LA MALDICIÓN
La maldición de un huérfano arrastra al infierno
hasta a un ángel de lo alto;
pero ¡más horrible aún es
la maldición en los ojos de un muerto!
Siete días, siete noches, esa maldición vi.
Y ni así pude morir.
SAMUEL TYLOR COLERIDGE, La canción de viejo marino
Magnus oyó abrirse la puerta principal y el alboroto de voces alzadas, e inmediatamente pensó: «Will». Y luego le hizo gracia haberlo pensado. El muchacho cazador de sombras era cada vez más como un pariente molesto, se dijo a sí mismo Magnus mientras doblaba la esquina de la página del libro que estaba leyendo —Diálogo de los dioses, de Luciano; Camille estaría furiosa de que hubiera marcado la página—, una persona de la que conocías sus costumbres, pero resultaba imposible cambiarlas. Alguien cuya presencia se podía reconocer por el sonido de sus pasos en el corredor. Alguien que consideraba tener derecho a discutir con el sirviente cuando a éste se le había dado órdenes de decir a todo el mundo que no estabas en casa.
La puerta del salón se abrió de golpe, y Will apareció en el umbral, medio triunfal y medio abatido; todo un logro.
—Sabía que estabas aquí —afirmó mientras Magnus se incorporaba en el sofá, y bajaba los pies al suelo—. Bien, ¿te importaría decirle a este… murciélago desmesurado que deje de revolotear sobre mi hombro? —Señaló a Archer, el siervo de Camille y criado temporal de Magnus, quien, efectivamente, estaba rondado junto al recién llegado. Tenía en el rostro una marcada expresión de repulsa, algo, por otra parte, habitual—. Dile que quieres verme.
Magnus dejó el libro sobre la mesa que tenía al lado.
—Pero tal vez no quiera verte —replicó de una forma muy razonable—. He dicho a Archer que no dejara entrar a nadie, no que no dejara entrar a nadie excepto a ti.
—Me ha amenazado —intervino Archer, en su voz susurrante no del todo humana—. Se lo diré a mi señora.
—Hazlo —repuso Will, pero miraba al brujo, con sus ojos azules y ansiosos—. Por favor. Tengo que hablar contigo.
«Pesado, el chaval», pensó éste.
Después de un día agotador eliminando un hechizo de amnesia de un miembro de la familia Penhallow, había querido descansar. Ya había dejado de estar pendiente de oír los pasos de Camille en el pasillo, o de esperar un mensaje, pero aún seguía prefiriendo esa sala a las demás, esa sala, donde el toque personal de Camille parecía aferrarse a las rosas espinosas del papel de la pared, al tenue perfume que emanaba de las cortinas… Había esperado con ganas pasar la tarde delante del fuego, con una copa de vino, un libro y estrictamente solo.
Pero ahí estaba Will Herondale, con una expresión que era una mezcla de dolor y desesperación, pidiendo su ayuda. Iba a tener que hacer algo contra ese molesto y blandengue impulso de ayudar a los desesperados. Contra eso y contra su debilidad por los ojos azules.
—Muy bien —repuso con un suspiro de mártir—. Puedes quedarte y hablarme. Pero te lo advierto, no voy a invocar a ningún demonio. Al menos no antes de la cena. A no ser que hayas descubierto algún tipo de prueba…
—No. —El muchacho entró ansioso en la sala, y cerró la puerta en las narices a Archer. Se dio la vuelta y le echó la llave, para asegurarse. Y luego fue hasta el fuego. Hacía frío fuera. El trocito de ventana que no cubrían las cortinas mostraba la plaza en el exterior sumida en un oscuro ocaso; hojas revoloteando sobre el pavimento, impulsadas por un brioso viento. Will se quitó los guantes, los dejó sobre la repisa de la chimenea y acercó las manos al fuego—. No quiero que invoques a ningún demonio.
—Ah. —Magnus puso los pies, enfundados en unas botas, sobre la mesita de madera delante del sofá, otro gesto que hubiera enfurecido a Camille de haber estado allí—. Una buena noticia, supongo…
—Quiero que me envíes al otro lado. A los reinos de los demonios.
El mago se atragantó.
—¿Quieres que haga qué?
El perfil de Will quedaba en sombras contra el brillo del fuego.
—Que crees un portal y me envíes al otro lado. Puedes hacerlo, ¿no?
—Eso es magia negra —repuso Magnus—. No llega a ser necromancia, pero…
—Nadie tiene por qué enterarse.
