21

CARBONES DE FUEGO

Oh hermano, los dioses fueron buenos contigo.

Duerme, y alégrate mientras dura el mundo.

Satisfecho mientras los años van pasando.

Agradece la vida, y los amores y alicientes,

agradece la vida, oh, hermano, y la muerte.

El dulce último sonido de sus pies, de su aliento,

sus regalos, generosos y varios,

lágrimas y besos, esa dama tuya.

yacen los horrores de la sombra.

ALGERNON CHARLES SWINBURNE, El triunfo del tiempo

La música brotaba por debajo de la puerta de Jem, que estaba entornada. Will se quedó con la mano en el pomo y el hombro apoyado en la pared. Se sentía profundamente agotado, más cansado de lo que jamás hubiera estado en su vida. Una terrible energía ardiente lo había mantenido alerta desde que había salido de Cheyne Walk, pero ya se había disipado, agotada, y sólo quedaba una oscuridad exhausta.

Había esperado que Tessa lo fuera a buscar después de marcharse del salón dando un portazo, pero no lo había hecho. Aún podía verla, mirándolo, con esos ojos con el color de las nubes grises de tormenta.

«—Jem se me ha declarado. […] Y le he dicho que sí.

»—¿Lo amas?

»—Sí, lo amo».

Y sin embargo, ahí estaba, ante la puerta de Jem. No sabía si había ido allí para tratar de convencer a su amigo de que dejara a Tessa, si algo así podía conseguirse, o, más probable, si había ido porque era allí adonde había aprendido a ir en busca de consuelo y no podía olvidar la costumbre de años. Abrió la puerta; la luz mágica iluminó el pasillo, y Will entró en la habitación de Jem.

Éste estaba sentado sobre el baúl a los pies de la cama, tocando el violín. Tenía los ojos cerrados mientras el arco pasaba por las cuerdas, pero esbozó una sonrisa cuando su parabatai entró en el cuarto.

—¿Will? ¿Eres tú, Will? —preguntó.

—Sí —contestó él. Se había parado justo al pasar la puerta, y sentía que no podía ir más allá.

Jem dejó de tocar y abrió los ojos.

—Teleman —dijo—. Fantasía en Mi mayor. —Dejó el violín y el arco—. Entra de una vez. Me pones nervioso quedándote ahí.

Will dio unos cuantos pasos más. Había pasado tantos ratos en esa habitación que la conocía tan bien como la suya. La colección de libros de música; la funda en la que guardaba el instrumento cuando no lo tocaba; las ventanas que dejaban pasar retazos cuadrados de luz del sol. El baúl con el que había viajado desde Shanghái. El bastón con su pomo de jade, apoyado contra la pared. La caja con Kwan Yin en la tapa, que contenía las drogas. El sillón en el que Will se había pasado incontables noches, observando dormir a Jem, contando sus respiraciones y rogando porque no le pasara nada.

Jem lo miró. Sus ojos eran luminosos; ninguna sospecha los nublaba, sólo la sencilla felicidad de ver a su amigo.

—Me alegro de que estés aquí.

—Yo también —repuso Will de mal humor. Se sentía incómodo, y se preguntó si Jem lo notaría. Nunca antes se había sentido incómodo cerca de su parabatai. Eran las palabras, pensó, que tenía en la punta de la lengua, presionando por ser dichas.

«Lo ves, ¿verdad, Jem? Sin Tessa no tengo nada, ni alegría, ni luz, ni vida. Si me amaras, la dejarías para que fuera mía. No puedes amarla como la amo yo. Nadie podría. Si de verdad eres mi hermano, harás esto por mí».

Pero las palabras no se pronunciaron, y Jem se inclinó hacia delante, con la voz baja y confidencial.

—Will, hay algo que quería decirte, pero en la intimidad.

Will se preparó. Ahí estaba. Jem iba a contarle lo del compromiso, y él iba a tener que fingir que se alegraba, y no vomitar por la ventana, que era lo que realmente quería hacer. Metió las manos en los bolsillos.

—¿Y qué es?

El sol destelló en el cabello de Jem cuando esté agachó la cabeza.

—Debería haber hablado contigo antes. Pero nunca hemos comentado el tema del amor, ¿verdad?, y como tú eres tan cínico… —Sonrió de medio lado—. Pensaba que te burlarías de mí. Además, nunca pensé que existiera ninguna posibilidad de que ella me correspondiera.

—Tessa —afirmó Will. Su nombre se convirtió en cuchillas en la boca.

La sonrisa de Jem era radiante, le iluminaba todo el rostro, y cualquier esperanza que Will hubiera albergado en algún compartimento secreto de su corazón de que quizá Jem no la amara de verdad, desapareció, arrastrada como una neblina por un fuerte viento.

