9

FIERA MEDIANOCHE

Fieras medianoches y hambrientas mañanas,

y los amores que controlan y completan

todas las alegrías de la carne, todas las penas

que el alma agotan.

ALGERNON CHARLES SWINBURNE, Dolores

Tessa dejó abierta la cortina de su lado del carruaje, y clavó los ojos en el cristal de la ventana, mientras rodaban por Fleet Street hacia Ludgate Hill. La niebla amarilla se había espesado, y poco podía ver a través de ella: las oscuras siluetas de gente apresurándose de aquí para allí, las nubladas letras de los carteles pintados en las fachadas de edificios… De vez en cuando, la niebla se dispersaba, y Tessa captaba una imagen nítida: una niña cargando con ramos de lavanda marchita, apoyada contra una pared, agotada; un afilador arrastrando su carro pesadamente hacia casa; un cartel de cerillas Bryant y Mary’s Lucifer colgando de repente desde las tinieblas.

—Desechables —dijo Jem. Estaba reclinado contra el respaldo en el asiento frente a ella, con los ojos brillantes bajo la tenue luz. Tessa se preguntó si habría tomado un poco de droga antes de salir, y en tal caso, cuánta.

—¿Perdón?

Él imitó el gesto de encender una cerilla, soplarla y tirársela por encima del hombro.

—Así llaman aquí a las cerillas, desechables, porque las tiras después de usarlas una vez. También llaman así a las chicas que trabajan en las fábricas de cerillas.

Tessa pensó en Sophie, que tan fácilmente podría haberse convertido en una de esas «desechables» si Charlotte no la hubiera encontrado.

—Eso es cruel.

—Estamos pasando por una parte cruel de la ciudad. El East End. Las barriadas pobres. —Se inclinó hacia adelante—. Quiero que tengas cuidado y no te alejes de mí.

—¿Sabes qué está haciendo Will allí? —preguntó Tessa, con cierto temor a la respuesta. Estaban pasando ante la gran mole de Saint Paul, que se alzaba sobre ellos como la brillante tumba de mármol de un gigante.

Jem negó con la cabeza.

—No. Sólo he captado una sensación, una rápida imagen de la calle, por medio de un hechizo de rastreo. Pero diría que hay unas cuantas razones «inocentes» por las que un caballero podría «bajar a Chapel» después de oscurecer.

—Podría estar jugando…

—Podría ser —reconoció él, pero sonaba como si lo dudara.

—Has dicho que sentirías, aquí. —Tessa se llevó una mano al corazón—. Si algo le pasara. ¿Es porque sois parabatai?

—Sí.

—Así que ser parabatai es más que jurar que cuidaréis uno del otro. Hay algo… místico.

Jem le sonrió, esa sonrisa que era como si encendieran la luz en todas las habitaciones de una casa.

—Somos nefilim. Todos los pasos de nuestra vida tienen algún componente místico… El nacimiento, la muerte, el matrimonio… todo tiene una ceremonia. También hay una si quieres convertirte en el parabatai de alguien. Primero debes pedírselo, claro. No es un compromiso que se haga a la ligera…

—Se lo pediste a Will —supuso Tessa.

Jem negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.

—Él me lo pidió a mí —contestó—. O mejor dicho, me lo dijo. Estábamos practicando con espadas largas, en la sala de entrenamiento. Me lo pidió y le dije que no, que merecía a alguien que fuera a vivir, que pudiera cuidarlo toda su vida. Él apostó a que podía quitarme la espada de la mano, y si lo lograba, yo tenía que acceder a ser su hermano de sangre.

—¿Y te la quitó?

—En nueve segundos justos. —Jem se echó a reír—. Me inmovilizó contra la pared. Debía de haber estado entrenando sin que yo me enterara, porque nunca habría aceptado la apuesta si hubiera pensado que era tan bueno con una espada. Sus armas siempre habían sido los cuchillos arrojadizos. —Se encogió de hombros—. Teníamos trece años. Nos hicieron la ceremonia cuando cumplimos los catorce. Ahora han pasado tres años, y no puedo imaginarme no tener un parabatai.

—¿Por qué no querías hacerlo? —lo interrogó Tessa un poco vacilante—. Cuando te lo pidió al principio.

Jem se pasó la mano por el plateado cabello.

—La ceremonia te liga —contestó él—. Te hace más fuerte. Ambos tenemos la fuerza del otro, de la que podemos beber. Te hace notar más dónde está el otro, para poder trabajar juntos sin fisuras durante una pelea. Hay runas que puedes emplear si eres parte de un par de parabatai que, si no, no se pueden usar. Pero… sólo puedes escoger un parabatai en tu vida. No puedes tener un segundo, incluso si el primero muere. No creí ser una buena opción, considerando mi situación.

—Ésa parece una regla muy dura.

Entonces, Jem dijo algo en un idioma que Tessa no entendía. Sonó como «khal epa ta kala».

Tessa lo miró ceñuda.

—Eso no es latín, ¿verdad?

—Griego —respondió él—. Tiene dos significados. Significa que lo que vale la pena tener, las cosas buenas, nobles y honorables, son difíciles de conseguir. —Se inclinó hacia adelante, más cerca de ella. Tessa podía oler el dulce olor de la droga en él y, por debajo, el olor penetrante de su piel—. Y también significa otra cosa.

Tessa tragó saliva.

—¿Qué?

—Significa «la belleza es cruel».

Ella le miró las manos. Manos delgadas, finas, capaces, con uñas mal cortadas y cicatrices en los nudillos. ¿Habría algún nefilim sin cicatrices?