—La verdad. —El tono del hechicero era ácido—. Esas cosas siempre acaban sabiéndose. Y si la Clave descubriera que he enviado a uno de los suyos, a su miembro más prometedor, a que lo despedacen los demonios en otra dimensión…
—La Clave no me considera prometedor. —La voz de Will era fría—. No soy prometedor. No soy nada, ni lo seré nunca. No sin tu ayuda.
—Estoy comenzando a pensar si te han enviado para probarme, Will Herondale.
Éste soltó una corta carcajada seca.
—¿Dios?
—La Clave. Que es como si fuera Dios. Quizá sólo pretenden descubrir si estoy dispuesto a violar la Ley.
El chico se volvió en redondo y lo miró fijamente.
—Lo digo totalmente en serio —afirmó—. No es ningún tipo de prueba. No puedo seguir así, invocando demonios al azar, y que nunca sea el que busco; esperanza infinita, decepción infinita. Cada día amanece más y más negro, y la perderé para siempre si tú…
—¿La perderás? —Magnus se aferró a esas palabras; se irguió en el asiento, entornando los ojos—. Esto tiene que ver con Tessa. Lo sabía.
Will se sonrojó, una pincelada de color en la palidez de su rostro.
—No sólo con ella.
—Pero la amas.
El chico se lo quedó mirando.
—Claro que la sí —admitió finalmente—. Había llegado a pensar que nunca amaría a nadie, pero la amo.
—¿Se supone que esa maldición tiene algo que ver con arrebatarte tu capacidad de querer? Porque eso sería la mayor tontería que he oído nunca. Jem es tu parabatai. Te he visto con él. Lo quieres, ¿no es cierto?
—Jem es mi mayor pecado —respondió él—. No me hables de Jem.
—No me hables de Jem, no me hables de Tessa. Quieres que te abra un portal hacia los mundos de los demonios, y ¿no vas a hablarme o a decirme por qué? No lo haré, Will. —Magnum cruzó los brazos sobre el pecho.
Will apoyó una mano en la repisa de la chimenea. Se quedó muy quieto, mientras las llamas resaltaban su silueta, el hermoso perfil, la gracia de las esbeltas manos.
—Hoy he visto a mi familia —anunció, y luego se corrigió de inmediato—. A mi hermana. He visto a mi hermana pequeña, Cecily. Sabía que estaban vivos, pero nunca pensé que volvería a verlos. No pueden estar cerca de mí.
—¿Por qué? —preguntó Magnus, poniendo una voz suave; sentía que estaba al borde de algo, algún tipo de avance con ese muchacho extraño, irritante, herido y destrozado—. ¿Qué hicieron que fuera tan terrible?
—¿Qué hicieron ellos? —Will alzó la voz—. ¿Qué hicieron ellos? Nada. Soy yo. Soy un veneno. Un veneno para ellos. Un veneno para cualquiera que me ame.
—Will…
—Te he mentido —confesó éste, y se alejó del fuego de repente.
—Sorprendente —murmuró Magnus, pero él se había ido, a sus recuerdos, lo que tal vez fuera lo mejor. Había comenzado a andar, arrastrando los pies por la bonita alfombra persa de Camille.
—Ya sabes lo que te he contado. Estaba en la biblioteca de casa de mis padres en Gales. Llovía; como me aburría, estaba mirando las cosas viejas de mi padre. Había guardado unas cuantas cosas de su vida anterior como cazador de sombras, cosas que no había querido tirar, supongo que por alguna razón sentimental. Una vieja estela, aunque en ese momento, yo no sabía lo que era, y una pequeña caja grabada, escondida en un cajón secreto de su escritorio. Supongo que creyó que eso sería suficiente para que no la encontráramos, pero nada es suficiente con los niños curiosos. Y, claro, lo primero que hice al dar con la caja fue abrirla. Salió una niebla a chorro, y al instante se transformó en un diablo viviente. En cuanto vi la criatura, comencé a gritar. Sólo tenía doce años. Nunca había visto nada igual. Enorme, letal, con una boca llena de dientes puntiagudos y una cola con pinchos; y yo no tenía nada. Ninguna arma. Cuando el demonio rugió, me caí sobre la alfombra. Esa cosa estaba sobre mí, siseando. Entonces entró mi hermana.
—¿Cecily?
—Ella. Mi hermana mayor. Tenía algo ardiendo en la mano. Ahora sé lo que era: un cuchillo serafín. En aquel entonces no tenía ni idea. Le grité que se fuera, pero ella se puso entre la criatura y yo. No tenía ningún miedo, mi hermana. Nunca lo había tenido. No le daba miedo subir al árbol más alto o montar el caballo más salvaje, y allí, en la biblioteca, tampoco tenía miedo. Le dijo a la cosa que se marchara. La criatura estaba a media altura, como un enorme y feo insecto. Ella dijo: «Yo te expulso». Entonces, el demonio rió.
