UN VIAJE
La amistad es una mente en dos cuerpos.
MENCIUS
Charlotte estrelló el papel contra el escritorio con una exclamación de rabia.
—Aloysius Starkweather es el más terco, hipócrita, obstinado, degenerado… —Se calló, en un evidente intento de controlar su rabia.
Tessa nunca le había visto la boca más apretada a la directora del Instituto.
—¿Quieres un diccionario de sinónimos? —preguntó Will. Se hallaba tumbado en uno de los sillones orejeros cerca de la chimenea del salón, con las botas sobre la otomana. Las tenía llenas de barro, y el sofá ya lo estaba también. En un día normal, Charlotte le hubiera reñido, pero la carta de Aloysius que había recibido esa mañana y por la que había reunido a todos en el salón parecía absorber toda su atención—. Parece que se te acaban las palabras.
—¿Y realmente es un «degenerado»? —preguntó Jem, ecuánime, desde las profundidades de otro sillón—. Quiero decir, el viejo tiene casi noventa años, sin duda ya le ha pasado la época de cualquier perversión auténtica.
—No sé —repuso Will—. Te sorprendería lo que llegan a hacer algunos de los viejos en la Taberna del Demonio.
—Nada de lo que haga alguien que tú conoces podría sorprendernos, Will —intervino Jessamine, que estaba tumbada en el diván, con un trapo húmedo sobre la frente. Aún no se le había pasado la jaqueca.
—Cariño —dijo Henry con ansiedad mientras iba hacia donde se hallaba sentada su esposa—, ¿estás bien? Se te ve un poco… a topos.
No se equivocaba. Manchas rojas de ira le habían cubierto el rostro y el cuello a Charlotte.
—Me parece encantador —señaló Will—. He oído que los topos son el último grito en moda esta temporada.
Henry, inquieto, le dio unas palmaditas a su mujer en el hombro.
—¿Quieres un paño frío? ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—Podrías cabalgar hasta Yorkshire y cortarle la cabeza a ese viejo chivo. —Charlotte sonaba a punto de hacer una locura.
—¿No nos pondría eso en una posición bastante incómoda con la Clave? —preguntó su esposo—. No les suele gustar mucho lo de, ya sabes, las decapitaciones y cosas así.
—¡Oh! —exclamó la directora exasperada—. Es mi culpa, ¿no? No sé por qué pensé que me lo podía ganar. Ese hombre es una pesadilla.
—¿Qué te ha dicho exactamente? —preguntó Will—. En la carta, quiero decir.
—Se niega a verme, a mí o a Henry —explicó ella—. Dice que nunca perdonará a mi familia por lo que le hizo mi padre. Mi padre… —Suspiró—. Era un hombre difícil. Totalmente fiel a la letra de la Ley, y los Starkweather siempre han interpretado la Ley de un modo más abierto. Mi padre pensó que allí en el norte vivían de cualquier manera, como salvajes, y no tuvo ningún reparo en decirlo. No sé qué más hizo, pero el viejo Aloysius parece que aún se siente personalmente insultado. Por no hablar de que también ha dicho que si me importara realmente lo que él piensa sobre algo, lo habría invitado a la última reunión del Consejo. ¡Como si yo estuviera a cargo de ese tipo de cosas!
—¿Por qué no lo invitaron? —inquirió Jem.
—Es demasiado viejo; no debería estar dirigiendo el Instituto. Pero se niega a renunciar y, por ahora, el cónsul Wayland no le ha obligado a ello, pero tampoco lo invita a las reuniones del Consejo. Creo que espera que Aloysius se dé cuenta de la insinuación o simplemente muera de viejo. Pero el padre de Aloysius vivió hasta los ciento cuatro años. Puede que tengamos que aguantarlo como otros quince años. —Charlotte movió la cabeza, desesperada.
—Bueno, si no quiere verte ni a ti ni a Henry, ¿por qué no envías a otro? —preguntó Jessamine con voz aburrida—. Diriges el Instituto; se supone que los miembros del Enclave deben hacer lo que tú les digas.
—Pero hay muchos del lado de Benedict —se quejó la mujer—. Quieren verme fracasar. No sé en quién puedo confiar.
—Puedes confiar en nosotros —afirmó Will—. Envíame a mí. Y también a Jem.
—¿Y yo qué? —preguntó Jessamine, indignada.
—¿Y tú qué? No querrás ir de verdad, ¿no?
Jessamine alzó la punta del paño húmedo que tenía sobre los ojos para mirar molesta a Will.
—¿En un tren apestoso todo el camino hasta la mortalmente aburrida Yorkshire? No, claro que no. Sólo quería que Charlotte supiera que puede confiar en mí.
—Confío en ti, Jessamine, pero es evidente que no te encuentras bien como para ir. Lo que es una pena, porque Aloysius siempre ha tenido debilidad por las caras bonitas.
—Una razón más por la que debo ir yo —insistió Will.
—Will, Jem… —Charlotte se mordió el labio—. ¿Estáis seguros? El Consejo no estaba nada complacido con las acciones independientes que realizasteis en el asunto de la Señora Oscuro.
—Bueno, pues deberían estarlo. ¡Matamos a un peligroso demonio! —protestó Will.
—Y salvamos a Iglesia.
—Dudo bastante que eso cuente a nuestro favor —opinó Will—. Ese gato me mordió tres veces la otra noche.
—Seguramente eso sí cuenta a tu favor —intervino Tessa—. O al menos en el de Jem.
Will le hizo una mueca, pero no parecía enfadado; era el tipo de mueca que podría haberle hecho a Jem si el otro chico se hubiera burlado de él. Quizá sí que podían comportarse de una manera educada el uno con el otro, pensó Tessa. La noche anterior había sido muy amable con ella en la biblioteca.
