CAPÍTULO ONCE

Lochan

Está bien. De hecho, ¡es genial! Maya por fin ha encontrado a alguien que le gusta, y además él también siente lo mismo, y van a salir juntos el viernes. Por fin las cosas se están arreglando para ella; es el inicio de su vida como adulta, lejos de esta casa de locos, de esta familia, de mí. Parece que es feliz, parece emocionada. Quizá Nico no es el chico que yo hubiera elegido para Maya, pero no está mal. Ha tenido un par de novias formales, pero no parece que busque algo serio. Es normal que esté nervioso, pero esto no va a quitarme el sueño. Después de todo, Maya tiene casi diecisiete años y Nico sólo es un año mayor. No le va a pasar nada, va a estar bien. Es una persona muy sensata y responsable para su edad; tendrá cuidado y tal vez la cosa funcione. Él no le hará daño, al menos no a propósito. No, estoy seguro de que no le hará daño, es imposible. Porque ella es una persona encantadora, es preciosa… Y él lo verá. Tiene que verlo. Sabrá que no puede romperle el corazón, no puede herirla. No lo hará. Será incapaz. Así que, bueno, al menos yo podré descansar. No tengo por qué pensar más en esto. Lo que necesito urgentemente es dormir, o si no me vendré abajo. Voy a venirme abajo. Me estoy viniendo abajo.

Los primeros rayos de sol comienzan a acariciar el borde de los tejados. Me siento en la cama y observo cómo la pálida luz diluye la negrura, limpia tenuemente el color del cielo, poco a poco, y lo difumina por oriente. El aire es frío, se cuela entre las grietas del marco de mi ventana, y trae gotas de lluvia que se esparcen y salpican el cristal, al mismo tiempo que los pájaros despiertan. Un rayo de luz dorada se proyecta en la pared, extendiéndose paulatinamente como una mancha. ¿Qué sentido tiene todo esto? Me pregunto acerca de este ciclo sin fin. No he dormido en toda la noche y tengo los músculos doloridos de estar tanto tiempo sin moverme. Estoy helado, pero no tengo energía como para que mis brazos reaccionen y tiren de la manta para taparme. En algunos momentos, mi mente parece apagarse, como si sucumbiera a un narcótico, pero luego cierro los ojos y los vuelvo a abrir alarmado. A medida que la intensidad de la luz aumenta, también lo hace mi desgracia, y me pregunto cómo es posible que esté sufriendo tanto cuando no pasa nada malo. Mi desesperación crece, y parece presionar desde el centro de mi pecho hacia afuera, amenazando con romperme las costillas. Lleno mis pulmones de aire fresco y luego los vacío; paso las manos con suavidad sobre las ásperas sábanas de algodón, como si quisiera aferrarme a esta cama, a esta casa, a esta vida. Es un intento por olvidar mi absoluta soledad. La herida que hay bajo mi labio late y palpita y me cuesta no mordérmela, no rozarla para destruir la agonía que estoy sintiendo. Sigo palpando la cama, con movimientos rítmicos y relajantes, para recordarme que, incluso aunque me esté rompiendo por dentro, todo a mi alrededor sigue igual, sólido, real, y comprobarlo me devuelve la esperanza de que quizás algún día yo también vuelva a sentirme parte de este mundo.

