16

FURIA MORTAL

Cuando veo la mano del tiempo borrar

las orgullosas pompas de épocas olvidadas;

cuando a veces veo altivas torres arrasadas,

y al bronce eterno esclavo de la furia mortal.

SHAKESPEARE, Soneto 64

Resultaba una experiencia muy peculiar caminar por las calles de Londres como un chico, pensó Tessa mientras avanzaba por la atestada acera de Eastcheap. Los hombres que se cruzaban con ella casi ni la miraban, sólo se abrían paso hasta la puerta de los bares o la siguiente esquina de la calle. Como chica, caminar sola por esas calles de noche, con sus elegantes vestidos, habría sido objeto de miradas y burlas. Como chico era… invisible. Nunca antes se había dado cuenta de lo que era ser invisible. Lo ligera y libre que se sentía, o se hubiera sentido, si no fuera porque se imaginaba ser un aristócrata de Historia de dos ciudades de camino hacia la guillotina en un carro.

Sólo vio a Cyril una vez, deslizándose entre dos edificios al otro lado de la calle en el 32 de Mincing Lane. Era un gran edificio de piedra, y la verja de hierro que lo rodeaba, bajo la luz menguante, parecía una hilera de dientes afilados. Ante ella colgaba un candado, pero lo habían dejado abierto; entró, y luego subió por los polvorientos escalones hasta la puerta principal, que también estaba abierta.

Dentro se encontró con que los despachos vacíos, con ventanas que daban a Mincing Lane, estaban silenciosos y muertos; en uno una mosca volaba, lanzándose una y otra vez contra los cristales tapados, hasta que se posó, exhausta, sobre el alféizar. Tessa se estremeció y siguió adelante.

En todos los despachos donde entraba, se tensaba, esperando ver a Nate; en todos, él no estaba. La última sala tenía una puerta que daba a la nave del almacén. Una tenue luz azulada se colaba por las grietas de las ventanas tapiadas. Miró alrededor insegura.

—¿Nate? —susurró.

Él salió de las sombras desde dos pilares de yeso. Llevaba una levita de tweed azul, pantalones y botas negros, pero no conservaba su inmaculada apariencia habitual. El cabello rubio, que le brillaba con un tono azulado bajo el sombrero de copa, le caía sobre los ojos, y tenía una mancha en la mejilla. La ropa estaba arrugada y marcada, como si hubiera dormido con ella.

—Jessamine —dijo él, con un tono de alivio evidente—. Querida. —Abrió los brazos.

Ella se acercó lentamente, con todo el cuerpo tenso. No quería que Nate la tocara, pero no se le ocurría cómo evitar su abrazo. Él la rodeó con los brazos. Le cogió el ala del sombrero y se lo quitó, para que los rizos le cayeran por la espalda. Tessa pensó en Will sacándole las horquillas del cabello, y sin querer se le retorció el estómago.

—Necesito saber dónde está el Magíster —comenzó Tessa con voz temblorosa—. Es muy importante. He oído los planes de los cazadores de sombras, ¿sabes? Ya sé que no querías decirme nada, pero…

Nate se retiró el cabello de la cara, sin prestar atención a sus palabras.

—Ya veo —repuso él, y su voz era profunda y apagada—. Pero primero… —Él le echó la cabeza hacia atrás poniéndole un dedo en la barbilla—. «Ven y bésame, dulce jovencita».

Tessa hubiera deseado que no citara a Shakespeare. Nunca podría volver a oír el soneto al que pertenecían esas palabras sin desear vomitar. Todas las células de su cuerpo querían saltarle de la piel gritando de repulsión cuando él se acercó a ella. Rogó que los otros se lanzaran sobre él mientras le dejaba inclinarle la cabeza arriba, arriba…

Nate comenzó a reír. Con un giro de la muñeca, le envió el sombrero volando hacia las sombras; le apretó los dedos en la barbilla, clavándole las uñas.

—Mis disculpas por mi impetuoso comportamiento —dijo—. No he podido evitar sentir curiosidad de ver hasta dónde llegarías para proteger a tus amigos cazadores de sombras…, hermanita.