—Parece un viaje absurdo —señaló Charlotte. Las manchas rojas de la piel comenzaban a desvanecérsele, pero tenía mal aspecto—. No creo que os cuente gran cosa si sabe que yo os he enviado. Si sólo…
—Charlotte —exclamó Tessa—, sí que hay una manera para conseguir que nos lo cuente.
La aludida la miró confusa.
—Tessa, ¿qué estás…? —Se interrumpió de golpe, y se le iluminaron los ojos—. Oh, ya veo. Tessa, qué idea más buena.
—¿Oh, qué? —quiso saber Jessamine—. ¿Qué idea?
—Si pudiéramos conseguir algo de él —explicó Tessa—, y me lo dierais, lo podría usar para Cambiarme en él. Y quizá acceder a sus recuerdos. Os podría decir qué recuerda de Mortmain y los Shade, si es que recuerda algo.
—Entonces vendrás con nosotros a Yorkshire —afirmó Jem.
De repente, todos los ojos de la sala estaban clavados en Tessa. Completamente sobresaltada, no dijo nada durante un momento.
—No hace falta que nos acompañe —opinó Will—. Podemos conseguir un objeto y traérselo aquí.
—Pero Tessa ya nos ha dicho que necesita emplear algo que tenga una fuerte relación con el portador —explicó Jem—. Si lo que elegimos resulta ser insuficiente…
—También ha dicho que puede emplear un recorte de uña, un mechón de cabello…
—Así que me estás sugiriendo que cojamos el tren hasta York, nos reunamos con un viejo de noventa años, saltemos sobre él y le tiremos del pelo, ¿no? Estoy seguro de que la Clave estará encantada.
—Sólo dirían que estáis locos —replicó Jessamine—. Ya lo creen, así que ¿qué diferencia habrá?
—La decisión es de Tessa —apuntó Charlotte—. Es su poder el que le pedimos usar; debe decidir ella.
—¿Has dicho que cogeríamos el tren? —preguntó Tessa mirando a Jem.
Él asintió con la cabeza, y los ojos plateados le bailaron alegres.
—La línea norte tiene trenes que salen de Kings Cross durante todo el día —contestó—. Sólo son unas horas.
—Entonces iré —decidió Tessa—. Nunca he cogido un tren.
Will alzó las manos al cielo.
—¿Así? ¿Vienes porque nunca antes has estado en un tren?
—Sí —respondió ella; sabía que con su actitud tranquila lo volvía loco—. Me gustaría mucho viajar en uno.
—Los trenes son cosas sucias y llenas de humo —advirtió Will—. No te gustará.
Tessa no se inmutó.
—No lo sabré hasta que lo pruebe, ¿verdad?
—Yo nunca me he bañado desnudo en el Támesis, pero sé que no me gustaría.
—Pero piensa en lo entretenido que sería para los que te vieran —replicó Tessa, y vio que Jem agachaba la cabeza para ocultar una gran sonrisa—. De todas formas, no importa. Quiero ir e iré. ¿Cuándo salimos?
Will puso los ojos en blanco, pero Jem seguía sonriendo.
—Mañana por la mañana. Así llegaremos antes de que anochezca.
—Tengo que enviar un mensaje a Aloysius diciendo que os espere —dijo Charlotte, cogiendo la pluma. Se detuvo y los miró a todos—. ¿Es una mala idea? Me siento… como si no estuviera segura.
Tessa la miró preocupada; ver a Charlotte así, dudando de su propio instinto, la hacía odiar a Benedict Lightwood y a sus seguidores más de lo normal.
Fue Henry el que se acercó a la directora y le puso la mano sobre el hombro.
—La única alternativa parece ser no hacer nada, querida Charlotte —indicó—. Y soy de la opinión de que hacer nada pocas veces da resultado. Además, ¿qué podría ir mal?
—Oh, por el Ángel, ojalá no hubieras dicho eso —replicó su esposa con pasión, pero se inclinó sobre el papel y comenzó a escribir.
Esa tarde Tessa y Sophie tuvieron su segunda sesión de entrenamiento con los Lightwood. Después de ponerse el uniforme, Tessa salió de su cuarto y se encontró a la doncella esperándola en el pasillo. Ésta también estaba vestida para entrenar, con el cabello recogido en un adecuado moño detrás de la cabeza, y una expresión sombría en el rostro.
—Sophie, ¿qué pasa? —inquirió Tessa, mientras comenzaba a caminar junto a ella—. Tienes muy mala cara.
—Bueno, si de verdad lo quiere saber… —Sophie bajó la voz—. Es Bridget.
—¿Bridget? —La chica irlandesa se había mantenido invisible en la cocina desde su llegada, a diferencia de Cyril, que había estado de aquí para allá por la casa, haciendo recados para Sophie. El último recuerdo que Tessa tenía de Bridget era verla sentada sobre Gabriel Lightwood con un cuchillo. Se recreó en esa imagen durante un momento—. ¿Qué ha hecho?
—Es que… —Sophie dejó escapar un largo suspiro—. No es muy simpática. Agatha era mi amiga, pero Bridget… bueno, entre los criados nos da por hablar, ya sabe, normalmente, pero Bridget no quiere. Cyril es bastante simpático, pero Bridget se queda en la cocina sola, cantando esas horribles baladas irlandesas. Apuesto a que ahora mismo está cantando una.
No pasaban muy lejos de la puerta de la antecocina; Sophie hizo un gesto a Tessa para que la siguiera, y juntas se acercaron sigilosas y miraron dentro. La antecocina era grande, con puertas que daban a la cocina y a la despensa. La encimera estaba llena de comida para la cena: pescado y verduras, acabados de limpiar y preparar. Bridget estaba junto al fregadero, con el cabello rodeándole la cabeza con muchos rizos rojos, encrespados por la humedad. Y estaba cantando; Sophie tenía razón en eso. Su voz, que se alzaba sobre el ruido del agua, era aguda y dulce.