Como era de esperar. Magnus sintió pena y simpatía a la vez por la muchacha; la habían criado para que no supiera nada de demonios, de su invocación o su expulsión, pero de todas formas se mantenía firme.
—Se rió, y luego meneó la cola y la tiró al suelo. Entonces clavó los ojos en mí. Eran completamente rojos. Dijo: «Es a tu padre a quien destruiré, pero como no se halla aquí, tú tendrás que servir». Yo estaba tan impresionado que lo único que pude hacer fue mirarlo. Ella se arrastraba por la alfombra, tratando de coger el cuchillo serafín. «Te maldigo», prosiguió el ser. «Todos los que te amen, morirán. Su amor será su destrucción. Puede tardar un momento, puede tardar años, pero quien te mire con amor morirá por ello, a no ser que te separes de tus seres queridos para siempre. Y comenzaré con ella». Le dedicó un gruñido a mi hermana y desapareció.
Magnus estaba fascinado, a pesar suyo.
—¿Y cayó muerta?
—No. —Will seguía andando de un lado a otro. Se quitó el abrigo y lo colgó sobre una silla. Su oscuro cabello había comenzado a rizarse con el calor que le salía del cuerpo, mezclado con el del fuego; se le pegaba a la nuca—. Estaba ilesa. Me abrazó. Ella me consoló a mí. Me dijo que las palabras del demonio no significaban nada. Admitió que había leído algunos de los libros prohibidos de la biblioteca, y que así era como sabía qué era un cuchillo serafín y cómo usarlo, y que la caja que yo había abierto se llamaba Pyxis, aunque no podía imaginar por qué mi padre habría conservado una. Me hizo prometer no volver a tocar nada de mis padres, a no ser que ella estuviera conmigo, y luego me llevó a la cama, y se quedó leyéndome hasta que me dormí. El susto me había dejado agotado, creo. Recuerdo oírla murmurar con mi madre, decirle que me había puesto enfermo mientras estaba fuera, que sería alguna fiebre infantil. En ese momento, yo estaba disfrutando de toda la atención que me prestaban, y el demonio estaba comenzando a parecerme un recuerdo bastante excitante. Recuerdo perfectamente contárselo a Cecily, sin admitir, claro, que ella me había salvado mientras que yo había gritado como un niño…
—Eras un niño —remarcó Magnus.
—Era lo suficientemente mayor —replicó Will—. Lo suficientemente mayor para saber qué significaban los gritos de dolor de mi madre cuando me desperté a la mañana siguiente. Estaba en el dormitorio de Ella, y ésta estaba muerta en la cama. Hicieron lo que pudieron para que yo no entrara, pero vi lo que necesitaba ver. Estaba hinchada, y de un color verdoso oscuro, como si algo la hubiera podrido por dentro. Ya no parecía mi hermana. Ya ni parecía humana.
Yo sabía lo que había pasado, aunque ellos no. «Todos lo que te amen, morirán […] Y comenzaré por ella». Era mi maldición en acción. Entonces supe que tenía que alejarme de ellos, de toda mi familia, antes de que hiciera caer sobre ellos el mismo horror. Me marché esa misma noche, y seguí los caminos hasta Londres.
Magnus abrió la boca y la volvió a cerrar. Por una vez, no sabía qué decir.
—Así que ya ves —concluyó Will—, mi maldición no se puede decir que sea una tontería. La he visto en acción. Y desde aquel día he tratado de asegurarme de que lo que le pasó a Ella no le vuelva a pasar a nadie más. ¿Puedes imaginártelo? ¿Puedes? —Se pasó los dedos por el cabello, y los enredados mechones le volvieron a caer sobre los ojos—. No permitir que nadie se te acerque. Hacer que cualquiera que pudiera quererte te odie. Dejé a mi familia para distanciarme de ellos y que me olvidaran. Todos los días debo mostrar crueldad hacia aquellos con los que he escogido vivir, para que no puedan sentir demasiado afecto hacia mí.
—Tessa… —De repente, Magnus vio en su cabeza a la chica de ojos grises y rostro serio que había mirado a Will como si él fuera el sol que se alza en el horizonte—. ¿Crees que te ama?
—No lo creo. Me he comportado muy mal con ella. —En la voz del muchacho se combinaban el sufrimiento, la desgracia y el desprecio a sí mismo—. Creo que hubo un momento en que ella casi… Pensé que estaba muerta, ¿sabes?, y le demostré… le dejé ver lo que siento. Creo que ella me podría haber correspondido después de eso. Pero destrocé cualquier esperanza que pudiera haber tenido, de la forma más brutal que pude. Imagino que ahora me odia.
