CAPÍTULO DOCE

Maya

Es encantador. No sé por qué pensaba que era un gilipollas arrogante. Esto me sirve para darme cuenta de lo equivocado que a veces está una con los demás. Es considerado, amable y educado, y parece que le gusto de verdad. Me dice que estoy guapa y me dedica una tímida sonrisa. Una vez sentados en la mesa del restaurante, me traduce cada plato del menú y ni se ríe ni parece sorprendido cuando le digo que en mi vida he probado las alcachofas. Me hace muchas preguntas, pero cuando le cuento que la situación de mi familia es complicada, parece captar la indirecta y deja el tema. Está de acuerdo en que Belmont es una mierda y admite que se muere de ganas de salir de allí. Me pregunta por Lochan y dice que le gustaría llegar a conocerlo mejor. Confiesa que su padre está más interesado en su negocio que en su único hijo y que le compra regalos absurdos, como un coche, sólo para aliviar el sentimiento de culpabilidad que conlleva estar fuera de casa la mitad del año. Sí, es rico y está mimado, pero a fin de cuentas está tan desatendido como nosotros. Un cúmulo de circunstancias distintas con el mismo resultado lamentable.

Hablamos largo y tendido. Luego, mientras me lleva a casa, me pregunto si me besará. En un momento dado, los dos intentamos bajar el volumen de la radio a la vez, nuestras manos se tocan y él mantiene la suya un instante sobre la mía. Es tan extraño… su tacto me resulta completamente desconocido.

—¿Te acompaño hasta la puerta o te resulta… incómodo? —Me mira vacilante y sonríe cuando lo hago yo. Me imagino las caritas de mis hermanos pequeños curioseando por las ventanas y coincido con él en que es mejor que no me acompañe. Afortunadamente, como está tan oscuro y me ha dejado dos bloques más allá de mi casa, mi familia no puede vernos.

—Gracias por la cena. Me lo he pasado muy bien —digo, y me sorprende darme cuenta de que lo pienso de verdad.

Él sonríe.

—Yo también. ¿Crees que podríamos repetirlo alguna vez?

—Sí, ¿por qué no?

Su sonrisa se ensancha. Se inclina hacia mí.

—Buenas noches.

—Buenas noches. —Dudo, mis dedos ya están a punto de abrir la puerta del coche.

—Buenas noches —dice otra vez con una sonrisa, pero esta vez me coge de la barbilla. Su cara se acerca a la mía y de improviso me doy cuenta de lo que siento: me gusta Nico. Me parece un buen chico. Es guapo y me siento atraída por él. Pero no quiero besarlo. Ahora no. Nunca… Giro la cabeza justo en el momento en que su cara se encuentra con la mía y su beso se posa en mi mejilla.

Retrocedo y él parece sorprendido.

—Bueno, vale, hasta la próxima.

Inspiro profundamente y busco el bolso entre mis pies. Gracias a Dios está tan oscuro que no podrá darse cuenta de cómo me ruborizo.

—Me gustas mucho, Nico, pero sólo como amigo —digo apurada—. Creo que es mejor que no volvamos a quedar, lo siento.

—Oh. —Ahora suena sorprendido y un poco herido—. Bueno, tú piénsatelo.

—Está bien. Te veo el lunes. —Salgo del coche y cierro la puerta. Le digo adiós con la mano. Él arranca y se marcha con una expresión entre divertida y perpleja, como si estuviera convencido de que sólo me estoy haciendo de rogar.

Me apoyo contra el tronco de un árbol y miro la llovizna que cae de un cielo sin luna. En mi vida me he sentido tan avergonzada como hoy. ¿Por qué me he pasado la noche entera dándole falsas esperanzas, haciendo como si sus historias me fascinaran, confiando en él? ¿Por qué le he dicho que me parecía bien que nos viéramos de nuevo diez segundos antes de decirle que sólo podíamos ser amigos? ¿Por qué he rechazado a un chico que, además de estar muy bueno, es amable? «Porque estás como una cabra, Maya. Porque eres una loca y una estúpida y quieres pasar el resto de tu vida siendo una paria social. Porque querías que esto funcionara, estabas tan desesperada por que funcionara que te has engañado a ti misma y te has acabado creyendo que las cosas iban bien de verdad. Hasta que te has dado cuenta de que no quieres besar a Nico ni a ningún otro chico».