«Nate».

Tessa trató de echarse atrás, de soltarse, pero él la cogía con demasiada fuerza. Nate lanzó la otra mano como una serpiente, haciendo girar a Tessa, y la agarró contra él con el antebrazo apretándole el cuello. Tessa notaba su cálido aliento en la oreja. Olía agrio, como a ginebra vieja y sudor.

—¿De verdad creías que no lo sabía? —soltó—. Después de la nota que me llegó en el baile de Benedict y me envió a un viaje sin sentido a Vauxhall, me di cuenta. Todo encajaba. Desde el primer momento debería haber sabido que eras tú. Estúpida niña.

—¿Estúpida? —siseó Tessa—. Conseguí que soltaras tus secretos, Nate. Me lo contaste todo. ¿Se ha enterado Mortmain? ¿Es por eso por lo que pareces no haber dormido en días?

Él le apretó más el brazo, provocándole un grito ahogado de dolor.

—No podías dejarme en paz. Tenías que meter las narices en mis asuntos. Estás encantada de verme caer, ¿verdad? ¿En qué clase de hermana te convierte eso, Tessie?

—Tú me habrías matado de haber tenido la oportunidad. No puedes jugar a nada, no puedes decir nada que me haga pensar que te he traicionado, Nate. Te lo has ganado a pulso. Aliándote con Mortmain…

Él la sacudió, con la fuerza suficiente para hacer que le castañetearan los dientes.

—Como si mis alianzas fueran asunto tuyo… Me estaba yendo muy bien hasta que tú y tus amigos nefilim os entrometisteis. Ahora el Magíster quiere mi cabeza. Por tu culpa. Estaba casi desesperado hasta que recibí esa ridícula nota de Jessamine. Sabía que tú estabas detrás, claro. Cuánto te habrás tenido que esforzar, torturándola para hacer que escribiera esa ridícula carta…

—No la hemos torturado —repuso Tessa. Se debatió, pero Nate la agarró con más fuerza; los botones del chaleco de él se le clavaron en la espalda—. Quiso hacerlo. Quiso salvar su pellejo.

—No te creo. —La mano que no le apretaba el cuello le cogió la barbilla; le clavó las uñas, y ella soltó un quejido—. Ella me ama.

—Nadie puede amarte —le escupió Tessa—. Eres mi hermano… yo te quería… y tú has matado hasta eso.

Nate se inclinó hacia adelante.

—¡No soy tu hermano! —rugió.

—Muy bien, mi medio hermano si lo prefieres…

—No eres mi hermana. Ni siquiera a medias. —Y pronunció las palabras con un placer cruel—. Tu madre y mi madre no eran la misma mujer.

—Eso es imposible —susurró Tessa—. Estás mintiendo. Nuestra madre era Elizabeth Gray…

—Tu madre era Elizabeth Gray, Elizabeth Moore antes de casarse —replicó Nate—. La mía era Harriet Moore.

—¿Tía Harriet?

—Estuvo prometida una vez. ¿Lo sabías? Después de que nuestros padres… tus padres… se casaran. El hombre murió antes de la boda. Pero ella ya estaba embarazada. Tu madre crió al bebé como si fuera suyo para evitar a su hermana la vergüenza de que se supiera que había consumado el matrimonio antes de que éste tuviera lugar. De que se supiera que era una puta. —Su voz era tan amarga como el veneno—. No soy tu hermano, y nunca lo he sido. Harriet… nunca me dijo que era mi madre. Lo descubrí por las cartas de la tuya. Todos esos años, y nunca me dijo nada. Estaba demasiado avergonzada.

—Tú la mataste —lo acusó Tessa—. A tu propia madre.

—Porque era mi madre. Porque me repudió. Porque se avergonzaba de mí. Porque nunca he sabido quién era mi padre. Porque era una puta. —La voz de Nate sonaba vacía. Nate siempre había sido vacío. Nunca había sido más que un bonito exterior, y Tessa y su tía habían soñado ver en él empatía, compasión y debilidad porque querían verlo, no porque estuviera ahí.