Un solo día abarca mucho. La rutina frenética de la mañana consiste en asegurarme de que todos se acaban el desayuno, en la voz aguda de Tiffin rechinando en mis oídos, en el parloteo constante de Willa que me pone de los nervios, en Kit culpándome sin descanso por cada cosa que hago, y Maya… Es mejor que no piense en Maya, pero quiero seguir haciéndolo. Tengo que rozarme la herida, rascar la costra, quitarme la piel dañada. No puedo dejar de pensar que está sola. Igual que ayer durante la cena: está aquí pero no está aquí. Su corazón y su mente han abandonado esta lóbrega casa, a sus engorrosos hermanos pequeños, al socialmente inepto hermano mayor, a la madre alcohólica. Ahora sus pensamientos están con Nico, avanzan hacia la cita de esta noche. Por muy largo que pueda parecer el día, la tarde llegará y Maya se irá. Y a partir de ese momento, parte de su vida, parte de su persona, se mantendrá separada de mí para siempre. Sin embargo, incluso mientras espero a que llegue ese momento del día, hay mucho que hacer: convencer a Kit para que salga de su cuarto, llevar a Tiffin y Willa a tiempo a la escuela, acordarme de preguntarle las tablas de multiplicar a Tiffin mientras intenta adelantárseme por el camino. Y entrar por las puertas de mi colegio, comprobar sin ser descubierto que Kit está en clase, permanecer sentado durante todas las clases de la mañana, encontrar nuevas maneras de desviar la atención cuando un profesor me presione para participar, sobrevivir al almuerzo, asegurarme de evitar a DiMarco, explicar a la profesora de inglés por qué no puedo exponer en voz alta, sobrevivir hasta que suene el timbre sin venirme abajo. Y finalmente recoger a los niños, mantenerlos entretenidos durante toda la tarde, recordarle a Kit que tiene un toque de queda sin que por ello se inicie una pelea. Y durante todo ese tiempo, intentar sacar a Maya de mi mente. Y las manecillas del reloj de la cocina seguirán moviéndose hacia delante, llegando a la media noche y empezando su recorrido de nuevo, como si el día que termina nunca hubiera llegado a empezar.

En el pasado fui fuerte. Era capaz de sobreponerme a todas las cosas pequeñas, los detalles, la rutina diaria, día tras día. Pero nunca me di cuenta de que Maya era la que me daba esa fuerza. Gracias a ella podía con todo, juntos llevábamos el timón, nos apoyábamos el uno en el otro cada vez que alguno se sentía afligido. Puede que hayamos pasado la mayor parte de nuestro tiempo cuidando a los pequeños, pero bajo la superficie, lo que hacíamos era cuidarnos el uno al otro y hacer que todo fuera más soportable, más que llevadero. Estábamos unidos en una existencia que sólo nosotros podíamos comprender. Juntos estábamos a salvo; éramos distintos a los demás, pero estábamos protegidos del mundo exterior… Ahora lo único que me queda soy yo mismo, mis responsabilidades, mis obligaciones, mi interminable lista de tareas pendientes… Y mi soledad, siempre la soledad, esa burbuja sin aire pero repleta de desesperación que me asfixia poco a poco.

Maya se marcha al colegio antes que yo y arrastra a Kit con ella. Parece molesta conmigo por alguna razón. Willa está remoloneando, recoge ramitas y hojas secas por el camino. Tiffin nos abandona en cuanto ve a Jamie al final de la calle, y no tengo fuerzas para llamarlo y pedirle que vuelva, a pesar de que el cruce que hay delante del colegio está abarrotado. Me cuesta horrores no gritarle a Willa para pedirle que se dé prisa, para preguntarle por qué parece tan interesada en que los dos lleguemos tarde. En cuanto estamos en las puertas de la escuela, ve a una amiga y empieza a correr torpemente, con el abrigo ondeando, volando tras ella. Me quedo un momento parado y la miro marcharse; su fino cabello dorado se agita a sus espaldas con el viento. Tiene el vestidito gris manchado por el almuerzo de ayer, el abrigo de la escuela no lleva la capucha, la mochila se le cae a pedazos y tiene un agujero en las medias rojas a la altura de la rodilla, pero ella nunca se queja. Aunque esté rodeada de mamás y papás que abrazan a sus hijos para despedirse de ellos, aunque no ha visto a su madre en dos semanas, aunque no recuerda haber tenido padre. Sólo tiene cinco años, pero ha aprendido que no tiene sentido pedirle a su madre que le cuente un cuento antes de irse a dormir, que invitar a los amigos a casa es algo que sólo otros niños pueden hacer, que los juguetes nuevos son un lujo escaso, que en casa Kit y Tiffin son los únicos que hacen lo que quieren. Con tan sólo cinco años ya ha conocido una de las lecciones más duras del mundo: que esta vida no es justa… Sube por las escaleras, está a mitad de camino, acompañada por su mejor amiga, y de repente recuerda que ha olvidado decir adiós y se da la vuelta, escrutando el patio mientras me busca. Cuando me ve, en su rostro aparece una sonrisa radiante, se ensanchan sus mejillas regordetas, la punta de su lengua asoma por el hueco donde faltan los incisivos. Levanta su pequeña mano y la agita. Yo también le digo adiós, mis brazos abanicando el cielo.

