20

LA AMARGA RAÍZ

Pero ahora, eres dos, seccionada

carne de su carne, pero corazón de mi corazón;

y enterrado en uno está la amarga raíz,

y dulce es para uno la flor que no marchita.

ALGERNON CHARLES SWINBURNE, El triunfo del tiempo

Tessa se estaba poniendo los guantes de terciopelo mientras cruzaba la puerta principal del Instituto. Un viento cortante ascendía desde el río y hacía volar las hojas por el patio. El cielo se había puesto plomizo y tormentoso. Will se hallaba al pie de la escalera, con las manos en los bolsillos, mirando hacia la aguja de la iglesia.

Iba sin sombrero, y el viento le alzaba el negro cabello y se lo apartaba del rostro. No parecía ver a Tessa y, por un momento, ésta se quedó mirándolo. Sabía que no era correcto; Jem era suyo, y ella de él, y el resto de los hombres igual podían no existir. Pero no conseguía evitar compararlos: Jem, con su rara combinación de delicadeza y fuerza, y Will, como una tormenta en el mar, azul y negro con brillantes destellos de furia, como el calor del rayo.

Se preguntó si llegaría un momento en que verlo no la afectaría, no le aceleraría el corazón, y si ese sentimiento disminuiría mientras se acostumbraba a la idea de su compromiso con Jem. Era tan reciente que todavía no le parecía real.

Algo sí había cambiado. Cuando miraba a Will, ya no sentía ningún dolor.

Entonces, Will la vio, y le sonrió entre el cabello que el viento le alborotaba ante el rostro. Se lo echó atrás con la mano.

—Vestido nuevo, ¿verdad? —preguntó él mientras Tessa bajaba la escalera—. No es uno de los de Jessamine.

Ella asintió, y esperó con resignación a que él dijera algo sarcástico, sobre ella, sobre Jessamine, sobre el vestido o sobre los tres.

—Te queda muy bien. Es curioso que el gris haga que los ojos se te vean azules, pero así es.

Tessa lo miró atónita, pero antes de que pudiera hacer algo aparte de abrir la boca para preguntarle si se encontraba bien, el carruaje torció traqueteando la esquina del Instituto, con Cyril a las riendas. Se detuvo ante los escalones, y la puerta se abrió. Charlotte estaba dentro, ataviada con un vestido de terciopelo de color vino y un sombrero con un ramito de flores secas de adorno. Parecía más nerviosa que nunca.

—Subid, daos prisa —les ordenó, sujetándose el sombrero mientras se inclinaba hacia afuera por la puerta—. Creo que va a llover.

Tessa se sorprendió al ver que Cyril los conducía no a la casa solariega de Chiswick sino a una elegante mansión en Pimlico, que al parecer era la residencia cotidiana de los Lightwood. Había comenzado a llover, y sus prendas mojadas —guantes, sombreros y abrigos—, las cogió un lacayo con mala cara antes de acompañarlos a través de muchos pasillos relucientes hasta una gran biblioteca, donde un enérgico fuego ardía en una gran chimenea.

Detrás de un enorme escritorio de roble se hallaba sentado Benedict Lightwood, con su marcado perfil, acentuado por el juego de luces y sombras del interior de la estancia. Las cortinas estaban corridas sobre las ventanas, y las paredes, cubiertas con pesados volúmenes encuadernados en cuero oscuro, con letras doradas en el lomo. Estaba flanqueado por sus hijos: Gideon a la derecha, con el cabello rubio echado hacia adelante para ocultar su expresión, y los brazos cruzados sobre el amplio pecho; Gabriel a la izquierda, y sus ojos verdes estaban iluminados por una superioridad divertida, mientras mantenía las manos metidas en los bolsillos de los pantalones. Parecía como si estuviera a punto de ponerse a silbar.

—Charlotte —saludó Benedict—. Will. Señorita Gray. Siempre es un placer recibiros. —Les hizo un gesto para que se sentaran en las sillas que había ante el escritorio. Gabriel le dedicó una sonrisa desagradable a Will mientras éste tomaba asiento. Will lo miró, con el rostro cuidadosamente neutro, y luego apartó la mirada.

«Sin ningún comentario sarcástico», pensó Tessa, perpleja. Sin ni siquiera una fría mirada. ¿Qué estaba pasando?

—Muchas gracias, Benedict. —Charlotte, menuda, con la columna muy recta, hablaba con perfecto aplomo—. Por recibirnos sin que te hayamos avisado.

—Naturalmente. —Sonrió—. Sabes que no puedes hacer nada para cambiar el resultado de esta situación. Yo no tengo nada que ver con lo que acuerde el Consejo. Es su decisión.

La mujer inclinó la cabeza hacia un lado.

—Sin duda, Benedict. Pero eres tú el que hace que esto ocurra. Si no hubieras obligado al cónsul Wayland a mostrar públicamente su censura por mis actos, entonces no habría decisión.

El hombre se encogió de hombros.

—Ah, Charlotte. Recuerdo cuando eras Charlotte Fairchild. Eras una niña muy encantadora y, lo creas o no, sigo apreciándote. Lo que estoy haciendo es por el bien de la Clave y el Instituto. Una mujer no puede dirigirlo. No está en su naturaleza. Me lo agradecerás cuando estés en casa con Henry criando la próxima generación de cazadores de sombras, como deberías hacer. Puede que te hiera el orgullo, pero en tu corazón sabes que tengo razón.

El pecho de Charlotte subía y bajaba con rapidez.

—Si renuncias al Instituto antes de la decisión, ¿crees que sería un desastre? ¿Que yo dirija el Instituto?

—Bueno, nunca lo descubriremos, ¿no crees?

—Oh, no lo sé —contestó ella—. Creo que la mayoría de los miembros del Consejo preferirían a una mujer antes que a un disoluto depravado que confraterniza no sólo con subterráneos sino también con demonios.