—Y Jem —dijo Magnus, temiendo la respuesta que ya sabía.
—Jem se está muriendo de todas formas —contestó Will con voz ahogada—. Jem es lo que me he permitido. Me digo que, si muere, no será por mi culpa. Se está muriendo, y con dolor. Al menos, la muerte de mi hermana fue rápida. Quizá a través de mí, Jem pueda tener una buena muerte. —Alzó la vista tristemente, y se encontró con la mirada acusadora del brujo—. Nadie puede vivir sin nada —susurró—. Jem es todo lo que tengo.
—Deberías habérselo explicado —le reprochó Magnus—. Habría decidido ser tu parabatai igualmente, y conociendo los riesgos.
—¡No puedo imponerle esa carga! Lo mantendría en secreto si se lo pidiera, pero sabiéndolo, sólo sufriría, y el dolor que causo a los otros le haría aún más daño. Sin embargo, si les dijera a Charlotte, a Henry y al resto que mi comportamiento es una farsa, que todas las cosas crueles que les he dicho son mentira, que recorro las calles sólo para dar la impresión de que he estado bebiendo y con putas, cuando en realidad ese comportamiento no va en absoluto conmigo, habría cejado en mi empeño de apartarlos de mí.
—¿Y por eso nunca has hablado a nadie de esta maldición? ¿A nadie excepto a mí, desde que tenías doce años?
—No podía —respondió Will—. ¿Cómo podía estar seguro de que no se encariñarían conmigo, cuando supieran la verdad? Una historia como ésta puede dar lástima, la lástima puede convertirse en aprecio y luego…
Magnus alzó una ceja.
—¿No te preocupo yo?
—¿Que tú puedas quererme? —El chico parecía realmente asombrado—. No, odias a los nefilim, ¿no es cierto? Además, supongo que los brujos tenéis protecciones contra los sentimientos indeseados. Pero para la gente como Charlotte, como Henry,… si supieran que la imagen que les dejo ver es falsa, si supieran lo que siento de verdad… podrían llegar a tenerme cariño.
Charlotte alzó el rostro lentamente de entre las manos.
—¿Y no tenéis ni la más remota idea de dónde está? —preguntó por tercera vez—. ¿Will… simplemente se ha ido?
—Charlotte —habló Jem con voz tranquilizadora. Estaban en el salón, con su papel pintado de flores y parras. Sophie se hallaba junto a la chimenea, usando el atizador para que el carbón ardiera más. Henry estaba sentado al otro lado del escritorio, haciendo algo con un juego de instrumentos de cobre; Jessamine se hallaba en el diván, y Charlotte, en el sillón junto al fuego. Tessa y Jem se habían sentado juntos en el sofá, muy correctos, y la chica le hacía sentirse como si estuviera de visita. Se había hartado de bocadillos, que Bridget había llevado en una bandeja, y té, que lentamente le había ido deshelando por dentro—. Tampoco es tan raro. ¿Cuándo hemos sabido dónde está Will por las noches?
—Pero esto es diferente. Ha visto a su familia, o al menos a su hermana. Oh, pobre Will. —La voz de la directora temblaba de ansiedad—. Había pensado que tal vez finalmente estuviera comenzando a olvidarlos…
—Nadie olvida a su familia —exclamó Jessamine con sequedad. Estaba sentada en el diván, con un caballete y láminas ante ella; hacía poco había decidido que se había retrasado en el aprendizaje de las artes de una dama y había comenzado a pintar, a recortar siluetas, a secar flores y a tocar el clavecín, aunque Will le había dicho que al cantar, su voz le hacía pensar en Iglesia cuando estaba especialmente protestón.
—Bueno, no, claro que no —se apresuró a rectificar Charlotte—, pero quizá se pueda no vivir constantemente con el recuerdo, como una especie de terrible carga.
—Como si supiéramos qué hacer con Will, con lo repelente que es siempre —soltó Jessamine—. De todas formas, nunca debe de haberle importado tanto su familia, si no, no la hubiera abandonado.
Tessa soltó un pequeño grito ahogado.
—¿Cómo puedes decir eso? No sabes por qué se marchó. No viste su cara en Ravenscar Manor…
—Ravenscar Manor —repitió Charlotte, con la mirada perdida en la chimenea—. De entre todos los lugares a los que pensé que irían…
—Paparruchas —exclamó Jessamine, mirando enfadada a Tessa—. Al menos su familia está viva. Además, apuesto a que no estaba triste de verdad; apuesto a que estaba fingiendo. Siempre lo hace.