—Nunca has rehuido tus obligaciones —dijo Jem—. Y sé que hubieras hecho todo lo posible para salvar a Tessa en el almacén de té, fuera quien fuese. Pero no pude evitar pensar que quizá la razón por la que te arriesgaste tanto para salvarla tal vez fuera porque sabías lo que significa para mí. —Echó la cabeza hacia atrás, con una sonrisa incandescente—. ¿Supuse bien o soy un idiota rematado?

—Eres un idiota —contestó Will, y tragó con fuerza con la garganta reseca—. Pero… no te equivocas. Sé lo que significa para ti.

Jem sonrió satisfecho. Tenía la felicidad escrita en toda la cara, en los ojos, se percató Will; nunca lo había visto así. Siempre había considerado a Jem como una presencia tranquila y pacífica; siempre había pensado que la felicidad, al igual que la furia, era una emoción humana demasiado intensa para él. En ese momento se dio cuenta de que había estado muy equivocado; era simplemente que Jem nunca antes había sido feliz. No desde que sus padres murieron, supuso Will. Pero éste nunca lo había pensado. Se había concentrado en si Jem estaba a salvo, en si sobrevivía, pero no en si era feliz.

«Jem es mi gran pecado».

Fue consciente de que Tessa tenía razón. Él había querido que rompiera con Jem, a cualquier coste; pero viéndolo, se daba cuenta de que no podía. «Al menos puedes creer que conozco el honor…, el honor y la deuda», le había dicho a Jem, de todo corazón. Le debía la vida a Jem. No podía arrebatarle lo que éste más quería. Incluso a costa de su propia felicidad, porque Jem no sólo era alguien con quien tenía una deuda que nunca podría pagar, sino, como decía el ritual, alguien a quien amaba más que a su propia alma.

Jem no sólo parecía más feliz, sino también más fuerte, con un saludable color en las mejillas y la espalda recta.

—Debo pedirte disculpas —prosiguió Jem—. Fui demasiado severo con lo del antro de los ifrits. Sé que sólo estabas buscando consuelo.

—No, tenías razón al…

—No la tenía. —Jem se incorporó—. Si fui duro contigo, fue porque no puedo soportar ver que te tratas como si no valieras nada. Por mucho que actúes para fingir lo contrario, te veo como eres realmente: mi hermano de sangre. No sólo mejor de lo que finges ser, sino mejor de lo que mucha gente podría esperar ser. —Le puso una mano en el hombro, con cariño—. Tú lo vales todo, Will.

Will cerró los ojos. Vio el negro basalto de la sala del Consejo, los dos círculos ardiendo en el suelo. Jem pasando de su círculo al de Will, para habitar el mismo espacio, marcado por el fuego. Entonces, sus ojos todavía eran negros, muy grandes en su pálido rostro. Will recordó las palabras del juramente de parabatai: «A donde tú vayas, yo iré; donde tu mueras, yo moriré, y allí seré enterrado: que el Ángel me haga eso, y mucho más, si no es la muerte lo único que nos separa». La misma voz le hablaba en ese momento.

—Gracias por lo que hiciste por Tessa —decía Jem.

Will no pudo mirar a su amigo; en vez de ello, clavó la vista en la pared, donde sus sombras se fusionaban en relieve, de forma que no se podía decir dónde acababa uno y comenzaba el otro.

—Gracias a ti por observar al hermano Enoch sacándome esquirlas de metal de la espalda —contestó Will.

Jem se echó a reír.

—¿Para qué si no son los parabatai?

La cámara del Consejo estaba cubierta de estandartes rojos cortados por runas negras; Jem susurró a Tessa que eran runas de decisión y juicio.

Se sentaron hacia el frente, en una fila que también ocupaban Henry, Gideon, Charlotte y Will. Tessa no había hablado con éste desde el día anterior; él no había acudido a desayunar, y sólo se había reunido con ellos en el patio, tarde, aún abrochándose el abrigo mientras corría escalera abajo. Tenía el cabello alborotado, y aspecto de no haber dormido. Parecía tratar de evitar mirar a Tessa, y ella, por su parte, evitaba mirarlo a él, aunque podía notar, de vez en cuando, algunas miradas furtivas, como cenizas calientes cayéndole sobre la piel.

Jem era el perfecto caballero; su compromiso seguía siendo un secreto y, aparte de sonreírle de vez en cuando, no se comportaba de ninguna manera especial. Mientras se sentaban, Tessa notó que él le rozaba el brazo con el dorso de la mano derecha, suavemente, antes de apartarla.

Sintió a Will observándolos, desde el extremo de la fila, donde se había sentado. Ella no lo miró.

En los asientos de la tarima elevada en el centro de la sala se hallaba Benedict Lightwood, con su perfil aquilino apartado de la masa del Consejo, y el mentón apretado. A su lado, estaba Gabriel, que, como Will, parecía exhausto y desaliñado. Miró a su hermano cuando Gideon entró en la sala, y luego apartó la mirada cuando éste se sentó, deliberadamente, entre los cazadores de sombras del Instituto. El pequeño de los Lightwood se mordió el labio y miró al suelo, pero no se movió.