Hubo un corto silencio. Benedict no movió ni un músculo. Gideon tampoco.

—Rumores e insinuaciones —dijo finalmente el padre, aunque había puñales en el tono aterciopelado de su voz.

—Verdad y observación —replicó ella—. Will y Tessa estuvieron en tu última fiesta, en Chiswick. Observaron mucho.

—Esa mujer demonio con la que estabas tumbado en el diván —comenzó Will—. ¿Dirías que era una amiga o más bien una colega de negocios?

Los ojos de Benedict se endurecieron.

—Cachorro insolente…

—Oh, yo diría que era una amiga —continuó Tessa—. Normalmente, uno no deja que sus colegas de negocios le laman la cara. Aunque podría equivocarme. ¿Qué se yo de esas cosas? Sólo soy una pobre mujer.

Will esbozó una sonrisa torcida. Gabriel seguía mirando fijamente; Gideon tenía los ojos clavados en el suelo. Charlotte estaba perfectamente compuesta, con las manos sobre el regazo.

—Los tres sois bastantes estúpidos —replicó Benedict, haciendo un gesto de deprecio hacia ellos. Tessa vislumbró algo en su muñeca, una sombra, las vueltas de un brazalete de mujer, antes de que la manga volviera a cubrirla—. Es decir, si pensáis que el Consejo creerá vuestras mentiras. Tú —echó una mirada despectiva a Tessa— eres una subterránea; tu palabra no vale nada. Y tú —lanzó un brazo hacia Will— eres un lunático que confraterniza con brujos. Y no ya con esta cría sino también con Magnus Bane. Y cuando me interroguen bajo la Espada Mortal y niegue vuestra declaración, ¿a quién pensáis que creerán, a vosotros o a mí?

Will intercambió una rápida mirada con Charlotte y Tessa. Había tenido razón al suponer que Benedict no temía a la Espada.

—Hay otra prueba, Benedict —anunció.

—¿Oh? —Lightwood curvó el labio en una mueca de desdén—. ¿Y cuál es?

—La prueba de tu propia sangre envenenada —contestó Charlotte—. Hace un instante, cuando nos has hecho un gesto, te lo he visto en la muñeca. ¿Hasta dónde se ha extendido la corrupción? Comienza en el torso, ¿verdad?, y se extiende por las piernas y los brazos.

—¿De qué está hablando? —La voz de Gabriel era una mezcla de furia y terror—. ¿Padre?

—Viruela demoníaca —soltó Will con la satisfacción de los auténticos vindicados.

—¡Qué acusación más rastrera…! —comenzó Benedict.

—Entonces, refútala —replicó Charlotte—. Súbete la manga. Muéstranos el brazo.

El hombre torció la boca en un gesto de contrariedad. Tessa lo observó fascinada. No la aterrorizaba, como Mortmain había hecho, sino que la asqueaba, igual que cuando veía un gusano gordo arrastrándose por el jardín. Lo observó volverse hacia su hijo mayor.

—Tú —rugió—. Tú se lo has dicho. Me has traicionado.

—Sí —repuso Gideon, alzando la cabeza y estirando los brazos—. Y lo volvería a hacer.

—¿Gideon? —preguntó Gabriel, desconcertado—. ¿Padre? ¿De qué estáis hablando?

—Tu hermano nos ha traicionado, Gabriel. Les ha contado nuestros secretos a los Branwell. —Escupió las palabras como si fueran veneno—. Gideon Arthur Lightwood —continuó. Su rostro parecía envejecido; las arrugas junto a la boca, más marcadas, pero el tono seguía siendo el mismo—. Te sugiero que pienses con mucho cuidado lo que has hecho y lo que harás ahora.

—Ya he estado pensando —contestó el aludido con su voz tranquila y baja—. Desde que me hiciste regresar de España, he estado pensando. De niño supuse que todos los cazadores de sombras vivían como nosotros. Condenando a los demonios durante el día, y confraternizando con ellos bajo el manto de la noche. Ahora sé que eso no es cierto. No se trata de cómo hacemos las cosas, padre; se trata de cómo las haces tú. Has vertido la deshonra y la inmundicia sobre el nombre de Lightwood.

—No hace falta ponerse melodramático…

—¿Melodramático? —Había un terrible desprecio en el tono de Gideon, normalmente neutro—. Padre, temo por el futuro del Enclave si pones las manos en el Instituto. Te lo digo ahora, testificaré contra ti en el Consejo. Sujetaré la Espada Mortal y diré al cónsul Wayland que creo que Charlotte es mil veces más capaz que tú de dirigir el Instituto. Revelaré lo que pasa aquí a todos los miembros del Consejo. Les diré que trabajas para Mortmain. Y les diré por qué.

—¡Gideon! —exclamó Gabriel, con la voz acerada, cortando a su hermano—. Sabes que la custodia del Instituto fue el deseo de nuestra madre en su lecho de muerte. Y es culpa de los Fairchild que ella muriera…

—Eso es una mentira —afirmó Charlotte—. Se quitó la vida, pero no por nada que hiciera mi padre. —Miró directamente a Benedict—. Sino por algo que tu padre hizo.

—¿Qué quieres decir? —Gabriel alzó la voz—. ¿Por qué dices algo así? Padre…

—Calla, Gabriel. —La voz de Benedict era dura y autoritaria, pero por primera vez había miedo en ella y en sus ojos—. Charlotte, ¿qué estás diciendo?

—Sabes muy bien lo que estoy diciendo, Benedict —lo acusó Charlotte—. La pregunta es si deseas que comparta lo que sé con la Clave. Y con tus hijos. Ya sabes lo que significaría para ellos.

Benedict se recostó en el asiento.

—Reconozco el chantaje cuando lo veo, Charlotte. ¿Qué quieres de mí?

Fue Will quien respondió, demasiado ansioso para contenerse por más tiempo.