Tessa miró a Jem en busca de apoyo, pero el chico estaba mirando a Charlotte, y su mirada era tan dura como una moneda de plata.
—¿Qué quieres decir —preguntó Jem— con «de entre todos los lugares a los que pensé que irían»? ¿Sabías que la familia de Will se había trasladado?
Ella se sobresaltó y suspiró.
—Jem…
—Es importante, Charlotte.
La mujer miró hacia la lata que tenía sobre el escritorio y que contenía sus caramelos de limón favoritos.
—Después de que los padres de Will vinieran a visitarle, cuando tenía doce años, y él no quiso verlos… Le rogué que hablara con ellos, aunque sólo fuera un momento, pero se negó. Traté de que entendiera que si se marchaban, quizá no volvería a verlos. Me cogió la mano y me dijo: «Por favor, prométeme que me dirás si mueren, Charlotte. Prométemelo». —Bajó la mirada y jugueteó nerviosa con la tela de su vestido—. Era una petición muy rara para un chico tan joven. Le… le dije que sí.
—¿Así que te has mantenido al tanto de lo que le pasaba a la familia de Will? —preguntó Jem.
—Contraté a Ragnor Fell para hacerlo —respondió Charlotte—. Los primeros tres años. Al cuarto, vino a verme y me dijo que los Herondale se habían trasladado. Edmund Herondale, el padre de Will, había perdido la casa por deudas de juego. Eso fue todo lo que Ragnor fue capaz de averiguar. Los Herondale se habían visto obligados a trasladarse. No pudo encontrar rastro de ellos.
—¿Se lo dijiste a Will? —inquirió Tessa.
—No. —Charlotte negó con la cabeza—. Me había hecho prometer que le informaría si morían, eso fue todo. ¿Por qué intensificar su tristeza diciéndole que habían perdido la casa? Él nunca los mencionaba. Yo había llegado a confiar en que los hubiera olvidado…
—Nunca los ha olvidado. —Había una fuerza en las palabras de Jem que hizo que Charlotte parara el nervioso movimiento de sus dedos.
—No debería haberlo hecho —repuso Charlotte—. Nunca debería haberle hecho esa promesa. Iba contra la Ley…
—Cuando Will quiere algo de verdad… —dijo Jem—, cuando lo siente, puede romperte el corazón.
Se hizo el silencio. Charlotte apretaba los labios, y los ojos le brillaban de una manera sospechosa.
—Cuando se fue en Kings Cross, ¿dijo algo sobre adónde iba?
—No —respondió Tessa—. Llegamos, y él para arriba y puso pies en polvorosa… perdón, se levantó y se largó —se corrigió Tessa cuando las miradas de los otros le hicieron ver que estaba usando argot americano.
—«Para arriba y puso pies en polvorosa» —repitió Jem—. Me gusta. Parece como si dejara una nube de polvo detrás. No dijo nada, no; sólo se fue abriendo paso a codazos entre la multitud y desapareció. Casi tiró a Cyril, que venía a recogernos.
—No tiene ningún sentido —se quejó la directora del Instituto—. ¿Por qué iba a estar la familia de Will viviendo en una casa que antes era de Mortmain? ¿Y además en Yorkshire? No es allí adonde pensaba que nos llevaría este camino. Buscábamos a Mortmain y encontramos a los Shade; lo buscamos de nuevo y encontramos a la familia de Will. Nos rodea, como ese maldito uróboro que usa como símbolo.
—Tiempo atrás encargaste a Ragnor Fell que se ocupara de ver cómo le iba la familia de Will —expuso Jem—. ¿No podrías encargárselo de nuevo? Si Mortmain está relacionado con ellos de alguna manera… por la razón que sea…
—Sí, sí, claro —contestó Charlotte—. Le escribiré inmediatamente.
—Hay una parte de esto que no entiendo —confesó Tessa—. La solicitud de compensación se presentó en 1825, y consta que el solicitante tenía veintidós años. Si tenía veintidós entonces, ahora tendrá setenta y cinco, y no parece tan viejo. Quizá unos cuarenta…
—Hay maneras —explicó Charlotte despacio— de que los mundanos que tontean con la magia negra prolonguen su vida. Por cierto, ésa sería la clase de conjuros que se encuentran en el Libro de lo Blanco. Y por esa razón, que alguien que no sea la Clave esté en posesión de ese libro se considera un crimen.
—Todo ese asunto en los periódicos de que Mortmain heredó una naviera de su padre… —intervino Jem—. ¿Crees que emplearía el truco del vampiro?
—¿El truco del vampiro? —repitió Tessa, intentando recordarlo en el Códice.