Oh, su padre por la escalera la acompañó,
Su madre el cabello rubio le peinó.
Su hermana Ann a la cruz la llevó,
Y su hermano John al caballo la subió.
«Ahora tú estás arriba y yo abajo,
Antes de partir, dame un beso».
Ella se inclinó para besarlo,
Él profundo la hirió y no falló.
Y con un cuchillo afilado como un dardo,
Su hermano, en el corazón, la apuñaló.
Por un segundo, el rostro de Nate se le apareció a Tessa ante los ojos, y ésta se estremeció. Sophie, mirando más allá, no pareció notarlo.
—Eso es lo único sobre lo que canta —susurró Sophie—. Asesinato y traición. Sangre y dolor. Es horrible.
Por suerte, la voz de Sophie cubrió el final de la canción. Bridget había comenzado a secar los platos y comenzó una nueva balada, una melodía aún más melancólica que la primera.
¿Por qué tu espada así gotea sangre,
Edward, Edward?
¿Por qué tu espada así gotea sangre?
¿Y por qué tan triste estás?
—Ya basta. —Sophie se volvió y se apresuró por el pasillo; Tessa la siguió—. Ve a qué me refiero, ¿verdad? Es tan horriblemente morbosa, y es horrible compartir la habitación con ella. No dice ni una palabra ni de día ni de noche, sólo gime…
—¿Compartes la habitación con ella? —Tessa estaba sorprendida—. Pero hay muchas habitaciones en el Instituto…
—Para cazadores de sombras de visita —explicó Sophie—. No para los sirvientes. —Lo dijo sin segundas, como si nunca se le hubiera ocurrido quejarse porque docenas de espléndidas habitaciones estuvieran vacías mientras ella tenía que compartir una con Bridget, la cantante de baladas macabras.
—Podría hablar con Charlotte… —comenzó Tessa.
—Oh, no. Por favor, no lo haga. —Habían llegado a la puerta de la sala de entrenamiento. Sophie se volvió hacia ella, nerviosa—. No quería que pensara que me he estado quejando de los otros sirvientes. De verdad que no, señorita Tessa.
Ella iba a asegurarle que no diría nada a la directora si eso era lo que Sophie quería, cuando oyó voces airadas al otro lado de la puerta de la sala de entrenamiento. Le hizo un gesto a la criada para que guardara silencio, se inclinó y escuchó.
Las voces eran sin duda las de los hermanos Lightwood. Reconoció los tonos graves y ásperos de Gideon.
—Llegará el momento del juicio, Gabriel. De eso puedes estar seguro. Lo que importa es de qué lado estemos cuando llegue.
—Estaremos junto a padre, claro. ¿Dónde si no? —replicó Gabriel en un tono tenso.
Hubo un silencio.
—No lo sabes todo de él, Gabriel. No sabes todo lo que ha hecho.
—Sé que somos Lightwood, y que él es nuestro padre. Sé que estaba convencido de que lo nombrarían director del Instituto cuando Granville Fairchild muriera…
—Quizá el Cónsul sepa más sobre él que tú. Y más sobre Charlotte Branwell. No es la tonta que tú crees que es.
—¿De verdad? —La voz de Gabriel era sarcástica—. ¿Dejarnos venir aquí para entrenar a sus preciosas chicas, no la convierte en una tonta? ¿No debería haber supuesto que estamos espiando para padre?
Sophie y Tessa se miraron con ojos muy abiertos.
—Lo acepta porque el Cónsul la obligó. Y además, nos reciben en la puerta, nos acompañan a esta sala, y luego nos acompañan al salir. Y la señorita Collins y la señorita Gray no saben nada importante. ¿Qué mal dirías tú que le está causando nuestra presencia aquí?
Hubo un silencio durante el que Tessa casi pudo oír a Gabriel ponerse de morros.
—Si desprecias tanto a padre —dijo éste finalmente—, ¿por qué has regresado de España?
—He vuelto por ti… —contestó Gideon, con tono de exasperación.
Sophie y Tessa habían estado apoyadas contra la puerta, con la oreja pegada a la hoja. En ese momento, ésta cedió y se abrió de golpe. Ambas se irguieron rápidamente, y Tessa esperó que no se les notara en la cara que habían estado escuchando.
Gabriel y Gideon se hallaban en un charco de luz en el centro de la sala, cara a cara. Tessa se fijó en algo que no había visto antes: Gabriel, a pesar de ser el menor, era varios centímetros más alto que Gideon. Éste era más musculoso, más ancho de hombros. Se pasó la mano por el rubio cabello, e hizo una seca inclinación de cabeza a las chicas cuando aparecieron en el umbral.
—Buenos días —saludó.
Gabriel Lightwood fue a recibirlas. Era bastante alto, pensó Tessa, que hubo de inclinar el cuello hacia atrás para mirarle a la cara. Al ser una chica alta, no le ocurría a menudo tener que echar la cabeza hacia atrás para mirar a un hombre, aunque tanto Will como Jem eran más altos que ella.
—¿La señorita Lovelace está aún lamentablemente ausente? —inquirió él sin molestarse en saludarla.
Su expresión era tranquila, y la única señal de su anterior agitación era una vena que le latía justo debajo de la runa de Valor en Combate que tenía dibujada en el cuello.
—Sigue con jaqueca —contestó Tessa, mientras iba tras él hacia el centro de la sala de entrenamiento—. No sabemos por cuánto tiempo estará indispuesta.