—Retira tu demanda sobre el Instituto. Habla a favor de Charlotte delante del Consejo. Diles que crees que el Instituto debe seguir en sus manos. Eres un hombre muy bien hablado. Seguro que se te ocurre alguna cosa.

Benedict pasó la mirada de Will a Charlotte. Hizo una mueca de desprecio.

—¿Ésas son tus condiciones?

Ella contestó antes de que Will pudiera seguir hablando.

—No todas nuestras condiciones. Necesitamos saber cómo te has estado comunicando con Mortmain y dónde está.

Benedict soltó una risita.

—Me comunicaba con él por medio de Nathaniel Gray. Pero, como lo habéis matado, dudo que ahora sea una fuente de información muy efectiva.

La mujer parecía consternada.

—¿Quieres decir que nadie más sabe dónde está?

—Yo seguro que no —replicó Benedict—. Mortmain no es estúpido, por desgracia para ti. Deseaba que yo me hiciera con el Instituto para poder atacar desde el propio corazón. Pero ése era sólo uno de sus planes, un hilo de su telaraña. Lleva mucho tiempo esperando esto. Derrotará a la Clave. Y la tendrá a ella. —Posó los ojos sobre Tessa.

—¿Qué pretende hacer conmigo? —quiso saber ésta.

—No lo sé —respondió Benedict con una sonrisa astuta—. Lo que sé es que siempre preguntaba por tu estado. Tanto interés, tan enternecedor en un novio potencial.

—Dice que él me creó —añadió Tessa—. ¿Qué quiere decir exactamente con eso?

—No tengo ni la más remota idea. Os equivocáis si creéis que me ha hecho su confidente.

—Sí —repuso Will—, los dos no parecéis tener mucho en común, excepto la afición por las mujeres demonio y el mal.

—¡Will! —protestó Tessa.

—No me refería a ti —puntualizó Will, sorprendido—. Me refería al Club Pandemónium…

—Si habéis acabado con vuestro pequeño número… —dijo Benedict—. Quiero dejar algo muy claro a mi hijo. Gideon, entiende que si apoyas a Charlotte en esto, no volverás a ser bien recibido bajo mi techo. Por algo se dice que nunca se deben poner todos los huevos en la misma cesta.

Como respuesta, Gideon alzó las manos ante sí, casi como si fuera a rezar. Pero los cazadores de sombras no rezaban; e instantáneamente Tessa se dio cuenta de lo que estaba haciendo: se estaba quitando el anillo de plata del dedo. El anillo que era parecido al anillo de los Carstairs de Jem, sólo que éste tenía un dibujo de llamas alrededor del aro. El anillo de la familia Lightwood. Lo dejó en el borde del escritorio de su padre y se volvió hacia su hermano.

—Gabriel —le espetó—, ¿vendrás conmigo?

Los ojos verdes de éste estaban brillantes de furia.

—Sabes que no puedo.

—Sí, sí que puedes. —Gideon le tendió la mano.

Benedict los miró a ambos. Había palidecido ligeramente, como si de repente se hubiera dado cuenta de que no sólo podía perder a un hijo, sino a los dos. Se agarró al borde del escritorio, y los nudillos se le pusieron blancos. Tessa no pudo evitar mirar el trozo de muñeca que le quedó al descubierto al alzársele la manga. Era muy pálida, rodeada de estrías negras circulares. Había algo en ello que le resultaba nauseabundo, y se alzó del asiento. Will, a su lado, ya estaba en pie. Sólo Charlotte seguía sentada, tan compuesta e inexpresiva como siempre.

—Gabriel, por favor —rogó Gideon—. Ven conmigo.

—¿Y quién cuidará de padre? ¿Qué dirá la gente de nuestra familia si los dos lo abandonamos? —planteó Gabriel, con un tono de amargura y desesperación—. ¿Quién se encargará de las tierras, del asiento en el Consejo…?

—No lo sé —contestó Gideon—. Pero no hace falta que seas tú. La Ley…

—La familia antes que la Ley, Gideon —sentenció Gabriel con voz temblorosa. Por un momento, ambos hermanos se miraron a los ojos; luego el benjamín apartó la mirada, mordisqueándose el labio; fue a colocarse junto a su padre, y puso la mano en el respaldo de la silla de éste.

Benedict sonrió; al menos en eso, había triunfado. Charlotte se puso en pie, con la barbilla muy alta.

—Confío en verte mañana en la cámara del Consejo, Benedict. Confío en que sepas qué debes hacer —lo retó, y se marchó de la sala, con Gideon y Tessa tras ella.

Sólo Will se entretuvo un momento en el umbral, mirando a Gabriel, pero cuando éste le clavó la mirada, se encogió de hombros y salió tras los otros, cerrando la puerta al marchar.

Volvieron al Instituto en silencio, con la lluvia golpeando las ventanillas del carruaje. Charlotte trató varias veces de hablar con Gideon, pero él se mantuvo en silencio, mirando la empañada vista de las calles al pasar. Tessa no podía decir si el joven estaba enfadado, se arrepentía de sus acciones, o si sentía alivio. Se mostraba tan impasible como de costumbre, incluso mientras Charlotte le explicaba que siempre habría una habitación para él en el Instituto, y que no podía expresar su inmensa gratitud por lo que había hecho.

Al final, cuando ya traqueteaban por el Strand, Gideon habló:

—Estaba convencido de que Gabriel vendría conmigo. Una vez supiera lo de Mortmain…

—Aún no lo comprende —lo justificó Charlotte—. Dale tiempo.

—¿Cómo lo supiste? —Will miró a Gideon con mucha atención—. Nosotros acabamos de descubrir lo que le pasó a tu madre. Y Sophie dijo que no tenías ni idea…

—Hice que Cyril entregara dos notas —explicó la directora—. Una para Benedict y otra para Gideon.

—Me la puso en la mano cuando mi padre no miraba —confirmó Gideon—. Tuve el tiempo justo de leerla antes de que entrarais.