—¿Por qué le dijiste a Jessamine que mi madre era una cazadora de sombras? —quiso saber Tessa—. Aunque tía Harriet fuera tu madre, ella y la mía eran hermanas. Entonces, tía Harriet habría sido también una cazadora de sombras, igual que tú. ¿A qué venía una mentira tan ridícula?

Él esbozó una sonrisita de suficiencia.

—¿A que te gustaría saberlo? —Le apretó el cuello con más fuerza, ahogándola.

Tessa tragó aire y de repente recordó a Gabriel diciendo: «Da los puntapiés en la rodilla; el dolor es insoportable».

Lanzó una patada de talón hacia arriba y hacia atrás, y el tacón de su bota golpeó a Nate en la rodilla con un crujido apagado. El chico aulló, y la pierna se le dobló. Siguió aferrado a Tessa mientras caía, y rodó de forma que le clavó el codo en el estómago mientras se estrellaban contra el suelo, juntos. Tessa se quedó sin aliento y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Le dio otra patada mientras trataba de apartarse de él, y lo alcanzó de refilón en el hombro, pero él se tiró sobre ella y la agarró por el chaleco. Los botones saltaron por los aires mientras Nate la arrastraba hacia sí; con la otra mano la agarró por el pelo mientras ella le arañaba la mejilla. La sangre que le apareció sobre la piel le resultó salvajemente satisfactoria.

—Suéltame —jadeó Tessa—. No puedes matarme. El Magíster me quiere viva…

—«Viva» no es «indemne» —gruñó él, mientras la sangre le corría por la mejilla y la barbilla. Le retorció el cabello y la atrajo hacia sí; Tessa gritó de dolor al tiempo que le lanzaba patadas cada vez más débiles, pero él era ágil y las esquivaba. Jadeando, Tessa llamó en silencio: «Jem, Will, Charlotte, Henry, ¿dónde estáis?».

—¿Te preguntas dónde están tus amigos? —La hizo ponerse en pie; con una mano la agarraba por el cabello, con la otra en un puño le apretaba la espalda—. Bueno, aquí tienes al menos a uno.

Un chirrido alertó a Tessa de un movimiento entre las sombras. Nate le hizo volver la cabeza, sacudiéndola.

—Mira —soltó—. Ya es hora de que sepas a qué os enfrentáis.

Tessa miró. La cosa que surgió de entre las sombras era gigantesca, de unos seis metros de alto, hecha de hierro. Y prácticamente compacto. A pesar de su tamaño, sus movimientos eran ágiles. Sus facciones, desdibujadas. La parte inferior de su cuerpo se separaba en piernas, cada una acabada en un pie con pinchos de metal. Los brazos eran parecidos, y acababan en manos con pinzas, y la cabeza era un óvalo pulido con una rendija por boca, como la grieta de un huevo. Un par de retorcidos cuernos plateados le surgían de la «cabeza». Una fina línea de fuego azul crepitaba entre ambos.

En sus enormes manos cargaba un cuerpo desfallecido, vestido con el traje de combate de los cazadores de sombras.

—¡Charlotte! —gritó Tessa. Redobló sus esfuerzos por apartarse del que hasta entonces había considerado su hermano, sacudiendo la cabeza de un lado al otro. Algunos mechones se desprendieron y planearon hasta el suelo: el cabello rubio de Jessamine, manchado de sangre. Nate respondió abofeteándola con tanta fuerza que Tessa vio las estrellas; cuando le flaquearon las piernas, él la cogió rodeándole el cuello con el brazo, y los botones del puño se le clavaron en el cuello.

Nate soltó una risita.

—Un prototipo —explicó—. Abandonado por el Magíster. Demasiado grande y pesado para sus propósitos. Pero no para los míos. —Alzó la voz—. Suéltala.

Las manos metálicas del autómata se abrieron. Charlotte quedó libre y se estrelló contra el suelo con un sonoro golpetazo. Permaneció inmóvil. A esa distancia, Tessa no podía ver si respiraba o no.

—Ahora aplástala —ordenó Nate.