Tessa reconoció unos cuantos rostros más entre los asistentes. La tía de Charlotte, Callida, estaba allí, y también el demacrado Aloysius Starkweather, a pesar, como él se había quejado, de que sin duda no había sido invitado. Entornó los ojos al ver a Tessa, y ella volvió rápidamente la vista hacia el frente de la sala.

—Estamos aquí —comenzó a hablar el cónsul Wayland después de colocarse ante el atril, con el Inquisidor a su izquierda—, para determinar hasta qué punto Charlotte y Henry Branwell han ayudado a la Clave durante la pasada quincena en el asunto de Alex Mortmain, y si, como Benedict Lightwood ha indicado en su reclamación, el Instituto de Londres estaría mejor en otras manos.

El Inquisidor se puso en pie. Sujetaba algo que lanzaba destellos de plata y negro.

—Charlotte Branwell, por favor, acércate al atril.

La mujer se puso en pie y subió los escalones del estrado. El Inquisidor bajó la Espada Mortal, y ella rodeó la hoja con las manos. En una voz tranquila relató los acontecimientos de las dos últimas semanas: la búsqueda de Mortmain en recortes de periódicos y registros históricos, la visita a Yorkshire, la amenaza contra los Herondale, el descubrimiento de la traición de Jessamine, la lucha en el almacén, la muerte de Nate. No mintió en ningún momento, aunque Tessa se dio cuenta de que omitía algunos detalles aquí y allí. Al parecer, se podía burlar a la Espada Mortal, si bien sólo un poco.

Hubo varios momentos durante el discurso de Charlotte en que el Consejo reaccionó de forma audible: aspiraciones bruscas, remover de pies, sobre todo ante la revelación del papel de Jessamine en el asunto.

—Conocí a sus padres —oyó Tessa decir a Callida, la tía de Charlotte, en el fondo de la sala—. ¡Terrible suceso… terrible!

—¿Y dónde se halla la joven ahora? —preguntó el Inquisidor.

—En las celdas de la Ciudad Silenciosa —contestó Charlotte—, esperando el castigo por su crimen. Ya informé al Cónsul sobre su paradero.

El Inquisidor, que había estado yendo de un lado a otro de la plataforma, se detuvo y miró a Charlotte fijamente.

—Dices que esta joven era como una hija para ti —expuso—. Y, sin embargo, la entregaste a los hermanos voluntariamente. ¿Por qué harías algo así?

—La Ley es dura —repuso Charlotte—. Pero es la Ley.

El cónsul Wayland tuvo que contener una sonrisa.

—Y tú dices que Charlotte es blanda con los malhechores, Benedict —comentó—. ¿Algún comentario?

Benedict se puso en pie; era evidente que ese día había decidido alargarse los puños, y le sobresalían, blancos como la nieve, de las mangas de su chaqueta de tweed hecha a medida.

—Sí que tengo un comentario —dijo—. Apoyo totalmente a Charlotte Branwell en su posición de directora del Instituto, y renuncio a mi reclamación de esa posición.

Un murmullo de incredulidad corrió entre los asistentes.

Benedict sonrió amablemente.

El Inquisidor se volvió para mirarlo, incrédulo.

—Estás diciendo que a pesar de que esos cazadores de sombras mataron o fueron responsables de la muerte de Nathaniel Gray, nuestra única conexión con Mortmain; a pesar de que de nuevo albergaron a una espía bajo su techo; a pesar de que aún no sabes dónde se halla Mortmain, ¿recomiendas a Charlotte y a Henry Branwell para dirigir el Instituto?

—Quizá no sepan dónde se halla Mortmain —contestó Benedict—, pero saben quién es. Como el gran estratega militar mundano, Sun Tzu, dijo en El arte de la guerra: «Si conoces a tus enemigos y te conoces a ti mismo, puedes ganar cientos de batallas sin una sola pérdida». Ahora sabemos quién es Mortmain en verdad: un hombre mortal, no un ser sobrenatural; un hombre que teme a la muerte; un hombre dedicado a la venganza por lo que considera el asesinato inmerecido de su familia. Tampoco tiene compasión por los subterráneos. Ha utilizado a los licántropos para construir su ejército de autómatas lo más rápido posible, dándoles drogas que los mantenían trabajando durante todo el día, y sabiendo que esas drogas matarían a los lobos y asegurarían su silencio. A juzgar por el tamaño del almacén y el número de trabajadores que ha empleado, su ejército mecánico será numeroso. Y a juzgar por su motivación y los años durante los cuales ha refinado sus estrategias para la venganza, es un hombre con el que no se puede razonar, al que no se puede disuadir, al que no se puede detener. Debemos prepararnos para la guerra. Y eso es algo que no sabíamos antes.