—¿Y decidiste creernos? —preguntó Tessa—. ¿Tan de prisa?

El mayor de los Lightwood miró hacia el mojado cristal. Apretaba la mandíbula.

—La historia de mi padre sobre la muerte de mi madre nunca tuvo demasiado sentido para mí. Lo que ponía en la nota, sí.

Apretados en el carruaje, con Gideon sólo a unos centímetros de ella, Tessa sintió el extraño impulso de acercarse a él, de decirle que ella también había tenido un hermano al que había amado y había perdido por algo que era peor que la muerte, que lo entendía. Pudo ver por qué le gustaba a Sophie: la vulnerabilidad bajo su aspecto impasible, la firme honestidad bajo su bello semblante.

Sin embargo, no dijo nada, porque notó que no sería bien recibido. Mientras tanto, Will se hallaba sentado a su lado, como un resorte de energía acumulada. De vez en cuando, Tessa captaba un destello azul, cuando él la miraba; el borde de una sonrisa, de una sonrisa sorprendentemente dulce; algo similar al atolondramiento, que nunca había asociado con Will antes. Era como si estuviera compartiendo con ella un chiste privado, sólo que Tessa no estaba muy segura de cuál era. Aun así, notaba la tensión de él de una forma tan penetrante, que su propia calma, o lo que quedara de ella, se había evaporado totalmente para cuando llegaron al Instituto, y Cyril, empapado hasta los huesos y amable como siempre, fue a abrir las puertas del vehículo.

Ayudó primero a Charlotte y luego a Tessa, y en seguida Will estuvo a su lado, después de saltar desde el carruaje y esquivar un charco por los pelos. Miró al cielo y cogió a Tessa por el brazo.

—Ven conmigo —le susurró, y la dirigió hacia la puerta principal del Instituto.

Tessa miró hacia atrás, hacia donde Charlotte se hallaba, al pie de la escalera, después de haber logrado, al parecer, que Gideon le hablara. Gesticulaba animadamente con las manos.

—Deberíamos esperarlos, ¿no crees que…? —comenzó.

El chico negó firmemente con la cabeza.

—Charlotte no dejará de parlotear durante horas sobre qué habitación prefiere, lo agradecida que le está por su ayuda… y lo único que yo quiero hacer es hablar contigo.

Tessa lo miró mientras entraban en el Instituto. Will quería hablar con ella. Ya lo había dicho antes, era cierto, pero hablar tan directamente era raro en él.

Se le ocurrió una idea. ¿Le habría contado Jem que estaban prometidos? ¿Estaría enfadado, pensando que ella no era digna de su amigo? Pero ¿cuándo habría tenido Jem la oportunidad de contárselo? Quizá mientras ella se vestía, pero Will tampoco parecía contrariado.

—No puedo esperar para contarle a Jem cómo ha ido la reunión —comentó mientras subían la escalera—. Nunca se creerá la escena; ¡que Gideon se haya vuelto así contra su padre! Una cosa es contarle secretos a Sophie, pero otra muy diferente es renunciar a toda tu relación con tu familia. Pero ha renunciado al anillo familiar.

—Es como dijiste —repuso Tessa, mientras ya enfilaban el pasillo. La mano enguantada de Will estaba sobre el brazo de ella—. Gideon está enamorado de Sophie. La gente hace cosas por amor.

Will la miró como si sus palabras lo hubieran impactado, luego sonrió, con la misma sonrisa enloquecedoramente dulce que le había regalado en el carruaje.

—Increíble, ¿verdad?

Tessa fue a contestar, pero habían llegado al salón. En el interior había mucha luz; las antorchas de luz mágica tenían mucha intensidad, y un fuego ardía en la chimenea. Las cortinas estaban abiertas, y permitían contemplar rectángulos de cielo plomizo. Tessa se quitó el sombrero y los guantes, y los estaba dejando sobre una mesita marroquí cuando vio que Will, que la había seguido dentro, estaba pasando el pestillo de la puerta.

Parpadeó sorprendida.

—Will, ¿por qué estás cerrando…?

No pudo acabar la frase. En dos zancadas, el muchacho cubrió el espacio que los separaba y la abrazó. Ella lanzó un grito ahogado de sorpresa cuando él la rodeó con los brazos y la obligó a retroceder hasta que casi chocó contra la pared, aplastando su polisón.

—Will —exclamó sorprendida, pero él la tenía atrapada contra la pared con su cuerpo, le recorría el torso con las manos, se las hundía en el húmedo cabello, con la boca ardiendo sobre la de ella. Tessa sintió que todo le daba vueltas y se ahogaba en ese beso; los labios de él eran suaves y su cuerpo firme contra el de ella; sabía a lluvia. Una oleada de calor le subió desde el estómago mientras él la besaba con intensidad, buscando una respuesta.

El rostro de Jem destelló ante los ojos cerrados de Tessa. Puso las manos planas sobre el pecho de Will y lo empujó tan fuerte como pudo. El aliento le salió en una violenta exhalación.

—No.

El chico dio un sorprendido paso atrás. Su voz, cuando habló, era grave y gutural.

—Pero ¿anoche? ¿En la enfermería? Me… me abrazaste…

«¿Lo hice?».

Anonadada, se dio cuenta de que lo que había tomado por un sueño no había sido tal. ¿O estaba mintiendo Will? Pero no. Era imposible que él supiera lo que ella había soñado.

—Eh… —Las palabras le salieron atropelladas—. Pensaba que estaba soñando…

La nublada mirada de deseo se estaba desvaneciendo rápidamente de los ojos de Will, reemplazada por otra de confusión y dolor.

—Pero incluso hoy —insistió él, casi tartamudeando—. Pensaba que… has dicho que estabas tan ansiosa de estar sola conmigo como yo…

—¡Me imaginaba que querías una disculpa! Me salvaste la vida en el almacén de té, y te estoy agradecida, Will. Pensaba que querías que te dijera que…

Él la miraba como si lo acabara de abofetear.