Cuando entro en el colegio choco contra un muro de calor artificial; han puesto los radiadores demasiado fuerte. Pero hasta que no entro en clase de inglés y me encuentro cara a cara con la señorita Azley no me acuerdo. Me sonríe en un intento poco disimulado de infundirme valor.

—¿Vas a necesitar el proyector? —Me quedo congelado en el pupitre.

Siento una horrible, asfixiante y punzante sensación en el pecho, y digo a toda prisa:

—En realidad… en realidad he pensado que mi trabajo funcionaría mejor como ejercicio escrito… Tiene demasiada información que resumir en sólo… sólo media hora…

Su sonrisa se desvanece.

—Pero esto no era un trabajo escrito, Lochan. La exposición es parte de tu cometido en este curso. No puedo puntuarte con esto. —Agarra mis folios y les echa un vistazo—. Bueno, es verdad que aquí hay mucho material, así que supongo que puedes leerlo en alto y ya está.

La miro y la fría mano del terror se enrosca en torno a mi cuello.

—Bueno, la verdad es que… —Apenas puedo hablar. De pronto mi voz no es más que un susurro.

Me mira desconcertada.

—¿La verdad es que qué?

—Que no… no va a tener mucho sentido si sólo lo leo…

—¿Por qué no lo intentas? —Su voz se suaviza… demasiado—. La primera vez siempre es la más difícil.

Me arde la cara.

—No va a salir bien. Lo… lo siento —recojo la carpeta que me tiende—. Me aseguraré de compensar el suspenso con… con el resto de mis trabajos.

Rápidamente me doy la vuelta y me dirijo a mi asiento. Olas carmesí se estrellan en mi rostro. Me alivia que no me llame de nuevo.

No vuelve a sacar el tema durante toda la clase. En vez de eso, ocupa el tiempo que había previsto dedicar a mi exposición con una charla sobre las vidas de Sylvia Plath y Virginia Woolf, y surge un debate sobre la conexión entre la enfermedad mental y el talento artístico. Normalmente este tipo de tema me resultaría fascinante, pero hoy las palabras me resbalan. Fuera, el cielo vomita lluvia, que retumba contra las sucias ventanas lavándolas con sus lágrimas. Miro el reloj y veo que sólo quedan cinco horas para que empiece la cita de Maya. Puede que DiMarco se rompa la pierna jugando al fútbol. Puede que ahora mismo esté en la enfermería con una intoxicación alimentaria. Puede que se encuentre repentinamente con otra chica a la que ligarse. Cualquier otra que no sea mi hermana. Tiene toda la escuela para elegir. ¿Por qué Maya? ¿Por qué la única persona en el mundo que me importa de verdad?

—¿Lochan Whitely? —Una voz se eleva y hace que me estremezca mientras me dirijo hacia la puerta en medio del caos de alumnos que abandona el aula. Vuelvo la cabeza lo suficiente como para ver a la señorita Azley haciéndome señas desde su escritorio, y me doy cuenta de que no me queda más remedio que deshacer el camino y pelear en esta batalla.

—Lochan, tenemos que hablar.

Dios, no. Esto no, hoy no.

—Eh… lo siento. Yo… tengo clase de matemáticas —digo, apurado.

