5

SOMBRAS DEL PASADO

Pero seres malvados, con ropajes de luto,

asaltaron la elevada posición del monarca;

(¡Ay, lloremos, pues nunca el alba

despuntará sobre él, el desolado!)

Y en torno a su mansión, la gloria que brillaba y florecía

es sólo una leyenda vagamente recordada

de las viejas edades sepultadas

EDGAR ALLAN POE, El palacio encantado

Tessa casi ni se fijó en el interior de la estación mientras seguían al criado de Starkweather por el bullicioso vestíbulo, en medio del barullo y el ajetreo, la gente que se topaba contra ella, el olor a humo de carbón y comida, los carteles medio empañados de la Gran Línea del Norte y de las líneas de York y las Midlands. Pronto estuvieron fuera de la estación, bajo el cielo gris que se arqueaba en lo alto, amenazando lluvia. Un gran hotel se recortaba contra el cielo del ocaso junto a un extremo de la estación; Gottshall los guió apresuradamente hacia allí, donde un carruaje negro con las cuatro ces de la Clave pintadas en la puerta esperaba junto a la entrada. Después de cargar el equipaje y subir a su interior, partieron; el carruaje torció por Tanner Row para unirse al flujo del tráfico.

Will permaneció en silencio la mayor parte del viaje, tamborileando con los dedos sobre la rodilla, con los ojos distantes y pensativos. Fue Jem quien se encargó de hablar; se inclinó sobre Tessa para abrir las cortinas de su lado del carruaje. Le fue señalando puntos de interés: el cementerio donde habían enterrado a las víctimas de la epidemia de cólera, y las antiguas murallas de la ciudad, que se alzaban ante ellos, almenadas en lo alto como el diseño de su anillo. Una vez fuera de las murallas, las calles se estrecharon. Tessa pensó que era como Londres, pero a escala reducida; incluso las tiendas ante las que pasaron, una carnicería y una mercería, parecían más pequeñas. Los peatones, hombres en su mayor parte, que se apresuraban con la barbilla hundida en el cuello del abrigo para protegerse de la suave lluvia que había comenzado a caer, no iban vestidos a la moda; parecían «de campo», como los granjeros que acudían a Manhattan en algunas ocasiones, y que se reconocían por la rojez de sus grandes manos, y la piel curtida y bronceada del rostro.

El carruaje salió de una estrecha calle y entró en una gran plaza; Tessa tragó aire. Ante ellos se alzaba una impresionante catedral, con sus agujas góticas clavadas en el cielo gris, como un san Sebastián asaetado. Una enorme torre de piedra caliza dominaba la estructura, y en la fachada había nichos con estatuas, cada una diferente.

—¿Es el Instituto? Dios, es mucho más espléndido que el de Londres.

Will se echó a reír.

—A veces una iglesia es sólo una iglesia, Tessa.

—Eso es la catedral de York —explicó Jem—. El orgullo de la ciudad. No el Instituto. El Instituto está en la calle Goodramgate.

Sus palabras se vieron confirmadas cuando el carruaje pasó ante la catedral, bajó por Deangate y entró en la estrecha calle de Goodramgate, donde traqueteó bajo una pequeña verja de hierro entre dos edificios estilo Tudor.

Cuando la traspasaron, Tessa entendió por qué Will se había reído. Lo que se alzaba ante ellos era una iglesia de bonito aspecto, rodeada de muros y hierba, pero no tenía nada de la grandeza de la catedral. Después de que Gottshall les abriera la puerta y ayudara a Tessa a descender, ésta vio que algunas lápidas se alzaban de la hierba húmeda de lluvia, como si alguien hubiera pretendido iniciar un cementerio allí y hubiera perdido interés a la mitad.

El cielo era ya casi negro, ribeteado de plata en algunos puntos por nubes casi transparentes por la luz de las estrellas. Tras ella, las voces de Jem y de Will susurraban; ante sí, las puertas de la iglesia estaban abiertas, y más allá de ellas, alcanzaba a ver el parpadeo de las velas. De repente se sintió incorpórea, como si fuera el fantasma de Tessa, rondando ese extraño lugar tan alejado de la vida que había conocido en Nueva York. Se estremeció, y no sólo de frío.

Notó el roce de una mano en el brazo, y un aliento cálido le agitó el cabello. Sabía quién era sin volverse.

—¿Entramos, mi prometida? —le preguntó Jem al oído. Tessa podía notar que él se reía por dentro: le hacía vibrar los huesos, le contagiaba su alegría. Casi sonrió—. Desafiemos juntos al león en su madriguera.

Ella le puso la mano en el brazo. Juntos subieron los escalones del templo; ella miró hacia atrás desde lo alto y vio a Will mirándolos a su vez, al parecer sin darse cuenta de que Gottshall lo llamaba tocándole en el hombro y le decía algo al oído. Los ojos de Tessa se encontraron con los del galés, pero ella en seguida los apartó; unir miradas con Will era turbador como mínimo, mareante como máximo.

El interior de la iglesia era pequeño y oscuro comparado con el del Instituto de Londres. Bancos oscurecidos por el paso del tiempo iban de un lado a otro de las paredes, y sobre ellos, velas de luz mágica ardían en candelabros hechos de hierro ennegrecido. En el ábside del santuario, ante una auténtica cascada de velas ardiendo, se hallaba un anciano vestido con el traje de cazador de sombras. El cabello y la barba eran espesos y grises, y se le alborotaban alrededor de la cabeza; las enormes cejas casi le ocultaban los ojos gris oscuro; la piel marcada por la edad… Tessa sabía que casi tenía noventa años, pero su espalda estaba recta y el contorno de su tórax era ancho, como el tronco de un árbol.

—Usted es el joven Herondale, ¿cierto? —ladró cuando Will se adelantó para presentarse—. Medio mundano, medio galés, y con lo peor de ambos, según he oído.