—Esas palabras tienen un atractivo especial para ti, ¿no? —preguntó Tessa a media voz—. Esas lenguas muertas. ¿Por qué?

Él estaba tan cerca de ella que Tessa notaba su cálido aliento en la mejilla.

—No estoy seguro —contestó él—, aunque creo que guarda alguna relación con la claridad que tienen. Griego, latín, sánscrito… contienen verdades puras, antes de que atiborráramos nuestras lenguas con tantas palabras inútiles.

—Pero ¿y qué hay de tu idioma? —inquirió ella—. El que creciste hablando.

Los labios le tironearon.

—Crecí hablando inglés y chino mandarín —respondió—. Mi padre hablaba inglés, y chino mal. Cuando nos mudamos a Shanghái, era incluso peor. El dialecto de allí es casi ininteligible para alguien que hable mandarín.

—Di algo en mandarín —le pidió Tessa sonriendo.

Jem dijo algo rápidamente, que sonaba como un montón de vocales aspiradas y consonantes mezcladas, con la voz subiendo y bajando melodiosamente: «Ni hen piao liang».

—¿Qué has dicho?

—Sé que se te está deshaciendo el moño. Ven —dijo él, y le metió un rizo suelto detrás de la oreja. Tessa notó que la sangre le subía caliente a las mejillas, y se alegró de la tenue luz del carruaje—. Debes tener cuidado con el cabello —advirtió; fue retirando la mano lentamente y entretuvo los dedos un instante sobre la mejilla de Tessa—. No querrás darle al enemigo nada por donde pueda agarrarte.

—Oh…, sí…, claro. —La muchacha miró rápidamente hacia la ventana y dejó allí la mirada. La niebla amarilla colgaba pesada sobre la ciudad, pero podía ver lo suficiente. Estaban en una estrecha calle, aunque tal vez fuera ancha en comparación con otras de Londres. El aire parecía denso y grasiento, cargado de polvo de carbón y niebla, y una muchedumbre inundaba el espacio. Sucios, vestidos con harapos, se dejaban caer contra las paredes de los desvencijados edificios, observando pasar el carruaje como perros hambrientos siguiendo el avance de un hueso. Tessa vio a una mujer envuelta en un chal, con una cesta de flores colgando de una mano y un bebé tapado con ese chal o con la cabeza recostada en su hombro. Tenía los ojos cerrados, la piel pálida como la leche cuajada; parecía enfermo, o muerto. Niños descalzos, tan sucios como gatos callejeros, jugaban en las calles; había mujeres sentadas, apoyadas las unas contras las otras en las entradas de los edificios, claramente borrachas. Los hombres eran lo peor, tirados contra las paredes de las casas, vestidos con gabanes sucios y apedazados, y gorras, con la expresión de desesperación en el rostro como grabada en una lápida.

—A los londinenses ricos de Mayfair y Chelsea les gusta darse paseos a medianoche por distritos como éste —explicó Jem, con una voz amarga muy poco frecuente en él.

—¿Se paran y… ayudan de algún modo?

—La mayoría, no. Sólo quieren mirar para poder volver a su casa y hablar en su siguiente fiesta de que han visto auténticos «cazatragos» o «cantoneras» o «Jemmys Temblones». La mayoría nunca baja del carruaje o del ómnibus.

—¿Qué es un Jemmy Temblón?

—Un mendigo helado y harapiento —contestó—. Alguien que seguramente morirá de frío.

Tessa pensó en el grueso papel pegado sobre las aberturas de los cristales de su apartamento en Nueva York. Pero al menos tenía una habitación, y un lugar donde estirarse y donde la tía Harriet podía hacer su sopa caliente o el té sobre una pequeña cocina de leña. Tessa se consideraba afortunada.

El carruaje se detuvo en una esquina cualquiera. Al otro lado de la calle, la luz de un bar se proyectaba sobre la acera; un continuo torrente de borrachos emergía también del establecimiento, algunos con mujeres apoyadas en el brazo, cuyos vestidos de brillantes colores estaban manchados y sucios, y las mejillas muy empolvadas. En alguna parte, alguien cantaba «Cruel Lizzie Vickers».

Jem le cogió la mano.

—No puedo hacerte un glamour que te proteja de las miradas de los mundanos —le advirtió—. Así que mantén la cabeza agachada y quédate a mi lado.

Tessa sonrió de medio lado, pero no apartó la mano de la de él.

—Ya me lo has dicho.

Él se acercó mucho y le susurró en la oreja. Su aliento hizo que un escalofrío le recorriera todo el cuerpo.

—Es muy importante —remarcó él.

Pasó la otra mano ante ella para abrir la puerta. Luego saltó a la acera, la ayudó a bajar y la puso a su lado muy cerca. Tessa miró a ambos lados de la calle. Recibió algunas miradas carentes de curiosidad, pero ellos no les prestaron ninguna atención. Se dirigieron hacia una puerta pintada de rojo. Había tres escalones ante ella, pero a diferencia de los de otras escaleras de la calle, estaban vacíos. Nadie estaba sentado en ellos. Jem los subió rápidamente, tirando de ella tras de sí, y llamó con fuerza a la puerta.

Al cabo de un momento, la abrió una mujer ataviada con un largo vestido rojo, tan ajustado que Tessa la miró asombrada. Llevaba la oscura melena recogida sobre la cabeza y sujeta por un par de palillos dorados. La piel era muy pálida, y tenía los ojos pintados con kohl, pero, al mirarla con más detalle, Tessa se percató de que no era extranjera. Su boca era un fruncido arco rojo. Las comisuras se curvaron al ver a Jem.