—No tardaremos mucho. Te haré un justificante —me señala una silla enfrente de su mesa—. Siéntate.

Dejo la bandolera, me siento en la silla que me ha ofrecido y me doy cuenta de que ya no hay escapatoria. La señorita Azley se acerca a la puerta y la cierra con un chasquido metálico que suena como la reja de una prisión.

Vuelve y se sienta a mi lado, mirándome con una sonrisa tranquilizadora.

—No hace falta que pongas esa cara de angustia. ¡Estoy segura de que ya sabes que ladro más de lo que muerdo!

Me obligo a mirarla, esperando que escupa su sermón sobre la importancia de la participación en clase más rápido si cree que colaboro. Pero elige el camino más largo.

—¿Qué le ha pasado a tu labio?

Sé que me lo estoy mordiendo otra vez e intento parar; asustado, mis dedos vuelan hasta mi boca.

—Nada… no es… no es nada.

—Deberías ponerte un poco de vaselina y acostumbrarte a morder el bolígrafo. —Alarga la mano hasta su escritorio y me muestra un par de estilográficas mordisqueadas—. Es menos doloroso y funciona igual de bien. —Me sonríe otra vez.

Reúno toda la voluntad de que dispongo, pero no puedo devolverle la sonrisa. Esta conversación amistosa me está haciendo perder la calma. Algo en su mirada me dice que no me va a dar una charla sobre la importancia de la participación en clase, el trabajo en equipo y toda la mierda de siempre. Por cómo me mira no parece que vaya a regañarme. Está realmente preocupada.

—¿Sabes por qué te he pedido que te quedes, verdad?

Le respondo asintiendo rápidamente; mis dientes comienzan a roer automáticamente mi labio otra vez. «Escuche, hoy no es un buen día para esto», quiero decirle. Puedo apretar los dientes y asentir y tener una conversación con el corazón en la mano con una profesora excesivamente entusiasta otro día, pero hoy no. Hoy no.

—¿Por qué te asusta tanto hablar delante de tus compañeros, Lochan?

Me ha pillado con la guardia baja. No me gusta el modo en que ha dicho la palabra «asusta». No me gusta nada que sepa tanto sobre mí.

—Yo no… no… —Mi voz suena quebradiza, podría resultar peligrosa. El aire de la habitación circula lentamente. Y yo respiro demasiado rápido. Me ha acorralado. Sé que el sudor ha empezado a recorrer mi espalda y que me he sonrojado.

—Eh, no pasa nada. —Se inclina hacia delante. Su preocupación es casi tangible—. No la he tomado contigo, Lochan, ¿de acuerdo? Pero eres lo suficientemente inteligente como para entender por qué tienes que hablar en público de vez en cuando. No sólo por el bien de tu futuro académico, sino también por tu futuro personal.

Quiero levantarme y salir de aquí.

—¿Es sólo un problema en el colegio o te pasa siempre?

¿Por qué demonios está haciendo esto? Director, castigo, expulsión, no me importa. Lo que sea menos esto. Quiero desconectar de lo que está diciendo pero no puedo. Es el maldito interés que muestra, me corta la conciencia como si fuera un cuchillo.

—Te sucede siempre, ¿verdad? —Su voz es demasiado amable.

Siento el calor acudir a mi rostro. Respiro atacado por el pánico y dejo que mis ojos recorran el aula en busca de un lugar en el que esconderme.

—No hay nada por lo que avergonzarse, Lochan. Puede que sea algo que merezca la pena hablar ahora.

La cara me late, me muerdo el labio otra vez, el fuerte dolor me alivia.

—Como cualquier fobia, el trastorno de ansiedad social es algo que se puede superar. He estado pensando que quizá podríamos diseñar un plan de acción para que puedas ponerlo en marcha de cara a la universidad el año que viene.

Oigo el sonido de mi respiración, fuerte, rápida. Asiento en un gesto apenas perceptible.