Diolch —repuso Will sonriendo educadamente.

Starkweather se erizó.

—Lengua mestiza —masculló, y miró a Jem—. Jem Carstairs. Otro malcriado del Instituto. Estoy medio tentado de enviarlos al infierno. Esa chiquilla presuntuosa de Charlotte Fairchild, imponiéndome sus presencias sin casi ni un «por favor». —Tenía un poco del acento de Yorkshire de su criado, aunque mucho menos notable—. Nadie de esa familia ha tenido nunca modales. Podía pasar sin su padre, y puedo pasar sin…

Su penetrante mirada se posó en Tessa, y se calló de golpe, con la boca abierta, como si le hubieran abofeteado en el rostro a media frase. Tessa miró a Jem; él parecía tan sorprendido como ella por el repentino silencio de Starkweather. Pero allí, en la brecha, estaba Will.

—Le presento a Tessa Gray, señor —dijo—. Es una mundana, pero está prometida a Carstairs, y es una Ascendente.

—¿Ha dicho mundana? —quiso saber el anciano, abriendo mucho los ojos.

—Una Ascendente —insistió Will en su tono más tranquilizador y sedoso—. Ha sido una fiel amiga del Instituto de Londres, y esperamos recibirla pronto entre nuestros rangos.

—Una mundana —repitió Starkweather, y le cogió un acceso de tos—. Bueno, los tiempos han… Sí, supongo, entonces… —Miró de nuevo el rostro de Tessa, y se volvió hacia Gottshall, que parecía martirizado en medio de todo el equipaje—. Que Cedric y Andrew te ayuden a subir las pertenencias de nuestros invitados a sus habitaciones —señaló—. Y dile a Ellen que avise a la cocinera para que ponga tres servicios más esta noche para la cena. Quizá me haya olvidado de recordarle que tendremos invitados.

El sirviente miró boquiabierto a su señor antes de asentir en medio de lo que parecía un absoluto desconcierto; Tessa no lo culpaba. Era evidente que Starkweather había tenido la intención de hacerlos marchar y había cambiado de parecer en ese mismo momento. Miró a Jem, que parecía tan asombrado como ella; sólo Will, con los ojos muy abiertos y el rostro tan inocente como el de un monaguillo, parecía como si no hubiera esperado otra cosa.

—Bueno, vengan, entonces —ordenó el viejo director sin mirar a Tessa—. No hace falta que se queden ahí. Síganme y les mostraré sus habitaciones.

—Por el Ángel —exclamó Will, rascando con el tenedor la masa marronácea que tenía en su plato—. ¿Qué es esta cosa?

Tessa tenía que reconocer que no era fácil saberlo. Los sirvientes de Starkweather, la mayoría ancianos y ancianas encorvados, y una ama de llaves de expresión agria, habían hecho lo que les habían ordenado y habían colocado tres platos extras para la cena, que consistía en un oscuro estofado grumoso servido desde una sopera de plata por una mujer de vestido negro y cofia blanca, tan jorobada y vieja que Tessa tuvo que hacer un esfuerzo físico para no saltar a ayudarla a servir. Cuando la mujer hubo acabado, se volvió y salió lentamente, y dejó a Jem, Tessa y Will solos en el comedor, mirándose por encima de la mesa.

Starkweather también tenía un sitio preparado en ella, pero él no estaba. Tessa tuvo que admitir que, de él, ella tampoco correría para comer ese estofado. De verduras demasiado cocidas y carne dura, aún resultaba menos apetecible bajo la tenue luz del comedor. Sólo unas cuantas velas alumbraban el atiborrado espacio; el papel de la pared era marrón oscuro, el espejo sobre la chimenea apagada estaba manchado y descolorido. Tessa se sentía terriblemente incómoda en su vestido de noche, de tieso tafetán azul, que Jessamine le había prestado y Sophie le había arreglado, el cual se había vuelto del color de un moratón bajo esa insana luz.

De todas formas, insistir en que cenaran con él y luego no aparecer era un comportamiento muy peculiar en un anfitrión. Una criada tan frágil y vieja como la que les había servido el estofado había acompañado antes a Tessa a su habitación, una gran cueva oscura llena de pesados muebles tallados. Allí también había poca luz, como si Starkweather estuviera tratando de ahorrar dinero en aceite y velas, aunque por lo que ella sabía, la luz mágica no costaba nada. Tal vez simplemente le gustara la oscuridad.

Su habitación le había parecido helada, oscura y más que un poco tenebrosa. El pequeño fuego que ardía en el hogar no había hecho mucho para calentar el ambiente. A ambos lados de la chimenea había tallado un quebrado rayo. El mismo símbolo aparecía en la jarra blanca llena de agua que Tessa había usado para lavarse las manos y el rostro. Se había secado en seguida, mientras se preguntaba por qué no podía recodar ese símbolo en el Códice. Todo el Instituto de Londres estaba decorado con símbolos de la Clave, como el Ángel alzándose del lago, o las ces entrelazadas de Consejo, Convenio, Clave y Cónsul.

También había retratos, viejos y pesados, por todas partes, en su dormitorio, en los pasillos, en la escalera… Después de ponerse el vestido de noche y de oír la campana de la cena, Tessa había bajado por la escalera, una monstruosidad tallada de estilo jacobita, y se había detenido en el descansillo para mirar el retrato de una niña de largo cabello rubio, con vestido infantil pasado de moda y una gran cinta rodeándole la cabecita. Tenía el rostro delgado, pálido y enfermizo, pero los ojos eran brillantes; lo único brillante en ese oscuro lugar, pensó Tessa.

—Adele Starkweather —había dicho una voz a su espalda, leyendo la placa en el marco del cuadro—. Mil ochocientos cuarenta y dos.

