HASTA MI MUERTE
Durante toda mi vida aprendí a amar
Ahora demuestro mi consumado arte
Y revelo mi pasión: ¿cielo o infierno?
¡No quiere darme cielo! ¡Pues bueno!
ROBERT BROWNING, One Way of Love
—¡Señorita, señorita!
Tessa se fue despertando. Sophie la movía por el hombro. El sol entraba a raudales por las ventanas en lo alto. La doncella le sonreía con ojos animados.
—La señora Branwell me envía para llevarla a su dormitorio. No se puede quedar aquí eternamente.
—¡Uf! ¡No lo querría! —Tessa se incorporó, y luego cerró los ojos cuando una ola de mareo la recorrió—. Tendrás que ayudarme a levantarme, Sophie —dijo con voz de disculpa—. No estoy tan firme como debería.
—Claro, señorita. —La ayudó rápidamente a salir de la cama. A pesar de su delgadez era bastante fuerte. Tenía que serlo, ¿no?, pensó Tessa, después de años de cargar con ropa escalera arriba y abajo, y carbón desde la carbonera hasta las chimeneas. Hizo una mueca de dolor cuando tocó con los pies el frío suelo, y no pudo evitar mirar para ver si Will seguía en su cama de la enfermería.
No estaba.
—¿Está bien Will? —preguntó a Sophie mientras ésta la ayudaba a ponerse las zapatillas—. Me desperté un momento ayer y los vi sacándole trozos de metal de la espalda. Parecía horrible.
La sirvienta resopló.
—Parecía peor de lo que era. El señor Herondale casi ni los dejó ponerle un iratze ante de irse. Directo a la noche hacia el diablo sabe dónde.
—¿De verdad? Podría jurar que anoche hablé con él.
Ya se hallaban en el pasillo; Sophie ayudaba a Tessa poniéndole una mano en la espalda. Las imágenes iban tomando forma en la cabeza de la chica. Imágenes de Will bajo la luz de la luna, de sí misma diciéndole que no importaba, que sólo era un sueño… y lo había sido, o eso creía.
—Debe de haberlo soñado, señorita.
Habían llegado a la habitación de Tessa, y Sophie estaba distraída, tratando de girar el picaporte sin soltarla.
—Está bien, Sophie, puedo aguantarme sola.
Ésta protestó, pero Tessa insistió con tanta firmeza que la doncella pronto tuvo la puerta abierta y se dedicó a atizar el fuego mientras Tessa se sentaba en un sillón. Había una tetera y un plato con emparedados en la mesilla junto a la cama, y se sirvió, agradecida. Ya no estaba mareada, pero se sentía cansada, con un agotamiento que era más espiritual que físico. Recordó el amargo sabor de la tisana que había bebido, y cómo se había sentido al abrazarla Will, pero eso había sido un sueño. Se preguntó qué más de lo que había visto la noche pasada sería también un sueño… Jem susurrándole desde los pies de la cama, Jessamine sollozando contra las mantas en la Ciudad Silenciosa…
—Lamento lo de su hermano, señorita. —Sophie estaba arrodillada junto al fuego, y el reflejo de las llamas jugaba sobre su hermoso rostro. Tenía la cabeza inclinada, y Tessa no podía verle la cicatriz.
—No tienes por qué decirlo, Sophie. Sé que fue culpa suya, la verdad, lo de Agatha y Thomas…
—Pero era su hermano. —La voz de la doncella era firme—. La sangre llora a la sangre. —Se inclinó aún más sobre el hogar, y había algo en la ternura de su voz, y en la manera en que se le rizaba el cabello, oscuro y vulnerable, en la nuca, que hizo hablar a Tessa.
—Sophie, te vi con Gideon el otro día.
Al instante, ésta se tensó por completo, sin volverse a mirarla.
—¿Qué quiere decir, señorita?
—Volví a buscar mi colgante —explicó—. Mi ángel mecánico. Y te vi en el pasillo con Gideon. —Tragó saliva—. Él te… apretaba la mano. Como un pretendiente.