—Iremos poco a poco. Un pasito tras otro. Tal vez podrías levantar la mano y contestar una sola pregunta por clase. Sería un buen comienzo, ¿no crees? Una vez que te sientas cómodo respondiendo voluntariamente a una pregunta, te resultará mucho más fácil contestar dos, y luego tres, y bueno… ya conoces el resto. —Se ríe y noto que intenta relajar la atmósfera—. Entonces, antes de que puedas darte cuenta, estarás contestando todas las preguntas, ¡y a los demás que les den!

Intento devolverle la sonrisa pero no me sale. Un pasito tras otro… Yo tenía a alguien que me ayudaba con eso. Alguien que me presentó a su amiga, que me animó a leer en voz alta mi redacción en clase, alguien que intentaba ayudarme sutilmente con todo el problema, aunque nunca me di cuenta. Y ahora la he perdido, la he perdido por Nico DiMarco. Una tarde con él y Maya se dará cuenta del perdedor en que me he convertido, empezará a pensar de mí lo mismo que Kit y mi madre…

—Me he dado cuenta de que últimamente pareces muy estresado —subraya la señorita Azley de repente—. Lo que es perfectamente comprensible. Es un año duro. Pero tus notas son mejores que nunca y destacas en las pruebas por escrito. Así que no vas a tener problemas para aprobar los exámenes finales: en ese punto no hay de qué preocuparse.

Asiento muy tenso.

—¿La situación en casa es complicada?

En ese momento la miro, incapaz de ocultar mi sorpresa.

—Yo tengo dos hijos —dice con una sonrisa—. Tengo entendido que tú tienes cuatro.

Se me acelera el corazón y luego casi se me para. La miro. ¿Con quién demonios ha estado hablando?

—¡No! Tengo diecisiete años. Tengo dos hermanos y… y dos hermanas, pero vivimos con nuestra madre, y ella…

—Eso ya lo sé, Lochan. Está bien. —Hasta que no me corta no me doy cuenta que no estoy hablando en un tono normal.

«Por el amor de Dios, ¡intenta estar alerta!», me pido a mí mismo. ¡No vayas a reaccionar como si tuvieras algo que esconder!

—Lo que quiero decir es que tienes hermanos pequeños a los que tienes que ayudar a cuidar —sigue la señorita Azley—. Y eso no tiene que ser fácil cuando estás tan cargado de deberes.

—Pero yo no… yo no los cuido. Sólo son… son un montón de críos molestos. Vuelven loca a mi madre… —Qué tristemente artificial suena mi risa.

Otro tenso silencio se instala entre nosotros. Miro desesperado a la puerta. ¿Por qué me está diciendo esto? ¿Con quién ha estado hablando? ¿Qué otra información tiene en ese maldito archivo? ¿Estarán pensando en llamar a servicios sociales? ¿No se habrá puesto St. Luke en contacto con Belmont a raíz de la desaparición de los niños?

—No estoy intentando entrometerme, Lochan —dice enseguida—. Sólo quiero asegurarme de que sabes que no tienes por qué llevar solo esa carga. Tu ansiedad social, las obligaciones en casa… Son demasiadas responsabilidades para tu edad.

No sé de dónde sale, pero un dolor me atenaza el pecho y la garganta. Vuelvo a morderme el labio para evitar los temblores.

Veo que su rostro cambia de expresión y se inclina hacia mí.

—Eh, eh, escúchame. Tienes mucha ayuda disponible. Hay un psicólogo en el colegio y también puedes hablar con cualquiera de tus profesores. Y hay ayuda externa que te puedo recomendar si no quieres que la escuela se inmiscuya. No tienes por qué soportar todo esto tú solo…

El dolor en mi garganta se intensifica. Voy a perder la compostura.