—Sospecho que hasta que se acaben estas sesiones de entrenamiento —replicó Gideon, de una forma tan seca que Tessa se sorprendió cuando Sophie se echó a reír.
Inmediatamente, la joven recuperó la seriedad, pero no antes de que el mayor de los Lightwood le hubiera lanzado una mirada sorprendida, y casi apreciativa, como si no estuviera acostumbrado a que rieran sus chistes.
Con un suspiro, Gabriel soltó dos largos palos de sus vainas en la pared. Le pasó uno a Tessa.
—Hoy —comenzó a explicar—, haremos ejercicios de parada y bloqueo…
Como era habitual, Tessa estuvo despierta mucho rato esa noche antes de conseguir dormir. Últimamente había estado teniendo pesadillas, por lo general sobre Mortmain, con sus fríos ojos grises y la voz aún más fría diciéndole tranquilamente que él la había hecho, que «No hay ninguna Tessa Gray».
Ella se había enfrentado cara a cara con él, con el hombre al que buscaban, y aún seguía sin saber realmente qué quería de ella. Casarse, pero ¿por qué? Para poseer su poder, pero ¿con qué fin? La idea de sus fríos ojos de lagarto sobre ella la hacía estremecer; la idea de que él pudiera tener algo que ver con su nacimiento era incluso peor. No creía que nadie, ni siquiera Jem, el maravilloso y comprensivo Jem, entendiera del todo su ardiente necesidad de saber qué era, o el temor a ser algún tipo de monstruo, un temor que la despertaba en medio de la noche y la dejaba jadeante y arañándose la propia piel, como si pudiera pelarse para mostrar una piel de demonio debajo.
En ese momento oyó un ruido junto a su puerta y el ligero arañazo de algo al ser empujado contra ella. Después de unos segundos, salió de la cama y cruzó el cuarto.
Abrió la puerta y se encontró con el pasillo vacío y el suave sonido de música de violín que le llegaba de la habitación de Jem al otro lado del corredor. A sus pies había un pequeño libro verde. Lo cogió y miró las letras estampadas en oro en el lomo: «Vathek, de William Beckford».
Cerró la puerta, se llevó el libro a la cama y se sentó para examinarlo. Will debía de habérselo dejado. No podía haber sido nadie más. Pero ¿por qué? ¿Por qué esas pequeñas y extrañas gentilezas en la oscuridad, la charla sobre libros y la frialdad el resto del tiempo?
Abrió el libro por la página del título. Will le había escrito una nota; no una nota exactamente. Un poema.
Para Tessa Gray, con motivo de recibir una copia de Vathek para leer:
El califa Vathek y su sombría horda
Al infierno van, ¡no te aburrirán!
Tu fe en mí recuperarás,
A menos que este detalle te desagrade
Y mi humilde regalo desoigas.
WILL
Tessa se echó a reír, y luego se tapó la boca con la mano. A la porra Will, porque siempre conseguía hacerla reír, incluso cuando ella no quería, incluso cuando ella sabía que abrirle su corazón, aunque sólo fuera una ranura, era como tomar un pellizco de alguna droga adictiva. Dejó la copia de Vathek, junto con el poema de Will, deliberadamente terrible, en su mesilla de noche, se metió en la cama y hundió el rostro en la almohada. Aún podía oír la música del violín de Jem, tristemente dulce, colándose por debajo de la puerta. Con todas sus fuerzas, trató de no pensar en Will, y al final, cuando se quedó dormida y soñó, por una vez él no apareció en sus sueños.
El día siguiente llovía, y a pesar del paraguas, Tessa notaba que el fino sombrero que Jessamine le había prestado comenzaba a caérsele sobre las orejas, como un pájaro empapado, mientras Jem, Will y ella, con Cyril cargando su equipaje, corrían desde el carruaje hasta la Estación de Kings Cross. A través de la cortina de lluvia gris, sólo veía un alto e impresionante edificio, con una gran torre con reloj alzándose ante ella. En lo más alto había una veleta, que mostraba que el viento soplaba hacia el norte, y con fuerza, salpicándole frías gotas de lluvia a la cara.
En el interior, la estación era un caos: gente apresurándose aquí y allí; vendedores de periódicos gritando las noticias; hombres paseándose de arriba abajo con carteles atados al pecho, anunciando desde tónicos capilares hasta jabón. Un niño con una chaqueta Norfolk corría de un lado al otro, con su madre persiguiéndolo. Will le dijo algo a Jem y se perdió entre la multitud.
—Se ha ido y nos ha dejado, ¿no? —preguntó Tessa, peleándose con el paraguas, que se negaba a cerrarse.
—Permíteme hacerlo. —Con habilidad, Jem apretó el mecanismo; el paraguas se plegó con un decidido chasquido. Tessa sonrió a Jem, mientras se apartaba el cabello húmedo de los ojos. En ese momento regresó Will acompañado con un mozo con cara de pocos amigos, que le cogió el equipaje a Cyril y les soltó que se dieran prisa, que el tren no iba a esperar todo el día.
Will miró al mozo y luego el bastón de Jem, y de vuelta. Entrecerró los ojos.
—Nos espera a nosotros —puntualizó Will con una sonrisa asesina.
El mozo parecía anonadado, pero dijo: «Señor» en un tono mucho menos agresivo, y procedió a guiarlos hacia el andén de salida. La gente, ¡muchísima gente!, pasaba junto a Tessa mientras ésta se abría camino, agarrando a Jem con una mano y el sombrero de Jessamine con la otra. Al fondo de la estación, donde las vías salían a campo abierto, vio el cielo gris acero, manchado de hollín.
