14

LA CIUDAD SILENCIOSA

Bramó ella: «Ardo por dentro.

Ni un murmullo de respuesta.

¿Qué será lo que me borrará los pecados

y me salvará de morir?».

LORD ALFRED TENNYSON, El Palacio de Arte

—¿Jessamine? —repitió Henry, la que debía de ser la quinta o sexta vez—. No puedo creerlo. ¿Nuestra Jessamine?

Tessa se fijó en que cada vez que él lo decía, Charlotte tensaba un poco más los labios.

—Sí —dijo ella de nuevo—. Jessamine. Nos ha estado espiando e informando de todos nuestros movimientos a Nate, que le pasaba la información a Mortmain. ¿Debo repetirlo otra vez?

Henry la miró sorprendido.

—Perdón, cariño. Te he estado escuchando. Sólo que… —Suspiró—. Sabía que no era feliz aquí. Pero no pensaba que nos odiara.

—No creo que lo hiciera, o lo haga —repuso Jem, que se hallaba junto a la chimenea del salón, con un brazo sobre la repisa. No se habían reunido para desayunar como de costumbre; no se había dicho oficialmente por qué, pero Tessa supuso que la idea de ir a desayunar, con el lugar de Jessamine vacío, como si nada hubiera pasado, había sido demasiado para Charlotte.

Ésta sólo había llorado un instante aquella noche antes de recuperar la compostura; había rechazado los intentos de Sophie y de Tessa de ayudarla con paños fríos o té; había sacudido la cabeza secamente y repetido que no debía permitirse hundirse así, que era el momento de hacer planes, de la estrategia. Había ido a la habitación de Tessa, con ésta y la sirvienta corriendo tras ella, y había ido probando con las tablas de suelo hasta que sacó un librito, como una Biblia familiar, encuadernado en cuero blanco y envuelto en terciopelo. Se lo había metido en el bolsillo con una expresión de determinación, haciendo caso omiso a las preguntas de Tessa. Por la ventana, se veía el cielo comenzar a clarear con la pálida luz del amanecer. Con aspecto agotado, le dijo a Sophie que avisara a Bridget de que sirviera un desayuno sencillo en el salón, y se lo dijera a Cyril para que informara a los hombres. Luego se había ido.

Con la ayuda de la doncella, Tessa pudo, por fin, quitarse el vestido de Jessamine; se había bañado y se había puesto su propio vestido amarillo, el que Jessamine le había comprado. Pensó que el color podría mejorarle el ánimo, pero seguía sintiéndose triste y cansada.

Vio también tristeza y cansancio reflejados en el rostro de Jem cuando entró en el salón. El chico tenía ojeras, y apartó rápidamente la mirada de ella. Eso le dolió. También la hizo pensar en la noche anterior, con Will, en el balcón. Pero aquello había sido diferente, se dijo. Aquello había sido el resultado de los polvos de brujo, una locura pasajera. Nada como lo que había pasado entre Jem y ella.

—No creo que nos odiara… odie —repitió Jem en ese momento, corrigiendo el uso del pasado—. Siempre ha sido alguien llena de deseos. Siempre ha estado tan desesperada…

—Es mi culpa —dijo Charlotte a media voz—. No la debería haber obligado a reconocer que es una cazadora de sombras cuando era algo que ella despreciaba con tanta intensidad.

—¡No, no! —Henry se apresuró a tranquilizar a su esposa—. Siempre has sido amable con ella. Has hecho todo lo que has podido. Hay mecanismos que están tan… tan rotos que no se pueden reparar.

—Jessamine no es un reloj, Henry —replicó su esposa en un tono remoto. Tessa se preguntó si seguiría enfadada con el hombre por no recibir a Woolsey Scott con ella, o si simplemente estaba enfadada con el mundo—. Quizá debería envolver el Instituto con un lazo y regalárselo a Benedict Lightwood. Ésta es la segunda vez que hemos tenido un espía bajo nuestro techo sin saberlo hasta después de que se hubiera infligido un considerable daño. Es evidente que soy una incompetente.

—En cierto sentido ha sido sólo un espía —comenzó su marido, pero se calló cuando Charlotte le lanzó una mirada que podría haber fundido el cristal.

—Si Benedict Lightwood está trabajando para Mortmain, no se le puede permitir que tenga la custodia del Instituto —dijo Tessa—. Lo cierto es que el baile que ofreció anoche debería ser suficiente para descalificarlo.

—El problema será probarlo —repuso Jem—. Benedict lo negará todo, y será su palabra contra la tuya…, y tú eres una subterránea…

—Está Will —mencionó Charlotte, frunciendo el ceño—. Y hablando de él, ¿dónde está?

—Sin duda durmiendo hasta tarde —contestó Jem—, y en cuanto a lo de ser testigo, bueno, todos creen que Will es un lunático…

—Ah —exclamó una voz desde la puerta—, os pillo en vuestra reunión anual de «todos creen que Will es un lunático», ¿eh?

—Es bianual —bromeó Jem—. Y no, no es esa reunión.