Tessa se había vuelto para mirar a Will, que estaba con los pies separados y las manos a la espalda, contemplando el cuadro con un ceño.

—¿Qué pasa? Parece que no te guste, pero a mí sí. Debe de ser la hija de Starkweather… no, su nieta.

Will había negado con la cabeza, pasando la mirada del cuadro a Tessa.

—Sin duda. Este lugar está decorado como una casa familiar. Es evidente que los Starkweather llevan generaciones en el Instituto de York. ¿Has visto los rayos por todas partes?

Tessa asintió con la cabeza.

—Es el símbolo de la familia. Aquí hay tanto de los Starkweather como de la Clave. Es de poca educación comportarse como si este lugar fuera suyo. No se puede heredar un Instituto. Al director de un Instituto lo nombra el Cónsul. Este lugar pertenece a la Clave.

—Los padres de Charlotte dirigieron el Instituto de Londres antes que ella.

—Parte del motivo por el que el viejo Lightwood está tan furioso con todo el asunto —puntualizó Will—. Los Institutos no tienen por qué quedarse en la familia. Pero el Cónsul no le hubiera dado el puesto a Charlotte si no hubiera pensado que era la persona adecuada. Y sólo es una generación. Esto… —Hizo un gesto con el brazo para abarcar todos los retratos, el descansillo y el extraño y solitario Aloysius Starkweather—. Bueno, no me extraña que el viejo piense que tiene derecho a echarnos de aquí.

—Loco como una cabra, habría dicho mi tía. ¿Bajamos a cenar?

En una rara muestra de caballerosidad, Will le había ofrecido el brazo. Tessa no lo había mirado mientras se lo cogía. Vestido para cenar, ya era lo suficientemente atractivo para dejarla sin aliento, y Tessa tenía la sensación de que iba a necesitar estar bien alerta.

Jem ya aguardaba en el comedor cuando ellos llegaron, y Tessa se sentó junto a él para esperar a su anfitrión. Tenía preparado el lugar en la mesa, el plato de estofado, incluso la copa estaba llena de vino tinto, pero no había ni rastro de él. Fue Will quien sugirió que comenzaran a comer, aunque pronto pareció arrepentirse de haberlo hecho.

—¿Qué es esto? —decía en ese momento, mientras clavaba el tenedor en un desafortunado objeto y lo alzaba para mirarlo—. ¿Esta… esta… cosa?

—¿Una chirivía? —sugirió Jem.

—Una chirivía del huerto del propio Satán —replicó Will. Miró alrededor—. No debe de haber ningún perro al que se la pueda dar, ¿verdad?

—No parece que haya ninguna mascota por aquí —observó Jem, que amaba a todos los animales, incluso al desvergonzado y malhumorado Iglesia.

—Seguramente todos han sido envenenados con chirivías —aventuró Will.

—Oh, vaya —exclamó Tessa tristemente, mientras dejaba el tenedor—. Y yo que estaba hambrienta…

—Siempre quedan los panecillos —sugirió Will, y señaló hacia una cestita cubierta—. Aunque te advierto que están duros como piedras. Se podrían usar para matar escarabajos negros, si algún escarabajo te molesta a media noche.

La chica hizo una mueca y tomó un trago de vino. Era tan agrio como el vinagre.

Will dejó el tenedor y comenzó a recitar alegremente, a la manera del The Book of Nonsense, de Edward Lear:

Había una vez una chica de Nueva York

Que se encontró hambrienta en York

Pero el pan era como piedra,

Y las chirivías parecían de…

—No puedes hacer rimar «York» con «Nueva York» —lo interrumpió Tessa—. Es trampa.

—Tiene razón, ¿sabes? —intervino Jem, mientras sus delicados dedos jugueteaban con la base de su copa—. Tendrías que cambiar los versos…

—Buenas noches. —La rotunda sombra de Aloysius Starkweather apareció de pronto en la puerta; Tessa se preguntó, mientras se sonrojaba de vergüenza, cuánto rato llevaría ahí—. Señor Herondale, señor Carstairs, señorita… ah…

—Gray. Theresa Gray.

—Cierto. —Starkweather no se disculpó, sólo se sentó pesadamente a la cabeza de la mesa.

Llevaba una caja cuadrada y plana, del tipo de las que los banqueros empleaban para guardar papeles, y la dejó junto a su plato. Nerviosa, Tessa vio que había un año marcado en ella, 1825, e incluso algo mejor, tres juegos de iniciales: JTS, AES, AHM.

—Sin duda su joven señora estará complacida al saber que me he avenido a su petición y he estado buscando en los archivos durante todo el día y parte de la noche —comenzó el anciano en un tono agraviado. Tessa tardó un momento en darse cuenta que, en ese caso, «joven señora» se refería a Charlotte—. Tiene suerte, sin duda, de que mi padre nunca tirara nada. Y en cuanto vi los papeles, lo recordé. —Se tocó la sien—. Ochenta y nueve años, y nunca olvido nada. Se lo dicen al viejo Wayland cuando hable de reemplazarme.

—Sin duda lo haremos, señor —convino Jem, con los ojos bailándole.

Starkweather tomó un buen trago de vino e hizo una mueca.

—Por el Ángel, esto es una porquería. —Dejó la copa y comenzó a sacar papeles de la caja—. Lo que tenemos aquí es una solicitud de Compensación por dos brujos. John y Anne Shade. Un matrimonio.

»Ahora viene lo raro —continuó el anciano—. La solicitud la presentó su hijo, Axel Hollingworth Mortmain, de veintidós años. Pero claro, los brujos son estériles…

Will se removió incómodo en la silla, y miró de reojo a Tessa.

—Su hijo era adoptado —aclaró Jem.

