Maya
Estoy cansada. Terriblemente cansada. El agotamiento me aplasta como una fuerza invisible y se lleva por delante todo pensamiento racional, todo sentimiento. Estoy harta de arrastrarme así día tras día, de llevar puesta una máscara, de fingir que todo va bien. Intento entender lo que me dicen los demás, trato de concentrarme en clase y parecer normal delante de Kit, Tiffin y Willa. Estoy cansada de pasarme cada minuto de cada hora intentando evitar el llanto, tragando saliva para tratar de aliviar el nudo permanente que me atenaza la garganta. Incluso por la noche, cuando me tumbo en la cama y abrazo la almohada, mirando a través de las cortinas abiertas, no me dejo llevar, porque si lo hiciera me derrumbaría, me rompería en miles de pedazos, como un cristal hecho añicos. La gente me pregunta qué me pasa, y eso hace que me entren ganas de gritar. Francie piensa que es porque Nico me rechazó, y yo no tengo ninguna intención de sacarla de su error, porque es más fácil que piense eso que tener que inventarme otra mentira. Nico ha intentado hablarme en un par de ocasiones durante el recreo, pero le he dejado muy claro que no estoy de humor para conversar. Parece que está dolido, pero no me importa en absoluto. «Si no hubiera sido por ti… —me pongo a pensar—. Si no hubiera sido por aquella cita…».
Pero ¿cómo voy a culpar a Nico por haberme ayudado a darme cuenta de que estaba enamorada de mi hermano? La sensación ha estado durante años, latente, pero cada día un poco más cerca de volverse consciente; era cuestión de tiempo que permeara la pequeña membrana de la necesidad de reconocer lo que somos: dos personas enamoradas, presas de un amor que posiblemente nadie más pueda entender. ¿Realmente me arrepiento de lo que ocurrió esa noche? ¿De ese momento de alegría incomparable, de ese sentimiento que mucha gente ni siquiera llegará a experimentar en toda su vida? Pero lo malo de probar la felicidad en estado puro es que, de igual forma que sucede con una droga, cuando se atisba el paraíso siempre se quiere más. Después de algo así, nada puede volver a ser como antes. En comparación, todo lo demás deja de tener el menor aliciente. El mundo se vuelve aburrido y vacío, un absoluto sin sentido. Ir al colegio, ¿para qué? Para aprobar exámenes, sacar buenas notas, ir a la universidad, conocer gente nueva, encontrar un trabajo y, ¿marcharse? ¿Cómo podría vivir una vida lejos de Lochan? ¿Le vería sólo un par de veces al año, como les ocurre a mamá y al tío Ryan? Se criaron juntos, y durante un tiempo también estuvieron muy unidos. Pero entonces él se casó y se mudó a Glasgow. ¿Y qué tienen ahora en común mamá y el tío Ryan? Les separan muchas más cosas que la distancia y los diferentes estilos de vida; seguro que habrán olvidado los recuerdos de su niñez. ¿Es eso lo que nos pasará a Lochan y a mí? Y aunque nos quedáramos los dos en Londres, ¿que pasará cuándo él se eche novia, o yo encuentre novio? ¿Cómo lo soportaremos? ¿Cómo podremos ver al otro llevando una vida independiente sabiendo lo que compartíamos y lo que podríamos haber tenido?
