Parece tan vulnerable, tan frágil. La brillante luz del mediodía incide de lado, iluminando parcialmente su rostro, su camisa de uniforme arrugada y excesivamente grande, el borde de sus braguitas blancas y la parte superior de su muslo. Esquivo la falda, los calcetines y los zapatos que hay esparcidos por la moqueta del suelo, pongo el plato y el vaso al lado de una pila de folios en su escritorio y me enderezo poco a poco. La miro durante un buen rato.
Cuando se me cansan las piernas de estar de pie, me deslizo hasta el suelo y me apoyo contra la pared, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Me da miedo marcharme, aunque sólo sea por un instante, y que le vuelva a ocurrir algo malo. Me da miedo marcharme y que el muro negro del miedo vuelva a interponerse. Pero aquí, a su lado, su cara dormida me recuerda que esto es lo único que importa, y que no estoy solo. Esto es lo que Maya quiere y esto es lo que quiero yo. Luchar contra ello es inútil, sólo servirá para hacernos daño. El cuerpo humano necesita un flujo constante de alimento, oxígeno y amor para sobrevivir. Si pierdo a Maya, pierdo esas tres cosas; separados, moriremos lentamente.
He debido quedarme dormido, y el sonido de su voz es como una descarga eléctrica que recorre todo mi cuerpo. Acomodo mi postura y me froto el cuello. Ella parpadea adormilada y me mira; tiene la mejilla apoyada en el borde de la cama y su pelo rojizo barre el suelo. No sé qué me ha dicho para despertarme, pero tiene el brazo extendido y me alarga una mano. Se la tomo y ella sonríe.
—Te he preparado un bocadillo —le digo mirando al escritorio—. ¿Cómo te encuentras?
Maya no responde, sus ojos me hipnotizan. Noto el calor de su mano en la mía y sus dedos que me aprietan y tiran de mí hacia ella.
—Ven aquí —dice con la voz áspera por el sueño.
La miro y se me acelera el pulso. Me suelta la mano y se mueve para hacerme sitio en la cama. Me quito los zapatos y los calcetines y me levanto tambaleándome mientras ella sostiene mis brazos.
Me tumbo a su lado, respiro su aroma y siento cómo sus piernas se entrelazan con las mías. Me besa suavemente. Los besos cariñosos, susurrantes, hacen que me estremezca y tiemble, excitándome al instante. Soy plenamente consciente de que sus piernas desnudas están atrapadas entre las mías. Me asusta que lo note, que lo sepa. Cierro los ojos y respiro profundamente para calmarme, pero ella me besa en los párpados y su pelo me hace cosquillas en el cuello y en la cara. Oigo cómo mí respiración se acelera.
—No pasa nada —me dice con una alegre sonrisa—. Te quiero.
Abro los ojos y me incorporo un poco. Comienzo a besarla de nuevo, suavemente al principio, hasta que ella me pasa el brazo alrededor del cuello y me aprieta más fuerte, y nuestros besos empiezan a acelerarse, cada vez más profundos y más urgentes, hasta que me resulta difícil encontrar un momento para respirar. Acuno su cabeza con un brazo y sujeto su mano con la mía. Cada beso es más fiero que el anterior, hasta que llega un momento en el que me da miedo hacerle daño. No sé cómo va a acabar esto, no sé qué hacer. Presiono mi cara contra la curva tibia de su cuello, emito un extraño sonido y de repente me doy cuenta de que estoy acariciando sus pechos, con la camisa de algodón áspera bajo mi mano. Sus dedos se deslizan arriba y abajo por el interior de mi camisa, luego viajan alrededor de mis brazos hasta alcanzar mi pecho y tocar mis pezones. Pequeñas descargas eléctricas me recorren el cuerpo. Mi boca atrapa la suya otra vez y vuelvo a jadear en busca de aire; Maya deja escapar unos sonidos que hacen que mi corazón lata más y más fuerte. Me siento arrastrado por una especie de ardiente torbellino de locura, bombardeado por un millón de sensaciones simultáneas: el calor de sus labios, la presión de su lengua, el sabor de su boca, el aroma de su pelo, el tacto de sus pechos… Los botones de su camisa rascan la palma de mi mano y me deslizo bajo ellos, palpando los salientes de sus costillas, que dejan paso abruptamente a su estómago, curvado hacia dentro en un