—Eso no debería permitirse —replicó Starkweather, mientras tomaba otro trago del vino que había calificado de porquería. Se le comenzaban a colorear las mejillas—. Es como dar un niño humano a los lobos para que lo críen. Antes de los Acuerdos…

—Si hay alguna pista sobre su posible paradero —lo interrumpió Jem con educación, tratando de devolver la conversación a su cauce—. Tenemos muy poco tiempo…

—Muy bien, muy bien —soltó Starkweather—. Aquí hay muy poca información sobre su precioso Mortmain. Más sobre los padres. Al parecer, las sospechas recayeron sobre ellos cuando se descubrió que el brujo, John Shade, tenía en su posesión el Libro de lo Blanco. Un poderoso libro de hechizos, entiendan; desapareció de la biblioteca del Instituto de Londres en sospechosas circunstancias en 1752. El libro está especializado en conjuros de sujeción y liberación: atar el alma a un cuerpo, o desatarla, según sea el caso. Resultó que el brujo estaba tratando de animar cosas. Desenterraba cadáveres o los compraba a los estudiantes de medicina, y les sustituía las partes más dañadas por mecanismos. Luego trataba de volverlos a la vida. Un grupo del Enclave entró en su casa y mató a ambos brujos.

—¿Y el niño? —preguntó Will—. ¿Mortmain?

—Ni rastro de él —contestó Starkweather—. Lo buscamos, pero nada. Supusimos que estaba muerto, hasta que apareció, con todo descaro, exigiendo compensación. Incluso su dirección…

—¿Su dirección? —soltó Will. Esa información no estaba incluida en el rollo que habían visto en el Instituto—. ¿En Londres?

—No. Aquí en Yorkshire. —Starkweather dio unos golpecitos al papel con un dedo arrugado—. Ravenscar Manor. Un enorme caserón al norte de aquí. Creo que lleva décadas abandonado. Pero ahora que lo pienso, no me imagino cómo podía pagarlo, para empezar. No era donde vivían los Shade.

—Aun así —dijo Jem—, es un excelente punto de partida para ir a buscarlo. Si ha estado abandonado desde que él se marchó, puede que se dejara alguna cosa. Es más, incluso podría estar usándolo.

—Supongo que sí. —El director del Instituto de York no parecía muy entusiasmado con todo ese asunto—. La mayoría de las posesiones de los Shade fueron tomadas como botín.

—Botín —repitió Tessa en voz baja. Recordaba ese término del Códice. Cualquier cosa que un cazador de sombras le quitara a un subterráneo que había violado la Ley, le pertenecía. Era el botín de guerra. Miró a Jem y a Will; los amables ojos del primero la observaban preocupados. Los inquietos y azules de Will guardaban todos sus secretos. ¿Sería cierto que ella pertenecía a una raza que estaba en guerra contra lo que eran Jem y Will?

—Botines —masculló Starkweather con su grave voz. Se había acabado el vino y comenzaba con el que Will no había tocado—. ¿Le interesan, muchacha? Aquí en el Instituto tenemos una buena colección. Me han dicho que deja en ridículo la colección de Londres. —Se puso en pie y casi volcó la silla—. Vengan, se los enseñaré, y les contaré el resto de este triste cuento, aunque no hay mucho más.

Tessa lanzó una rápida mirada a sus amigos cazadores para ver qué hacían, pero ambos ya estaban en pie y se disponían a seguir al anciano. Éste continuó hablando mientras caminaba, lo que hizo que el resto se apresurara para no perderlo.

—Nunca he tenido muy buena opinión de Compensaciones —expuso mientras entraban en otro pasillo poco iluminado e interminablemente largo—. Hace que a los subterráneos se les suban los humos, pensando que tienen derecho a sacar algo de nosotros. Todo el trabajo que hacemos y ni las gracias, sólo las manos abiertas para recibir más, más, más. ¿No les parece, caballeros?

—Unos malnacidos, todos —repuso Will, que parecía tener la cabeza a miles de kilómetros de allí. Jem lo miró de reojo.

—¡Totalmente! —ladró el anciano, claramente satisfecho—. Aunque no se debería emplear ese lenguaje delante de una dama, claro. Como decía, ese Mortmain reclamaba por la muerte de Anne Shade, la esposa del brujo. Decía que ella no había tenido nada que ver con los proyectos de su esposo, que no había sabido nada de ellos. Su muerte era injustificable. Quería que se juzgara a los culpables de lo que él llamaba su asesinato, y recuperar las pertenencias de sus padres.

—¿Estaba el Libro de lo Blanco entre lo que pedía? —inquirió Jem—. Sé que es un crimen que un brujo posea un volumen así…

—Lo estaba. Se había recuperado y devuelto a la biblioteca del Instituto de Londres, donde sin duda debe de seguir. Lo evidente era que nadie se lo iba a dar a él.

Tessa hizo unos rápidos cálculos mentales. Si Starkweather tenía ochenta y nueve años, cuando los Shade murieron debía de tener veintiséis.

—¿Estuvo usted allí?

Sus ojos inyectados en sangre bailaron sobre ella; Tessa notó que, incluso en ese instante, un poco ebrio, no parecía querer mirarla directamente.

—¿Si estuve dónde?

—Ha dicho que se envió a un grupo del Enclave para ocuparse de los Shade. ¿Estaba usted entre ellos?

Starkweather vaciló, luego se encogió de hombros.

—Sí —contestó, y su acento de Yorkshire se hizo más pronunciado por un momento—. No tardamos mucho en cogerlos. No estaban preparados. Ni un poco. Los recuerdo yaciendo sobre su propia sangre. Era la primera vez que veía sangre de brujos, me sorprendió que fuera roja. Hubiera jurado que sería de otro color, azul o verde, o algo así. —Se encogió de hombros—. Les sacamos las capas, como la piel de un tigre. Me las dieron para que las guardara, o mejor dicho, a mi padre. Gloria, gloria. Aquéllos eran buenos tiempos. —Sonrió como una calavera, y Tessa pensó en la cámara donde Barbazul guardaba los restos de sus esposas asesinadas. Sintió calor y frío al mismo tiempo.