Se hizo un largo silencio, mientras Sophie miraba el fuego.
—¿Va a decírselo a la señora Branwell?
Tessa se quedó parada.
—¿Qué? ¡Sophie, no! Sólo quería… advertirte…
—¿Advertirme de qué? —preguntó Sophie con voz neutra.
—Los Lightwood… —Tragó saliva—. No son gente muy amable. Cuando estuve en su casa… con Will… vi cosas terribles, terribles…
—¡Es el señor Lightwood, no sus hijos! —La brusquedad en la voz de la criada hizo que se encogiera—. ¡No son como él!
—¿Qué diferencia puede haber?
Sophie se puso en pie, y el atizador repiqueteó en el suelo al caer.
—¿Cree que soy tan tonta como para dejar que un caballero de tres al cuarto se burle de mí después de lo que he pasado? ¿Después de todo lo que la señora Branwell me ha enseñado? Gideon es un buen hombre…
—¡Es una cuestión de educación, Sophie! ¿Te lo imaginas yendo a Benedict Lightwood y diciéndole que quiere casarse con una mundana y, además una doncella?
Sophie arrugó el rostro.
—Usted no sabe nada —replicó—. No sabe lo que haría por nosotros…
—¿Te refieres al entrenamiento? —Tessa no podía creérselo—. Sophie, la verdad…
Pero ésta, sacudiendo la cabeza, se había cogido las faldas y salía de la habitación, dejando que la puerta se cerrara de golpe tras de sí.
Charlotte, apoyando los codos en el escritorio del salón, suspiró, hizo una bola con la decimocuarta hoja de papel y la tiró a la chimenea. El fuego se avivó durante un momento, y consumió el papel hasta dejarlo negro y deshecho en cenizas.
Volvió a coger la pluma, la hundió en el tintero y comenzó de nuevo.
Yo, Charlotte Mary Branwell, hija de nefilim, por la presente y en esta fecha, presento mi renuncia como directora del Instituto de Londres, en representación propia y de mi esposo, Henry Jocelyn Branwell…
—¿Charlotte?
La mano le tembló, y lanzó un borrón de tinta sobre la hoja, estropeando su concienzuda carta. Alzó la mirada y vio a Henry junto al escritorio, con una mirada preocupada en el pecoso rostro. Dejó la pluma. Pensó, como siempre le pasaba con su marido y en otras escasas ocasiones, en su aspecto físico: en que el cabello se le escapaba del moño, en que el vestido no era nuevo y tenía una mancha de tinta en la manga y en que tenía los ojos cansados e hinchados de llorar.
—¿Qué pasa, Henry?
Éste vaciló.
—Es sólo que he estado… Cariño, ¿qué estás escribiendo? —Pasó al otro lado del escritorio y echó una ojeada por encima del hombro de ella—. ¡Charlotte! —Agarró el papel del escritorio; aunque la tinta se había corrido por la hoja, pudo leer lo suficiente para captar la intención—. ¿Renunciar al Instituto? ¿Cómo puedes?
—Mejor renunciar que hacer que el cónsul Wayland tenga que obligarme —contestó Charlotte con clama.
—¿No querrás decir «obligarnos»? —Parecía herido—. ¿No debería yo tener algo que decir al menos en esta decisión?
—Nunca antes te has tomado ningún interés por la dirección del Instituto. ¿Por qué lo ibas a hacer ahora?
Su esposo la miró como si lo hubiera abofeteado, y Charlotte tuvo que contenerse para no levantarse, abrazarlo y besarle la pecosa nariz. Recordó cómo, cuando se había enamorado de él, había pensado que le recordaba a un cachorrillo adorable, con las manos demasiado grandes en relación con el resto del cuerpo, sus ojos color almendra, su voluntariosa actitud… Jamás había dudado de su agudeza e inteligencia, incluso cuando los demás se reían de sus excentricidades. Ella había pensado que sería suficiente estar cerca de él para siempre, y amarlo tanto si él la amaba como si no. Pero eso había sido antes.