—Es la manera en que los vampiros conservan su dinero a lo largo de los años —aclaró Charlotte—. Cuando llevan demasiado tiempo en un mismo lugar, tanto que la gente empieza a notar que no envejecen, fingen su muerte y dejan todo en herencia a algún hijo o sobrino perdido. Y voilà, el sobrino aparece, se parece mucho a su tío o su padre, pero ahí está y se queda con el dinero. Y van haciendo eso, a veces durante generaciones. Mortmain podría haberse dejado fácilmente su compañía a sí mismo para ocultar que no envejecía.
—Y fingir que era su propio hijo —concluyó Tessa—. Lo que también le daría una razón para que lo vieran cambiando la orientación de la empresa, para regresar a Gran Bretaña y comenzar a interesarse por mecanismos y esas cosas.
—Y también es probable que sea por eso por lo que dejó la casa de Yorkshire —añadió Henry.
—Aunque eso no explica por qué ahora la habita la familia de Will —caviló Jem.
—O dónde está Will —añadió Tessa.
—O dónde está Mortmain —recordó Jessamine, con una especie de tenebrosa alegría—. Sólo quedan nueve días, Charlotte.
Ésta volvió a ocultar el rostro entre las manos.
—Tessa, odio tener que pedirte esto, pero después de todo, es para lo que te enviamos a Yorkshire y no debemos dejar piedra sin remover. ¿Aún tienes el botón del abrigo de Starkweather?
Sin decir nada, Tessa sacó el botón del bolsillo. Era redondo, de nácar y plata, y lo notaba extrañamente frío en la mano.
—¿Quieres que me Cambie en él?
—Tessa —intervino Jem rápidamente—. Si no lo quieres hacer, Charlotte… nosotros… nunca te lo exigiremos.
—Lo sé —repuso la mundana—. Pero me ofrecí y no me desdiré de mi palabra.
—Muchas gracias, Tessa. —Charlotte parecía aliviada—. Debemos saber si nos ha ocultado algo, si os ha mentido sobre cualquiera de las partes de este asunto. Su participación en lo que les pasó a los Shade…
Henry frunció el cejo.
—Será un día negro cuando no puedas confiar en tu compañero cazador de sombras, Lottie.
—Ya es un día negro, querido Henry —replicó su mujer sin mirarlo.
—Entonces no piensas ayudarme —dijo Will en una voz inexpresiva. Con magia, Magnus había encendido un fuego en la chimenea. En el resplandor de las llamas bailarinas, el brujo podía ver más detalles del aspecto de Will: el cabello rizado en la nuca, los delicados pómulos y el fuerte mentón, las sombras que le proyectaban las pestañas… A Magnus le recordaba a alguien; esa imagen le rondaba por la memoria, pero no se mostraba con claridad. Después de tantos años, a veces le resultaba difícil recuperar un recuerdo concreto, incluso de aquellos a los que había amado. Ya no lograba recordar el rostro de su madre, aunque sabía que se parecía a ella, una mezcla de su abuelo holandés y su abuela indonesia.
—Si en tu definición de «ayuda» entra tirarte a los reinos de los demonios como una rata en un foso lleno de terriers, entonces no, no pienso ayudarte —contestó Magnus—. Es una locura y lo sabes. Vete a casa. Duerme y que se te pase.
—No estoy borracho.
—Como si lo estuvieras. —El mago se pasó ambas manos por el cabello y pensó, de repente y de forma irracional, en Camille. Y se sintió satisfecho. En esa sala, con Will, había pasado casi dos horas sin pensar en ella. Era todo un avance—. ¿Crees que eres la única persona que ha perdido a alguien?
Will retorció el rostro en una mueca.
—No lo digas así. Como un dolor corriente. No es así. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero eso asume que el origen del pesar es finito. Que se acaba. Esto es una herida abierta que sangraba día tras día.
—Sí —repuso Magnus mientras se reclinaba sobre los cojines—. Eso es lo que tienen las maldiciones.
—Sería diferente si me hubieran maldecido para que murieran todos aquellos a quienes yo quiero —dijo Will—. Podría evitar querer. Pero evitar que otros me quieran… es algo extraño y agotador. —Sí que sonaba agotador, reflexionó Magnus, y con un dramatismo que sólo alguien de diecisiete años podía lograr. También dudaba de la veracidad que lo que había dicho Will sobre poder no amar a nadie, pero entendía por qué el chico prefería explicarse esa historia—. Tengo que ser otra persona todo el día, todos los días, alguien amargado, malhumorado y cruel.
—Ya me gustas así. Y no me digas que no te diviertes al menos un poco, jugando al diablo, Will Herondale.