—No —dijo ella—. No nefilim.

Fue a cerrar la puerta, pero Jem alzó su bastón; una hoja afilada salió de la base y mantuvo la puerta abierta.

—No hay problema —repuso él—. No venimos de parte de la Clave. Es personal.

Ella entornó los ojos.

—Estamos buscando a alguien —añadió el chico—. Un amigo. Llévanos con él y no te molestaremos más.

Al oír eso, ella echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—Ya sé a quién estáis buscando —contestó—. Sólo hay uno de los tuyos aquí.

Se apartó de la puerta con un gesto de desprecio. El espadín de Jem volvió a introducirse en su cubierta con un chasquido, y él se agachó para pasar bajo el dintel; Tessa fue con él.

Al otro lado de la puerta había un estrecho pasillo. Un espeso olor impregnaba el aire, como el olor que quedaba en la ropa de Jem después de haber tomado su droga. Sin darse cuenta, Tessa le apretó la mano con más fuerza.

—Aquí es donde Will viene a comprar la… a comprar lo que necesito —susurró Jem, inclinando la cabeza hasta que sus labios casi le tocaron la oreja—. Aunque por qué está aquí ahora…

La mujer que les había abierto la puerta miró hacia atrás volviendo la cabeza mientras caminaba por el pasillo. Había una gran abertura en la espalda de su vestido, por donde mostraba gran parte de las piernas y el final de una larga y fina cola bífida, con marcas blancas y negras como las escamas de una serpiente.

«Es una bruja», pensó Tessa, y sintió un golpe sordo en el pecho. Ragnor, las Hermanas Oscuras, esa mujer… ¿Por qué sería que los brujos siempre parecían tan… siniestros? Quizá con la excepción de Magnus, pero le daba la sensación de que Magnus era la excepción a muchas reglas.

El pasillo se abría a una gran sala, con las paredes pintadas de rojo oscuro. Monumentales lámparas, con los lados tallados y pintadas con delicadas figuras geométricas que se proyectaban sobre las paredes, colgaban del techo. A lo largo de las paredes había camas alineadas, en literas, como en un barco. Una mesa redonda de considerables dimensiones dominaba el centro de la sala. A ella se hallaban sentados varios hombres, con la piel del mismo color rojo que las paredes y el cabello negro cortado a cepillo. Sus manos acababan en garras casi negras, que también estaban cortadas, seguramente para permitirles contar, remover y mezclar los diferentes polvos y brebajes que había ante ellos. Bajo la luz de la lámpara, los polvos parecían resplandecer, como joyas pulverizadas.

—¿Es un fumadero de opio? —le preguntó Tessa a Jem en un susurro.

Él estaba recorriendo ansiosamente la sala con la mirada. La muchacha notó su tensión, un zumbido bajo su piel, como el rápido aleteo de un colibrí.

—No. —Parecía atribulado—. No exactamente; sobre todo hay drogas de demonios y polvos de hadas. Esos hombres en la mesa son ifrits. Brujos sin poderes.

La mujer del vestido rojo estaba inclinada sobre el hombro de uno de los ifrits. Ambos miraron a Tessa y Jem, aunque a él con más atención. La bruja se irguió y fue hacia ellos, moviendo las caderas como un metrónomo bajo su ajustado vestido de satén.

—Madran dice que tenemos lo que quieres, chico de plata —informó, mientras le pasaba una uña de color sangre por la mejilla al chico—. No hace falta que finjas.

Él se apartó ligeramente, Tessa nunca lo había visto tan nervioso.

—Ya te lo he dicho, estamos aquí por un amigo —replicó secamente—. Un nefilim. Ojos azules, cabello negro… —Alzó la voz—. Ta xian zai zai na li?

La mujer lo miró durante un momento y luego negó con la cabeza.

—Eres un tonto —soltó—. Queda muy poco de yin fen, y cuando se acabe, morirás. Tratamos de obtener más, pero últimamente la demanda…

—Ahórranos tus intentos de vender tu mercancía —replicó Tessa, muy furiosa de repente. No podía soportar la expresión del rostro de Jem, como si cada palabra fuera el corte de un cuchillo. No era de extrañar que Will le comprara sus venenos—. ¿Dónde está nuestro amigo?

La bruja siseó, se encogió de hombros y señaló uno de los camastros atornillados a la pared.

—Allí.

Jem palideció mientras Tessa miraba fijamente hacia donde le indicaba. Sus ocupantes estaban tan quietos que al principio había pensado que las camas se hallaban vacías, pero entonces se dio cuenta de que en cada una había un cuerpo tumbado. Algunos estaban de lado, con los brazos colgando por el borde de la cama y las manos extendidas; la mayoría de ellas estaban boca arriba, con los ojos abiertos clavados en el techo o en la litera que tenían encima.

Sin decir más, Jem comenzó a cruzar la sala a grandes zancadas, con Tessa pisándole los talones. Al acercarse a las camas, Tessa vio que no todos los ocupantes eran humanos. Fue viendo pieles de color azul, violeta, rojo y verde; cabello verde tan largo y enredado como una red de algas que se removiera inquieta sobre una almohada sucia; garras que agarraban la madera del marco del camastro mientras alguien gemía. Alguien más estaba riendo tontamente, desesperadamente, con un sonido más triste que el llanto; otra voz repetía una rima infantil una y otra vez:

Naranjas y limones

Dicen las campanas de St. Clement

¿Cuándo me pagarás?