—Yo… yo… Tengo que irme. Lo siento…

—Está bien, no pasa nada. Pero Lochan, siempre que necesites hablar, aquí me tienes, ¿vale? Y puedes pedir una cita con el psicólogo en cualquier momento. Y si hay algo que yo pueda hacer para facilitarte las cosas en clase… Nos olvidaremos de las exposiciones por ahora. Te puntuaré por el trabajo escrito como me has pedido. Y dejaré que elijas si quieres contestar a las preguntas orales, no te presionaré mas para que participes. Sé que no es mucho, pero ¿crees qué eso te ayudará?

No lo entiendo. ¿Por qué no puede ser como el resto de profesores? ¿Por qué tengo que importarle?

Asiento sin pronunciar palabra.

—Ay, cariño, ¡lo último que quería era hacerte sentir peor! Es que tengo un muy buen concepto de ti y estaba preocupada. Quiero que sepas que tienes ayuda…

Hasta que no oigo la derrota en su voz y veo la expresión de asombro que tiene en la cara, no me doy cuenta de que tengo los ojos bañados en lágrimas.

—Gracias. ¿Pue… puedo marcharme?

—Claro que puedes, Lochan. Pero ¿pensarás en ello? ¿Te plantearás hablar con alguien?

Asiento, incapaz de pronunciar una sola palabra más; cojo mi bandolera y salgo corriendo del aula.

—No, estúpida. Sólo tienes que poner la mesa para cuatro. —Tiffin agarra de un manotazo uno de los platos y lo devuelve al armario estrepitosamente.

—¿Por qué? ¿Se va Kit al Burger King otra vez? —Willa se da mordisquitos en el pulgar con nerviosismo, sus grandes ojos azules escrutan la cocina buscando una señal de problemas.

—Esta noche Maya tiene una cita, ¡estúpida!

Paro de cocinar y me doy la vuelta.

—Deja de llamarla estúpida. Es más pequeña que tú, sólo eso. ¿Y cómo puede ser que ella ya haya hecho sus deberes y tú aún no hayas empezado con los tuyos?

—No quiero que Maya se vaya a una cita —protesta Willa—. Si Maya se va y Kit se va y mamá se va, ¡sólo quedamos tres en esta familia!

—En realidad sólo quedáis dos, porque yo me voy a dormir a casa de Jamie —le informa Tiffin.

—Oh, no, no vas a ir —intervengo rápidamente—. No hemos quedado con nadie. La madre de Jamie no ha llamado y ya te he dicho que dejes de invitarte a las casas de los demás. Eso es de maleducados.

—¡Pues muy bien! —Grita Tiffin—. ¡Le diré que te llame por teléfono! Me invitó ella, ¡así que ya lo verás! —Sale de la cocina justo cuando empiezo a servir los platos.

—Tiff, ¡vuelve aquí o te quedarás sin Game Boy una semana!

Nico aparece a las siete y diez. Maya ha estado histérica desde que ha llegado a casa. Durante las últimas cuatro horas ha estado arriba, disputándose el baño con mamá. Incluso las he oído reírse juntas. Kit se levanta de un salto, golpeándose la rodilla con la pata de la mesa con las prisas de ser el primero en ir a darle la bienvenida. Lo dejo ir y cierro la puerta de la cocina tras él. No quiero ver a ese chico.

Afortunadamente, Maya no le invita a entrar. Escucho pasos bajando las escaleras, voces altas que se saludan, seguidas de:

—Salgo en un minuto.

Kit vuelve, parece impresionado y exclama en voz alta:

—Vaya, ese tío está forrado. ¿Habéis visto la ropa de marca que lleva?

Maya entra a toda prisa.

—Gracias. —Se acerca directamente a mí y me aprieta la mano de ese modo tan irritante en que suele hacerlo—. Mañana me los llevaré por ahí todo el día, te lo prometo.

Me alejo.

—No seas tonta. Diviértete.

Lleva algo que no le he visto puesto nunca. De hecho, parece totalmente distinta: se ha pintado los labios color burdeos, se ha hecho un moño y unos mechones sueltos le enmarcan el rostro con delicadeza. Unos pendientes de plata pequeños le cuelgan de las orejas. El vestido es corto, negro y estiliza su figura, está sexy de un modo sofisticado. Huele a melocotón.