¿Entonces qué significa esto? ¿Estoy asustada? ¿Me da miedo el contacto físico? No. Me encanta, sueño con él. Pero para mí no hay nadie más. Nadie. Cualquier chico, aunque sea imaginario, siempre estará en segundo lugar. ¿En segundo lugar después de quién? Ni siquiera sé cómo sería el novio perfecto. Sólo sé que tiene que existir. Siento todas estas emociones —amor, deseo (de que me toquen, de que me besen)— pero no las focalizo en nadie. Estoy tan frustrada que quiero gritar. Me siento como un bicho raro. Y lo que es peor, estoy terriblemente decepcionada, porque durante toda la velada creí que Nico era el elegido. Y luego, cuando ha intentado besarme en el coche, me he dado cuenta clarísimamente de que eso no es lo que quiero.

Camino hacia casa. Este estúpido vestido es tan corto y enseña tanto que estoy empezando a congelarme. Me siento tan vacía, tan desilusionada… Aunque sólo me haya decepcionado a mí misma. ¿Por qué no he actuado como una persona normal para variar? ¿Por qué no me he forzado a besarle? Puede que no hubiera sido tan horrible, quizá lo podría haber soportado… las luces de la sala de estar siguen encendidas. Miro el reloj: son las once menos cuarto. Oh, por favor, que no haya otra pelea entre Kit y Lochan. Abro la puerta y se atasca. Le doy una patada con mis estúpidos tacones; dudo mucho que me los vuelva a poner. La casa está en silencio, como si fuera una tumba gigante. Me quito los zapatos y camino de puntillas, atravesando el pasillo para ir a apagar la luz de la sala de estar. Lo único que quiero es meterme en la cama y olvidar el horror y el autoengaño que ha supuesto esta noche.

Doy un respingo al ver que hay una figura sentada en el sofá. Lochan está encorvado, tiene la cabeza entre las manos.

—Ya he vuelto.

No hace ni un gesto que indique que me ha escuchado.

—¿Kit aún sigue por ahí? —pregunto inquieta, temiendo otra pelea.

—Ha llegado hace veinte minutos. —Lochan ni siquiera levanta la vista. Fantástico.

—Una noche estupenda la mía, por cierto. —Mi tono es hiriente. Si se está compadeciendo de sí mismo por haber tenido que acostar solo a los niños no quiero darle la satisfacción de pensar que mi noche también ha sido una mierda.

—¿Sólo habéis ido a cenar? —Levanta la cabeza bruscamente y me lanza una mirada penetrante que me hace darme cuenta de la pinta que tengo: se me ha deshecho el moño, los mechones de pelo me caen sobre la cara y estoy empapada por la lluvia.

—Sí —contesto lentamente—. ¿Por qué?

—Te fuiste a las siete. Y ya son casi las once.

No me lo puedo creer.

—¿Me estás diciendo a qué hora tengo que volver a casa? —Mi voz se eleva con indignación.

—Pues claro que no —dice irritado—. Sólo estoy sorprendido. Cuatro malditas horas son muchas para un simple cena.

Cierro la puerta de la sala de estar y noto cómo se me disparan las pulsaciones.

—No han sido cuatro horas de cena. Primero hemos tenido que cruzar media ciudad, luego encontrar un sitio para aparcar y después esperar a que nos dieran mesa… Lo único que hemos hecho ha sido hablar… hablar mucho. La verdad es que es un tío bastante interesante. Tampoco ha tenido una vida fácil.

En cuanto termino la frase, Lochan salta, corre hacia la ventana y enloquece.

—Me importa una mierda que a ese pobre niño rico no le hayan comprado el coche que quería para su cumpleaños. Ya me han soltado todo ese rollo en Belmont. ¡Lo que no entiendo es por qué coño dices que sólo has estado cenando cuando has estado fuera cuatro horas!

Esto no puede estar pasando. Lochan se ha vuelto loco. En mi vida lo he oído hablar así. Nunca lo había visto tan furioso.

—¿Qué pasa, tengo que explicarte todo lo que hago? —le digo con tono desafiante—. ¿Tengo que darte detalles de todo lo que ha pasado? —Mi tono se eleva más y más.

—¡No! ¡Lo que quiero es que no mientas! —Lochan comienza a gritar.

—¡Lo que yo haga o deje de hacer no es de tu incumbencia! —chillo en respuesta.

—Pero ¿por qué tiene que ser un secreto? ¿Por qué no puedes ser sincera?