Suenan las campanas en Old Bailey

¿Cuándo rico seré?

Dicen las campanas de Shoreditch…

—Will —susurró Jem. Se había detenido junto a un camastro a mitad de la pared y parecía abalanzarse sobre él, como si las piernas estuvieran a punto de fallarle.

Sobre el camastro se hallaba Will, enrollado a medias en una manta oscura y gastada. Sólo llevaba los pantalones y la camisa; su cinturón de armas estaba colgado de un gancho dentro de la litera. Tenía los pies descalzos, los párpados pesados y los ojos casi invisibles bajo el extremo de sus oscuras pestañas. El cabello estaba empapado de sudor, pegado a la frente; las mejillas, de un rojo brillante y febril. El pecho le subía y bajaba de forma irregular, como si le costara respirar.

Tessa le puso el dorso de la mano sobre la frente. Estaba ardiendo.

—Jem. Jem, tenemos que sacarlo de aquí.

El hombre en el camastro contiguo seguía cantando. Aunque no era exactamente un hombre. Su cuerpo era corto y retorcido, y sus pies descalzos acababan en pezuñas hendidas.

¿Cuándo será eso?

Dicen las campanas de Stepney

No lo sé,

Dice la gran campana de Bow.

Jem seguía mirando a Will, inmóvil. Parecía haberse quedado paralizado. El rostro lo tenía a manchas blancas y rojas.

—¡Jem! —susurró Tessa—. Por favor. Ayúdame a ponerlo en pie. —Al ver que éste no se movía, cogió a Will del hombro y se lo sacudió—. Will. Will, despierta, por favor.

Will sólo gruñó, se volvió hacia el otro lado y ocultó la cabeza bajo el brazo. Era un cazador de sombras, pensó Tessa, metro ochenta de hueso y músculo, demasiado pesado para que ella lo levantara. A no ser…

—Si no me ayudas —amenazó Tessa a Jem—, te juro que me Cambiaré en ti, y lo cogeré yo misma. Y entonces todo el mundo verá qué aspecto tienes con un vestido. —Lo miró fijamente—. ¿Me has entendido?

Muy lentamente, él alzó los ojos hacia los de ella. No parecía importarle que los ifrits lo vieran con un vestido de mujer; no parecía verla en absoluto. Era la primera vez que veía esos ojos plateados sin ninguna luz dentro.

—¿Y tú? —repuso él; cogió a Will del brazo y lo puso de lado, con poco cuidado. Will se golpeó la cabeza con fuerza contra el cabezal de la cama.

Gruñó y abrió los ojos.

—Suéltame…

—Ayúdame a levantarlo —pidió Jem sin mirar a Tessa, y juntos arrancaron a Will del camastro. Éste casi se cayó, y rodeó a la chica con el brazo para equilibrarse mientras Jem recogía su cinturón de armas del gancho del que colgaba.

—Dime que esto no es un sueño —susurró Will, hundiéndole el rostro en el cuello. Tessa pegó un bote. Lo notó ardiendo de fiebre contra su piel. Los labios del cazador de sombras le rozaron el pómulo; eran tan suaves como los recordaba.

—Jem —pidió Tessa desesperada, y éste los miró; había estado abrochándose el cinturón de Will sobre el suyo, y era evidente que no había oído las palabras de su amigo. Se arrodilló para meterle los pies en las botas, y luego se alzó para coger a su parabatai por el brazo. Will pareció encantado.

—¡Oh, bien! —exclamó—. Ahora estamos los tres juntos.

—Calla —le ordenó Jem.

Will soltó una risita.

—Escucha, Carstairs, no tendrás nada de lo necesario contigo, ¿verdad? Estoy hasta arriba, pero pelado.

—¿Qué ha dicho? —Tessa estaba desconcertada.

—Quiere que pague por sus drogas —contestó Jem con voz tensa—. Vamos. Lo llevaremos al carruaje, y volveré con el dinero.

Mientras iban penosamente hacia la puerta, Tessa oyó la voz del hombre de las pezuñas, siguiéndolos, fina y tan alta como la música de algún instrumento de viento. Lo siguió una risita aguda.

¡Aquí viene una vela para iluminarte la cama,

Y aquí viene una hacha para cortarte la cabeza!

Incluso el sucio aire de Whitechapel parecía fresco y claro después del agobiante hedor a incienso del antro de drogas de hada. Tessa casi se cayó al bajar por la sucia escalera. Por suerte, el carruaje seguía junto a la acera, y Cyril estaba bajando del asiento, para ir hacia ellos, con su rostro grande y sincero.

—¿Está bien? —preguntó mientras le cogía a Will el brazo que éste había echado sobre los hombros de Tessa y se lo cargaba. Ésta se quedó a un lado, agradecida; la espalda había comenzado a dolerle.

Pero, como era de esperar, a Will no le gustó el cambio.

—Suéltame —exclamó con repentina irritación—. Suéltame. Puedo sostenerme solo.

Jem y Cyril intercambiaron una mirada y luego se apartaron. Will se tambaleó, pero se mantuvo en pie. Alzó la cabeza, y el frío viento le alborotó el sudado cabello del cuello y de la frente, cubriéndole los ojos. Tessa lo recordó en el tejado del Instituto: «Y contemplad Londres, una horrible maravilla humana de Dios».

Will miró a Jem. Sus ojos eran de un azul más que azul, las mejillas arreboladas, las facciones angelicales.

—No tenías que venir a buscarme como a un niño —le reprochó—. Me lo estaba pasando bien.