—Charlotte —dijo él—. Sé por qué estás enfadada conmigo.
Ella alzó el rostro, sorprendida. ¿De verdad podría ser Henry tan perceptivo? A pesar de su conversación con el hermano Enoch, ella había pensado que nadie lo había notado. No había tenido ni tiempo de pensar en sí misma, y mucho menos en cómo reaccionaría su marido cuando lo supiera.
—¿Lo sabes?
—No estuve contigo en la reunión con Woolsey Scott.
El alivio y la decepción lucharon en el pecho de Charlotte por imponerse.
—Henry —suspiró—. Eso no es muy…
—No me di cuenta —continuó él—. A veces me quedo tan perdido en mis ideas… Siempre lo has sabido, Lottie.
Ella se sonrojó. Tan pocas veces la llamaba así…
—Cambiaría si pudiera —prosiguió—. De todas las personas de este mundo, creía que tú me entendías. Ya sabes… sabes que para mí no es sólo juguetear. Sabes que quiero crear algo que haga que el mundo sea mejor, que haga las cosas más fáciles para los nefilim. Igual que lo haces tú, al dirigir el Instituto. Y aunque sé que para ti siempre estaré en segundo lugar…
—¿Segundo lugar? —La voz de Charlotte se elevó hasta ser un incrédulo graznido—. ¿Tú estás en segundo lugar para mí?
—Eso es, Lottie —respondió Henry con gran ternura—. Sabía, cuando aceptaste contraer matrimonio conmigo, que era porque era imprescindible que estuvieras casada para dirigir el Instituto, que nadie aceptaría a una mujer soltera en el puesto de directora…
—Henry. —Se puso en pie, temblando—. ¿Cómo puedes decir esas cosas terribles de mí?
Éste parecía perplejo.
—Pensaba que simplemente era así…
—¡¿Crees que no sé por qué te casaste conmigo?! —gritó Charlotte—. ¿Crees que no sé lo del dinero que tu padre debía al mío, y que éste le prometió olvidarse de la deuda si lo hacías? Siempre había querido tener un hijo, alguien que dirigiera el Instituto después de él, y si no podía tenerlo, bueno, ¿por qué no pagar para casar a su hija imposible de casar, demasiado fea, demasiado obstinada, con un pobre chico que sólo estaba cumpliendo su obligación hacia su familia…?
—¡CHARLOTTE! —Henry se había puesto rojo como un tomate. Ella nunca lo había visto tan enfadado—. ¡¿DE QUÉ DIABLOS ESTÁS HABLANDO?!
Ella se aferró al escritorio.
—Lo sabes muy bien —respondió—. Fue por eso por lo que te casaste, ¿no es cierto?
—¡Nunca me has dicho una palabra de esto hasta hoy!
—¿Y para qué? No es algo que no supieras.
—Pues lo es, la verdad. —Henry soltaba rayos por los ojos—. No sé nada de que mi padre debiera dinero al tuyo. Fui a ver a tu padre de buena voluntad y le pedí si me haría el honor de permitirme pedirte matrimonio. ¡Nunca se habló de dinero!
Charlotte se quedó sin aliento. En todos los años que habían estado casados, nunca le había dicho ni una palabra sobre las circunstancias de su compromiso; nunca había habido ninguna razón, y nunca antes había querido oír detalles tartamudeados de lo que sabía que era cierto. ¿No se lo había dicho su padre cuando le había hablado de la petición de Henry? «Es un buen chico, mejor que su padre, y tú necesitas algún marido, si vas a dirigir el Instituto. Le he perdonado las deudas a su padre, así que el asunto está zanjado entre las familias».
Claro que su padre nunca había dicho, con las palabras exactas, que ésa fuera la razón por la que Henry le había pedido matrimonio. Ella había supuesto…
—No eres fea —le espetó Henry, con el rostro aún encendido—. Eres hermosa. Y no le pedí a tu padre si podía casarme contigo obligado por nadie o por nada; lo hice porque te amaba. Siempre te he amado. Soy tu esposo.