—Mortmain nunca tuvo ni la más mínima oportunidad, ¿verdad? —preguntó ella a media voz—. Haciendo su solicitud así. Nunca iba a conseguir su compensación.

—¡Claro que no! —ladró Starkweather—. Basura, todo basura… Decir que la mujer no estaba implicada. ¿Qué esposa no está metida hasta el cuello en los negocios de su esposo? Además, él ni siquiera era su hijo natural, no podía serlo. Seguramente, para ellos era más una mascota que otra cosa. Apostaría a que el padre lo hubiera utilizado como pieza de recambio llegado el caso. Estaba mejor sin ellos. Debería habernos dado las gracias, en vez de exigir un juicio…

El anciano se calló al llegar a una pesada puerta al final de un pasillo, la empujó con el hombro, sonriéndoles bajo las pobladas cejas.

—¿Han estado alguna vez en el Palacio de Cristal? Bueno, pues esto es aún mejor.

Siguió empujando hasta abrir la puerta, y una fuerte luz los envolvió cuando pasaron al otro lado. Era evidente que ése era el único lugar bien iluminado del edificio.

La sala estaba llena de vitrinas, y sobre cada una había colocada una lámpara de luz mágica, que alumbraba el contenido. Tessa notó que Will se tensaba, y Jem la cogió, apretándole el brazo con la mano hasta casi amoratárselo.

—No… —comenzó él a decir, pero Tessa ya había avanzado, y estaba mirando el contenido de las vitrinas.

Botines. Un relicario de oro, abierto para mostrar un daguerrotipo de un niño riendo. Estaba manchado de sangre seca. Detrás de ella, Starkweather estaba hablando de sacar las balas de plata del cuerpo de los licántropos recién muertos para fundirlas y hacer más. De hecho, había un puñado de balas de ésas en una de las vitrinas, llenando un bol manchado de sangre. Juegos de colmillos de vampiros, filas y filas de ellos. Lo que parecía como entramados de hilos finos o de tela muy delicada, entre cristales. Sólo al mirarlos mejor vio Tessa que se trataba de alas de hadas. Un trasgo, como el que había visto con Jessamine en Hyde Park, flotaba con los ojos abiertos en un tarro de líquido conservante.

Y los restos de brujos. Manos momificadas con garras, como las de la señora Negro. Una calavera desnuda, totalmente carente de carne, con aspecto humano excepto porque tenía unos dientes demasiado afilados. Viales de sangre con aspecto pastoso. Starkweather estaba hablando de a cuánto se podían vender las partes de brujo, sobre todo las «marcas» de brujo, en el mercado subterráneo. La chica se sintió mareada y sofocada, con los ojos ardiendo.

Se volvió; le temblaban las manos. Jem y Will siguieron mirando al anciano con silenciosas expresiones de horror; éste sujetaba otro trofeo de caza: una cabeza de aspecto humano colocada sobre un soporte. La piel se había arrugado y vuelto gris, tensa sobre los huesos. Unos cuernos descarnados salían de lo alto del cráneo.

—Conseguí esto de un brujo al que maté cerca de Leeds —explicó—. No creerían lo mucho que se resistió…

La voz de Starkweather se fue haciendo más vacía y resonante, y de repente, Tessa se sintió libre y flotando. La oscuridad la envolvió, y luego notó unos brazos rodeándola y la voz de Jem. Las palabras flotaban hasta ella en fragmentos.

—Mi prometida… nunca había visto botines antes…, no soporta la sangre… muy delicada…

Tessa quería soltarse de Jem, quería lanzarse sobre Starkweather y golpearlo, pero sabía que lo estropearía todo si lo hacía. Apretó los párpados y hundió el rostro contra el pecho de Jem, respirando su olor. Era a jabón y madera de sándalo. Luego notó otras manos sobre ella, que la apartaban de éste. Las criadas de Starkweather. Lo oyó decirles que la llevaran arriba y la ayudaran a acostarse. Abrió los ojos y vio el rostro preocupado del muchacho mirándola, hasta que la puerta de la sala del botín se cerró entre ellos.

Esa noche, a Tessa le costó mucho dormirse y, cuando lo logró, tuvo una pesadilla. En el sueño se hallaba esposada a la cama de latón de la casa de las Hermanas Oscuras…

La luz se colaba por las ventanas como una fina sopa gris. La puerta se abrió y la señora Oscuro entró, seguida de su hermana, que no tenía cabeza, sólo el hueso blanco de la columna que le sobresalía por el cuello, seccionado con cortes irregulares.

—Aquí está, la bella, bella princesa —hablaba la señora Oscuro, aplaudiendo—. Piensa en lo que nos darán por sus partes. Cien por cada una de sus blancas manos, y mil por el par de ojos. Sacaríamos más si fueran azules, claro, pero no se puede tener todo.

Rió por lo bajo, y la cama comenzó a dar vueltas mientras Tessa gritaba y forcejeaba en la oscuridad. Aparecían rostros sobre ella: Mortmain, con sus afilados rasgos retorcidos de risa.

—Dicen que el valor de una buena mujer está muy por encima del de los rubíes —decía—. ¿Y qué del valor de una bruja?

—Ponedla en una jaula, digo yo, y dejemos que los espectadores paguen por verla —indicaba Nate, y de repente los barrotes de una jaula la rodeaban, y él se reía de ella desde el otro lado, con una mueca de desprecio en su bello rostro.

Henry también estaba allí, meneando la cabeza.