Jem lo miró.

—Maldito seas —espetó, y le cruzó la cara de un guantazo que hizo tambalearse a Will; éste se agarró al carruaje para no caer, con la mano sobre la mejilla. Le sangraba la boca. Miró a Jem totalmente anonadado.

—Mételo en el carruaje —ordenó Jem a Cyril; se dio la vuelta y volvió a entrar por la puerta roja; Tessa pensó que iría a pagar lo que Will había consumido. Éste aún lo estaba mirando, con la sangre manando de la boca.

—¿James? —lo llamó.

—Para adentro, va —le dijo Cyril, no sin cierta amabilidad. Se parecía terriblemente a Thomas, pensó Tessa, mientras el sirviente abría la puerta del carruaje y ayudaba a entrar a Will y luego a Tessa. A ésta le pasó un pañuelo, que sacó del bolsillo. Estaba caliente y olía a colonia barata. Ella le sonrió y le dio las gracias mientras él cerraba la puerta.

Will estaba desmadejado en un rincón del vehículo, rodeándose con los brazos, y los ojos abiertos a medias. La sangre le había manchado la barbilla. Tessa se la limpió con el pañuelo; él puso la mano sobre la de ella, inmovilizándosela.

—La he fastidiado bien —comentó—. ¿Verdad?

—Terriblemente, me temo —contestó Tessa, mientras trataba de no notar en la mano el calor de la de él. Incluso en la oscuridad del carruaje, sus ojos eran de un azul luminoso. ¿Qué había dicho Jem sobre la belleza? «La belleza es cruel». ¿Le perdonarían a Will todo lo que hacía si fuera feo? Y en el fondo ¿lo ayudaba que lo perdonaran? Sin embargo, no pudo evitar la sensación de que hacía las cosas que hacía no porque se quisiera demasiado, sino porque se odiaba. Y ella no sabía por qué.

—Estoy tan cansado, Tessa —se quejó él, cerrando los ojos—. Sólo quería tener sueños agradables por una vez.

Él le apretó más la mano.

La puerta del coche se abrió. Tessa se apartó de Will rápidamente. Era Jem, con mirada furiosa; le lanzó una breve ojeada a su parabatai, se tiró en un asiento y golpeó el techo.

—A casa, Cyril —indicó, y en seguida el carruaje comenzó a avanzar a través de la noche.

Jem cerró las cortinas de las ventanillas. En la penumbra, Tessa se metió el pañuelo en la manga. Estaba húmedo con la sangre de Will.

Jem permaneció en silencio todo el viaje desde Whitechapel, mirando al frente con los brazos cruzados, mientras Will dormía, con una leve sonrisa en el rostro, en un rincón del vehículo. A Tessa, frente a ambos, no se le ocurría qué decir para sacar a Jem de su silencio. Eso no era nada habitual en él; Jem siempre era dulce, siempre amable, siempre optimista. Pero su expresión en ese momento era peor que vacía, y se clavaba las uñas en la tela del traje, con los hombros tensos y cuadrados de rabia.

En cuanto pararon ante el Instituto, abrió la puerta y saltó afuera. Tessa lo oyó gritar algo a Cyril sobre ayudar a Will a llegar a su dormitorio, y luego lo vio marcharse, subir la escalera, sin decirle a ella ni una palabra. Estaba tan perpleja que lo único que se le ocurrió hacer fue quedarse mirándolo. Luego se acercó a la puerta del carruaje; el criado ya estaba allí para ayudarla a bajar. Sus zapatos apenas habían tocado los adoquines del patio cuando salió corriendo tras Jem, llamándolo, pero él ya había entrado en el Instituto. Había dejado la puerta abierta para ella, y Tessa fue detrás de él, limitándose a lanzar una breve mirada hacia atrás para asegurarse de que Cyril estaba ayudando a Will. Corrió escaleras arriba y bajó la voz al darse cuenta de que, como era de esperar, los del Instituto dormían, con las luces mágicas a baja intensidad.

Primero fue al dormitorio de Jem y llamó; no hubo respuesta, así que lo fue a buscar a las estancias que él frecuentaba, la sala de música y la biblioteca, pero no lo encontró, y regresó, desconsolada, a su propia habitación, para irse a la cama. Ya en camisón, con el vestido cepillado y colgado, se metió entre las sábanas y miró al techo. Incluso cogió del suelo la copia de Vathek que Will le había pasado, pero por primera vez el poema de la primera página no la hizo sonreír, y no pudo concentrarse en el relato.

Estaba asombrada de su propio enfado. Jem estaba furioso con Will, no con ella. Aun así, pensó que tal vez era la primera vez que lo veía perder los nervios. La primera vez que había estado seco con ella, que no la había escuchado amablemente, que no la había puesto a ella por delante de sí mismo.

Con sorpresa y vergüenza fue consciente de que había dado todo eso por sentado. Había supuesto que su gentileza era tan natural, tan innata, que nunca se había preguntado si le costaba algún esfuerzo. Algún esfuerzo ponerse entre Will y el mundo, protegiéndolos a ambos. Algún esfuerzo seguir alegre y tranquilo a pesar de estar muriendo.

Un sonido desgarrador, penetró en la habitación. Tessa se incorporó al instante. ¿Qué era eso? Parecía provenir del otro lado de la puerta, del otro lado del pasillo…

¿Jem?

Saltó de la cama y cogió la bata de la percha. Se la puso a toda prisa, fue hasta la puerta y salió al pasillo.