—No creía que quisieras serlo —susurró ella.
Henry estaba negando con la cabeza.
—Sé que la gente me llama excéntrico. Peculiar. Incluso loco. Todas esas cosas. Nunca me ha importado. Pero que tú pienses que tengo una voluntad tan débil… ¿Acaso no me amas?
—¡Claro que sí! —dijo Charlotte—. Eso nunca se ha cuestionado.
—¿No? ¿Crees que no oigo lo que dice la gente? Hablan de mí como si yo no estuviera presente, como si fuera una especie de retrasado. He oído a Benedict Lightwood decir tantas veces que sólo te habías casado conmigo para poder fingir que era un hombre el que dirigía el Instituto…
Le tocó el turno a Charlotte de enfadarse.
—¡Y tú me criticas por pensar que tenías poca voluntad! Henry, nunca me hubiera casado contigo por esa razón, en la vida. Perdería el Instituto al instante antes de perder…
Henry la miraba fijamente, con los ojos color almendra como platos, y el cabello rojo de punta, como si se hubiera pasado las manos por él tantas veces que corriera el peligro de arrancárselo a trozos.
—¿Antes de perder qué…?
—Antes de perderte a ti —contestó ella—. ¿Acaso no lo sabes?
Y luego no dijo nada más, porque Henry la abrazó y la besó. La besó de tal manera que ella ya no se sintió fea, ni fue consciente de su cabello o de la mancha de tinta en la manga ni de nada que no fuera Henry, al que siempre había amado. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que cayeron por sus mejillas, y cuando él se apartó, le tocó el húmedo rostro, inquisitivo.
—De verdad —dijo—. ¿Tú también me amas, Lottie?
—Claro que sí. No me casé contigo para tener alguien con quien dirigir el Instituto, Henry. Me casé contigo porque… porque creía que no me importaría lo difícil que pudiera ser dirigir este sitio, o lo mal que me tratara la Clave, si sabía que sería tu rostro lo que vería todas las noches antes de dormirme. —Le dio un suave golpecito en el hombro—. Llevamos años casados, Henry. ¿Qué creías que sentía por ti?
Él se encogió de hombros y la besó en la coronilla.
—Pensaba que me tenías cariño —respondió con aspereza—. Pensaba que tal vez llegaras a amarme, con el tiempo.
—Eso era lo que yo pensaba de ti —repuso ella—. ¿De verdad hemos sido ambos tan estúpidos?
—Bueno, no me sorprendo por mí —reconoció Henry—. Pero, la verdad, Charlotte, tú deberías haberlo sabido.
Ella contuvo una carcajada.
—¡Henry! —Le apretó los brazos—. Hay algo más que tengo que decirte, algo importante…
La puerta del salón se abrió de golpe. Era Will. La pareja se apartó y lo miró. Parecía agotado, pálido y con grandes ojeras, pero había una claridad en su rostro que Charlotte no había visto nunca antes, una especie de brillo en su expresión. Se preparó para algún comentario sarcástico o una fría observación, pero en vez de eso les sonrió a ambos alegremente.
—Henry, Charlotte. No habéis visto a Tessa, ¿verdad?
—Seguramente está en su habitación —respondió Charlotte, asombrada—. Will, ¿pasa algo? ¿No deberías estar descansando? Después de las heridas que has sufrido…
El muchacho hizo un gesto quitándole importancia.
—Tus excelentes iratzes han funcionado de maravilla. No necesito descanso. Sólo quiero ver a Tessa y pedirte… —Se interrumpió, mirando la carta que Charlotte tenía sobre la mesa. Con unas cuantas zancadas de sus largas piernas, llegó hasta el escritorio, la cogió y la leyó con la misma expresión de consternación que Henry—. ¡Charlotte, no! No puedes renunciar al Instituto.