Jem la ayudó a subir al compartimento; hubo mucho alboroto con el equipaje. Will finalmente le dio una propina al mozo entre gritos y pitidos mientras el convoy se preparaba para partir. La puerta se cerró tras ellos justo cuando el tren comenzaba a avanzar, con el humo pasando por la ventana en rachas blancas y las ruedas traqueteando alegremente.
—¿Ta has traído algo para leer durante el viaje? —preguntó Will mientras se sentaba frente a Tessa.
Jem estaba al lado de ella, y apoyaba el bastón contra la pared.
Ella pensó en la copia de Vathek y en el poema de Will en su interior; lo había dejado en el Instituto para evitar tentaciones, igual que se dejaría una caja de bombones si se estuviera a dieta y no se quisiera ganar peso.
—No —contestó Tessa—. Últimamente no he encontrado nada que quiera leer especialmente.
Will alzó el mentón, pero no dijo nada.
—Siempre resulta excitante iniciar un viaje, ¿no te parece? —continuó Tessa, pegada a la ventanilla, aunque poco podía ver aparte del humo, el hollín y la lluvia gris; Londres era una tenue sombra en la niebla.
—No —respondió Will, mientras se recostaba en su asiento y se ponía el sombrero sobre los ojos.
Tessa siguió con la cara pegada en el vidrio mientras el gris Londres fue quedando atrás, y con él la lluvia. Pronto estuvieron avanzando a través de campos verdes moteados de ovejas blancas, y aquí y allí se distinguía la punta de la torre de algún pueblo en la distancia. El cielo había pasado de un color acero a un azul húmedo y neblinoso, y pequeñas nubes negras se deslizaban por él. Tessa lo observaba todo fascinada.
—¿No habías estado nunca antes en el campo? —preguntó Jem, y, a diferencia de la de Will, su pregunta tenía el aire de auténtica curiosidad.
Tessa negó con la cabeza.
—No recuerdo haber salido nunca de Nueva York, excepto para ir a Coney Island, y eso no es realmente el campo. Supongo que debo de haber pasado por una parte cuando llegué desde Southampton con las Hermanas Oscuras, pero era de noche, y tenían las cortinas echadas sobre las ventanas. —Se quitó el sombrero, que goteaba, y lo dejó en el asiento que había entre ellos para que se secara—. Pero me parece como si ya lo hubiera visto. En los libros. No dejo de imaginarme que veré Thornfield Hall alzándose entre los árboles, o Wuthering Heights colgada de un peñasco rocoso…
—Wuthering Heights está en Yorkshire —indicó Will, desde debajo de su sombrero—, y aún estamos lejos de allí. Ni siquiera hemos llegado a Grantham. Y no hay nada tan impresionante en Yorkshire. Colinas y valles, ni siquiera auténticas montañas como tenemos en Gales.
—¿Echas de menos Gales? —quiso saber Tessa.
No estaba segura de por qué lo había hecho; sabía que preguntar a Will sobre su pasado era como echar sal en la herida, pero no parecía poder evitarlo.
Will se encogió de hombros despreocupadamente.
—¿Qué hay para echar de menos? Ovejas y canciones —contestó—. Y el ridículo idioma. Fe hoffwn i fod mor feddw, fyddai ddim yn cofio enw.
—¿Qué significa?
—Significa: «Me gustaría emborracharme tanto que no pudiera recordar ni mi nombre». Muy útil.
—No pareces muy patriótico —observó Tessa—. ¿No estabas recordando las montañas?
—¿Patriótico? —Will parecía satisfecho de sí mismo—. Te diré lo que es patriótico —añadió—: En honor a mi lugar de nacimiento, tengo el dragón de Gales tatuado en el…
—Estás de un humor encantador, ¿verdad, William? —lo interrumpió Jem, aunque no había ninguna aspereza en su voz. Aun así, después de haberlos observado durante cierto tiempo, juntos y por separado, Tessa sabía que el uso de sus nombres completos en vez de la forma abreviada tenía un significado—. Recuerda que Starkweather no aguanta a Charlotte, así que si estás de este humor…
—Te prometo que lo encantaré hasta la médula —repuso Will, incorporándose y ajustándose su chafado sombrero—. Lo encantaré con tal fuerza que cuando acabe, lo dejaré tirado en el suelo, tratando de recordar su propio nombre.
—Tiene ochenta y nueve años —masculló Jem—. Quizá ya tenga ese problema.
—¿Y supongo que ahora te estás reservando todo ese encanto? —intervino Tessa—. ¿No te apetecería gastar un poco con nosotros?
—En eso estaba pensando… —Will parecía satisfecho—. Y no es a Charlotte a quien los Starkweather no soportan, Jem. Es a su padre.
—Los pecados del padre… —replicó su amigo—. No están muy dispuestos a que les agrade ningún Fairchild, o nadie relacionado con uno. Charlotte ni siquiera ha dejado venir a Henry…
—Eso es porque siempre que se deja salir a Henry de casa solo, se corre el riesgo de crear un incidente internacional —bromeó Will—. Pero sí, para responder a la pregunta que no has formulado, sí que comprendo la confianza que Charlotte ha depositado en nosotros, y tengo la intención de comportarme. Al igual que vosotros, no quiero ver a ese Benedict Lightwood y a sus horrorosos hijos a cargo del Instituto.
—No son horrorosos —protestó Tessa.
—¿Qué? —preguntó Will, sorprendido.
—Gideon y Gabriel —insistió la chica—. Lo cierto es que son bastante guapos, nada horrorosos.
—Me refería —explicó Will en un tono sepulcral— a las negras profundidades de sus almas.
Tessa resopló.
—¿Y de qué color se supone que son las profundidades de tu alma, Will Herondale?
—Malva —contestó él.
Tessa miró a Jem en busca de ayuda, pero éste se limitó a sonreír.