Intento aliviar el sufrimiento pensando en la alternativa. ¿Tener una relación física con mi hermano? Nadie hace eso, es repugnante, sería como si Kit fuera mi novio. Me da escalofríos. Quiero a Kit, pero la idea de besarle me resulta repugnante. Sería horrible, repulsivo. Hasta me da repelús imaginarle dándose el lote con esa esquelética chica americana con la que va a todos lados. No quiero saber lo que hace con esa supuesta novia. Cuando sea mayor espero que encuentre a una buena chica, espero que se enamore y que se case, pero nunca, jamás, me interesarán los detalles íntimos de la relación, el lado carnal. Eso es asunto suyo. Entonces, ¿por qué con Lochan es todo tan distinto? La respuesta es muy sencilla: porque a Lochan nunca lo he visto como a un hermano. Ni como a uno pequeño y pesado ni como a uno mayor y mandón. Nosotros siempre hemos sido iguales. Hemos sido amigos íntimos desde que éramos bebés. Desde que nacimos hemos compartido un vínculo mucho más estrecho que la simple amistad. Juntos hemos criado a Kit, Tiffin y Willa. Hemos llorado juntos y nos hemos consolado mutuamente. Nos hemos visto en nuestros momentos más débiles. Hemos compartido una carga imposible de explicar para el resto del mundo. Hemos estado ahí el uno para el otro, como amigos, como compañeros. Siempre nos hemos querido, y ahora también queremos amarnos cuerpo a cuerpo, físicamente. Quiero explicarle todo esto, pero sé que no puedo. Sea cual sea la causa de nuestros sentimientos, sé que no hay manera de justificarlos. Es imposible: Lochan no puede ser mi novio. De entre los miles de millones de habitantes de este planeta, él es la única persona con la que no puedo estar. Y tengo que aceptarlo, aunque me corroa lentamente por dentro como el ácido corroe al metal.
El trimestre llega a su fin, gris, sombrío, implacable. En casa, la rutina sigue su curso día tras día. El otoño da paso al invierno y los días se acortan notablemente. Lochan se comporta como si aquella noche nunca hubiera existido. Ambos lo hacemos. ¿Qué otra opción nos queda? Hablamos sobre cosas triviales, pero nuestras miradas nunca se cruzan y, cuando lo hacen, sólo nos miramos un instante o dos antes de apartar los ojos con nerviosismo. Pero no puedo evitar preguntarme qué pensará. Sospecho que, al verlo como algo tan malo, lo habrá expulsado de su mente. Y de todos modos, ya tiene bastante en lo que pensar. Su profesora de inglés aún está empeñada en hacerle hablar delante de todos sus compañeros y sé que teme sus clases. El comportamiento de mamá es más irresponsable, cada vez pasa más tiempo con Dave y muy raramente llega a casa sobria. De vez en cuando va de compras y, para aliviar su sentimiento de culpa, vuelve con regalos para todos: juguetes que se romperán a los dos días, más videojuegos para mantener a Kit pegado a la pantalla y caramelos que sólo harán que Tiffin esté más hiperactivo. Yo lo observo todo como si lo viera desde lejos, y me siento incapaz de enfrentarme a ello de nuevo. Lochan está pálido y tenso; intenta mantener el orden en casa, pero sé que está a punto de derrumbarse y que yo soy incapaz de ayudarle.
Estoy sentada frente a él en la mesa de la cocina, viendo cómo ayuda a Willa con los deberes. El dolor me abruma, siento un profundo sentimiento de pérdida. Revuelvo mi té frío y observo todos esos rasgos familiares: el modo en que, cada dos por tres, se aparta el pelo de los ojos con un soplido, la manera que tiene de morderse el labio cuando está nervioso. Miro sus manos, que reposan sobre la mesa; observo sus uñas mordidas; sus labios, los mismos que una vez acariciaron los míos, están ahora agrietados y descarnados. Al mirarlo siento más dolor del que puedo soportar, pero aun así me fuerzo por hacerlo. Quiero absorber todo lo que pueda de él, quiero recuperar, aunque sólo sea en mi mente, lo que he perdido.
—El chico se metió en una c-u-e-v-a —Willa deletrea en voz alta.
Está arrodillada en su silla y señala una letra detrás de otra, con el pelo dorado cayéndole como una cortina sobre la cara y las puntas del cabello barriendo la página con un débil sonido, como un susurro.
—¿Qué palabra forman esas letras? —le pregunta Lochan.
Willa analiza las imágenes, pensando.
—¿Roca? —dice con optimismo, mirando esperanzadamente a Lochan con sus enormes ojos azules.
—No, mira, la palabra es: c-u-e-v-a. Junta las letras y dilas muy rápido. ¿Qué palabra sale?
—¿Cuva? —Está inquieta y distraída, desesperada por salir a jugar, pero también contenta por la atención que le está prestando su hermano.
—Casi, pero te has dejado una e a la mitad. ¿Cómo se llama esa e?
—¿E mayúscula?
La lengua de Lochan revolotea, frota su labio con impaciencia.