El Inquisidor miró a Benedict apretando los labios, como si sospechara que pasaba algo extraño, pero no pudiera imaginarse el qué.

—¿Prepararnos para la guerra? ¿Y cómo sugieres que lo hagamos… a partir, claro, de esa supuestamente valiosa información que los Branwell han conseguido?

Benedict se encogió de hombros.

—Bueno, eso, naturalmente, deberá decidirlo el Consejo a partir de aquí. Pero Mortmain ha tratado de reclutar a poderosos subterráneos, como Woolsey Scott y Camille Belcourt, para su causa. Quizá no sepamos dónde está, pero sabemos cómo actúa, y podemos atraparlo de esa manera. Quizá aliándonos con algunos de los líderes subterráneos más poderosos. Charlotte parece tenerlos a todos bien controlados, ¿no crees?

Una ligera risa se extendió por el Consejo, pero la causante de la misma no era Charlotte, sino Benedict; sonreían con él. Gabriel observaba a su padre, y los verdes ojos le ardían.

—¿Y la espía en el Instituto? ¿No considerarías eso un ejemplo de descuido? —preguntó el Inquisidor.

—En absoluto —respondió Benedict—. Charlotte se ha ocupado del asunto rápidamente y sin compasión. —Sonrió a la mujer, una sonrisa cortante como una navaja—. Me retracto de mi afirmación anterior sobre la excesiva clemencia. Es evidente que puede impartir justicia sin piedad, como cualquier hombre.

Charlotte palideció, pero no dijo nada. Sus pequeñas manos estaban muy inmóviles sobre la Espada.

El cónsul Wayland suspiró profundamente.

—Ojalá hubieras llegado a esa conclusión hace quince días, Benedict, y nos hubieras ahorrado todo este lío.

Éste se encogió de hombros con elegancia.

—Pensaba que necesitaba ser puesta a prueba —repuso—. Por fortuna, ha superado la prueba.

Wayland meneó la cabeza.

—Muy bien. Votemos. —Le entregó al Inquisidor lo que parecía un pequeño recipiente de cristal empañado. Éste se metió entre la gente y entregó el vial a una mujer sentada en la primera silla de la primera fila. Tessa observó fascinada cómo ésta inclinaba la cabeza, susurraba algo al vial y luego lo pasaba al hombre que tenía a la izquierda.

Mientras el vial recorría la sala, Tessa notó que Jem le ponía la mano entre las de ella. Pegó un bote, aunque sospechaba que sus voluminosas faldas les ocultaban las manos. Entrelazó los dedos con los de él y cerró los ojos.

«Lo amo, lo amo, lo amo». Y sí, su contacto la hizo estremecer, aunque también hizo que le entraran ganas de llorar, de amor, de confusión, de desengaño, al recordar la expresión en el rostro de Will cuando le había dicho que Jem y ella estaban prometidos y había visto cómo la felicidad de éste se extinguía igual que un fuego apagado por la lluvia.

Jem sacó la mano de las de ella para coger el vial que le entregaba Gideon, sentado a su otro lado. Tessa lo oyó susurrar: «Charlotte Branwell», antes de pasarle el vial a Henry, por encima de ella. Tessa lo miró, y él debió de malinterpretar la tristeza en sus ojos, porque le sonrió para animarla.

—Todo irá bien —le dijo—. Van a elegir a Charlotte.

Cuando el vial concluyó su recorrido, se le devolvió al Inquisidor, quien se lo entregó con una floritura al Cónsul. Éste tomó el vial y, después de colocarlo en el atril que tenía delante, trazó una runa en el cristal con su estela.

El vial tembló, como una olla al hervir. De su interior comenzó a salir un humo blanco: los susurros recogidos a los cazadores de sombras. Fueron escribiendo una palabra en el aire:

CHARLOTTE BRANWELL

Charlotte separó las manos de la Espada Mortal, casi dejándose caer de alivio. Henry soltó una especie de grito de alegría y lanzó su sombrero al aire. La sala se llenó de conversaciones y alboroto. Tessa no pudo evitar mirar a Will. Éste estaba recostado en su asiento, con la cabeza asimismo reclinada y los ojos cerrados. Parecía pálido y agotado, como si esta última parte del asunto le hubiera consumido la poca energía que le quedaba.

Un grito cortó el alboroto. Tessa se puso en pie al instante y se volvió hacia atrás. Callida, la tía de Charlotte, estaba gritando con la elegante cabeza cana echada hacia atrás y señalando con el dedo hacia lo alto. Se oyeron gritos ahogados por toda la sala cuando los otros cazadores de sombras fueron siguiendo su mirada. El aire en lo alto estaba inundado por docenas de criaturas de metal negro, que zumbaban como enormes escarabajos de acero negro con alas de cobre e iban de un lado al otro en el aire, llenado la sala con el desagradable sonido de un retumbar metálico.