—Quizá deberíamos preparar una estrategia —planteó—. Starkweather odia a Charlotte, pero sabe que ella nos ha enviado. Así que ¿qué haremos para abrirnos un camino hasta su corazón?
—Tessa puede utilizar sus encantos femeninos —respondió Will—. Charlotte dijo que al viejo le gustaría una cara bonita.
—¿Cómo ha explicado Charlotte mi presencia? —inquirió Tessa, al darse cuenta con retraso de que debería haberlo preguntado antes.
—No lo ha hecho; sólo le ha dado nuestros nombres —reveló el galés—. Ha sido bastante seca. Creo que nos toca a nosotros inventarnos una historia plausible.
—No podemos decir que soy una cazadora de sombras; sabría inmediatamente que no es cierto. No tengo Marcas.
—Ni tampoco ninguna marca de bruja. Pensará que eres una mundana —dijo Jem—. Podrías Cambiar, pero…
Will la miró meditando. Aunque Tessa sabía que aquello no significaba nada, peor que nada, en realidad, aún sintió su mirada como si fuera el roce de un dedo sobre la nuca, haciéndola estremecer. Se obligó a devolverle la mirada fijamente.
—Quizá podríamos decir que es una tía solterona loca que insiste en hacernos de carabina allá adonde vamos.
—Mi talento es cambiar de forma, Will, no actuar —replicó Tessa, y Jem se echó a reír con ganas. Will lo miró muy serio.
—Aquí te ha ganado, Will —observó Jem—. A veces pasa, ¿no? Quizá debería presentar a Tessa como mi prometida. Podríamos decirle al viejo loco de Aloysius que su Ascensión está en camino.
—¿Ascensión? —Tessa no recordaba nada sobre ese término en el Códice.
—Cuando un cazador de sombras desea casarse con una mundana… —comenzó Jem.
—Pero creía que estaba prohibido, ¿no? —preguntó ella, mientras el tren entraba en un túnel. De repente se hizo la oscuridad en su compartimento, aunque Tessa tuvo de todas formas la sensación de que Will estaba mirándola, esa sensación escalofriante de que tenía los ojos clavados en ella.
—Lo está. A no ser que la Copa Mortal se emplee para transformar a ese mundano en un cazador de sombras. No es un resultado habitual, pero pasa. Si el cazador de sombras en cuestión solicita a la Clave una Ascensión para su pareja, la Clave debe pensarlo al menos tres meses. Mientras tanto, el mundano se embarca en un programa de estudios para aprender la cultura de los cazadores de sombras…
El pitido del tren tapó la voz de Jem mientras la locomotora salía del túnel. Tessa miró a Will, pero éste tenía la mirada fija en la ventana, y no en ella. Debía de habérselo imaginado.
—Supongo que no es una mala idea —comentó—. Sé bastante; casi me he acabado todo el Códice.
—Y parecería razonable que te hubiera traído conmigo —añadió Jem—. Como una posible Ascendente, puedes querer aprender sobre los otros Institutos además del de Londres. —Miró a Will—. ¿Qué te parece?
—Me parece tan buena idea como otra cualquiera —contestó Will, que seguía mirando por la ventana; el campo era menos verde, más inhóspito. No se veía ningún pueblo, sólo largas franjas de hierba gris verdosa y peñascos de roca negra.
—¿Cuántos Institutos hay, además del de Londres? —preguntó Tessa.
Jem los fue contando con los dedos.
—¿En Gran Bretaña? Londres; York; uno en Cornualles, cerca de Titangel; uno en Cardiff, y uno en Edimburgo. Aunque todos son más pequeños, y dependen del Instituto de Londres, que a su vez depende de Idris.
—Gideon Lightwood dijo que estaba en el Instituto de Madrid. ¿Qué diablos estaba haciendo allí?
—Perdiendo el tiempo, lo más seguro —contestó Will.
—Cuando terminamos nuestro entrenamiento, a los dieciocho años —explicó Jem, como si Will no hubiera hablado—, nos animan para que viajemos, para que pasemos tiempo en otros Institutos, para experimentar algo de la cultura de los cazadores de sombras en otros lugares. Siempre hay técnicas diferentes y trucos locales que aprender. Gideon sólo ha estado fuera unos meses. Si Benedict lo ha hecho volver tan pronto, es que debe de pensar que su puesto en el Instituto es cosa segura. —Jem parecía preocupado.
—Pero se equivoca —añadió Tessa con firmeza, y cuando la preocupación no abandonó los ojos grises de Jem, buscó algo para cambiar de tema—. ¿Dónde está el Instituto de Nueva York?
—No nos hemos aprendido todas las direcciones, Tessa. —Había algo en la voz de Will, un trasfondo peligroso.
—¿Pasa algo? —le preguntó Jem, mirándolo fijamente.
Will se sacó el sombrero y lo dejó en el asiento junto al suyo. Los miró a ambos fijamente durante un momento. Tessa pensó que era tan agradable de contemplar como siempre, pero que parecía haber algo «gris» en él, casi desleído. Para alguien que a menudo parecía brillar con fuerza, era como si esa luz se hubiera agotado, como si hubiera estado haciendo rodar permanentemente una roca cuesta arriba como Sísifo.
—Anoche bebí demasiado —contestó Will finalmente.
«La verdad, ¿por qué te molestas, Will? ¿No te das cuenta de que ambos sabemos que mientes?», estuvo a punto de decir Tessa, pero una mirada de Jem la hizo callar.
Éste miraba al galés con preocupación, mucha preocupación, aunque Tessa sabía que él no creía a Will en lo de beber, como tampoco lo creía ella. Pero…
—Bueno —fue todo lo que Jem dijo, como bromeando—, si hubiera una runa de la Sobriedad…
—Sí. —Will le devolvió la mirada, y la tensión en su rostro se relajó ligeramente—. Si podemos seguir discutiendo tu plan, Jem… Es bueno, excepto por una cosa. —Se inclinó hacia adelante—. Si se supone que es tu prometida, Tessa necesita un anillo.