—La Clave te buscará otro sitio donde vivir —repuso ella—. O puedes quedarte aquí hasta que cumplas los dieciocho, aunque los Lightwood…
—No querría vivir aquí sin Henry ni tú. ¿Para qué iba a quedarme? —Sacudió la hoja de papel hasta que ésta crujió—. Si incluso echo de menos a Jessamine… Bueno, un poco. Y los Lightwood despedirán a nuestros criados y pondrán a los suyos. Charlotte, no puedes dejar que eso suceda. Éste es nuestro hogar. El hogar de Jem, el hogar de Sophie.
La mujer lo miró fijamente.
—¿Seguro que no tienes fiebre?
—Charlotte. —Will puso el papel otra vez sobre la mesa con una fuerza innecesaria—. Te prohíbo que dimitas como directora. ¿Lo entiendes? Durante todos estos años te has volcado conmigo como si fuera de tu propia sangre, y nunca te he dado las gracias. Eso también va por ti, Henry. Pero estoy agradecido, y por eso no te permitiré cometer ese error.
—Will —repuso Charlotte—. Se ha acabado. Sólo nos quedan tres días para encontrar a Mortmain, y no podemos hacerlo. No contamos con tiempo suficiente.
—¡A Mortmain, que lo cuelguen! —exclamó Will—. Y lo digo literalmente, claro, pero también en sentido figurado. Las dos semanas de plazo para encontrar a Mortmain las decidió, en esencia, Benedict Lightwood como una ridícula prueba. Una prueba que, como se ha visto, era un timo. Él está trabajando para Mortmain. Dicha prueba ha sido su intento de arrancarte el Instituto. Pero si demostramos que Benedict es realmente un títere de Mortmain, el Instituto volverá a ser tuyo y podremos seguir buscando a Mortmain.
—Tenemos la palabra de Jessamine de que denunciar a Benedict es hacerle el juego a Mortmain…
—No podemos no hacer nada —repuso Will con firmeza—. El tema vale como mínimo una conversación, ¿no crees?
A Charlotte no se le ocurrió nada que decir. Ese Will no era el de antes. Era firme, directo, con la intensidad brillándole en los ojos. Y a juzgar por el silencio de Henry, él estaba igual de sorprendido. El chico asintió como si tomara su silencio por aceptación.
—¡Excelente! —gorjeó—. Le diré a Sophie que reúna a todos los demás.
Y salió corriendo del salón.
Charlotte miró a su esposo, y olvidó su intención de comunicarle las nuevas.
—¿Ése era Will? —preguntó finalmente.
Henry arqueó una ceja pelirroja.
—Quizá lo han raptado y lo han sustituido por un autómata —sugirió—. Parece posible…
Por una vez, Charlotte no pudo menos que estar de acuerdo con él.
Abatida, Tessa se acabó los emparedados y el resto de té, maldiciendo su tendencia a inmiscuirse en los asuntos ajenos. Una vez acabó, se puso el vestido azul, lo cual le costó bastante sin la ayuda de Sophie.
«Mírate —se dijo—, echada a perder sólo después de unas semanas teniendo doncella. Ni siquiera puedes vestirte sola, no puedes dejar de meter las narices donde no te llaman. Pronto necesitarás que te den la comida en la boca o te morirás de hambre».
Se hizo una fea mueca a sí misma en el espejo y se sentó ante el tocador. Cogió el cepillo de plata y comenzó a pasárselo por la larga melena castaña.
Llamaron a la puerta.
«Sophie —pensó esperanzada—, en busca de una disculpa».
Bueno, pues se la daría. Dejó caer el cepillo y corrió a abrir la puerta.
Al igual que una vez había esperado a Jem y se había decepcionado al encontrarse a Sophie en el umbral, en ese momento, esperando a Sophie, se sorprendió de ver a Jem. Llevaba una chaqueta gris de lana y pantalones, en contraste con los cuales su cabello plateado parecía casi blanco.
—¡Jem! —dijo sorprendida—. ¿Va todo bien?
Con sus ojos grises, Jem le recorrió el rostro y la larga melena suelta.
—Parece como si estuvieras esperando a otra persona.
—A Sophie. —Suspiró, y se metió tras la oreja un mechón suelto—. Me temo que la he ofendido. Mi costumbre de hablar sin pensar me la ha vuelto a jugar.