—¡No te salvé la vida para que me lo tuvieras que agradecer!

—Entonces ¿qué? —Tessa alzó la voz—. ¿Lo hiciste porque es tu obligación? Porque la Ley dice…

—¡Lo hice porque te amo! —casi gritó Will, y luego, al captar la mirada perpleja en el rostro de Tessa, confesó en una voz más calmada—. Te amo, Tessa, y te he amado casi desde el momento en que te conocí.

Ella entrelazó las manos. Las tenía frías como el hielo.

—Pensaba que no podías ser más cruel de lo que lo fuiste aquel día en el tejado. Me equivocaba. Esto es aún más cruel.

Will se quedó inmóvil. Luego comenzó a negar lentamente con la cabeza, de un lado a otro, como un paciente incrédulo frente al diagnóstico fatal del médico.

—¿No… no me crees?

—Claro que no te creo. Después de las cosas que has dicho, de la manera en la que me has tratado…

—Tenía que hacerlo —exclamó él—. No tenía elección. Tessa, escúchame. —La chica comenzó a ir hacia la puerta; él corrió a cortarle el paso, con los ojos ardiendo—. Por favor, escúchame.

Tessa vaciló. La forma en que había dicho «por favor», el tono de su voz, no era como el del tejado. En aquel momento, él había sido casi incapaz de mirarla. En éste, la miraba con desesperación, como si pudiera hacerla quedarse sólo por la pura fuerza de su deseo. La voz que le gritaba en su interior que él volvería a hacerle daño, que no sería sincero, fue perdiendo fuerza, cubierta por una traicionera voz cada vez más fuerte que le decía que se quedase. Que lo escuchase.

—Tessa. —Will se pasó las manos por el oscuro cabello; los estilizados dedos le temblaban de nerviosismo. Tessa recordó la sensación de tocar ese cabello, de tener los dedos hundidos en él, como seda áspera contra la piel—. Lo que voy a contarte no se lo he contado a nadie más excepto a Magnus, y eso sólo porque necesitaba su ayuda. No se lo he dicho ni siquiera a Jem. —Respiró hondo—. Cuando tenía doce años y vivía con mis padres en Gales, encontré una Pyxis en el despacho de mi padre.

Tessa no estaba muy segura de qué se había esperado que le dijera, pero seguro que no era aquello.

—¿Una Pyxis? Pero ¿por qué iba tu padre a guardar una Pyxis?

—¿Un recuerdo de sus días de cazador de sombras? ¿Quién puede saberlo? Pero ¿recuerdas que el Códice habla de maldiciones y de cómo se echan? Bueno, cuando abrí la caja, liberé a un demonio, Marbas, que me maldijo. Me juró que quien me amara estaría condenado a morir. Podía no haberle creído, yo no sabía mucho de magia, pero mi hermana mayor murió esa misma noche, de un modo horrible. Y pensé que era el inicio de la maldición. Huí de mi familia y vine aquí. Me parecía la única forma de mantenerlos a salvo, para no ocasionar una muerte tras otra. Al principio no me di cuenta de que estaba entrando en una segunda familia. Henry, Charlotte, incluso la maldita Jessamine… tenía que asegurarme de que nadie pudiera amarme. Porque de lo contrario, pensaba, los pondría en peligro. Durante años he mantenido a todo el mundo a distancia… a todos a los que no podía alejar definitivamente.

Tessa se lo quedó mirando. Las palabras le resonaron en el cabeza.

«Mantenido a todo el mundo a distancia… alejar definitivamente…»

Pensó en sus mentiras, en cómo se ocultaba, en la desagradable manera en que trataba a Charlotte y a Henry, en las crueldades que parecían forzadas, incluso en la historia de Tatiana, que lo había amado como amaban las niñas pequeñas, y cuyo cariño él había destrozado. Y luego estaba…

—Jem… —susurró Tessa.

Él la miró tristemente.

—Jem es diferente —susurró.

—Se está muriendo. ¿Dejaste que se acercara porque su muerte ya estaba próxima? ¿Pensaste que tu maldición no lo afectaría?

—Y con cada año que pasaba, y que él sobrevivía, eso parecía más probable. Pensé que podía aprender a vivir así. Pensé que cuando Jem faltara y después de cumplir dieciocho años, me iría a vivir solo, sin que nadie tuviera que aguantarme a mí o a mi maldición… y entonces, todo cambió. Por ti.

—¿Por mí? —preguntó Tessa con voz apagada y aturdida.

Will esbozó una levísima sonrisa.

—Cuando te conocí, pensé que eras diferente de todas las demás personas que había conocido. Me hiciste reír. Nadie excepto Jem me ha hecho reír desde hace, Dios, cinco años. Y tú lo hiciste como si nada, como respirar.

—Ni siquiera me conocías. Will…

—Pregúntaselo a Magnus. Te lo dirá. Después de aquella noche en el tejado, fui a verlo. Te había apartado de mí porque pensaba que habías comenzado a percibir lo que sentía por ti. Aquel día, en el Santuario, cuando creí que habías muerto, me di cuenta de que debías de habérmelo visto en la cara. Estaba aterrorizado. Tenía que conseguir que me odiaras, Tessa. Así que lo intenté. Y luego quería morir. Había pensado que podría soportar que me odiaras, pero no era capaz. Fui consciente de que te quedarías en el Instituto, y de que siempre que te viera sería como volver a estar en el tejado, haciendo que me despreciaras mientras me sentía como si estuviera tomando veneno. Fui a ver a Magnus y le exigí que me ayudara a encontrar el demonio que me había maldecido, para poder acabar con la maldición. Si lo lograba, pensé, podría intentarlo de nuevo. Tal vez fuera lento, doloroso y casi imposible, pero pensé que podría volver a hacer que me apreciaras si te podía decir la verdad. Que podría recuperar tu confianza, construir algo contigo, lentamente.