Pesadamente, la cosa alzó su espinoso pie metálico. Tessa arañó a Nate en el antebrazo, rasgándole la piel.

—¡Charlotte!

Por un momento, Tessa pensó que la voz que gritaba era la suya, pero era demasiado grave para serlo. Una silueta salió de detrás del autómata, toda de negro y rematada por una mata de pelo rojo brillante, con un puñal misericordia en la mano.

Henry.

Sin mirar a Tessa o a Nate, se lanzó de un salto contra el autómata y bajó el cuchillo describiendo un prolongado arco. Hubo un sonido de metal contra metal. Saltaron chispas, y la criatura se tambaleó hacia atrás. Se le cayó el pie, que se estrelló contra el suelo a sólo unos centímetros del cuerpo yaciente de Charlotte. Henry aterrizó en el suelo y de nuevo saltó contra ella, dando sablazos con el cuchillo.

La hoja se destrozó. Por un instante, Henry se la quedó mirando con cara de tonto. Luego, la mano del ser lo agarró por el brazo. Henry gritó mientras lo alzaba y lo lanzaba con increíble fuerza contra una de las columnas; se golpeó contra ella y cayó al suelo, donde se quedó inmóvil.

Nate rió.

—Vaya demostración de devoción marital —soltó—. ¿Quién lo hubiera pensado? Jessamine siempre decía que creía que Branwell no soportaba a su esposa.

—Eres un cerdo —lo insultó Tessa, mientras trataba de soltarse—. ¿Qué sabes tú sobre lo que las personas hacen unas por otras? Si Jessamine estuviera en llamas, ni siquiera alzarías la mirada de tu mano de cartas. No te importa nada excepto tú mismo.

—Calla o te dejaré sin dientes. —Nate la zarandeó de nuevo y bramó—: ¡Ven! Aquí. Debes sujetarla hasta que llegue el Magíster.

Con un rechinar de engranajes, el autómata se movió para obedecer. No era tan rápido como sus hermanos más pequeños, pero su tamaño era tal que Tessa no pudo evitar seguir su evolución con un horror gélido. Y eso no era todo: el Magíster iba a acudir. La chica se preguntó si Nate lo había llamado ya, si ya estaría de camino. Mortmain. Incluso el recuerdo de sus fríos ojos, de su glacial y controladora sonrisa, hizo que el estómago se le retorciera.

—¡Suéltame! —gritó, y consiguió soltarse de su presa—. Déjame ir con Charlotte…

Nate la empujó hacia delante, con fuerza, y Tessa cayó al suelo, golpeándose los codos y las rodillas contra las tablas de madera del suelo. Ahogó un grito y rodó de lado, bajo la sombra de la galería del primer piso, mientras el autómata se cernía sobre ella. Chilló…

Y ellos saltaron desde la galería, Will y Jem. Aterrizaron cada uno en un hombro del autómata. La cosa rugió, con un sonido como el de un fuelle avivando el carbón, y se tambaleó hacia atrás, lo que permitió a Tessa rodar fuera de su alcance y ponerse en pie. Miró a Henry y a Charlotte. El hombre estaba pálido e inmóvil, tirado junto a la columna, pero la directora, que yacía donde el autómata la había dejado caer, corría el peligro inminente de ser aplastada por la máquina enloquecida.

Tessa respiró hondo, corrió por la nave hasta Charlotte y se arrodilló junto a ella; le puso los dedos en el cuello. Notó el pulso, latiendo débilmente. Le pasó las manos por debajo de los brazos y comenzó a arrastrarla hacia la pared, alejándola del centro de la nave, donde el autómata estaba girando y soltando chispas, mientras alzaba las pinzas que tenía por manos para atrapar a Jem y a Will.

Pero los chicos eran demasiado rápidos para él. Tessa dejó a Charlotte junto a los sacos de té y miró por la sala, tratando de determinar un camino que la pudiera llevar hasta Henry. Nate iba de un lado al otro, gritando y maldiciendo a la criatura mecánica; como respuesta, Will le cortó uno de los cuernos y se lo lanzó. El cuerno rebotó por el suelo y luego resbaló chisporroteando, y Nate saltó hacia atrás para esquivarlo. Will soltó una carcajada. Mientras tanto, Jem estaba aferrado al cuello del engendro, haciendo algo que Tessa no puedo distinguir. La máquina daba vueltas sobre sí misma, pero había sido diseñada para extender los «brazos» y agarrar lo que tenía delante, y no podía doblarlos bien. No podía alcanzar lo que se le había pegado a la nuca y a la cabeza.