Uno de los escarabajos metálicos bajó en picado y se mantuvo frente a Tessa, a la altura de sus ojos, emitiendo unos chasquidos. Carecía de ojos, aunque tenía una placa circular de cristal en el frente plano de la cabeza. Tessa notó que Jem la cogía del brazo, tratando de apartarla, pero ella se soltó, impaciente; se quitó el sombrero de la cabeza y atrapó a la cosa entre él y el asiento de su silla. Al instante, un rabioso y agudo zumbido surgió de su interior.

—¡Henry! —llamó Tessa—. Henry, tengo una de esas cosas…

Éste apareció tras ella, con el rostro rosa, y miró el sombrero. Se estaba abriendo un agujerito en el costado del elegante terciopelo, donde la criatura metálica lo estaba rompiendo. Con una palabrota, Henry bajó el puño con fuerza, chafando el sombrero y el ser que tenía dentro, que zumbó una última vez y se quedó inmóvil.

Jem alzó el maltrecho sombrero con cuidado. Lo que quedaba bajo él era un amasijo de partes: una ala de metal, un chasis destrozado y muñones rotos de patas de cobre.

—¡Uf! —exclamó Tessa—. Es tan parecido a un bicho.

Miró hacia arriba cuando otro grito recorrió la sala. Las criaturas insecto se habían unido en un enjambre negro en el centro de la sala. Mientras Tessa las miraba boquiabierta, comenzaron a girar cada vez más rápido y luego desaparecieron, como escarabajos negros absorbidos por un desagüe.

—Perdona por el sombrero —dijo Henry—. Te compraré otro.

—A la porra el sombrero —exclamó Tessa mientras los gritos del furioso Consejo resonaban por la sala. Miró hacia el centro de la estancia; el Cónsul estaba en pie con la Espada Mortal en la mano, y a su espalda estaba Benedict, con una expresión pétrea y los ojos como de hielo—. Es evidente que tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos.

—Es una especie de cámara —dijo Henry, sujetando sobre el regazo los trozos del destrozado escarabajo de metal mientras el carruaje traqueteaba hacia su casa—. Sin Jessamine, Nate o Benedict, Mortmain debe de haberse quedado sin espías humanos de confianza que le puedan informar. Así que ha enviado estas cosas. —Toqueteó los restos del sombrero de Tessa.

—Benedict no parecía muy contento de ver esas cosas —comentó Will—. Deber de haberse dado cuenta de que Mortmain ya se ha enterado de su deserción.

—Era sólo cuestión de tiempo —repuso Charlotte—. Henry, ¿esas cosas pueden grabar sonido, como un fonoautógrafo, o sólo imágenes? Volaban tan rápido…

—No estoy seguro. —Su marido frunció el ceño—. Tendré que examinar las partes con más cuidado en la cripta. No hallo ningún mecanismo de obturación, pero eso no significa… —Miró a los rostros carentes de comprensión que lo observaban, y se encogió de hombros—. En cualquier caso, quizá no le vaya tan mal al Consejo echar un vistazo a las invenciones de Mortmain. Una cosa es oír hablar de ellas, y otra ver lo que está haciendo. ¿No te parece, Lottie?

Charlotte murmuró una respuesta, pero Tessa no la oyó. Estaba dándole vueltas a algo muy peculiar que había ocurrido justo después de salir ella de la cámara del Consejo y mientras esperaba el carruaje de los Branwell. Jem se había apartado de ella para hablar con Will, cuando el aleteo de una capa negra le había llamado la atención, y Aloysius Starkweather se había acercado a ella, con su feroz rostro entrecano.

—Señorita Gray —ladró él—. Esa criatura mecánica… la forma en que se acercó a usted…

Tessa había permanecido en silencio, mirándolo, esperando que la acusara de algo, aunque no podía imaginarse de qué.

—¿Usted se encuentra bien? —preguntó él, bruscamente al final, con su acento de Yorkshire de repente muy pronunciado—. ¿No le hizo daño?

Lentamente, Tessa había negado con la cabeza.

—No, señor Starkweather. Es usted muy amable por interesarse por mi bienestar, pero no.

Para entonces, Will y Jem ha se habían vuelto y estaban mirando. Como si supiera que estaba captando su atención, Starkweather había asentido una vez, con sequedad, y se había alejado, con su gastada capa aleteando tras él.

Tessa no sabía qué pensar al respecto. Mientras recordaba su breve estancia en la cabeza de Starkweather y lo atónito que éste se había quedado la primera vez que la había visto, el carruaje se detuvo con una sacudida frente al Instituto. Aliviados de poder abandonar ese pequeño espacio, los cazadores de sombras y Tessa salieron al patio.