No se había equivocado; el ruido procedía de la habitación de Jem. Recordó la primera noche que lo había visto, la encantadora música de violín que había manado como agua por la puerta. Lo que se oía en esos momentos no se parecía en nada a la música de Jem. Oía el paso del arco contra las cuerdas, pero sonaba como un grito, como una persona chillando de terrible dolor. Deseó entrar y, al mismo tiempo, le aterrorizaba hacerlo; finalmente agarró el picaporte y abrió la puerta; luego entró y la cerró.

—Jem —susurró.

Las antorchas de luz mágica de las paredes brillaban tenues. Jem estaba sentado en el baúl al pie de su cama, en mangas de camisa, con el cabello plateado alborotado y el violín apoyado en el hombro. Pasaba el arco con rabia, y le extraía horribles sonidos, como alaridos. Mientras Tessa lo observaba, una de las cuerdas del violín saltó rota.

—¡Jem! —gritó ella de nuevo, y como no la miraba, fue hasta él y le arrebató el arco de la mano—. ¡Jem, para! Tu violín, tu querido violín, lo vas a romper.

Entonces la miró. Sus pupilas eran enormes, sólo se le veía un pequeño anillo de plata alrededor de la pupila. Respiraba jadeante, tenía la camisa abierta en el cuello y el sudor le cubría la clavícula. Las mejillas mostraban su sonrojo.

—¿Qué importa? —preguntó en una voz tan baja que fue casi un siseo—. ¿Qué más da? Me estoy muriendo. No acabaré la década. ¿Qué importa si el violín muere antes que yo?

Tessa estaba horrorizada. Jem nunca había hablado así de su enfermedad, jamás.

El chico se puso en pie, le dio la espalda y fue hacia la ventana. Sólo un poco de luz de luna se abría camino entre la niebla; parecía haber formas visibles en la blanca bruma, pegadas al cristal: fantasmas, sombras, rostros burlones.

—Sabes que es cierto —insistió él.

—Nada es seguro —replicó Tessa con voz temblorosa—. Nada es inevitable. La cura…

—No hay cura. —Ya no parecía enfadado, sólo ausente, lo que casi era peor—. Moriré, Tess, y tú lo sabes. Seguramente el año próximo. Me estoy muriendo, y no tengo familia en el mundo, y la persona en la que he confiado más que en nadie se dedica a jugar con lo que me está matando.

—Pero, Jem, no creo que sea eso lo que pretendiera Will. —Tessa apoyó el arco en el cabezal de la cama y se acercó al muchacho, de forma tentativa, como si fuera un animal al que temiera espantar—. Sólo trataba de escapar. Está escapando de algo, algo horrible y oscuro. Sabes que es cierto, Jem. Ya viste cómo estaba después de… después de Cecily.

Estaba justo detrás de él, tan cerca como para tocarle cuidadosamente con el brazo, pero no lo hizo. A él, el sudor le pegaba la camisa a los omóplatos. Tessa podía ver las Marcas de su espalda a través de la tela. El chico dejó el violín sobre el baúl casi sin ningún cuidado y se volvió para mirarla.

—Él sabe lo que eso significa para mí —repuso—. Verlo jugar con lo que me ha destrozado la vida…

—Pero no estaba pensando en ti…

—Ya lo sé. —En ese momento sus ojos eran prácticamente negros—. Me digo que es mejor de lo que quiere hacernos creer, pero, Tessa, ¿y si no lo es? Siempre había pensado que, al menos, tenía a Will. Aunque sea lo único que ha dado sentido a mi vida, siempre lo he defendido. Pero quizá no debería haberlo hecho.

El pecho le subía y bajaba a tal velocidad que Tessa se espantó; le puso el dorso de la mano en la frente y casi soltó un grito.

—Estás ardiendo. Deberías estar descansando…

Él se apartó de ella, y Tessa bajó la mano, herida.

—Jem, ¿qué te pasa? ¿No quieres que te toque?

—No así —soltó él, encendido, y luego se sonrojó aún más que antes.

—¿Cómo? —Estaba sinceramente perpleja; ése era el comportamiento que podría haberse esperado de Will, pero no de Jem; esos misterios, esa rabia.

—Como si fueras una enfermera y yo fuera tu paciente. —Su voz era seria pero irregular—. Crees que porque estoy enfermo no soy como… —Suspiró pesadamente—. ¿Crees que no sé —continuó— que cuando me coges la mano es sólo para tomarme el pulso? ¿Crees que no sé que cuando me miras a los ojos es sólo para ver cuánta droga he tomado? Si fuera otro hombre, un hombre normal, podría tener esperanzas, incluso presunciones; podría… —Pareció quedarse sin voz, o bien porque se había dado cuenta de que había hablado demasiado o porque se había quedado sin aliento; estaba tragando aire, con las mejillas arreboladas.

Tessa negó con la cabeza, y notó que las trenzas le cosquilleaban en el cuello.

—Esto lo dice la fiebre, no tú.

A Jem se le oscurecieron aún más los ojos y comenzó a alejarse de ella.

—No puedes creer que te desee —dijo en un medio susurro—. Que esté lo suficientemente vivo, lo suficientemente sano…

—No… —Sin pensar, Tessa lo cogió por el brazo. Él se tensó—. James, no es eso en absoluto a lo que me refería…

Él cerró los dedos sobre la mano que ella tenía en su brazo, abrasándole la piel, ardiendo como el fuego. Y entonces la hizo volverse y la acercó a sí.