Tessa casi se echó a reír. Will y Jem eran como ratones correteando de arriba abajo por el cuerpo de un gato, enloqueciéndolo. Pero por mucho que golpearan y atacaran a la criatura con sus armas, le estaban infligiendo poco daño. Sus cuchillos, con los que ella los había visto cortar hierro y acero como si fuera papel, sólo dejaban marcas y rasguños en su coraza.

Mientras tanto, Nate seguía gritando y maldiciendo.

—¡Quítatelos de encima! —gritaba al autómata—. ¡Sacúdetelos, cabrón metálico!

El androide se detuvo, luego se sacudió con fuerza. Will se escurrió, pero consiguió agarrarse al cuello de la criatura en el último momento. Jem no tuvo tanta suerte; acuchilló hacia delante con su espada bastón, como si pretendiera hundirlo en el cuerpo de la criatura para detener la caída, pero la hoja resbaló en el cuello de la criatura. Jem cayó desmadejado, con una pierna doblada en un extraño ángulo. Su arma repicó en el suelo.

—¡James! —gritó Will.

Éste se puso en pie con un doloroso esfuerzo. Fue a sacar la estela del cinturón, pero el autómata, notando su debilidad, ya estaba sobre él, extendiendo sus manos de pinzas. Tambaleante, Jem retrocedió varios pasos y sacó una cosa del bolsillo. Era algo liso, ovalado, metálico: el objeto que Henry le había dado en la biblioteca.

Echó la mano hacia atrás para lanzarlo… y, de repente, Nate estaba a su espalda; le dio una patada en la pierna herida, que seguramente se habría roto. Jem no hizo ningún ruido, pero la pierna le falló con un crujido, y se cayó por segunda vez; el objeto se le soltó de la mano y rodó por el suelo.

Tessa se puso en pie y corrió para agarrarlo mientras Nate hacía lo mismo. Chocaron, y la mayor corpulencia del chico logró derribar a Tessa. Rodó mientras caía para amortiguar el impacto, como Gabriel le había enseñado, pero, aun así, el golpe la dejó sin aliento. Tendió una temblorosa mano hacia el artefacto, pero éste se resbaló, alejándose de ella. Tessa oyó a Will llamándola a gritos, diciéndole que se lo tirara. Alargó la mano todavía más, y cerró los dedos sobre el objeto, pero justo entonces Nate la agarró por una pierna y tiró de ella hacia él, brutalmente.

«Es más corpulento que yo —pensó Tessa—. Más fuerte que yo. Más despiadado que yo. Pero hay algo que yo puedo hacer y él no».

Tessa Cambió.

Buscó con la mente la mano que le agarraba el tobillo, la piel que tocaba la suya. Buscó con la mente el Nate innato que siempre había conocido, la chispa en el interior de él que parpadeaba como lo hacía dentro de toda persona, como una vela en una habitación oscura. Lo oyó tragar aire, y luego el Cambio se apoderó de ella, le recorrió la piel, le deshizo los huesos. Los botones del cuello y de los puños de la camisa saltaron cuando Tessa aumentó de tamaño, los miembros se le convulsionaron y se soltó de la mano de Nate. Rodó apartándose de su contrincante, se puso en pie como pudo y vio que él la miraba con ojos muy abiertos.

Tessa era, excepto por la ropa, el reflejo exacto de sí mismo.

La chica se volvió hacia el autómata. Éste estaba inmóvil, esperando instrucciones, con Will aún aferrado a su espalda. Will alzó la mano, y Tessa le lanzó el artefacto, agradeciendo en silencio a Gabriel y a Gideon las horas que habían pasado practicando con los cuchillos arrojadizos. El artefacto cortó el aire describiendo un arco perfecto, y Will lo atrapó al vuelo.