—Dicen que lo llevamos en la sangre, esa especie de humor negro —repuso éste, mirando las llamas—. Ella lo tenía. Y Cecily también. Yo no creía tenerlo hasta que lo necesité. En estos años he aprendido buenas lecciones sobre cómo ser odioso. Pero siento que me estoy perdiendo a mí mismo… —Trató de encontrar las palabras—. Me siento empequeñecido, con partes de mí rodando hacia la oscuridad, las partes que son buenas, sinceras y leales. Si las ocultas demasiado tiempo, ¿las pierdes del todo? Porque si no hay nadie en el mundo a quien le importes, ¿realmente existes?
Eso último lo dijo en una voz tan baja que Magnus tuvo que esforzarse para oírlo.
—¿Qué dices?
—Nada. Algo que leí una vez en algún lado. —Will se volvió hacia él—. Me harías un favor enviándome a los reinos de los demonios. Hasta podría encontrar lo que busco. Es mi única oportunidad, y sin esa oportunidad mi vida no vale nada para mí.
—Muy fácil de decir a los diecisiete años —replicó Magnus, con gran frialdad—. Estás enamorado y crees que eso es todo lo que hay en el mundo. Pero el mundo es mayor que tú, Will, y puede que te necesite. Eres un cazador de sombras. Sirves a una causa mayor. Tu vida no te pertenece para poder desperdiciarla.
—Entonces, nada me pertenece —sentenció Will, y se apartó de la chimenea, bamboleándose como si realmente estuviera ebrio—. Si ni siquiera me pertenece mi propia vida…
—¿Quién dijo alguna vez que se nos debe la felicidad? —le espetó Magnus en voz baja, y en su cabeza se dibujó la imagen de su casa de la infancia y a su madre apartándose de él con ojos espantados, y a su esposo, que no era el padre de Magnus, ardiendo—. ¿Y qué hay de lo que debemos a los otros?
—Ya les he dado todo lo que tengo —contestó Will, mientras cogía su abrigo del respaldo de la silla—. Ya han sacado lo suficiente de mí, y si esto es lo que tienes que decirme, entonces tú también… brujo.
Escupió la última palabra como una maldición. Magnus lamentó su dureza y comenzó a ponerse en pie, pero el muchacho lo apartó y fue a la puerta. La cerró de un portazo. Un momento después, Magnus lo vio pasar por delante de la ventana, poniéndose el abrigo mientras caminaba con la cabeza inclinada para hacer frente al intenso viento.
Tessa se hallaba sentada en su tocador, envuelta en su bata, y hacía rodar el pequeño botón en la palma de la mano. Había querido que la dejaran sola para hacer lo que Charlotte le había pedido. No era la primera vez que se había transformado en un hombre; las Hermanas Oscuras la habían obligado a hacerlo, más de una vez, y aunque resultaba una sensación peculiar, no era eso lo que la hacía vacilar. Era la oscuridad que había visto en los ojos de Starkweather, la ligera pátina de locura en su tono cuando hablaba de los botines que había tomado. No era una mente a la que quisiera conocer más.
Sabía que no estaba obligada a hacerlo. Podía salir de allí y decirles que lo había intentado, pero que no había funcionado. Pero incluso mientras esa idea le pasaba por la cabeza, supo que no sería capaz de mentirles. De alguna manera había llegado a considerar que debía lealtad a los cazadores de sombras del Instituto. La habían protegido, había sido amables con ella, le habían enseñado mucho sobre lo que era en realidad y tenían su mismo objetivo: encontrar a Mortmain y acabar con él. Pensó en los amables ojos de Jem sobre ella, firmes, plateados y cargados de fe. Respiró profundamente y cerró la mano sobre el botón.
La oscuridad llegó y la envolvió, rodeándola de su frío silencio. Los leves sonidos del fuego crepitando en la chimenea, del viento contra los cristales de la ventana, desaparecieron. Se dio cuenta de que su cuerpo Cambiaba: sus manos eran más grandes e hinchadas y sintió las punzadas de la artritis. La espalda le dolía, notaba la cabeza pesada, los pies le palpitaban de una forma dolorosa y tenía un sabor amargo en la boca. Dientes podridos, pensó, y se sintió enferma, tan enferma que tuvo que obligar a su mente a salir de la oscuridad que la envolvía, buscando la luz, la conexión.