—¿Me…, me estás diciendo que ya no estás maldito? ¿Que se ha terminado?

—No tenía ninguna maldición, Tessa. El demonio me engañó. Nunca estuve maldito. Todos estos años, he sido un estúpido. Pero no tan estúpido como para no saber que lo primero que tenía que hacer en cuanto me enteré de la verdad era decirte lo que realmente siento. —Avanzó otro paso, y esa vez ella no retrocedió. Lo miraba, miraba la piel pálida, casi translúcida, bajo los ojos; miraba el cabello que se le rizaba en las sienes, en la nuca; miraba los ojos azules y la curva de los labios. Lo miraba como podría mirar un lugar querido que no sabía si volvería a ver, tratando de guardar en la memoria los detalles, grabárselos en los párpados para verlos cuando cerrara los ojos por la noche.

Oyó su propia voz como si le llegara de muy lejos.

—¿Por qué yo? —susurró—. ¿Por qué yo, Will?

Él vaciló.

—Después de que te trajéramos aquí, después de que Charlotte encontrara las cartas a tu hermano, las… las leí.

—Sé que lo hiciste —se oyó decir Tessa, con mucha calma—. Las encontré en tu habitación cuando estuve allí con Jem.

Will pareció sorprendido.

—No me dijiste nada.

—Al principio me enfadé —admitió ella—. Pero fue la noche que te encontramos en el antro de los ifrits. Me compadecí de ti, supongo. Me dije que había sido pura curiosidad, o que Charlotte te habría pedido que las leyeras.

—No lo hizo —contestó él—. Las saqué del fuego. Las leí todas. Cada una de las palabras que escribiste. Tú y yo, Tessa, nos parecemos. Vivimos y respiramos palabras. Fueron los libros los que me impidieron quitarme la vida después de que pensara que nunca podría amar a nadie, que nunca nadie me podría volver a amar. Fueron los libros los que me hicieron sentir que quizá no estaba completamente solo. Podían ser sinceros conmigo, y yo con ellos. Leer tus palabras, lo que escribiste, cómo a veces te sentías sola y asustada, pero siempre eras valiente; la manera en que veías el mundo, sus colores, texturas y ruidos, me hizo sentir… Me hizo saber lo que pensabas, esperabas, sentías, soñabas. Sentí que estaba soñando, pensando y sintiendo contigo. Soñé lo que tú soñabas, quise lo que tú querías, y luego me di cuenta de que lo que realmente quería era a ti. A la chica que estaba tras esas cartas. Te amé desde el momento en que las leí. Aún te amo.

Tessa había comenzado a temblar. Eso era lo que siempre había querido que alguien le dijera. Lo que siempre había querido, en el rincón más oculto de su corazón, que le dijera Will. Will, el chico que amaba los mismos libros que ella, la misma poesía que ella, que la hacía reír incluso cuando estaba furiosa. Y ahí estaba, ante ella, diciéndole que amaba las palabras de su corazón, la forma de su alma. Diciéndole algo que nunca le volverían a decir, no de esa manera. Y no él.

Y no importaba.

—Es demasiado tarde —sentenció ella.

—No digas eso. —La voz de Will era casi un susurro—. Te amo, Tessa. Te amo.

Ella negó con la cabeza.

—Will… para.

Él respiró entrecortadamente.

—Sabía que te costaría confiar en mí —repuso—. Tessa, por favor, ¿es que no me crees o es que no te imaginas volviendo a amarme nunca?

—Will. Eso no importa…

—¡Nada importa más! —Su voz se fue haciendo más fuerte—. Sé que si me odias es porque te he obligado a hacerlo. Sé que no tienes ninguna razón para darme una segunda oportunidad, para que me veas de una forma diferente. Pero te ruego que me des esa oportunidad. Haré lo que sea. Cualquier cosa.

Se le quebró la voz, y ella oyó el eco de otra voz. Vio a Jem, mirándola, con todo el amor, la esperanza y la expectación del mundo concentrada en sus ojos.

—No —susurró ella—. Es imposible.

—No es cierto —repuso él, desesperado—. No puede serlo. No puedes odiarme tanto…

—No te odio en absoluto —reconoció ella, con gran tristeza—. Intenté odiarte, Will, pero no lo conseguí.

—Entonces, existe una posibilidad. —La esperanza renació en sus ojos.

Tessa pensó que no debería haberle hablado con ternura; oh, Dios, ¿habría alguna manera de hacer que fuera menos terrible? Tenía que decírselo. Ya. En seguida. Claramente.

—Tessa —continuó él antes de que ella hablara—. Si no me odias, entonces existe la posibilidad de que puedas…

—Jem se me ha declarado —soltó Tessa de golpe—. Y le he dicho que sí.

—¿Qué?

—He dicho que Jem se me ha declarado —repitió en un susurro—. Me ha preguntado si me casaría con él. Y le he dicho que sí.

Will se había puesto pálido de la impresión.

—Jem. ¿Mi Jem?

Ella asintió, sin encontrar palabras.

El chico se tambaleó y apoyó la mano en el respaldo de una silla para no caer. Parecía alguien al que de repente le hubieran pegado una brutal patada en el estómago.

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Pero ya hace tiempo que nos hemos ido haciendo íntimos, mucho más íntimos.

—¿Tú… y Jem? —Will parecía como si le pidieran que creyera en algo imposible, como la nieve en verano o un Londres sin lluvia en invierno.

Como respuesta, Tessa tocó con la punta de los dedos el colgante de jade que Jem le había dado.

—Me ha dado esto —reveló, en una voz apagada—. Fue el regalo de bodas de su madre.

Will lo observó y se percató de los caracteres chinos, como si fuera una serpiente enrollada en el cuello de Tessa.