—¡Beso! —lloriquea Willa, alzando los brazos.

Maya abraza a Willa, besa a Tiffin en la frente, le da un puñetazo amistoso a Kit en el hombro y luego me sonríe a mí.

—¡Deseadme suerte!

Consigo devolverle la sonrisa y asiento levemente con la cabeza.

—¡Buena suerte! —Tiffin y Willa gritan lo más fuerte que pueden. Maya se pone roja y se ríe, luego se apresura hacia el pasillo.

Oigo unos portazos y luego el sonido de arranque de un motor. Me vuelvo hacia Kit.

—¿Ha venido en coche?

—Sí, ya te lo he dicho, ¡está forrado! No era precisamente un Lamborghini, pero joder, ¿ya tiene un coche con diecisiete años?

—Dieciocho —corrijo—. Espero que no tenga intención de beber.

—Deberías haberlo visto —dice Kit—. Ese tío tiene clase.

—¡Maya parecía una princesa! —exclama Willa con los ojos azules muy abiertos—. Parecía una chica mayor.

—Muy bien, ¿quién quiere más patatas? —pregunto.

—Puede que se case con él y entonces ella también será rica —agrega Tiffin—. Si Maya es rica y yo soy su hermano, ¿significa que yo también seré rico?

—No, significa que ya no querrá ser tu hermana porque le va a dar vergüenza que no te sepas ni las tablas de multiplicar —le responde Kit.

La boca de Tiffin se abre y sus ojos se llenan de lágrimas.

Me dirijo a Kit.

—No haces gracia, Kit. ¿Lo sabías?

—Nunca he dicho que sea un humorista, sólo soy realista —replica Kit.

Tiffin se sorbe y se limpia los ojos con el dorso de la mano.

—No me importa lo que digas, Maya nunca haría eso, y en cualquier caso, soy su hermano hasta que me muera.

—Momento en que te irás al infierno y no volverás a ver a nadie más —le suelta Kit como respuesta.

—Si existe el infierno, Kit, créeme, tú irás directo allí. —Noto cómo pierdo la calma—. ¿Podrías callarte ya y terminar de cenar sin atormentar a nadie más?

Kit tira el cuchillo y el tenedor con estruendo en su plato a medio terminar.

—A la mierda con esto. Me largo.

—¡No vuelvas más tarde de las diez! —le grito a sus espaldas.

—Sigue soñando, colega —replica a mitad de camino, desde las escaleras.

Nuestra madre está a punto de entrar, va apestando a perfume e intenta encenderse un cigarrillo sin estropearse las uñas recién pintadas. Es la antítesis total de Maya, es todo brillo y labios rojos, su vestido granate mal ajustado deja poco a la imaginación. Desaparece enseguida, manteniendo ya a duras penas el equilibro en sus zapatos de tacón y riñendo a Kit por haberle robado su último paquete de tabaco.

Paso el resto de la tarde viendo la tele con Tiffin y Willa; estoy demasiado agotado como para realizar otra tarea más productiva. Cuando empiezan a pelearse, los preparo para ir a la cama. Willa llora porque le entra champú en los ojos y Tiffin olvida meter la cortina por dentro de la ducha y el suelo del baño se inunda. El momento de cepillarse los dientes se hace eterno: el tubo de pasta para niños está casi vacío, así que usan la mía, lo que hace que a Tiffin le lloren los ojos y que Willa regurgite en la bañera. Luego, Willa tarda quince minutos en elegir un cuento, Tiffin se escabulle al piso de abajo para jugar a la Game Boy y, cuando me opongo, se enfada exageradamente y asegura que Maya siempre le deja jugar mientras le lee un cuento a Willa. Cuando están en la cama, Willa siente hambre repentinamente, Tiffin, por asociación, tiene sed, y cuando al fin acaban las exigencias ya son las nueve y media y estoy destrozado.