Y llegó, pero no como le solía llegar la luz, tan firme como la proyectada por un faro. Llegó en rotos fragmentos, como si estuviera viendo hacerse añicos un espejo. Cada trozo contenía una imagen que pasaba ante ella, a una velocidad terrorífica. Vio la imagen de un caballo encabritándose, una oscura colina cubierta de nieve, el basalto negro de la sala del Consejo de la Clave, una lápida quebrada… Trató de atrapar una única imagen. Allí tenía una, un recuerdo: Starkweather bailando en una fiesta con una risueña mujer ataviada con un vestido de gala estilo imperio. Tessa la descartó y buscó otra.
La casa era pequeña, enclavada entre una colina y otra. Starkweather observaba desde la oscuridad de un bosquecillo mientras la puerta se abría y un hombre salía. Incluso en el recuerdo, Tessa notó que el corazón del anciano aceleraba sus latidos. El hombre era alto, y de hombros anchos…, y con una piel tan verdosa como la de un lagarto. Tenía el cabello negro. El niño que cogía de la mano, en contraste, parecía tan normal como puede ser un niño: pequeño, de piel rosada y manos regordetas.
Tessa supo el nombre del hombre, porque Starkweather lo sabía.
John Shade.
Shade se subió al niño a hombros mientras de la puerta de la casa surgían varias criaturas extrañas, como muñecos infantiles articulados, pero de tamaño humano y con la piel de brillante metal. No tenían rostro. Aunque, curiosamente, estaban vestidas, algunas con el basto mono de trabajo de un granjero de Yorkshire, otras con sencillos vestidos de muselina. Los autómatas se cogieron de las manos y comenzaron a girar, como si ejecutaran una danza en un baile de pueblo. El niño reía y aplaudía.
—Míralo bien, hijo —dijo el hombre de piel verdosa—, porque algún día gobernaré un reino mecánico de criaturas así, y tú serás su príncipe.
—¡John! —llamó una voz desde dentro de la casa; una mujer se asomó por la ventana. Tenía una larga cabellera del color de un cielo sin nubes—. John, entra. ¡Los va a ver alguien! ¡Y estás asustando al niño!
—No está asustado en absoluto, Anne. —El hombre rió y dejó al pequeño en el suelo, alborotándole el cabello—. Mi principito mecánico…
Ante ese recuerdo, en el corazón de Starkweather se alzó una marea de odio, tan violenta que lanzó a Tessa, libre, rodando hacia la oscuridad de nuevo. Ésta comenzó a darse cuenta de lo que estaba pasando. El anciano se estaba sumiendo en la senilidad, perdiendo el hilo que conectaba el pensamiento a la memoria. Lo que iba y venía en su mente parecía aleatorio. Con esfuerzo, Tessa trató de visualizar de nuevo a la familia Shade, y captó un breve destello de una evocación: una habitación destrozada, ruedas dentadas, levas, engranajes y trozos de metal por todas partes; fluido goteando tan negro como la sangre, y el hombre de piel verdosa y la mujer de cabello azul muertos entre las ruinas. Entonces, también eso desapareció, y vio, una y otra vez, el rostro de la niña del retrato de la escalera, la niña de cabello rubio y expresión obstinada; la vio cabalgando un pequeño poni, con la determinación dibujada en el rostro; vio su cabello al viento de los páramos; la vio gritando y retorciéndose de dolor cuando le posaron una estela en la piel y Marcas negras mancharon su blancura. Y al final, Tessa vio su propio rostro, apareciendo en la sombría luz de la nave del Instituto de York, y sintió un estremecimiento de sorpresa tan intenso que la lanzó fuera del cuerpo de Starkweather y de vuelta al suyo propio.
Se oyó un leve golpecito cuando el botón se le cayó de la mano y dio contra el suelo. Tessa alzó la cabeza y miró en el espejo de su tocador. Volvía a ser ella misma. Y el sabor amargo en su boca era de la sangre que se había hecho al morderse el labio.
Se puso en pie, sintiéndose mareada, y fue a abrir la ventana para sentir el frío aire nocturno sobre su sudorosa piel. La noche estaba cargada de sombras; no hacía mucho viento, y las negras verjas del Instituto parecían alzarse frente a ella, con su lema hablando más que nunca de mortalidad y muerte.
Soltó un grito ahogado y se echó hacia atrás instintivamente, apartándose de la ventana. Se sintió mareada. Sacudió la cabeza para recuperarse, mientras se agarraba al alféizar, y se acercaba de nuevo, mirando con temor…
Sin embargo el patio estaba vacío, nada se movía en él excepto sombras. Cerró los ojos, luego los volvió a abrir despacio, y llevó una mano al ángel que le colgaba al cuello. No había visto nada allí, se dijo, era sólo su imaginación desbocada. Cerró la ventana mientras se decía que más le valía dominar sus ensoñaciones o acabaría tan loca como el viejo Starkweather.