Había un claro en la nube gris que cubría la ciudad, y una luz amarillo limón caía a través de él, haciendo brillar la escalera que daba a la puerta. Charlotte comenzó a ir hacia ella, pero Henry la detuvo, y la rodeó con el brazo que no sujetaba el malparado sombrero de Tessa. Ésta los observó con el primer atisbo de felicidad que había sentido desde el día anterior. Había llegado a apreciar mucho a Charlotte y a Henry, se dio cuenta, y quería verlos felices.

—Lo que debemos recordar es que todo ha ido tan bien como podíamos esperar —comentó él, apretándola contra sí—. Estoy muy orgulloso de ti, cariño.

Tessa hubiera esperado un comentario sarcástico de Will, pero éste miraba hacia la verja. Gideon parecía avergonzado, y Jem, como si estuviera complacido.

Charlotte se apartó de su esposo; se sonrojó violentamente y se puso derecho el sombrero, pero era evidente que estaba encantada.

—¿De verdad, Henry?

—¡Absolutamente! No sólo mi esposa es hermosa, sino que es brillante, y ¡esa genialidad debe reconocerse!

—Aquí —dijo Will, aún mirando hacia la verja— es cuando Jessamine os hubiera dicho que pararais porque la estaríais poniendo enferma.

La sonrisa desapareció del rostro de Charlotte.

—Pobre Jessie…

Pero la expresión de su marido era mucho más dura de lo que era habitual en él.

—No debería haber hecho lo que hizo, Lottie. No es tu culpa. Sólo cabe esperar que el Consejo no sea muy duro con ella. —Carraspeó—. Y no hablemos más de Jessamine hoy, ¿de acuerdo? Esta noche es para celebrar. El Instituto sigue siendo nuestro.

Su mujer lo miró sonriendo de oreja a oreja, con tanto amor en los ojos que Tessa tuvo que apartar la mirada, y la posó en el Instituto. Parpadeó. En lo alto de la fachada de piedra, captó un leve movimiento y vio un rostro mirándolos. ¿Sophie, buscando a Gideon? No podía estar segura; el rostro había desaparecido al instante.

Esa noche, Tessa se vistió con especial cuidado, con uno de los vestidos nuevos que le había proporcionado Charlotte: el de satén azul con un canesú en forma de corazón y un escote redondeado sobre el que se sujetaba un petillo de encaje. Las mangas eran cortas y abombadas, y dejaban al descubierto sus largos brazos. Se recogió el cabello y se lo sujetó sobre la coronilla, un peinado entrelazado con pensamientos azul oscuro. No fue hasta que Sophie le hubo fijado las flores en el cabello cuando Tessa se dio cuenta de que eran del color de los ojos de Will, y de repente quiso arrancárselas, pero, naturalmente, no hizo nada parecido, sólo le agradeció a la doncella sus esfuerzos y la alabó de corazón por lo bien que la había peinado.

Sophie se fue antes que ella, para ir a ayudar a Bridget en la cocina. Tessa se sentó automáticamente ante el espejo para mordisquearse el labio y pellizcarse las mejillas. Necesitaba color, pensó. Estaba más pálida que de costumbre. El colgante de jade estaba oculto bajo el encaje, donde no se veía; la criada lo había mirado mientras Tessa se vestía, pero no había hecho ningún comentario. Cogió el colgante con el ángel mecánico y también se lo puso alrededor del cuello. Le llegaba debajo del otro colgante, justo bajo la clavícula, y la tranquilizó con su tictac. No había ninguna razón para no llevar los dos, ¿no?

Al salir al pasillo, Jem ya la estaba esperando. Los ojos se le iluminaron cuando la vio, y después de echar una mirada a un lado y otro del pasillo, la acercó a sí y la besó en la boca.

Ella se forzó a fundirse en el beso, a disolverse contra él como había hecho antes. Notaba la boca de él suave sobre la suya y con un sabor dulce, y él le puso sobre la nuca una mano fuerte y tierna. Ella se aproximó más a él, deseando sentir el latido de su corazón.

Él se apartó, sin aliento.

—No pretendía hacer esto…

Ella sonrió.

—Pues yo creo que sí, James.

—No antes de verte —repuso él—. Sólo pretendía pedirte si podía acompañarte al comedor. Pero estás tan hermosa… —Le tocó el cabello—. Me temo que un exceso de pasión podría hacer que se te fueran cayendo los pétalos, igual que las hojas de los árboles en otoño.

—Bueno, sí puedes —dijo ella—. Acompañarme a la cena, quiero decir.

—Gracias. —Le acarició la mejilla con la yema de los dedos—. Pensaba que me despertaría esta mañana y que habría sido un sueño que tú me dijeras que sí. Pero no lo era, ¿verdad? —Le escrutó el rostro con la mirada.