—Nunca me ha dicho nada. Nunca me ha dicho ni una palabra sobre ti. No de esa manera. —Se apartó el cabello del rostro, con el gesto característico que Tessa le había visto hacer miles de veces, sólo que, en esta ocasión, la mano le temblaba visiblemente—. ¿Lo amas?

—Sí, lo amo —respondió Tessa, y entonces vio que Will se encogía—. ¿Tú no?

—Pero él lo entendería —dijo Will como aturdido—. Si se lo explicara. Si se lo explicáramos…, lo entendería.

Por un momento, Tessa se imaginó quitándose el colgante, recorriendo el pasillo y llamando a la puerta de Jem. Devolviéndoselo. Diciéndole que había sido un error, que no podía casarse con él. Se lo contaría todo, le diría todo sobre Will y ella; que no estaba segura, que necesitaba tiempo, que no podía prometerle su corazón, que parte de ella pertenecía a Will y siempre le pertenecería.

Y luego pensó en las primeras palabras que había oído decir a Jem, con los ojos cerrados, de espaldas a ella, con el rostro bañado por la luz de la luna: «¿Will? ¿Will, eres tú?». Pensó en cómo la voz de Will, su rostro, se suavizaban por Jem como no lo hacía por nadie; la manera en que Jem había cogido a Will de la mano cuando éste sangraba; la forma en que Will había gritado «¡Jem!» en el almacén cuando el autómata lo había lanzado al suelo.

«No los puedo separar —pensó—. No puedo ser responsable de algo así. No puedo decir la verdad a ninguno de los dos».

Se imaginó el rostro de Jem si se desdecía de su compromiso. Sería amable. Jem siempre era amable. Pero le estaría rompiendo algo precioso en su interior, algo esencial. Después ya no sería el mismo, y no tendría a Will para consolarlo. Y le quedaba tan poco tiempo…

¿Y Will? ¿Qué haría él entonces? Pensara lo que pensase en ese momento, Tessa sabía que si rompía su compromiso, incluso así, él no la tocaría, no estaría con ella por mucho que la amara. ¿Cómo podría mostrar su amor por ella delante de Jem, sabiendo que su felicidad era a costa del dolor de su mejor amigo? Incluso si Will se decía a sí mismo que podría, para él ella siempre sería la chica a la que Jem amaba, hasta el día en que Jem muriera. Hasta el día en que ella muriera. No traicionaría a Jem, ni siquiera después de muerto. Si hubiera sido otra persona, cualquier otra persona en todo el mundo… pero ella no amaba a ninguna otra persona en el mundo. Ésos eran los chicos a los que amaba. Para bien. Y para mal.

—¿Explicarle qué? —Puso la voz más fría que pudo. Y más calmada.

Will se la quedó mirando. Las estrellas brillaron en sus ojos en la escalera, mientras cerraba la puerta, cuando la besaba… una luz brillante y feliz. Pero estaba desapareciendo, desvaneciéndose como el último aliento de un moribundo. Tessa pensó en Nate, desangrándose en sus brazos. Aquella vez había sido impotente, incapaz de ayudarlo. Como lo era en esos instantes. Se sintió como si estuviera viendo la vida escapar de Will Herondale, y no podía hacer nada para detener esa hemorragia.

—Jem me perdonaría —aseguró Will, pero ya había impotencia en su rostro, en su voz. Se había rendido, pensó Tessa; Will que nunca se rendía antes de que la batalla empezase—. Jem…

—Lo haría —repuso ella—. Nunca ha podido estar enfadado contigo, Will; te quiere demasiado para eso. Ni siquiera creo que me guardara rencor. Pero esta mañana me ha dicho que antes de conocerme creía que moriría sin haber amado a nadie como su padre había amado a su madre, sin ser correspondido con un amor igual. ¿Quieres que llame a su puerta y le arrebate eso? ¿Me seguirías amando si lo hiciera?

Will la miró durante largo rato. Luego pareció desmoronarse por dentro, como un castillo de naipes; se sentó en el sillón, y puso el rostro entre las manos.

—¿Me prometes —le planteó— que lo amas? ¿Lo suficiente para casarte con él y hacerlo feliz?

—Sí —contestó Tessa.

—Entonces, si lo amas —continuó a media voz—, por favor, Tessa, no le digas lo que te acabo de decir. No le digas que te amo.

—¿Y la maldición? Él no sabe…

—Por favor, no le digas eso tampoco. Ni a Henry, ni a Charlotte… a nadie. Debo decírselo cuando yo quiera, a mi manera. Finge que no te he dicho nada. Si te importo aunque sea un poco, Tessa…

—No se lo diré a nadie. Te lo juro. Te lo prometo por mi ángel. El ángel de mi madre. Y, Will…

Él había bajado las manos, pero aún no parecía capaz de mirarla. Tenía aferrados los brazos del sillón, con los nudillos blancos.

—Creo que es mejor que te vayas, Tessa.

Pero ella no podía soportar hacerlo. No mientras él estuviera así, como si su alma estuviera agonizando. Lo que más deseaba Tessa era abrazarlo y besarle los ojos cerrados, hacerlo sonreír de nuevo.

—Lo que has soportado —dijo ella—, desde los doce años… habría matado a la mayoría de las personas. Siempre has creído que nadie te amaba, que nadie podía amarte, porque su supervivencia era la prueba de que no lo hacía. Pero Charlotte te ama. Y Henry. Y Jem. Y tu familia. Siempre te han amado, Will Herondale, porque no puedes ocultar la bondad que hay en ti, por mucho que lo intentes.

Will alzó la cabeza y la miró. Ella vio las llamas del fuego reflejadas en sus ojos azules.

—¿Y tú? ¿Me amas tú?

Tessa se clavó las uñas en la palma de la mano.

—Will.

Él la miró, casi a través de ella, ciegamente.

—¿Me amas?