—¡Oh! —exclamó Jem, con una desgana muy poco habitual en él. Por lo general le habría preguntado qué era lo que le había dicho a la doncella, y luego la habría tranquilizado o la habría ayudado a pensar qué hacer para que ésta la perdonara. Su característico interés parecía extrañamente ausente, pensó Tessa alarmada; y también estaba muy pálido, y parecía estar mirando más allá de ella, como si quisiera comprobar si estaba sola—. ¿Es un…? Es decir, me gustaría hablar contigo en privado, Tessa. ¿Te sientes lo bastante bien?
—Eso depende de lo que tengas que decirme —respondió ella con una carcajada, pero cuando su risa no fue correspondida ni siquiera por una sonrisa, comenzó a sentirse inquieta—. Jem…, ¿me prometes que no pasa nada? Will…
—Esto no tiene nada que ver con Will —repuso él—. Will está vagando por ahí, y sin duda está perfectamente. Eso es sobre… Bueno, supongo que podría decir que es sobre mí. —Miró a ambos lados del pasillo—. ¿Puedo entrar?
Por un instante, Tessa reflexionó sobre lo que la tía Harriet diría de una chica que permitía entrar a un chico que no era de su familia en su dormitorio cuando no había nadie más. Pero, claro, la propia tía Harriet había estado enamorada una vez, se dijo. Lo suficientemente enamorada para dejar que su prometido hiciera… bueno, lo que fuera exactamente que hacía que una mujer se quedara embarazada. Tía Harriet, de haber vivido, no hubiera estado en la posición de decir nada. Además, la etiqueta era diferente entre los cazadores de sombras.
Abrió la puerta de par en par.
—Sí, pasa.
Jem entró en el dormitorio y cerró con firmeza a su espalda. Fue hasta la chimenea y apoyó un brazo sobre la repisa; luego pareció decidir que esa posición no le resultaba satisfactoria y se dirigió hacia donde se hallaba Tessa, en medio de la sala, y se detuvo ante ella.
—Tessa —dijo.
—Jem —contestó ella, imitando su tono serio, pero de nuevo él no sonrió—. Jem —repitió ella en voz más baja—. Si esto tiene que ver con tu salud, con tu… enfermedad, por favor, dímelo. Haré lo que sea para ayudarte.
—No tiene que ver con mi enfermedad —repuso él. Respiró hondo—. Ya sabes que no hemos hallado a Mortmain. En unos pocos días, el Instituto le será entregado a Benedict Lightwood. Sin duda, permitirá que Will y yo nos quedemos aquí, pero tú no, y no tengo ningún deseo de vivir en una casa dirigida por él. Y Will y Gabriel se matarán el uno al otro en un minuto. Sería el final de nuestro pequeño grupo; Charlotte y Henry encontrarán una casa, sin duda, y Will y yo quizá nos vayamos a Idris cuando cumplamos dieciocho años, y Jessie… supongo que eso depende de la sentencia que le imponga la Clave. Pero no podríamos llevarte a Idris con nosotros. No eres una cazadora de sombras.
A Tessa, el corazón comenzó a latirle muy de prisa. Se sentó, bastante de golpe, en el borde de la cama. Se sentía ligeramente mareada. Recordó la broma de mal gusto de Gabriel sobre los Lightwood encontrándole un «empleo»; después de haber estado en el baile en su casa, no podía imaginarse nada mucho peor.
—Ya veo —repuso ella—. Pero ¿adónde iré…? No, no me respondas a eso. No tienes ninguna responsabilidad para conmigo. Gracias por decírmelo, al menos.
—Tessa…
—Ya has sido tan amable como permite la decencia —continuó ella—, dado que permitirme vivir aquí no os ha hecho ningún bien a ninguno de vosotros ante la Clave. Buscaré un lugar…
—Tu lugar está conmigo —la atajó Jem—. Siempre lo estará.
—¿Qué quieres decir?
Jem se sonrojó, y el color se vio muy oscuro sobre su blanca piel.