—Mira, esto es una e mayúscula. —Hojea el libro en busca de una, pero no la encuentra y la escribe él mismo en un trozo de papel de cocina usado.
—¡Qué asco! Tiffin se ha sonado la nariz con eso.
—Willa, ¿estás mirando? Esto es una e mayúscula.
—Una e mayúscula con mocos. —Willa se ríe. Me hace gracia y yo también sonrío.
—Willa, esto es muy importante. Es una palabra fácil, sé que puedes leerla si lo intentas. Esta es una e con poderes mágicos. ¿Cuáles son esos poderes?
Frunce el ceño con determinación y vuelve a mirar el libro; curva la lengua sobre el labio superior, concentrada; su pelo oculta parcialmente la página.
—¡Me ayuda a pronunciar la otra vocal! —grita de repente, golpeando el aire con el puño en señal de triunfo.
—Bien. Y, ¿cuál es esa vocal?
—Eh… —Vuelve a la página frunciendo el ceño otra vez, enroscando de nuevo la lengua—. Eh… —dice de nuevo intentando ganar algo de tiempo—. ¿La u?
—Muy bien. Entonces la e mágica hace que el sonido sea…
—Ue.
—Sí. Ahora intenta hacerla sonar pronunciando toda la palabra.
—C-ue-va. ¡Cueva! ¡El chico se metió en una cueva! Mira Lochie, ¡lo he leído!
—¡Chica lista! ¿Lo ves? ¡Ya sabía que podías hacerlo! —Lochan sonríe, pero en su mirada hay algo más. Un poso de tristeza que nunca se desvanece.
Willa termina de leer el libro y se va con Tiffin a ver la televisión en la sala de estar. Yo hago como si diera sorbitos a mi té y miro a Lochan por encima del borde de la taza. Está demasiado cansado como para moverse. Sigue sentado, como si le pesara todo el cuerpo. Delante de él, papeles, libros desparramados, notas del colegio y la mochila de Willa. Entre nosotros, sólo silencio, tan tenso como una goma.
—¿Estás bien? —le pregunto al fin.
Esboza una sonrisa irónica y parece dudar, mirando la mesa llena de porquería.
—La verdad es que no —responde lentamente evitando mi mirada—. ¿Y tú?
—Tampoco. —Presiono el borde de la taza con los dientes para intentar detener las lágrimas—. Te echo de menos —susurro.
—Yo también te echo de menos. —Sigue mirando la portada del libro de lecturas de Willa. Sus ojos se iluminan por un instante—. Puede… —Se le quiebra la voz, así que lo intenta de nuevo—. Igual deberías darle otra oportunidad a DiMarco. Corre el rumor de que está… ¡está colado por ti! —Risa forzada.
Me quedo mirándole en silencio, atónita. Me siento como si me hubieran pegado un tiro en la cabeza.
—¿Eso es lo que quieres? —pregunto, tratando de controlarme y de mantener la calma.
—No… por supuesto que no. Pero igual… ayuda. —Me observa con una mirada de absoluta desesperación.
Continúo haciendo presión con los dientes hasta que me aseguro de que no voy a ponerme a llorar y le doy vueltas a su extravagante proposición.
—¿Me ayudaría a mí o a ti?
El labio inferior le tiembla, e inmediatamente se lo muerde; no parece darse cuenta de que está jugueteando con el libro de Willa, abriéndolo y cerrándolo como si fuera un acordeón.
—No lo sé. Quizás a los dos —dice apurado.
—Entonces tú deberías salir con Francie —le suelto.
—De acuerdo. —No levanta la vista.
Me deja muda por un momento.
—Tú… pero… yo pensaba que no te gustaba. —Mis palabras dejan traslucir claramente el horror que me provoca semejante idea.
—No me gusta, pero algo tendremos que hacer. Debemos salir con otras personas. Es… es la única manera.
—¿La única manera de qué?
—De… de superar esto. De sobrevivir.
Dejo la taza bruscamente en la mesa, derramando el té sobre mi mano y el puño de mi camisa.
—¿Tú crees que voy a superar esto? —grito; me arde la cara.
Agacha la cabeza y se encoge, y levanta una mano para protegerse, como si temiera que fuera a golpearle.
—No… no puedo… Por favor, no empeores la situación.