¡Estoy siendo sincera! Hemos ido a cenar, hemos hablado y me ha traído a casa. ¡Fin de la historia!

—¿De verdad te crees que soy tan tonto?

Esto es el colmo. Después de llevar una semana ignorándome, ahora se cabrea conmigo: el final perfecto para una velada de amarga decepción que, en realidad, podría haber sido genial si yo hubiera puesto un poco de mi parte. Lo único que quería hacer al llegar a casa era meterme en la cama y olvidarme de este desastre de noche, y en lugar de eso me veo metida en esta discusión absurda.

Me dirijo hacia la puerta, levantando las manos en señal de rendición.

—Lochan, no sé qué coño te pasa pero estás siendo un capullo integral. Llego a casa esperando que me preguntes si me lo he pasado bien, ¡y en vez, de eso me sometes al tercer grado y me llamas mentirosa! Y aunque hubiera pasado algo en esa cita, ¿por qué te lo iba a contar? —Me giro hacia la puerta.

—Así que te has acostado con él —me dice con rotundidad—. Igual que tu madre, de tal palo tal astilla.

Sus palabras cortan como un cuchillo la distancia que nos separa. Mi mano se queda paralizada alrededor del frío pomo de metal. Me vuelvo lentamente, herida.

—¿Qué? —La palabra se me escapa como un pequeño soplo de aire, no es más que un susurro.

El tiempo parece haberse detenido. Él está ahí de pie, con la camiseta y los vaqueros desteñidos, apretándose los nudillos de una mano con la palma de la otra, dando la espalda al gran firmamento nocturno. Estoy mirando a un desconocido. Su cara está extrañamente enrojecida, como si hubiera estado llorando, y su mirada centelleante me abrasa la cara. Qué tonta he sido al creer que lo conocía tan bien. Es mi hermano pero, por primera vez, se muestra como un extraño.

—No puedo creer que me hayas dicho eso. —Mi voz se estremece de incredulidad, emana de un ser que apenas reconozco; un ser herido, irreparablemente roto—. Estaba convencida de que tú eras la única persona —tomo una bocanada de aire—, la única persona del mundo que nunca, jamás, me iba a hacer daño.

Parece muy afectado; su cara refleja el mismo dolor e incredulidad que yo siento.

—Maya, no me encuentro bien. Lo que te he dicho es imperdonable. No sé lo que digo. —Le tiembla la voz, está tan horrorizado como yo.

Se cubre la cara con las manos, se aleja de mí y camina por la estancia respirando con dificultad. Su mirada tiene algo de salvaje, casi un sesgo maníaco.

—Necesito saberlo, por favor, entiéndelo, tengo que saberlo, ¡si no me voy a volver loco! —Cierra los ojos con fuerza y respira entrecortadamente.

—¡No ha pasado nada! —le grito; el miedo ha reemplazado bruscamente a la rabia—. No ha pasado nada. ¿Por qué no me crees? —Le agarro por los hombros—. ¡No ha pasado nada, Lochie! No ha pasado nada, ¡nada, nada, nada! —Casi estoy gritando, pero no me importa. No entiendo lo que le ocurre. No entiendo lo que me está pasando.

—Pero te ha besado. —Su voz suena hueca, carente de toda emoción.

Se aparta de mí y se agacha apoyándose en los talones.

—Te ha besado, Maya, te ha besado. —Sus ojos están entrecerrados, su rostro inexpresivo, como si estuviera tan agotado que no le quedaran fuerzas para reaccionar.

—¡No me ha besado! —vocifero, le agarro por los brazos e intento sacudirle y hacerle entrar en razón—. Ha intentado besarme, sí, ¡pero yo no le he dejado! ¿Sabes por qué? ¿Quieres saber por qué? ¿De verdad, de verdad quieres saber por qué?

Aún lo tengo cogido de las manos; me inclino hacia delante, jadeando, mientras unas lágrimas cálidas y pesadas ruedan por mis mejillas.

—Ésta es la razón… —Llorando, beso a Lochan en la mejilla—. Ésta es la razón… —Ahogo un sollozo y beso a Lochan en la comisura de los labios—. Ésta es la razón… —Cierro los ojos y beso a Lochan en la boca.