—Quiero decir —contestó él—, Tessa Gray, ¿me haría usted el honor de convertirse en mi esposa?
La muchacha se incorporó de golpe.
—¡Jem!
Se miraron durante un momento.
—Eso no ha sido un no —comentó él finalmente, decantándose por el humor, aunque se le quebraba la voz—, pero supongo que tampoco ha sido un sí.
—No puedes decirlo en serio.
—Lo digo en serio.
—No puedes… no soy una cazadora de sombras. Te expulsarían de la Clave…
Él se acercó más a ella, con una intensa mirada en los ojos.
—Quizá no seas exactamente una cazadora de sombras. Pero tampoco eres una mundana, y probablemente menos aún, una subterránea. Tu situación es única, así que no sé qué hará la Clave. Pero no pueden prohibirme algo que no está prohibido por la Ley. Tendrán que tomar en consideración tu…, nuestro… caso de forma individual, y eso puede llevar meses. Mientras tanto, no pueden impedir nuestro compromiso.
—Sí que lo dices en serio. —Tessa tenía la boca seca—. Jem, tanta amabilidad por tu parte es increíble. Dice mucho de ti. Pero no puedo permitir que te sacrifiques de esa forma por mí.
—¿Sacrificio? Tessa, te amo. Quiero casarme contigo.
—Eh…, Jem, es que eres tan amable, tan altruista… ¿Cómo puedo estar segura de que no lo haces sólo por mí?
Él metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó algo pulido y circular. Era un colgante de jade verde muy claro, con caracteres chinos grabados, que ella no podía leer. Se lo tendió con una mano que temblaba ligeramente.
—Te podría dar el anillo de mi familia —respondió—. Pero se supone que eso hay que devolverlo cuando acaba el noviazgo, a cambio de runas. Quiero darte algo que sea tuyo para siempre.
Ella negó con la cabeza.
—No podría…
Él la interrumpió.
—Mi padre le dio esto a mi madre cuando se casaron. Las palabras son del I Ching, el Libro de las Mutaciones. Dice: «Cuando dos personas son una en lo más profundo de su corazón, quiebran incluso la fuerza del hierro o el bronce».
—¿Y tú crees que lo somos? —preguntó Tessa, con un hilillo de voz por la impresión—. ¿Uno, quiero decir?
Jem se arrodilló a sus pies, de forma que tenía que alzar la vista para verle el rostro. Ella lo vio como había sido en Blackfriars Bridge, una encantadora sombra plateada contra la oscuridad.
—No puedo explicar el amor —confesó él—. No podría decirte si te amé desde el primer momento en que te vi, o si fue en el segundo, el tercero o el cuarto. Pero recuerdo la primera vez que te miré mientras caminabas hacia mí y me di cuenta de que el resto del mundo parecía desaparecer cuando estaba contigo. Que eras el centro de todo lo que hacía, sentía y pensaba.
Abrumada, Tessa sacudió la cabeza lentamente.
—Jem, nunca me habría imaginado…
—Hay fuerza e intensidad en el amor —continuó él—. Eso es lo que significa la inscripción. También está en la ceremonia de boda de los cazadores de sombras. «Porque el amor es tan fuerte como la muerte». ¿No te has fijado en cómo me he sentido estas últimas semanas, Tessa? He estado menos enfermo, he tosido menos. Me siento más fuerte, necesito menos droga… gracias a ti. Porque mi amor por ti me da fuerza.
Tessa se lo quedó mirando. ¿Era eso posible, fuera de los cuentos de hadas? El rostro de Jem resplandecía de luz; era evidente que él lo creía, totalmente. Y sí que había estado mejor.
—Hablas de sacrificio, pero no es mi sacrificio el que te ofrezco. Es el tuyo el que pido —prosiguió—. Te puedo ofrecer mi vida, pero es una vida corta; te puedo ofrecer mi corazón, aunque no tengo ni idea de cuántos latidos más soportará. Pero te amo lo bastante para esperar que no te importe si soy egoísta al intentar hacer que el resto de mi vida, sea cual sea su duración, sea feliz al pasarlo contigo. Quiero casarme contigo, Tess. Lo quiero más de lo que nunca en mi vida he querido nada. —Él la miró a través de la cortina de cabello plateado que le caía sobre los ojos—. Es decir —añadió con timidez—, si tú también me amas.