—¿Y cómo iba a empeorarla? —resuello—. ¿Hay algo peor que esto?
—Lo único que sé es que tenemos que hacer algo. Yo no puedo… ¡No puedo seguir así! —Toma aire con dificultad y aparta la vista.
—Lo sé —rebajo el tono y me obligo a calmarme—. Yo tampoco.
—¿Y qué podemos hacer? —Sus ojos imploran a los míos.
—Está bien. —Anulo mis pensamientos, mis sentidos—. Se lo diré a Francie mañana. Se pondrá más contenta que unas pascuas. Pero es buena chica, Lochan. No puedes cortar con ella sin más dentro de una semana.
—No lo haré. —Me mira; tiene los ojos llenos de lágrimas—. Estaré con Francie todo el tiempo que ella quiera. Total, si no puedo estar contigo ¿qué más me da una que otra?
Hoy todo parece distinto. La casa está fría y me resulta extraña. Kit, Tiffin y Willa son como dobles de su yo auténtico. A Lochan, la personificación de mi pérdida, no puedo ni mirarlo. Cuando camino hacia el colegio, tengo la sensación de que alguien hubiera cambiado de sitio las calles. Podría estar en cualquier ciudad extranjera, en un país lejano. Los peatones que caminan a mi lado parecen inertes. Así me siento yo también, muerta, sin vida. Ya no sé quién soy. La chica que era antes de aquella noche, de aquel beso, ha sido borrada de la faz de la Tierra. Ya no soy quien era y aún no sé en quién me voy a convertir. Las bocinas estridentes de los coches me sobresaltan, y lo mismo me sucede con el sonido de las pisadas en la acera, con los autobuses, con las tiendas que abren sus persianas y con la cháchara irritante de los niños que van hacia la escuela.
Nunca me había dado cuenta de lo grande que es este edificio y de lo inhóspito y descolorido que es el paisaje que conforma. Los alumnos se apresuran hacia sus clases y se me antojan extras en el plato de una película. Debo seguir moviéndome para encajar en toda esta actividad, igual que un electrón debe obedecer a la corriente. Subo las escaleras muy despacio, una tras otra, mientras la gente choca conmigo y me empuja. Cuando llego a mi clase, veo cosas en las que no había reparado antes: huellas dactilares en las paredes, el linóleo manchado y roto como la delicada cáscara de un huevo que desaparece rítmicamente bajo mis pies. A lo lejos, las voces intentan llegar a mí, pero las repelo. Los sonidos me atraviesan, pero no los escucho: el chirriar de las sillas, las risas y las charlas, el parloteo de Francie, el zumbido monótono del profesor de historia. El sol se filtra a través de un manto de nubes y entra oblicuamente por el cristal de la ventana, derramándose en mi pupitre, sobre mis ojos. Se forman manchitas blancas delante de mí, bailan como burbujas de color y luz y me mantienen distraída hasta que suena el timbre. Francie está a mi lado, y de su boca, de sus labios pintados de rojo, las preguntas no hacen más que brotar y brotar. Esos son los labios que pronto besarán los de Lochan. Tengo que decírselo ahora, antes de que sea demasiado tarde, pero he perdido la voz y lo único que articulo es aire vacío.
Me salto la segunda clase para escaparme de mi amiga. Camino por el colegio, ahora desierto, por mi celda en esta prisión gigantesca, buscando respuestas que sé que no podré hallar. Las suelas de mis zapatos golpean los escalones mientras subo y bajo, mientras doy vueltas y más vueltas por cada piso, buscando… ¿qué? ¿La absolución? La implacable luz invernal gana intensidad, inundándolo todo a través de las ventanas y rebotando contra las paredes. Siento su presión contra mi cuerpo, me abrasa la piel. Estoy perdida en este laberinto de pasillos, escaleras, pisos que se superponen unos encima de otros como un montón de naipes. Si sigo adelante puede que encuentre el camino de vuelta, de regreso a la persona que era antes. Ahora me muevo más despacio. Puede que incluso esté flotando. Nado a través del espacio. La Tierra ha perdido su gravedad, todo parece estar en estado líquido a mi alrededor. Llego a otra escalera; mis pasos se licúan. La suela de uno de mis zapatos se despega y piso sobre la nada.