Se quedaron cara a cara, pecho contra pecho. El aliento de Jem agitaba el cabello de Tessa. Ella notó la fiebre manando de él como la niebla manaba del Támesis; sintió el bombeo de la sangre bajo la piel de él; vio con extraña claridad el pulso en la carótida, la luz sobre los pálidos rizos del cabello, donde le caían sobre la piel más oscura del cuello. El calor cosquilleaba la piel de Tessa, asombrándola. Ése era Jem, su amigo, tan seguro y fiable como un latido del corazón. Jem no le hacía arder la piel ni le aceleraba la sangre en las venas hasta marearla.

—Tessa —la llamó él. Ésta lo miró. No había nada seguro o fiable en su expresión. Tenía los ojos oscurecidos y las mejillas enrojecidas. Mientras ella alzaba el rostro, él bajó el suyo, colocando la boca sobre la de ella y, antes de que ella saliera de su asombro, ya se estaban besando. Jem. Estaba besando a Jem. Si los besos de Will eran fuego, los de Jem eran aire puro después de haber pasado mucho tiempo encerrado en una oscuridad sin aire. Su boca era suave y firme; le apoyó una mano tiernamente en la nuca, para guiar la boca de ella hacia la suya. Con la otra mano le cubrió la mejilla y le acarició el pómulo con el pulgar. Sus labios sabían a azúcar quemado; Tessa supuso que sería la dulzura de la droga. Sus caricias y sus labios eran inseguros, y ella sabía por qué. A diferencia de Will, a él sí le importaba que eso fuera algo indecoroso, sabía que no debía tocarla, besarla, que ella debería estar apartándose.

Pero ella no quería apartarse. Incluso mientras le sorprendía que fuera a Jem a quien estuviera besando, que fuera él quien hacía que le diera vueltas la cabeza y le pitaran los oídos, notó que los brazos se alzaban por cuenta propia y le rodeaban el cuello, acercándolo.

Él aspiró sorprendido en su boca. Debía de haber estado tan seguro de que ella lo rechazaría que por un instante se quedó inmóvil. Ella le pasó las manos sobre los hombros, pidiéndole, con suaves caricias y con un murmullo contra sus labios, que no parara. Vacilante, él le devolvió las caricias, y luego con más intensidad, besándola una y otra vez, con mayor urgencia; le tomó el rostro entre las ardientes manos y sus delgados dedos de violinista la acariciaron, haciéndola estremecer. Le bajó las manos hasta la cintura, mientras la presionaba contra sus labios; los desnudos pies de Tessa resbalaron sobre la alfombra y se dejaron caer sobre la cama.

Agarrándolo con fuerza por la camisa, Tessa tiró de Jem hacia sí, notó su peso sobre el cuerpo con la sensación de que le estaban devolviendo algo que siempre había sido de ella, un trocito que le había faltado sin saberlo. Jem era ligero, de huesos huecos como un pájaro y con el mismo corazón acelerado; ella le pasó las manos por el cabello, y era tan suave como siempre, en sus sueños más ocultos, había soñado que sería, como el plumón. Él parecía no poder dejar de acariciarla, asombrado. Le bajó las manos por el cuerpo, respirando entrecortadamente, hasta que encontró el nudo de la bata y se detuvo, con dedos temblorosos.

Su inseguridad hizo que Tessa sintiera como si el corazón se le estuviera agrandando dentro del pecho, con una ternura capaz de contenerlos a ambos en su interior. Quería que Jem la viera, tal como era, ella misma, Tessa Gray, sin nada de Cambio. Bajó las manos y se desató el nudo, se desprendió de la prenda y quedó ante él sólo con su camisón de batista.

Ella lo miró, sin respiración, y se sacudió los mechones de cabello suelto de la cara. Él se alzó sobre los codos, mirándola, y de nuevo dijo, con voz grave, lo que le había dicho en el carruaje antes, cuando le había tocado el cabello.

Ni hem piao liang.

—¿Qué significa? —le susurró ella.

—Significa que eres hermosa —le contestó esta vez, sonriéndole—. No quise decírtelo antes. No quería que creyeras que me estaba tomando libertades.

Ella le acarició la mejilla, tan cerca de la suya, y luego la frágil piel del cuello, donde la sangre palpitaba con fuerza bajo la superficie. Él parpadeó mientras seguía los movimientos del dedo con los ojos, como lluvia plateada.

—Tómatelas —susurró ella.

Él se inclinó sobre ella; sus bocas se encontraron de nuevo, y la sensación fue tan intensa, tan arrolladora, que ella cerró los ojos, como si pudiera esconderse en la oscuridad. Él murmuró algo y la acercó contra sí. Rodaron de lado, las piernas de ella entrelazadas con las de él; sus cuerpos moviéndose para apretarse más y más hasta que resultaba difícil respirar y, aun así, sin poder parar. Tessa encontró los botones de la camisa, pero, a pesar de haber abierto los ojos, apenas podía desabrocharlos por el temblor de sus manos. Torpemente, los fue abriendo, rompiendo la tela. Cuando él se quitó la camisa de los hombros, ella vio que sus ojos eran de nuevo pura plata. No obstante, sólo tuvo un instante para maravillarse por ello; en seguida estuvo demasiado ocupada admirándose con el resto de él. Era tan delgado, sin los músculos fibrosos de Will, pero había algo en su fragilidad que era encantador, como las líneas sueltas de un poema. «Oro batido hasta una finura etérea». Aunque una capa de músculo le cubría el pecho, Tessa le vio sombras entre las costillas. El colgante de jade que Will le había dado le reposaba entre las clavículas.