Nate se había puesto en pie.

—Tessa —gruñó—. ¿Qué demonio crees estar…?

—¡Atrápalo! —gritó ella al autómata, señalando a Nate—. ¡Agárralo y retenlo!

La criatura no se movió. Tessa no podía oír nada excepto la agitada respiración de Nate a su lado, y el sonido de golpes metálicos provenientes del androide; Will había desaparecido detrás de la cosa y estaba haciendo algo, aunque ella no podía ver qué.

—Tessa, eres tonta —siseó Nate—. Eso no puede funcionar. Esa criatura sólo obedece a…

—¡Soy Nathaniel Gray! —espetó a voces Tessa al gigante de metal—. ¡Y te ordeno en nombre del Magíster que agarres a este hombre y lo retengas!

Nate se volvió hacia ella.

—Ya basta de juegos, estúpida…

De repente, se quedó mudo cuando el autómata se inclinó y lo agarró con las pinzas de la mano. Lo alzó hasta la altura de la hendidura que tenía por boca, que rechinaba y chirriaba inquisitivamente. Nate comenzó a gritar, y siguió chillando, como enloquecido, sacudiendo los brazos mientras Will, después de acabar lo que había estado haciendo, saltaba hasta el suelo doblando las rodillas. Le gritó algo a Tessa, con una mirada de loco en sus ojos azules, pero ésta no pudo oírlo a causa de los alaridos de Nate. A Tessa, el corazón le latía con fuerza; notó que se le soltaba el cabello, y le caía sobre los hombros con un suave peso. Volvía a ser ella misma; la impresión de todo lo que estaba pasando era demasiada para poder mantener el Cambio. Nate seguía vociferando; la cosa lo tenía agarrado entre sus terribles pinzas. Will había comenzado a correr, y justo entonces, mirando a Tessa, se echó hacia atrás con un rugido. Se lanzó sobre ella, la tiró al suelo y la cubrió con su cuerpo mientras el autómata estallaba en pedazos como una estrella muerta.

El fragor de metal retorcido y golpes chirriantes era increíble. Tessa intentó taparse los oídos, pero el cuerpo de Will la inmovilizaba contra el suelo, apoyado en los codos, uno a cada lado de la cabeza de la joven. Ésta notó su aliento en la nuca, el golpeteo del corazón contra la columna. Oyó a quien había considerado su hermano gritar, un terrible alarido borboteante. Volvió la cabeza y presionó el rostro contra el hombro de Will mientras el cuerpo de éste se sacudía sobre el de ella; el suelo tembló bajo ellos…

Y luego silencio. Lentamente, Tessa abrió los ojos. El aire estaba cargado de polvo de yeso, astillas flotantes y té escapado de los sacos de arpillera. Grandes pedazos de metal yacían esparcidos de cualquier manera sobre el suelo, y varias de las ventanas se habían roto, dejando entrar la luz neblinosa del anochecer. Tessa miró a un lado y a otro de la nave. Vio a Henry, sujetando a Charlotte, besándole el pálido rostro mientras ella lo miraba; a Jem, tratando de ponerse en pie, estela en mano y cubierto de una capa de polvo de yeso…, y a Nate.

Al principio pensó que estaba apoyado en una de las columnas. Luego se fijó en la mancha roja que se le expandía sobre la camisa. Entonces lo vio; un retorcido trozo de metal lo había atravesado como una lanza y lo había clavado derecho en la columna. Tenía la cabeza gacha y se apretaba débilmente el pecho con las manos.

—¡Nate! —gritó.

Will rodó hacia un lado, liberándola, y un segundo después Tessa ya estaba en pie y corría hacia el herido de muerte. Las manos le temblaban de horror y repulsión, pero consiguió cerrarlas alrededor de la lanza de metal que atravesaba el pecho de Nate y arrancársela. La tiró a un lado y casi ni tuvo tiempo de sostenerlo cuando éste cayó hacia delante; su peso muerto la arrastró con él. Tessa volvió a encontrarse en el suelo, con el cuerpo del chico tendido sobre su regazo en una discordante posición.