—La he desmontado —explicaba—, y no puedo ver lo que hace que le lata el corazón. Aun así, es toda una curiosidad, ¿verdad? —Abría la mano, y tenía algo rojo y carnoso en ella, que palpitaba y se contraía como un pez fuera del agua, ahogándose—. ¿Ves cómo está dividido en dos partes iguales…?

—Tess. —Oyó una voz urgente hablándole al oído—. Tess, estás soñando. Despierta. Despierta. —Unas manos sobre los hombros, sacudiéndola; abrió los ojos, y se encontró tratando de tragar aire en su feo dormitorio de luz grisácea en el Instituto de York. Tenía la ropa de cama enrollada por el cuerpo, y el camisón se le pegaba a la espalda por el sudor. Notaba como si le ardiera la piel. Seguía viendo a las Hermanas Oscuras; a Nate, riéndose de ella; a Henry, diseccionando su corazón.

—¿Era un sueño? —preguntó—. Parecía tan real, tan absolutamente real…

Se cayó de golpe.

—Will —susurró. Él seguía con el traje de la cena, aunque estaba arrugado y tenía el cabello revuelto, como si se hubiera quedado dormido sin cambiarse. Seguía con las manos sobre sus hombros, calentándole la fría piel a través de la tela del camisón.

—¿Qué estabas soñando? —inquirió él. Su tono era tranquilo y normal, como si no fuera nada raro que ella se despertara y lo encontrara sentado en el borde de su cama.

Tessa se estremeció al recordar.

—He soñado que me cortaban en pedazos; que exhibían trozos de mí para que los cazadores de sombras se rieran.

—Tess. —Le acarició el cabello, y le puso los alborotados rizos tras las orejas. Ella se sintió atraída hacia él, como limaduras de hierro hacia un imán. Sus brazos ansiaban rodearlo; su cabeza, apoyarse en el hueco del codo—. Maldito sea ese diablo de Starkweather por enseñarte lo que te enseñó, pero debes saber que ya no es así. Los Acuerdos han prohibido tomar botines. Sólo ha sido un sueño.

«No es cierto —pensó Tessa—. Esto es el sueño».

La vista se le había acostumbrado a la oscuridad; la luz gris de la habitación hacía que los ojos de Will resplandecieran con un azul casi sobrenatural, como los de un gato. Cuando ella respiró temblorosa, los pulmones se le llenaron con el aroma de él, Will, sal y trenes, humo y lluvia, y se preguntó si habría salido a caminar por las calles de York como hacía en Londres.

—¿Dónde has estado? —susurró ella—. Hueles a noche.

—Fuera, buscando pistas. Como de costumbre. —Le acarició la mejilla con dedos cálidos y ásperos—. ¿Podrás dormir ahora? Tenemos que levantarnos temprano. Starkweather nos deja su carruaje para que vayamos a investigar a Ravenscar Manor. Tú, claro, puedes quedarte aquí. No es necesario que nos acompañes.

La muchacha se estremeció.

—¿Quedarme aquí sin vosotros? ¿En este caserón sombrío? Prefiero no hacerlo.

—Tess. —Su voz era tan suave…—. Debe de haber sido toda una señora pesadilla para haberte dejado tan inquieta. Por lo general no hay muchas cosas que te asusten.

—Ha sido horrible. Hasta Henry estaba en mi sueño. Estaba desmontando mi corazón como si fuera un artefacto mecánico.

—Bueno, eso lo aclara todo —repuso Will—. Pura fantasía. Como si Henry fuera un peligro para nadie excepto para sí mismo. —Cuando ella sonrió, él añadió con convicción—: Nunca dejaré que nadie te toque ni un pelo. Lo sabes, ¿verdad, Tess?

Sus miradas se encontraron y se unieron. Ella pensó en la ola que parecía revolcarla siempre que estaba cerca de Will, cómo se sentía subir y bajar, atraída hacia él por fuerzas que escapaban de su control; en el desván, en el tejado del Instituto… Como si él sintiera la misma atracción, Will se inclinó hacia ella. Fue algo natural, tan natural como respirar, alzar la cabeza para que sus labios se posaran en los suyos. Tessa notó la suave exhalación de Will en su boca; alivio, como si se hubiera quitado de encima un gran peso. Él le tomó el rostro entre las manos. Incluso mientras ella cerraba los ojos, oyó la voz de él en su cabeza, de nuevo, inesperadamente.

«No hay futuro para un cazador de sombras que tiene devaneos con brujos».

Ella apartó el rostro rápidamente, y los labios de Will le rozaron la mejilla en vez de la boca. Él se apartó, y ella vio sus azules ojos abiertos, sorprendidos… y heridos.

—No —respondió ella—. No, no lo sé, Will. —Bajó la voz—. Dejaste muy claro —continuó— qué clase de uso quieres darme. Piensas que soy un juguete con el que entretenerte. No deberías haber venido aquí, no es correcto.

Él dejó caer las manos.

—Llamabas…

—No a ti.

Él se quedó en silencio, sólo se oía su agitada respiración.

—¿Lamentas lo que me dijiste aquella noche en el tejado, Will? ¿La noche del funeral de Thomas y de Agatha? —Era la primera vez que alguno de los dos hacía referencia a ese incidente desde que ocurriera—. ¿Me aseguras que no pensabas de verdad lo que dijiste?

Él agachó la cabeza; el cabello le cayó hacia adelante, ocultándole el rostro. Ella apretó los puños a los costados para no empujarlo hacia atrás.

—No —contestó él, en voz muy baja—. Que el Ángel me perdone, pero no puedo decirlo.

Tessa se apartó y se hizo un ovillo, mirando hacia el otro lado.

—Por favor, Will, márchate.

—Tessa…

—Por favor.