—Ya lo había pensado —admitió Jem, y sorprendió a Tessa, que se había imaginado que esa idea de la Ascendente se le acababa de ocurrir. Jem metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó un anillo de plata, que le tendió a Tessa en la palma. No era muy diferente del anillo de plata que Will llevaba muchas veces, aunque el de éste tenía un dibujo de unos pájaros en vuelo y ése tenía alrededor un detallado grabado de las almenas de un castillo—. El anillo de la familia Carstairs —anunció—. Si te parece…
Tessa se lo cogió y se lo puso en el dedo anular izquierdo, donde pareció ajustársele de forma mágica. Pensó que tenía que decir algo como «Es muy bonito» o «Gracias», pero, naturalmente, él no le estaba pidiendo matrimonio, ni tampoco era un regalo. Sólo era parte de la trama.
—Charlotte no lleva un anillo de casada —comentó—. No me había dado cuenta de que los cazadores de sombras los llevaban.
—No los llevamos —informó Will—. La costumbre es dar a la chica el anillo de tu familiar cuando te comprometes, pero en la ceremonia de la boda se intercambian runas en vez de anillos. Una en el brazo y otra sobre el corazón.
—«Grábame como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor; los celos crueles como la tumba» —citó Jem—. El Cantar de los Cantares.
—¿«Los celos crueles como la tumba»? —Tessa arqueó las cejas—. Eso no es… muy romántico.
—«Sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama» —añadió Will, sacudiendo las cejas—. Siempre había pensado que las mujeres encontraban muy romántica la idea de los celos. Hombres luchando por ti…
—Bueno, no hay ninguna «tumba» en las bodas mundanas —replicó ella—. Aunque vuestra capacidad para citar la Biblia es impresionante. Mejor que la de mi tía Harriet.
—¿Lo has oído, Jem? Nos acaba de comparar con su tía Harriet.
El aludido, como siempre, estaba tranquilo.
—Debemos conocer bien todos los textos religiosos —explicó—. Para nosotros son manuales de instrucciones.
—¿Y los memorizáis en la escuela? —Tessa se dio cuenta de que no había visto ni a Will ni a Jem estudiando desde que estaba en el Instituto—. ¿O quizá cuando estáis bajo un tutor?
—Sí, aunque Charlotte ha descuidado bastante nuestra formación últimamente, como puedes imaginarte —dijo Will—. O tienes un tutor o vas a la escuela en Idris; es decir, hasta que llegues a la mayoría de edad, a los dieciocho. Que por suerte será pronto, para los dos.
—¿Quién es el mayor de los dos?
—Jem —contestó Will.
—Yo —respondió el aludido al mismo tiempo.
Y también rieron al unísono.
—Pero sólo por tres meses —añadió Will.
—Sabía que tendrías de decir eso —replicó Jem sonriendo de medio lado.
Tessa miró a uno y a otro. No podía haber dos chicos con aspecto más diferente o que tuvieran un carácter más distinto. Sin embargo…
—¿Es eso lo que significa ser parabatai? —preguntó—. ¿Acabar las frases del otro y cosas así? Porque en el Códice no se explica mucho.
Will y Jem se miraron. Will se encogió de hombros primero.
—Es bastante difícil de explicar —contestó altivo—. Si no lo has experimentado…
—Quiero decir —lo interrumpió Tessa—, no podéis… no sé… leeros el pensamiento, o algo así, ¿no?
Jem soltó un resoplido de risa. Will abrió sus brillantes ojos como platos.
—¿Leernos el pensamiento? Horror, no.
—Entonces ¿de qué sirve? Juráis protegeros mutuamente, eso lo entiendo, pero ¿no se supone que tienen que hacer eso todos los cazadores de sombras?
—Es más que eso —contestó Jem, que había dejado de resoplar y parecía sombrío—. La idea de parabatai viene de una vieja historia, la de Jonathan y David. «Y así ocurrió… que el alma de Jonathan estaba unida con el alma de David, y Jonathan lo amaba como a su propia alma… Entonces, Jonathan y David hicieron un pacto, porque lo amaba como a su propia alma». Eran dos guerreros, y sus almas estaban unidas por el Cielo, y de ahí Jonathan Cazador de Sombras tuvo la idea de los parabatai, e incluyó la ceremonia en la Ley.
—Pero no es necesario que sean dos hombres. ¿Pueden ser un hombre y una mujer, o dos mujeres?
—Claro —asintió Jem—. Sólo tienes dieciocho años para elegir a tu parabatai. Una vez tienes más edad, el ritual ya no te está permitido. Y no es sólo cuestión de prometer guardar al otro. Debes ponerte delante del Consejo y jurar que darás tu vida por tu parabatai. Que irás a donde él vaya, que te enterrarán donde lo entierren. Si hubiera una flecha dirigida hacia Will, yo estaría obligado por juramento a ponerme en medio.
—Muy cómodo eso —dijo Will.
—Y naturalmente, él está obligado a hacer lo mismo por mí —continuó Jem—. Aunque pueda decir lo contrario, Will no viola sus juramentos, o la Ley. —Le echó una dura mirada a su amigo, que le sonrió débilmente y miró por la ventana.
—Vaya —exclamó Tessa—, eso es muy enternecedor, pero no consigo ver cómo puede resultar una ventaja.