Recordó una imagen: ella agachada en el suelo de la casa de De Quincey, sujetando a Nate. Entonces lo había amado. Había confiado en él. Pero en ese momento, mientras lo cogía y la sangre de él le empapaba la camisa y los pantalones, se sintió como si estuviera viendo a unos actores en el escenario, interpretando un papel, fingiendo la pena.

—Nate —susurró.

Él abrió los ojos pestañeando. Una dolorosa sorpresa la recorrió. Había pensado que ya estaba muerto.

—Tessie… —La voz de Nate era espesa, como si llegara a través de capas de agua. Le recorrió el rostro con la mirada, luego la ropa ensangrentada y finalmente detuvo la mirada sobre su propio pecho, donde la sangre manaba sin parar desde una enorme abertura en su camisa. Tessa se quitó la chaqueta, la dobló y se la apretó con fuerza contra la herida, rogando porque fuera suficiente para detener la hemorragia.

En vano. La chaqueta quedó empapada al instante; finos hilillos de sangre le caían a Nate por los costados.

—Oh, Dios —gimió Tessa. Alzó la voz—. Will…

—No. —Nate le cogió por la muñeca, clavándole las uñas.

—Pero, Nate…

—Me estoy muriendo. Lo sé. —Tosió con un sonido húmedo y vibrante—. ¿No lo entiendes? Le he fallado al Magíster. De todas maneras, me matará. Y él lo hará despacio. —Emitió un sonido ronco e impaciente—. Déjalo, Tessie. No estoy siendo noble. Ya sabes que no lo soy.

Tessa suspiró entrecortadamente.

—Debería dejarte morir aquí solo, con tu propia sangre. Eso es lo que tú harías en mi lugar.

—Tessie… —Un torrente de sangre se le derramó por la comisura de la boca—. El Magíster nunca ha pretendido hacerte daño.

—Mortmain —susurró ella—. Nate, ¿dónde está? Por favor. Dime dónde está.

—Él… —Nate se atragantó, y resolló. Una burbuja de sangre le creció en los labios. La chaqueta que Tessa tenía en la mano era un trapo empapado. Nate abrió mucho los ojos, aterrorizado—. Tessie… me muero. Me muero de verdad…

Un gran número de preguntas estallaron en la cabeza de Tessa.

«¿Dónde está Mortmain? ¿Cómo pudo haber sido mi madre una cazadora de sombras? Si mi padre era un demonio, ¿cómo es que estoy viva cuando todos los hijos de demonios y de cazadores de sombras nacen muertos?».

Pero el terror en los ojos del muchacho la hizo guardar silencio; a pesar de todo, se encontró cogiéndole la mano.

—No hay nada de lo que tener miedo, Nate.

—Quizá no para ti. Tú siempre fuiste… la buena. Yo voy a arder, Tessie. Tessie, ¿dónde está tu ángel?

Ella se llevó la mano al cuello, en un gesto reflejo.

—No podía llevarlo. Estaba fingiendo ser Jessamine.

—Debes… llevarlo. —Nate tosió. Más sangre—. Llévalo siempre. ¿Lo juras?

Ella negó con la cabeza.

—Nate… —«No puedo confiar en ti, Nate».

—Ya lo sé. —Su voz era una leve vibración—. No hay perdón para… la clase de cosas que he tenido que hacer.

Ella le apretó la mano con la suya, resbaladiza a causa de la sangre de él.

—Te perdono —susurró ella, sin saber ni importarle si era verdad o no.

Él la miró asombrado. Su rostro era del color de un viejo pergamino amarillento; los labios, casi blancos.

—No sabes todo lo que he hecho, Tessie.

Ella se inclinó sobre él, inquieta.

—¿Nate?

Pero no hubo respuesta. El rostro de Nate se relajó, con los ojos abiertos y casi en blanco. La mano de él se resbaló de la de ella y golpeó el suelo.

—Nate —repitió Tessa, y colocó los dedos donde el pulso debería haberle latido en el cuello, sabiendo de antemano lo que iba a encontrar.