Ella negó con la cabeza. Podía notar el sabor a lágrimas en la garganta, y se alegró de que los guantes de cabritilla ocultaran la quemadura que tenía en la mano izquierda.

—Lamento que hagas un negocio tan malo aceptándome, Tessa. Con los años, quiero decir. Atándote a un hombre moribundo a tus dieciséis años…

—Y tú sólo tienes diecisiete. Hay mucho tiempo para encontrar una cura —susurró ella—. Y la encontraremos. Estaré contigo. Para siempre.

—Eso sí me lo creo —repuso él—. Cuando dos almas se convierten en una, se quedan juntas en la Rueda. Nací para amarte, y te amaré en la próxima vida, y en la que vendrá después de ésa.

Tessa pensó en Magnus.

«Estamos atados a esta vida por una cadena de oro, y no nos atrevemos a cortarla por miedo a lo que haya después de la caída».

En ese momento entendió lo que él quería decir. La inmortalidad era un regalo, pero no uno que careciera de consecuencias.

«Porque si soy inmortal —pensó Tessa—, entonces, sólo tengo esto, esta única vida. No giraré y cambiaré como tú, James. No te veré en el cielo, o en las orillas del gran río, o en cualquier vida que haya después de ésta».

Pero no lo dijo. Le haría daño, y si había algo que sabía con toda seguridad era que en su interior vivía un feroz deseo irrazonable de protegerlo, de colocarse entre él y la decepción, entre él y el dolor, entre él y la muerte, y luchar contra todos ellos como Boadicea luchó contra los romanos. En vez de hablar, ella le acarició la mejilla, y él le puso el rostro sobre el cabello, su cabello lleno de flores del color de los ojos de Will, y se quedaron así, juntos, hasta que la campana de la cena sonó por segunda vez.

Bridget, a la que se podía oír cantando tristemente en la cocina, se había esmerado en el comedor, y lo había adornado con velas en candelabros de plata por todas partes, inundando la sala de luz. Rosas y orquídeas recién cortadas flotaban en cuencos de plata sobre el blanco mantel. Henry y Charlotte presidían la mesa. Gideon, en traje de etiqueta, estaba sentado con los ojos fijos en Sophie mientras ésta entraba y salía del comedor, aunque ella parecía estar evitando sus miradas. Y junto a él estaba Will.

«Amo a Jem. Voy a casarme con Jem», se había repetido Tessa todo el camino por el pasillo, pero no le sirvió de mucho; el corazón le dio un doloroso vuelco dentro del pecho cuando vio a Will. No lo había visto vestido de etiqueta desde la noche del baile, y, a pesar de estar pálido y con aspecto enfermizo, aún resultaba insultantemente apuesto.

—¿Vuestra cocinera siempre está cantando? —estaba preguntando Gideon en un tono de asombro cuando Jem y Tessa entraron en el comedor.

Henry alzó la mirada y, al verlos, les dedicó una gran sonrisa con su rostro simpático y pecoso.

—Empezábamos a preguntarnos dónde estaríais… —comenzó.

—Tessa y yo tenemos noticias —soltó Jem. Buscó la mano de la chica y se la cogió; ella se quedó helada mientras tres rostros curiosos se volvían hacia ellos, cuatro si se contaba a Sophie, que acababa de aparecer. Will siguió donde estaba, mirando al cuenco de plata que tenía delante; una rosa blanca flotaba en él, y Will parecía dispuesto a mirarla hasta que se hundiera. En la cocina, Bridget seguía cantando una de sus canciones terriblemente tristes; la letra se colaba por la puerta:

«En una clara tarde salí a tomar el fresco

Oí a una doncella gimiendo;

Decía: «¿Has visto a mi padre? ¿O a mi madre?

»¿O a mi hermano John?

»¿O al muchacho que más amo,

»De nombre Dulce William?».

«La voy a matar», pensó Tessa. ¡Qué hiciera una canción sobre eso!

—Bueno, nos lo tendrás que decir ya —lo instó Charlotte, sonriendo—. No nos dejes en ascuas, Jem.

Jem alzó sus manos unidas.

—Tessa y yo estamos prometidos. Se lo he pedido, y ella… me ha aceptado.

Se hizo un silencio de sorpresa. Gideon parecía atónito; de una manera vaga, Tessa hasta sintió pena por él. Sophie se quedó mirándolos con una jarrita de crema en la mano, boquiabierta. Tanto Henry como Charlotte parecían haberse quedado sin habla. Nadie se había esperado eso, pensó Tessa; a pesar de lo que dijera Jessamine sobre que su madre era una cazadora de sombras, ella seguía siendo una subterránea, y los cazadores de sombras no se casaban con los subterráneos. Nunca había pensado en ese momento. De algún modo, había supuesto que se lo dirían a cada uno por separado, con cuidado, no que Jem lo soltaría en un acceso de euforia en medio del comedor.