gesto rápido. Me impresiona aventurarme bajo la tela de su camisa y sentir su piel tersa y cálida. Maya tiene una mano en mi pelo y la otra sobre mi estómago. Mis músculos se tensan en respuesta a sus caricias; me alejo, cuando en realidad estoy desesperado por que su mano continúe, y soy muy consciente de que sus dedos se deslizan bajo la cintura de mis pantalones, presionan mi estómago y vacilan al llegar a la goma de mis calzoncillo. Tengo que dejar de besarla para apretar la cara contra la almohada y evitar rogarle que siga adelante. No puedo pensar en nada que no sea esta ciega locura; quiero parar, pero soy incapaz de quedarme quieto. Quiero dejarme llevar como si fuera un accidente, como si no supiera lo que hago. Pero lo sé, lo sé perfectamente. Mis manos se clavan en la sábana, la retuercen y la agarran mientras me empujo hacia ella, mientras me froto contra ella, primero de manera imperceptible, esperando que no se dé cuenta; pero enseguida, a medida que el ritmo y la presión aumentan como si tuvieran voluntad propia, eso también escapa a mi control, y mi entrepierna se enlaza con fuerza en su pelvis, y entre nosotros sólo queda ya la fina y suave tela de nuestra ropa. Desearía sentir su piel desnuda, aunque notar su cuerpo bajo el uniforme del colegio basta para verme atrapado en un torbellino de anhelo y deseo. Oigo el sonido de mi áspera respiración, la fricción de nuestros cuerpos. Sé que debería parar, sé que tengo que parar ya, porque si sigo… si sigo, sé lo que va a pasar… Tengo que parar, tengo que parar… Entonces su boca encuentra la mía, me besa profundamente y una corriente eléctrica chispea y crepita por todo mi cuerpo, enviando centellas rojas de una euforia exquisita. Y de repente estoy temblando con fuerza contra ella y el éxtasis explota por todo mi cuerpo como el sol…
Maya se pone de lado para mirarme y me aparta el pelo de la cara; parece sorprendida y tiene un gesto divertido en los labios. Cuando su mirada alegre se encuentra con la mía, inspiro profundamente mientras me invade la vergüenza.
—Me… me he dejado llevar un poco. —Me recompongo e intento disimular mi inquietud. ¿Se ha dado cuenta de lo que ha pasado? ¿Está enfadada?
Arquea las cejas y contiene la risa.
—¡No fastidies!
Se ha dado cuenta. Joder.
—Bueno, eso es lo que ocurre si… si haces ese tipo de cosas. —Mi voz suena con un tono más elevado del que pretendía: inestable, quebrada, a la defensiva.
—Lo sé —dice en voz baja—. Vaya.
—No he podido… no he podido parar. —El corazón me late muy fuerte. Me muero de vergüenza.
Me besa en la mejilla.
—Lochie, no pasa nada. ¡No quería que pararas!
Me relajo y tiro de ella para acercarla a mí, y su pelo me cubre la cara.
—¿De verdad?
—¡De verdad!
Cierro los ojos. Estoy tranquilo.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
Después de un rato, la oigo respirar de forma entrecortada, soplando cálidamente en mi mejilla: se está riendo en silencio.
—¡Te has quedado dormido!
Hago un esfuerzo por abrir los ojos y me río con timidez. Es verdad. Estoy hecho polvo. Me pesan los párpados, como si una fuerza invisible tirara de ellos, y toda la energía se ha evaporado de mi cuerpo. Acabo de experimentar los minutos más intensos de mi vida y ahora me siento débil. Me muevo incómodo en la cama y me ruborizo de nuevo.
—Creo que necesito una ducha…
No puedo dejar de pensar en ello durante toda la noche y todo el día. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho? Aunque no nos quitamos la ropa, aunque lo que hicimos no fue técnicamente ilegal, soy consciente de que nos hemos saltado los límites y hemos empezado a pisar terreno peligroso. Esto podría llevarnos a algo tan terrible y maravilloso al mismo tiempo que soy incapaz de pensar en ello. Intento convencerme a mí mismo de que no ha pasado nada, de que sólo intentaba reconfortarla, pero ni siquiera yo soy tan iluso como para creerme mis ridículas excusas. Y ahora se ha convertido en una droga. No sé cómo he podido vivir durante tanto tiempo con la presencia diaria de Maya sin compartir este nivel de intimidad…