Hubo un largo silencio. Luego él se puso en pie, y la cama crujió al moverse. La muchacha oyó sus ligeros pasos sobre el suelo y luego la puerta del dormitorio cerrándose tras él. Como si el sonido le hubiera roto algún hilo que la mantuviera erguida, se dejó caer sobre las almohadas. Se quedó mirando el techo durante largo rato, tratando en vano de olvidar las preguntas que le inundaban la mente: ¿qué había pretendido Will, yendo así a su dormitorio? ¿Por qué había estado tan dulce cuando ella sabía que la despreciaba? ¿Y por qué, aun sabiendo que él era lo peor del mundo para ella, hacerle marchar le parecía un error tan terrible?

La mañana siguiente amaneció inesperadamente azul y bonita, un bálsamo para la dolorida cabeza y el exhausto cuerpo de Tessa. Después de arrastrarse fuera de la cama, donde se había pasado la mayor parte de la noche dando vueltas, se vistió, incapaz de soportar la idea de que la ayudara alguna de las criadas ancianas y medio ciegas. Mientras se abrochaba los botones de la chaqueta, se contempló en el viejo espejo manchado.

Tenía unas profundas ojeras oscuras, como si estuvieran pintadas con carbón.

Will y Jem ya estaban en el salón este, ante un desayuno de tostadas medio quemadas, té, mermelada y nada de mantequilla. Cuando Tessa entró, Jem ya había comido, y Will estaba ocupado cortando su tostada en finas tiras y haciendo obscenos pictogramas con ellas.

—¿Qué se supone que es eso? —preguntó Jem, curioso—. Casi se parece a un… —Alzó la mirada, vio a Tessa y sonrió—. Buenos días.

—Buenos días.

Tessa se dejó caer en la silla frente a Will; él la miró una vez mientras ella se sentaba, pero no había nada en sus ojos ni en su expresión que indicara que recordaba nada de lo que había pasado entre ellos unas horas antes.

Jem la miró preocupado.

—Tessa, ¿cómo te encuentras? Después de anoche… —Se interrumpió y alzó la voz—. Buenos días, señor Starkweather —saludó precipitadamente, y le dio tal empujón en el hombro a Will que éste dejó caer el tenedor, y los trozos de tostada se esparcieron por el plato.

El anciano, que había entrado en la sala aún envuelto en la capa negra que llevaba la noche anterior, le lanzó una mirada ceñuda.

—El carruaje los espera en el patio —anunció, con su habitual parquedad de palabras—. Será mejor que se apresuren si quieren regresar antes de la cena; necesitaré el vehículo esta noche. Le he dicho a Gottshall que de vuelta les deje directamente en la estación, no hace falta entretenerse. Confío en que hayan conseguido todo lo que necesitan.

No era una pregunta. Jem asintió.

—Sí, señor. Ha sido usted muy amable.

Starkweather posó la mirada sobre Tessa, una última vez, antes de volverse y salir de la sala, con la capa ondeando tras él. Ella no podía quitarse de la cabeza la imagen de un gran pájaro de presa, quizá un buitre. Pensó en las vitrinas de trofeos llenas de «botín» y se estremeció.

—Come de prisa, Tessa, antes de que cambie de opinión sobre el carruaje —le advirtió Will, pero ella negó con la cabeza.

—No tengo hambre.

—Al menos toma un té. —El galés se lo sirvió, y le puso abundante leche y azúcar; estaba mucho más dulce de lo que a la muchacha le gustaba, pero era tan raro que él tuviera un detalle como ése, incluso si sólo era para meterle prisa, que se lo bebió de todas formas y consiguió tragar unos trocitos de tostada. Los chicos fueron a buscar los abrigos y el equipaje; volvieron con la capa de viaje, el sombrero y los guantes de Tessa, y pronto se encontraron en la escalera del Instituto de York, parpadeando ante la acuosa luz del sol.

Starkweather había cumplido su palabra. Su carruaje estaba allí, esperándolos, con las cuatro ces de la Clave pintadas en la puerta. El viejo cochero de larga barba y cabello blanco ya estaba en su asiento, fumando un puro; lo tiró cuando los vio aparecer, y se hundió más en el asiento, con los ojos negros mirándolos por debajo de las caídas cejas.

—¡Maldito infierno, es el viejo marino de nuevo! —exclamó Will, aunque parecía más divertido que otra cosa. Saltó dentro del vehículo y ayudó a Tessa a subir. Jem fue el último; cerró la portezuela tras él y se asomó por la ventana para decir al cochero que partiera. Tessa se sentó junto a Will en el estrecho asiento, y notó que le rozaba el hombro; él se tensó al instante, y ella se apartó, mordiéndose el labio. Era como si la noche anterior no hubiera existido, y él volvía a comportarse como si ella fuera puro veneno.

El carruaje comenzó a moverse con una sacudida que casi tiró a Tessa sobre Will de nuevo, pero ella se agarró a la ventana y se mantuvo donde estaba. Los tres permanecieron callados mientras rodaban sobre los adoquines de la estrecha Stonegate Street y pasaban bajo el cartel del Old Star Inn. Los otros chicos estaban callados; Will sólo se animó al contarle a Tessa con una alegría macabra que estaban pasando por las viejas murallas, traspasando la entrada de la ciudad, donde antes se exponían clavadas en picas las cabezas de los traidores. Ella le hizo una mueca, pero no dijo nada.

Una vez atravesaron las murallas, la ciudad rápidamente dejó paso al campo. El paisaje no era suave y ondulado, sino duro e imponente. Colinas verdes salpicadas de aulaga gris arramblaban las grietas de roca oscura. Largas líneas de muros de piedra, que servían para guardar las ovejas, se entrecruzaban sobre los campos verdes; aquí y allí había alguna solitaria cabaña. El cielo parecía una infinita extensión de azul, con pinceladas de largas nubes grises.