—No todos tienen un parabatai —añadió Jem—. La verdad es que muy pocos de nosotros encuentra uno en el tiempo permitido. Pero los que lo tienen, pueden sacar fuerzas de su parabatai en la batalla. Una runa puesta por tu parabatai siempre es más potente que una que te pones tú mismo, o que te ponga otro. Y hay algunas runas que podemos utilizar y que ningún otro cazador de sombras puede, porque emplean nuestro doble poder.
—Pero ¿qué pasa si decidís que ya no queréis seguir siendo parabatai? —inquirió Tessa, curiosa—. ¿Se puede deshacer el ritual?
—Dios santo, mujer —exclamó Will—. ¿Hay alguna pregunta de la que no quieras saber la respuesta?
—No veo qué mal hay en explicárselo. —Jem tenía las manos dobladas sobre el pomo del bastón—. Cuanto más sepa, mejor podrá fingir que planea Ascender. —Miró a la chica—. El ritual no se puede deshacer excepto en unas cuantas situaciones. Si uno de nosotros se convierte en un subterráneo o un mundano, entonces se rompe el lazo. Y claro, si uno de nosotros muere, él otro queda libre. Pero no para elegir a otro parabatai. Un cazador de sombras no puede participar en el ritual más de una vez.
—Es como estar casado, ¿no? —comentó Tessa plácidamente—, por la Iglesia católica. Como Enrique VIII; tuvo que crear una nueva religión para poder escapar de sus votos.
—Hasta que la muerte nos separe —sentenció Will, con la mirada aún fija en el campo, que corría a toda velocidad fuera de la ventana.
—Bueno, Will no necesitará crear una nueva religión sólo para librarse de mí —repuso Jem—. Pronto será libre.
Will lo miró fijamente, pero fue Tessa la que respondió.
—No digas eso —regañó a Jem—. Aún se podría encontrar una cura. No veo ninguna razón para abandonar toda esperanza.
Casi se encogió ante la mirada que Will le echó: azul, ardiente y furiosa. Jem pareció no darse cuenta.
—No he abandonado la esperanza —replicó tranquilamente y sin que le afectara lo que había dicho—. Sólo que espero cosas diferentes que tú, Tessa Gray.
Después de eso fueron pasando las horas, horas en las que Tessa dormitó, con la cabeza apoyada en la mano, con el sordo estruendo de las ruedas del tren entremezclándose en sus sueños. Al final se despertó cuando Jem la sacudió suavemente por los hombros, mientras el pitido del tren sonaba y los revisores gritaban el nombre de la estación de York. En un lío de maletas, sombreros y mozos, descendieron al andén. No estaba ni mucho menos tan lleno de gente como en Kings Cross, y lo cubría una impresionante bóveda de vidrio y hierro, por la que se podía divisar el cielo gris oscuro.
Había andenes hasta donde alcanzaba la vista; Tessa, Jem y Will se hallaban en el que estaba más cerca del edificio de la estación, donde unos grandes relojes de esfera dorada proclamaban que eran las seis de la tarde. Se hallaban más al norte que en Londres, y el cielo ya se había oscurecido.
Acababan de colocarse bajo uno de los relojes cuando un hombre salió de entre las sombras. Tessa casi se sobresaltó al verlo. Llevaba una pesada capa, un sombrero que parecía de lona impermeabilizada y botas como un viejo marino. Tenía una barba larga y blanca, y sobre los ojos unas espesas cejas blancas. Le puso la mano a Will en el hombro.
—¿Nefilim? —preguntó con una voz brusca y con mucho acento—. ¿Sois vosotros?
—Dios santo —exclamó Will mientras se llevaba la mano al corazón en un gesto teatral—. Es el viejo marino que a uno detuvo de los tres.
—Me hallo aquí a petición de Aloysius Starkweather. ¿Sois los chicos que quiere o no? No tengo toda la noche para perder.
—¿Una cita importante con un albatros? —inquirió Will—. Por nosotros no te molestes.
—Lo que mi amigo quiere decir —repuso Jem—, es que sí que somos los cazadores de sombras del Instituto de Londres. Nos envía Charlotte Branwell. ¿Y usted es…?
—Gottshall —contestó el hombre con aspereza—. Mi familia lleva sirviendo a los cazadores de sombras del Instituto de York casi tres siglos. Puedo ver más allá de los glamoures, jovencitos. Excepto por ésta —añadió, y miró a Tessa—. Si hay un glamour en la chica, es algo que no he visto nunca.
—Es una mundana… una Ascendente —repuso Jem inmediatamente—. Pronto será mi esposa. —Le cogió la mano a Tessa de una forma protectora, y se la volvió para que Gottshall pudiera ver el anillo—. El Consejo pensó que le resultaría beneficioso ver otro Instituto además del de Londres.
—¿Se ha informado al señor Starkweather de esto? —preguntó Gottshall, y sus ojos negros los miraron penetrantes por debajo del ala del sombrero.
—Depende de lo que le haya dicho la señora Branwell —respondió Jem.
—Bueno, espero por vuestro bien que le haya dicho algo —replicó el viejo sirviente, alzando las cejas—. Si alguien en el mundo odia más las sorpresas que Aloysius Starkweather, aún no he conocido al cabr… caballero. Con perdón, señorita.
Tessa sonrió e inclinó la cabeza, pero, por dentro, se le retorcía el estómago. Miró a Jem y a Will, pero ambos chicos parecían tranquilos y sonreían. Estaban acostumbrados a ese tipo de subterfugios, pensó Tessa, y ella no. Ya había fingido ser otra persona antes, pero nunca como sí misma, nunca con su propio rostro y no el de otro. Por alguna razón, la idea de mentir sin un cuerpo falso en el que esconderse la aterrorizaba. Lo único que esperaba era que Gottshall estuviera exagerando, aunque había algo, tal vez el brillo en sus ojos mientras la miraba, que le decía que no era así.