—Yo… —Tessa respiró hondo. Dolía—. Jem ha tenido razón sobre ti todo este tiempo. Eras mejor de lo que yo creía, y por eso me disculpo. Porque si éste eres tú, eres así en realidad, y creo que sí, entonces no te costará encontrar a alguien que te ame, Will, alguien para quien seas el primero en su corazón. Pero yo…

Will emitió un sonido, entre una carcajada ahogada y un jadeo.

—El primero en su corazón —repitió él—. ¿Quieres creer que ésta no es la primera vez que me dices eso?

Ella movió la cabeza, desconcertada.

—Will, yo no…

—Tú nunca podrás quererme —le espetó él, y cuando ella no respondió, cuando vio que ella no decía nada, se estremeció; un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo. Luego se levantó del sillón sin mirarla. Cruzó la sala muy erguido, y buscó torpemente el pestillo. Ella lo observó con la mano sobre la boca, mientras, después de lo que pareció una eternidad, dio con él, lo abrió y salió al pasillo, dando un portazo tras de sí.

«Will —pensó Tessa—. Will, ¿eres tú?».

Le dolían los ojos. De alguna manera se dio cuenta de que estaba sentada en el suelo delante de la chimenea. Miró las llamas, esperando las lágrimas. No pasó nada. Después de tanto tiempo conteniéndolas, al parecer habían perdido la capacidad de aflorar.

Cogió el atizador del gancho de la chimenea, clavó la punta en el corazón de los ardientes carbones y notó el calor en el rostro. El colgante de jade que pendía de su cuello se calentó, casi quemándole la piel.

Sacó el atizador del fuego. Brillaba tan rojo como un corazón. Aferró su candente punta con la mano.

Por un instante no sintió nada absolutamente. Y luego, como desde una gran distancia, se oyó gritar, y fue entonces cuando una llave giró en su corazón y liberó por fin un torrente de lágrimas. El atizador repicó sobre el suelo.

Cuando Sophie entró corriendo, al oír su grito, encontró a Tessa de rodillas junto al fuego, apretándose contra el pecho la mano quemada, sollozando como si se le fuera a partir el corazón.

Fue la doncella quien llevó a Tessa a su habitación, la doncella quien le puso el camisón y la metió en la cama, la doncella quien le lavó la mano quemada con un trapo frío y se la vendó tras aplicarle una pomada que oía a hierbas y especias, la misma pomada, le dijo a Tessa, que Charlotte le había puesto en la mejilla a Sophie cuando ésta había ido por primera vez al Instituto.

—¿Crees que me quedará cicatriz? —preguntó Tessa, más por curiosidad que porque le importara. La quemadura, y el llanto que había provocado, parecían haberle drenado todas las emociones. Se sentía tan ligera y vacía como una concha.

—Probablemente una pequeña, no como la mía —contestó Sophie con franqueza, mientras aseguraba el vendaje en la mano de Tessa—. Las quemaduras duelen más de lo que son, si me explico, y en seguida la he tratado con la pomada. Se pondrá bien.

—No, no me pondré bien —repuso Tessa mirándose la mano, y luego a la mundana, que estaba encantadora como siempre, tranquila y paciente en su uniforme negro y su cofia blanca, con los rizos recogidos alrededor del rostro—. Perdona de nuevo, Sophie —añadió Tessa—: Tenías razón en lo de Gideon, y yo me equivocaba. Debería haberte escuchado. Eres la última persona sobre la Tierra que haría el tonto por un hombre. La próxima vez que digas que se puede confiar en alguien, te creeré.

La sonrisa de la sirvienta fue como un destello, la sonrisa que hacía que hasta los desconocidos se olvidaran de la cicatriz.

—Entiendo por qué lo dijo usted.

—Debería haber confiado en ti…

—Y yo no debería haberme enfadado tanto —repuso Sophie—. Lo cierto es que yo tampoco estaba segura de qué haría él. No estaba segura, hasta que ha llegado en el carruaje con usted, de que al final se pondría a nuestro lado.

—Pero debe de ser agradable —continuó Tessa, jugueteando con las sábanas— que vaya a vivir aquí. Lo tendrás tan cerca…

—Será lo peor del mundo —la contradijo Sophie, y de repente tenía los ojos anegados de lágrimas. Tessa se quedó helada, preguntándose qué habría dicho que fuera tan malo. Las lágrimas se le secaron en los ojos, sin caer, haciendo que el verde de sus iris reluciera—. Si vive aquí, me verá como soy de verdad. Una criada. —Se le quebró la voz—. Sabía que no debería haber ido a verlo cuando me lo pidió. La señora Branwell no es de las que castigan a sus sirvientas por tener admiradores y eso, pero sabía que estaba mal, porque él es él y yo soy yo, y no debemos estar juntos. —Se frotó los ojos con la mano, y entonces sí que las lágrimas surcaron sus mejillas, la lisa y la marcada—. Lo podría perder todo si me dejo llevar…, y él ¿qué puede perder? Nada.

—Gideon no es así.

—Es el hijo de su padre —replicó Sophie—. ¿Quién dice que eso no importa? No es que fuera a casarse con una mundana para empezar, pero verme preparándole el fuego, haciendo la colada…

—Si te ama, no le importará.

—A la gente siempre le importa todo eso. No es tan noble como usted cree.

Tessa recordó a Will con el rostro entre las manos, diciéndole: «Si lo amas, por favor, Tessa, no le digas lo que te acabo de decir».

—La nobleza se encuentra en los lugares más inesperados, Sophie. Además, ¿de verdad te gustaría ser una cazadora de sombras? ¿No preferirías…?

—Oh, claro que me gustaría —exclamó la muchacha—. Más que nada en este mundo. Siempre lo he querido.

—No lo sabía —reconoció Tessa, maravillándose.

—Solía pensar que me casaría con el señorito Jem… —Sophie subió la manta, y luego alzó la mirada y sonrió tristemente—. No le ha roto el corazón todavía, ¿verdad?

—No —contestó Tessa. «Sólo se me ha partido el mío en dos»—. No le he roto el corazón en absoluto.