Me estoy enamorando, pero no pasa nada, porque es de él de quien me enamoro, de Lochie. Tengo las manos posadas sobre sus ardientes mejillas, sobre su cabello húmedo, sobre su cálido cuello. Me está devolviendo el beso, haciendo un ruido extraño que me indica que él también está llorando. Me besa con tanta fuerza que tiembla; me tiene firmemente agarrada por los hombros y me estrecha contra él. Saboreo sus labios, su lengua, los afilados bordes de sus incisivos, la suave calidez que emana de su boca. Me deslizo a horcajadas sobre su regazo, quiero estar aún más cerca, quiero desaparecer dentro de él, mezclar mi cuerpo con el suyo. Nos separamos un instante para coger aire y veo su rostro. Sus ojos rebosan de lágrimas que aún no ha llorado. Emite un sonido entrecortado. Nos besamos más, suave, tiernamente, luego de nuevo con fuerza. Sus manos agarran los tirantes de mi vestido y los retuerce, asiendo la tela entre sus puños como si luchara contra el dolor. Y ahora que sé lo que siente, estoy tan feliz que a mí también me duele. Creo que voy a morir de felicidad. Creo que voy a morir de dolor. El tiempo se ha detenido; el tiempo corre a toda velocidad. Los labios de Lochie son hoscos y también suaves, inclementes a la par que dulces. Sus dedos son fuertes: los siento en mi pelo, en mi cuello, bajando por mis brazos y rozando mi espalda. Y no quiero que me suelte jamás.

Un ruido retumba como un trueno sobre nuestras cabezas; nuestros cuerpos se sacuden al unísono y de repente ya no nos estamos besando, aunque sigo aferrada al cuello de su camiseta y sus brazos continúan abrazándome con fuerza. Es el sonido de la cadena del lavabo. Después se escucha el familiar crujido de la escalera de Kit. Ninguno de los dos puede moverse, aunque el silencio que sigue deja claro que Kit ha vuelto a acostarse. Mi cabeza está apoyada en el pecho de Lochan; oigo los latidos de su corazón amplificados, muy altos, muy rápidos, muy fuertes. También escucho su respiración, como afilados y dentados aguijones que perforan el aire helado.

Él es el primero en romper el silencio.

—Maya, ¿qué coño estamos haciendo? —Aunque su voz no es más que un susurro, noto que está a punto de echarse a llorar—. No lo entiendo. ¿Por qué…? ¿Por qué nos está pasando esto?

Cierro los ojos y me aprieto contra él, acariciando su brazo desnudo con las yemas de los dedos.

—Todo lo que sé ahora mismo es que te quiero —digo con un deje desesperado a la par que tranquilo; las palabras surgen con voluntad propia—. Te quiero más que como a un simple hermano. Yo… te quiero… de todas las maneras posibles.

—Yo también… —Su voz es dura, está sorprendido—. Es… es una sensación tan enorme que a veces creo que va a acabar conmigo. Es tan fuerte que siento que podría matarme. Sigue creciendo y yo no… no sé cómo pararla. Pero… pero se supone que no podemos hacer esto, ¡no podemos querernos así! —Su voz se rompe.

—Eso ya lo sé, ¿vale? ¡No soy idiota! —De pronto me enfado porque no quiero escuchar lo que me dice. Cierro los ojos. En este momento no puedo pensar en eso. No puedo permitirme pensar lo que eso significa. No quiero ponerle un nombre. Me niego a poner etiquetas que estropeen el día más feliz de mi vida. El día en que besé al chico que siempre ha estado en mis sueños pero al que nunca me he atrevido a ponerle cara. El día en que por fin dejé de mentirme a mí misma, en que dejé de fingir que el amor que sentía por él era de una clase concreta, cuando en realidad abarca todas las categorías de amor posibles. El día en que finalmente nos libramos de nuestras ataduras y nos abandonamos a los sentimientos que durante tanto tiempo habíamos negado sólo porque somos hermanos.

—Ay, Dios, hemos hecho algo terrible. —La voz de Lochan está agitada, suena ronca, entrecortada por el horror—. Yo… ¡Te he hecho algo horrible!

Me seco las mejillas y levanto la cabeza para mirarlo.

—¡No hemos hecho nada malo! ¿Cómo puede un amor como éste ser tachado de horrible si no le estamos haciendo daño a nadie?

Me mira, los ojos reluciendo bajo la débil luz de la habitación.

—No lo sé —susurra—. ¿Cómo algo tan malo puede hacernos sentir tan bien?