Tessa no podría haber dicho cuánto rato llevaban viajando cuando las chimeneas de piedra de una gran mansión se alzaron en la distancia. Jem sacó la cabeza por la ventana de nuevo y llamó al cochero; el carruaje fue parando lentamente.

—Pero aún no hemos llegado —señaló Tessa, confusa—. Si eso es Ravenscar Manor…

—No podemos llegar así hasta la puerta principal; sé razonable, Tess —dijo Will, mientras Jem saltaba del carruaje y alzaba la mano para ayudar a la muchacha a bajar. Las botas de ésta se salpicaron de barro al caer sobre el suelo húmedo y lodoso; Will saltó ágilmente junto a ella—. Tenemos que echar una ojeada a este lugar. Usaremos el artefacto de Henry para registrar si hay alguna presencia demoníaca, así nos aseguraremos de que no vamos directos a una trampa.

—¿El artefacto de Henry de verdad funciona? —preguntó ella; se alzó las faldas para que no se le embarraran mientras los tres comenzaban a avanzar por la carretera. Echó una mirada atrás y vio al cochero, que parecía haberse dormido ya, medio tumbado en su asiento, con el sombrero inclinado sobre los ojos. Alrededor de ellos, el campo era un conjunto de parches grises y verdes; colinas, de grandes pendientes, con las laderas cubiertas parcialmente por trozos de pizarra gris; hierba recortada por las ovejas al pastar, y algunos grupos esparcidos de árboles retorcidos y entrelazados. Había cierta belleza severa en todo ello, pero Tessa se estremeció ante la idea de vivir allí, tan lejos de cualquier parte.

Jem, al verla estremecerse, le sonrió de medio lado.

—Chica de ciudad.

Tessa rió.

—Estaba pensando en lo raro que sería crecer en un lugar como éste, tan lejos de otra gente.

—El lugar donde crecí no era muy diferente de éste —confesó Will inesperadamente, asombrándolos a ambos—. No es tan solitario como piensas. Puedes estar segura de que, en el campo, la gente se visita muy a menudo. Sólo tienen que atravesar distancias mayores que en Londres, pero, una vez llegan, suelen permanecer un tiempo prolongado. Después de todo, ¿hacer todo el viaje para quedarse sólo una noche o dos? A menudo teníamos invitados que se quedaban semanas.

Tessa lo miró sorprendida, sin decir nada. Era tan raro que hiciera la más mínima referencia a su vida pasada que, a veces, Tessa pensaba en él como en alguien sin ningún tipo de pasado. Jem también parecía asombrado, pero se recuperó antes.

—Comparto la opinión de Tessa. Nunca he vivido fuera de la ciudad. No sé cómo podría dormir por las noches, sin saberme rodeado de otras mil almas dormidas y soñando.

—Y suciedad por todos lados, y todo el mundo respirándote encima —contraatacó Will—. Cuando llegué a Londres por primera vez, me hartaba tan rápido de estar rodeado de tanta gente que tenía que hacer un gran esfuerzo para no coger al primer desafortunado que se me cruzara por delante y cometer un acto de violencia contra su persona.

—Algunos dirían que continúas con ese problema —replicó Tessa, pero Will sólo rió, una breve carcajada casi de sorpresa, y luego se detuvo para mirar Ravenscar Manor, que se alzaba ante ellos.

Jem silbó al mismo tiempo que Tessa comprendía por qué antes sólo habían podido ver los extremos de las chimeneas. La mansión estaba construida en el centro de una profunda hondonada entre tres colinas; sus escarpadas pendientes se elevaban rodeándola, como si la sujetaran en la palma de una mano. Tessa, Jem y Will se hallaban en el borde de una de esas colinas, contemplando la mansión. Un largo camino se curvaba ante las enormes puertas delanteras. Nada parecía indicar abandono o desarreglo; no crecían malas hierbas en el camino, ni en los senderos que conducían a los cobertizos de piedra, y no faltaba ningún vidrio en las ventanas con parteluz.

—Alguien vive aquí —dedujo Jem, dando voz a los pensamientos de Tessa. Comenzó a bajar la colina. Allí la hierba era más alta y se agitaba hasta casi la cintura—. Quizá si…

Se quedó en silencio cuando el traqueteo de unas ruedas se hizo audible; por un momento, Tessa pensó que el cochero de su carruaje había ido tras ellos, pero no, ése era muy diferente: un vehículo de aspecto sólido, que cruzó la verja y comenzó a rodar hacia la mansión. Jem se agachó inmediatamente entre la hierba, y Will y Tessa lo secundaron. Vieron cómo se detenía delante de la mansión y el cochero saltaba para abrir la portezuela.

Salió de él una chica muy joven, de unos catorce o quince años, supuso Tessa; sin la edad suficiente para recogerse el cabello en alto, porque se le agitaba con el viento como una cortina de seda negra. Llevaba un vestido azul, sencillo y elegante. Hizo un gesto con la cabeza al cochero y, luego, mientras comenzaba a subir los escalones que llevaban a la puerta de la espectacular vivienda, se detuvo; se detuvo y miró hacia donde Jem, Will y Tessa estaban agachados, casi como si pudiera verlos, aunque ésta estaba segura de que estaban bien ocultos por la hierba.

En realidad, la distancia era excesiva para permitir a la mundana distinguir sus rasgos; sólo veía el pálido óvalo de su rostro enmarcado por el cabello oscuro. Iba a preguntarle a Jem si llevaba un catalejo, cuando Will hizo un ruido; un ruido que Tessa no había oído a nadie hacer antes, una especie de grito ahogado, desagradable y terrible, como si le hubieran extraído todo el aire de un golpe tremendo.

Se percató al instante de que no era sólo un grito ahogado: era una palabra; y no sólo una palabra, sino un nombre; y no cualquier nombre, sino el que le había oído decir anteriormente.

«Cecily».