Pero una vez que se han dormido, la casa queda en silencio de una forma escalofriante. Sé que debería irme a la cama yo también e intentar dormir un poco más, pero me siento cada vez más agitado y nervioso. Me digo a mí mismo que tengo que quedarme despierto para comprobar si Kit vuelve a casa en algún momento, pero en el fondo sé que sólo es una excusa. Estoy viendo una estúpida película de acción, pero no tengo ni idea de qué va ni de quién se supone que persigue a quién. Ni siquiera me puedo concentrar en los efectos especiales. Sólo pienso en DiMarco. Ya son más de las diez: ya habrán terminado de cenar y se habrán marchado del restaurante. Su padre siempre suele estar de viaje, o eso es lo que dice Nico, y no tengo razones para no creerle. Lo que significa que tiene una mansión para él solo… ¿Se la habrá llevado allí? ¿O habrán ido a algún sórdido aparcamiento y le habrá puesto las manos y la boca por todo el cuerpo? Me estoy poniendo enfermo. Puede que sea porque no he comido nada en toda la noche. Quiero esperar y ver por mí mismo en qué estado se encuentra Maya cuando llegue. Si es que decide volver a casa. De repente se me ocurre que la mayoría de los chavales de dieciséis años tienen algún tipo de toque de queda. Pero yo sólo soy trece meses mayor que ella y no estoy en posición de imponerle uno. Continúo diciéndome que Maya siempre ha sido muy prudente, responsable y madura, pero recuerdo lo roja que se puso al venir a la cocina a despedirse, la amplitud de su sonrisa, el brillo de emoción en su mirada. Sólo es una adolescente, lo sé; aún no es una mujer adulta, pero sin embargo podrían forzarla a comportarse como una. Su madre no tiene problemas con mantener relaciones en el suelo de la sala de estar mientras sus hijos pequeños duermen justo encima. Se jacta ante ellos de sus conquistas de adolescencia, sale a emborracharse cada semana y llega tambaleándose a las seis de la mañana con el maquillaje corrido y la ropa hecha jirones. ¿Qué tipo de ejemplo es ése para Maya? Por primera vez en su vida es libre. ¿Cómo puedo estar tan seguro de que no estará tentada de sacarle el máximo partido?

Es estúpido pensar así. Maya ya es mayor para tomar sus propias decisiones. Muchas chicas de su edad se acuestan con sus novios. Si no lo hace esta vez, lo hará la siguiente, o la de después, o la que le siga a ésta. De un modo u otro va a suceder. De un modo u otro tendré que lidiar con ello. Pero soy incapaz. No puedo lidiar con ello. Sólo de pensarlo me dan ganas de golpearme la cabeza contra la pared y de romper cosas. La imagen de DiMarco, o cualquiera, abrazándola, tocándola, besándola…

Escucho un grito ensordecedor, veo una gran grieta en la pared y por el brazo me sube un dolor punzante; me doy cuenta de que he dado un puñetazo con todas mis fuerzas: trozos de pintura y yeso se desprenden de la huella que mis nudillos han dejado sobre el sofá. Doblo la espalda, me agarro la mano derecha con la izquierda, aprieto los dientes para no soltar ni un gemido. Por un momento todo se oscurece y creo que me voy a desmayar, pero entonces el dolor me sacude repetidamente, como olas que impactan, temibles, contra mí. En realidad no sé qué me duele más, si la mano o la cabeza. Lo que más he temido y evitado durante las últimas semanas —la pérdida total del control sobre mi mente— ha llegado, y ya no tengo manera de luchar contra ello. Cierro los ojos y siento cómo una espiral de locura sube por mi columna vertebral y se cuela en mi cerebro. La veo explotar como el sol. Así que era esto; así se siente uno cuando, tras una larga y dura lucha, pierde la batalla y al fin se vuelve loco.