—Lo sé —dijo él mirándose crítico—. No soy…, quiero decir, parezco…

—Hermoso —concluyó ella, y lo decía de corazón—. Eres hermoso, James Carstairs.

Él abrió mucho los ojos cuando ella fue a acariciarlo. A Tessa ya no le temblaban las manos. En ese momento deseaban explorarlo, fascinadas. Recordó que, una vez, su madre había tenido una copia muy vieja de un libro, con unas páginas tan frágiles que podían convertirse en polvo al tocarlas, y en ese momento Tessa sintió esa misma responsabilidad de ser muy cuidadosa al rozarle con los dedos las Marcas del pecho, los huecos entre las costillas y la curva del estómago, que se estremecía bajo su tacto; ahí estaba algo tan frágil como encantador.

Él tampoco parecía capaz de dejar de acariciarla. Sus hábiles dedos de músico le rozaron los costados y se colaron bajo el camisón para acariciarle las piernas desnudas. La tocaba como normalmente tocaba su adorado violín, con una gracia suave y urgente que la dejó sin aliento. Parecían compartir la fiebre; les ardía el cuerpo y tenían el cabello bañado en sudor, pegados a la frente y al cuello. A Tessa no le importaba; quería ese calor, esa sensación de casi dolor. Aquélla no era ella, aquélla era otra Tessa, una Tessa de ensueño que se comportaría así. Recordó el sueño donde había visto a Jem en una cama rodeado de llamas. Pero no había soñado que ardería con él. Deseaba más de esa sensación, de ese fuego, pero ninguna de las novelas que había leído le había explicado qué pasaba a partir de aquel instante. ¿Lo sabría él? Will lo sabría, pero sintió que Jem, al igual que ella, debía de estar obedeciendo a un instinto que le salía del tuétano. Él metió los dedos en el inexistente espacio entre ellos y buscó los botones que le cerraban el camisón; estaba inclinado para besarle la piel desnuda del hombro cuando la tela cayó a un lado. Nadie le había besado nunca la piel ahí, y la sensación fue tan sorprendente que ella estiró una mano para sujetarse, por lo que tiró una almohada de la cama, que cayó sobre la mesilla de noche. Se oyó el sonido de algo al romperse. Un repentino aroma dulce y oscuro, de especias, inundó el dormitorio.

Jem apartó las manos, con una mirada de horror. Tessa se incorporó también hasta sentarse, y se cubrió con el camisón, púdica de repente. Jem estaba mirando al lado de la cama, y ella siguió su mirada. Una espesa capa de polvo brillante yacía en el suelo. Una tenue bruma plateada se alzaba de allí, arrastrando el olor dulce y especiado.

El chico cogió a Tessa y la apartó, pero en su forma de agarrarla ya no había pasión sino miedo.

—Tess —dijo en voz baja—. No puedes tocar eso. Que se te metiera en la piel podría ser… peligroso. Incluso respirarlo lo es… Tessa, debes irte.

Tessa pensó en Will, echándola del desván. ¿Siempre iba a ser así? ¿Todos los chicos la besarían y luego le dirían que se marchara como si fuera un molesto sirviente?

—No me voy —replicó molesta—. Jem, puedo ayudarte a limpiarlo. Soy…

«Tu amiga», estuvo a punto de decir. Pero lo que habían estado haciendo no era lo que hacían los amigos. ¿Qué era entonces para él?

—Por favor —le rogó él. Su voz era ronca. Ella reconoció la emoción: era vergüenza—. No quiero que me veas de rodillas, recogiendo del suelo esa droga que necesito para vivir. No es así como a ningún hombre le gustaría que la chica que… —Respiró tembloroso—. Lo siento, Tessa.

«La chica que ¿qué?». Pero no pudo preguntarlo; estaba superada por la lástima, la compasión, por la impresión por lo que habían hecho. Lo besó en la mejilla. Él no se movió mientras ella se levantaba de la cama, recogía la bata y salía en silencio del dormitorio.

El pasillo era el mismo que Tessa había cruzado hacía un rato (¿horas, minutos?), con una tenue iluminación procedente de luces mágicas colocadas a ambos lados. Acababa de entrar en su dormitorio y estaba a punto de cerrar la puerta cuando captó un destello de movimiento al fondo del corredor. Algún instinto la hizo quedarse como estaba, con la puerta entornada, mirando por la rendija.

El movimiento correspondía a alguien que caminaba por él. Un muchacho rubio, pensó durante un momento, confusa, pero no… ¡era Jessamine! Jessamine vestida con ropas de chico. Llevaba pantalones y una chaqueta abierta sobre un chaleco; sujetaba un sombrero en la mano, y su melena rubia estaba recogida muy tirante en la parte trasera de la cabeza. Miró a su espalda mientras se apresuraba por el pasillo, como si temiera que la siguieran. En un momento desapareció por la esquina.

Tessa cerró la puerta, con las ideas dando vueltas a su cabeza a toda velocidad. ¿De qué iría eso? ¿Qué estaba haciendo Jessamine, paseándose por el Instituto en plena noche, vestida de chico? Después de colgar la bata, Tessa se tumbó en la cama. Se sentía inmensamente cansada, el tipo de cansancio que había sentido la noche de la muerte de su tía, como si hubiera agotado la capacidad de su cuerpo de sentir emociones. Cuando cerró los ojos, vio el rostro de Jem, luego el de Will, con la mano sobre la boca ensangrentada. Ambos ocuparon su mente hasta que se quedó dormida, no muy segura de si estaba soñando que besaba al uno o al otro.