Will buscó a Tessa con los ojos.

—¿Saben lo de Jessamine? —preguntó. Parecía cansado, pero no tanto como ella hubiera pensado. Estaba pálido, sin embargo, había un entusiasmo contenido en él que era casi… alegría. Tessa notó que el estómago le daba un vuelco al recordar la noche anterior; las estrellas, el balcón, los besos…

¿Cuándo habría vuelto Will a casa?, pensó. ¿Cómo habría llegado? ¿Y por qué parecía tan… excitado? ¿Estaría horrorizado por lo que había pasado en el balcón entre ellos, o lo encontraría muy divertido? Y, Dios santo, ¿se lo habría contado a Jem? «Polvos de brujo», se repitió desesperada. No había sido ella misma, no había actuado por propia voluntad. Sin duda, Jem podría entenderlo. Le rompería el corazón hacer daño a Jem. Si a él le importaba…

—Sí, saben lo de Jessamine —contestó rápidamente—. La han interrogado con la Espada Mortal y la han llevado a la Ciudad Silenciosa, y en este momento estamos reunidos para decidir qué hacer ahora, y es muy importante. Charlotte estaba muy afectada.

Ésta la miró perpleja.

—Bueno, lo estás —dijo Tessa, casi sin aliento por hablar tan de prisa—. Y estabas preguntando por Will…

—Y aquí estoy —repuso éste, mientras se dejaba caer en una silla junto a Jem. Llevaba un brazo vendado, y la manga bajada en parte sobre la venda. Las uñas de esa mano estaban llenas de sangre seca—. Me alegro de oír que Jessamine está en la Ciudad Silenciosa. El mejor lugar para ella. ¿Cuál es el siguiente paso?

—Ésa es justamente la reunión que tratamos de tener —ironizó Jem.

—Bueno, ¿quién sabe que está allí? —preguntó Will, siendo práctico.

—Sólo nosotros —contestó Charlotte— y el hermano Enoch, pero él ha accedido a no informar a la Clave hasta dentro de un día o así. Hasta que decidamos qué hacer. Lo que me recuerda que deberé tener unas palabras contigo, Will, por salir corriendo a casa de Benedict Lightwood sin informarme, y por llevar a Tessa contigo.

—No había tiempo que perder —se excusó el muchacho—. Para cuando te hubiéramos despertado y hubiéramos conseguido que aceptaras el plan, Nathaniel podría haberse marchado. Y no puedes decir que fuera una terrible idea. Hemos averiguado mucho sobre Nathaniel y Benedict Lightwood…

—Nathaniel Gray y Benedict Lightwood no son Mortmain.

Will hizo un dibujo en el aire con sus largos y elegantes dedos.

—Mortmain es la araña en el corazón de la telaraña —sentenció—. Cuanto más averiguamos, más sabemos de hasta dónde llega su alcance. Antes de anoche no teníamos ni idea de que tuviera ninguna conexión con los Lightwood; ahora sabemos que Benedict es su marioneta. Yo propongo que vayamos a la Clave e informemos sobre Benedict y Jessamine. Dejemos que Wayland se encargue de ellos. Veamos qué cuenta Benedict bajo la Espada Mortal.

Charlotte se negó.

—No, no… no creo que podamos hacer eso.

Will echó la cabeza hacia atrás.

—¿Y por qué no?

—Jessamine dijo que eso era exactamente lo que Mortmain quería que hiciéramos. Y lo dijo bajo la influencia de la Espada Mortal. No estaba mintiendo.

—Pero podría estar equivocada —repuso Will—. Mortmain podría haber previsto esta circunstancia y haber hecho que Nate le metiera esa idea en la cabeza.

—¿Crees que Mortmain podría haber pensado con trata previsión? —preguntó Henry.

—Sin duda —contestó Will—. Ese hombre es un estratega. —Se dio unos toques en la sien—. Como yo.

—¿Así que tú crees que debemos acudir a la Clave? —inquirió Jem.

—Claro que no —exclamó Will—. ¿Y si fuera cierto? Entonces nos sentiríamos como completos idiotas.

La directora alzó las manos.

—Pero acabas de decir…

—Ya sé lo que he dicho —lo interrumpió Will—. Pero hay que mirar las consecuencias. Si vamos a la Clave y nos equivocamos, entonces habremos jugado a favor de Mortmain. Aún nos quedan unos días para que se cumpla el plazo. Acudir a la Clave antes no nos sirve de nada. Si investigamos y podemos proceder con más seguridad…

—¿Y cómo propones que investiguemos? —quiso saber Tessa.

Will volvió la cabeza para mirarla. No había nada en sus ojos azules que recordara al Will de la noche anterior, que la había acariciado con tanta ternura, que había susurrado su nombre como si fuera un secreto.

—El problema con interrogar a Jessamine es que incluso obligada a decir la verdad, lo que sabe es limitado. Sin embargo, tenemos otra conexión con el Magíster. Alguien que seguro que sabe mucho más. Tu hermano. Él aún confía en Jessamine. Si ella lo llama, entonces podremos capturarlo.