Nada. Nate había muerto.

Tessa se puso en pie. El chaleco roto, los pantalones, la camisa, incluso la punta de su cabello estaban empapados de la sangre de Nate. Se sentía tan entumecida como si la hubieran metido en agua helada. Se volvió lentamente, preguntándose por primera vez si los otros la habrían estado observando, si habrían oído su conversación con el moribundo, si se preguntaban…

Ni siquiera estaban mirando hacia ella. Estaban arrodillados, Charlotte, Jem y Henry, en un cerrado círculo alrededor de una forma oscura que yacía en el suelo, justo donde ella había estado antes, con Will encima.

Will.

Tessa había tenido pesadillas en las que caminaba por un largo pasillo oscuro hacia algo terrible, algo que no podía ver, pero que sabía que era espantoso y letal. En los sueños, a cada paso, el pasillo se había hecho más largo, perdiéndose en la oscuridad y el horror. La misma sensación de miedo e impotencia la invadió en ese instante mientras iba hacia ellos, cada paso como si fuera un kilómetro, hasta unirse al grupo de cazadores de sombras arrodillados y mirar a Will.

Éste yacía de lado. Tenía el rostro blanco y respiraba de forma superficial. Jem tenía una mano en su hombro, y le hablaba en voz baja y tranquilizadora, pero su amigo no daba ninguna señal de ser capaz de oírlo. La sangre había formado un charco bajo él, manchando el suelo y, por un momento, Tessa se lo quedó mirando, incapaz de imaginar de dónde provenía. Luego se acercó más y le vio la espalda a Will. El traje estaba hecho jirones por toda la espalda y los hombros; las afiladas esquirlas de metal que habían volado por todas partes habían destrozado el grueso material. La piel estaba cubierta de sangre; el cabello, empapado.

—Will —susurró Tessa. Se sintió curiosamente mareada, como si estuviera flotando.

Charlotte alzó la mirada.

—Tessa —dijo—. Tu hermano…

—Está muerto —respondió ella en medio de su extraña sensación—. Pero ¿Will…?

—Te ha tirado al suelo y te ha cubierto para protegerte de la explosión —explicó Jem. Por su voz, se intuía que no la culpabilizaba en absoluto—. Pero no había nada que lo protegiera a él. Estabais demasiado cerca. Los fragmentos de metal le han destrozado la espalda. Está perdiendo sangre muy de prisa.

—Pero ¿no podéis hacer algo? —Tessa alzó la voz, incluso mientras el mareo se apoderaba de ella—. ¿Y vuestras runas curativas? ¿Los iratzes?

—Hemos usado un amissio, una runa que hace que pierda sangre más despacio, pero si probamos con una runa curativa, la piel se le cerrara sobre el metal, y lo hundirá más en el tejido blando —explicó Henry—. Tenemos que llevarlo a la enfermería de casa. Hay que sacar el metal antes de poder curarlo.

—Entonces, debemos irnos. —A Tessa le temblaba la voz—. Debemos…

—Tessa —dijo Jem. Aún tenía la mano en el hombro de Will, pero la miraba a ella, con ojos muy intensos—. ¿Sabes que estás herida?

Ella se señaló la camisa con un gesto impaciente.

—No es mi sangre. Es de Nate. Ahora debemos… ¿Podemos cargar con él? ¿Hay algo con lo…?

—No —la interrumpió Jem, con la suficiente firmeza como para sorprenderla—. No hablo de la sangre de la ropa. Tienes un profundo corte en la cabeza. Aquí. —Le tocó la sien.

—No seas ridículo —replicó ella—. Estoy perfectamente.

Se llevó la mano a la sien, y se notó el pelo apelmazado por la sangre, y también la mejilla pegajosa, antes de tocar con los dedos un trozo de piel rasgada, que le iba desde el borde de la mejilla hasta la sien. Un dolor penetrante se le clavó en la cabeza.

Fue la última gota. Débil por la pérdida de sangre y mareada por las continuas impresiones, sintió que se desmoronaba. Casi ni notó que Jem la cogía antes de hundirse en la oscuridad.