Tessa miró a Jem, arrodillado frente a ella con el colgante en la mano, y entendió por fin lo que la gente quería decir con lo de que el corazón de alguien estaba en sus ojos, porque los ojos de Jem, sus luminosos y expresivos ojos, que siempre había encontrado tan hermosos, estaban cargados de amor y de esperanza.
¿Y por qué no iba a tener esperanza? Ella le había dado todas las razones para que creyera que lo amaba. Su amistad, su confianza, sus confidencias, su gratitud, incluso su pasión. Y si había alguna pequeña parte de ella que no había olvidado a Will, sin duda se debía a sí misma tanto como a Jem el hacer todo lo que estuviera en sus manos para eliminarla.
Muy lentamente, se agachó y le cogió el colgante a Jem. Se lo colgó del cuello por una cadena de oro, tan fría como el agua, y lo dejó caer en el hueco de la clavícula, sobre el punto en que estaba el ángel mecánico. Mientras retiraba las manos del cierre, vio la esperanza en los ojos de Jem iluminarse hasta casi ser una insoportable hoguera de felicidad incrédula. Se sintió como si alguien le hubiera metido la mano en el pecho y le hubiera abierto la caja que contenía el corazón, derramando ternura como una nueva sangre en sus venas. Nunca había sentido un impulso tan abrumador de proteger a otra persona, de abrazarla y acurrucarse contra ella, solos y lejos del resto del mundo.
—Entonces, sí —contestó—. Sí, me casaré contigo, James Carstairs. Sí.
—Oh, gracias, Dios mío —exhaló él—. Gracias, Dios mío. —Y hundió el rostro en el regazo de ella, rodeándole la cintura con los brazos. Ella se inclinó sobre él y le acarició los hombros, la espalda, la seda de su cabello… El corazón de Jem le latía contra las piernas. Alguna pequeña parte en su interior estaba totalmente asombrada. Nunca se había imaginado que tuviera el poder de hacer tan feliz a alguien. Y no era ningún poder mágico, sino uno puramente humano.
Llamaron; ambos se separaron de golpe. Tessa se apresuró a levantarse y fue hasta la puerta, donde se detuvo para alisarse el cabello y, esperaba, adoptar una expresión serena antes de abrir. Esta vez sí que era Sophie. Aunque su enfadado semblante mostraba que no había ido por propia voluntad.
—Charlotte los llama a todos al salón, señorita —informó—. El señorito Will ha regresado, y ella desea mantener una reunión. —Miró más allá de Tessa y su gesto se agrió aún más—. Usted también, señorito Jem.
—Sophie —comenzó Tessa, pero ésta ya se había vuelto y se alejaba a toda prisa, con la cofia rebotándole. Tessa apretó la mano en el picaporte, mirándola alejarse. Sophie le había dicho que no le importaban los sentimientos de Jem hacia Tessa, y ella sabía que la razón era Gideon. De todas maneras…
Notó a Jem acercársele por la espalda y cogerla de las manos. Sus dedos eran delicados. Respiró hondo. ¿Era eso lo que significaba estar enamorada de alguien? ¿Que cualquier carga era una carga compartida, que se consolarían el uno al otro con una palabra o una caricia? Apoyó la cabeza en su hombro, y él le besó la sien.
—Se lo diremos primero a Charlotte, en cuanto tengamos ocasión —dispuso—, y luego a los otros. Una vez el destino del Instituto esté decidido…
—Lo dices como si no te importara en absoluto lo que pase con él —repuso Tessa—. ¿No lo echarás de menos? Este lugar ha sido tu hogar.
El nefilin le acarició suavemente la muñeca, haciéndola estremecerse.
—Tú eres ahora mi hogar.