«Oh, por favor, sonreíd —se dijo—. Por favor, felicitadnos. Por favor, no se lo estropeéis. Por favor».

La sonrisa de Jem sólo había comenzado a palidecer cuando Will se puso en pie. Tessa respiró hondo. Estaba muy guapo vestido de etiqueta, eso era cierto, pero siempre estaba guapo; sin embargo, en ese momento tenía algo diferente, una mayor profundidad en el azul de sus ojos, grietas en la perfecta y dura armadura que lo rodeaba, por las que pasaba una luz cegadora. Ése era un nuevo Will, un Will diferente, un Will del que ella sólo había captado retazos, un Will al que quizá Jem nunca había conocido en realidad. Y ella ya nunca lo conocería. Esa idea le atravesó el corazón con una tristeza semejante a la del recuerdo de alguien muerto.

Will alzó su copa de vino.

—No conozco dos personas mejores —habló—, y no se me ocurre una noticia mejor. Que vuestra vida juntos sea larga y feliz. —Buscó a Tessa con los ojos, luego los apartó de ella y los clavó en Jem—. Felicidades, hermano.

Un torrente de otras voces siguieron a su breve discurso. Sophie dejó la jarrita y fue a abrazar a Tessa; Henry y Gideon estrecharon la mano de Jem, y Will se quedó mirándolo todo, aún con la copa en la mano. Entre la algarabía de voces felices, sólo Charlotte permaneció en silencio, con la mano sobre el pecho. Tessa se acercó a ella, preocupada.

—Charlotte, ¿va todo bien?

—Sí —contestó ésta, y luego alzó más la voz—. Sí. Es que… yo también tengo noticias. Buenas noticias.

—Sí, cariño —saltó Henry—. ¡Hemos recuperado el Instituto! Pero eso ya lo sabe todo el mundo…

—No, no es eso. Henry. Tú… —La mujer menuda hizo un ruido como un hipido, medio risa, medio llanto—. Henry y yo vamos a tener un hijo. Un niño. Me lo ha dicho el hermano Enoch. No he querido decir nada antes, pero…

El resto de sus palabras quedaron sepultadas por el incrédulo grito de alegría de Henry. Levantó a su esposa de la silla y la abrazó.

—Cariño, eso es maravilloso, maravilloso…

Sophie soltó un gritito y aplaudió. Gideon parecía tan vergonzoso que se podía imaginar que podría morir allí mismo, y Will y Jem intercambiaron miradas divertidas. Tessa no pudo evitar sonreír. La alegría de Henry era contagiosa. Hizo rodar a Charlotte como ejecutando un vals por todo el comedor y de vuelta, antes de pararse de golpe, horrorizado pensando que esos giros podrían ser malos para el bebé, y la sentó en la silla más cercana.

—Henry, soy totalmente capaz de andar —replicó Charlotte, indignada—. Incluso de bailar.

—¡Cariño mío, estás indispuesta! Deberás permanecer en cama durante los próximos ocho meses. El pequeño Buford…

—No voy a llamar Buford a nuestro niño. No me importa si era el nombre de tu padre, o de si es un nombre tradicional de Yorkshire… —replicó exasperada, pero unos golpes en la puerta la interrumpieron, y Cyril asomó su desgreñada cabeza.

El sirviente contempló la curiosa escena de alegría.

—Señor Branwell, hay alguien aquí que desea verlos a todos —dijo vacilante.

Henry parpadeó.

—¿Alguien quiere vernos? Pero es una cena privada. No he oído sonar la campana…

—No, es una nefilim —explicó Cyril—. Y dice que es muy importante. Que no puede esperar.

Henry y Charlotte intercambiaron miradas de perplejidad.

—Bueno, muy bien —dijo el hombre finalmente—. Que pase, pero dile que tendrá que ser rápida.

Cyril desapareció. Charlotte se puso en pie, se alisó el vestido y se atusó el alborotado cabello.

—¿Quizá tía Callida? —aventuró insegura—. No me puedo imaginar quién más…

La puerta se abrió de nuevo y entró Cyril, seguido de una niña de unos quince años. Llevaba una capa negra de viaje sobre un vestido verde. Incluso si Tessa no la hubiera visto antes, habría sabido al instante de quién se trataba, la habría reconocido por el cabello negro, los ojos azul violeta, la elegante curva del blanco cuello, los delicados ángulos de los rasgos, el gesto de la boca…

Oyó a Will exhalar con repentina violencia.

—Hola —saludó la chica, con una voz sorprendentemente dulce y sorprendentemente firme—. Les pido disculpas por interrumpirles la cena, pero no tenía adónde más ir. Soy Cecily Herondale, ya ven. He venido a recibir entrenamiento como cazadora de sombras.