—Jessamine nunca accederá a hacerlo —aventuró Charlotte—. No ahora…

Will la miró muy serio.

—Estáis todos atontados, ¿no? —soltó él—. Claro que no. Le pediremos a Tessa una repetición de su papel estelar como Jessamine, la joven dama traidora.

—Eso parece peligroso —apuntó Jem a media voz—. Para Tessa.

Ésta lo miró rápidamente, y captó un destello en sus ojos plateados. Era la primera vez que él la había mirado desde que ella había salido de su dormitorio aquella noche. ¿Se había imaginado la preocupación en su voz cuando había hablado del peligro que correría ella, o era simplemente la preocupación que Jem sentía por cualquiera? No desear su muerte era una simple cortesía, no…, no lo que ella esperaba que él sintiera.

—Tessa no tiene miedo —repuso Will—. Y no correrá gran peligro. Nosotros enviaremos una nota para concertar un encuentro en un lugar donde podamos caer sobre él con facilidad y rapidez. Los Hermanos Silenciosos pueden torturarlo hasta que nos dé la información que necesitamos.

—¿Torturar? —se extrañó Jem—. Es el hermano de Tessa…

—Torturadlo —replicó ésta—. Si es necesario. Os doy mi permiso.

Charlotte la miró sorprendida.

—No puedes decirlo en serio.

—Dijiste que había una manera de escarbar en su mente en busca de secretos —explicó la mundana—. Te pedí que no lo hicieras, y no lo hiciste. Te lo agradezco, pero no te haré mantener esa promesa. Escarbad en su mente si es necesario. Todo esto es más importante para mí incluso que para vosotros, ya lo sabes. Para vosotros se trata del Instituto y de la seguridad de los cazadores de sombras. A mí también me importa eso, Charlotte. Pero Nate está trabajando para Mortmain. Mortmain, que quiere atraparme y usarme para algo que sigo sin saber qué es. Mortmain, que puede saber qué soy. Nate le dijo a Jessamine que mi padre era un demonio y mi madre una cazadora de sombras…

Will se incorporó en su asiento.

—Eso es imposible —saltó—. Cazadores de sombras y demonios… no pueden procrear. No pueden producir hijos vivos.

—Entonces, quizá fuera una mentira, como la mentira de que Mortmain estaba en Idris —dedujo Tessa—. Eso no quiere decir que Mortmain no sepa la verdad. Debo saber qué soy. Y además, creo que eso es la clave de por qué me quiere.

Había tristeza en los ojos de Jem cuando la miró, y luego alejó la mirada.

—Muy bien —aceptó—. Will, ¿cómo propones que lo atraigamos a ese encuentro? ¿Crees que conoce la letra de Jessamine? ¿Es posible que tengan alguna señal secreta entre ambos?

—Debemos convencer a Jessamine —respondió Will— de que nos ayude.

—Por favor, no sugieras que la torturemos —replicó Jem, irritado—. Ya se ha usado la Espada Mortal. Nos ha dicho todo lo que puede…

—La Espada Mortal no nos dio sus lugares de reunión ni cualquier código o nombre cariñoso que puedan usar —contestó Will—. ¿No lo entiendes? Ésta es la última oportunidad de Jessamine. Su última oportunidad de cooperar. De conseguir clemencia de la Clave. De ser perdonada. Incluso si Charlotte conserva el Instituto, ¿crees que dejarán el destino de Jessamine en nuestras manos? No, estará en manos del Cónsul y el Inquisidor. Y no serán amables. Si no hace esto por nosotros, puede perder su vida.

—No estoy muy segura de que le importe su vida —comentó Tessa.

—A todo el mundo le importa —repuso Will—. Todo el mundo quiere vivir.

Jem se volvió de golpe y miró al fuego.

—La pregunta es a quién podemos enviar para persuadirla —señaló Charlotte—. Yo no puedo ir. Me odia y me culpa más que a nadie.

—Podría ir yo —propuso Henry, con su amable cara marcada por la preocupación—. Tal vez pudiera razonar con la pobre chica, hablarle de la locura del primer amor, de lo rápido que desaparece ante las duras realidades de la vida…

—No. —El tono de Charlotte era definitivo.

—Bueno, dudo mucho que quiera verme a mí —dijo Will—. Tendrá que ser Jem. Es imposible odiarlo. Incluso ese demonio de gato lo adora.

Jem dejó escapar aire, aún mirando hacia el fuego.

—Iré a la Ciudad Silenciosa —aceptó—. Pero Tessa tiene que venir conmigo.

La chica lo miró perpleja.

—Oh, no —contestó—. Me parece que Jessamine no me aprecia mucho. Cree que lo he traicionado terriblemente al disfrazarme de ella, y lo cierto es que no puedo culparla.

—Sí —admitió Jem—, pero eres la hermana de Nate. Si lo ama como dices que lo ama… —Sus ojos se encontraron con los de ella—. Conoces a Nate. Puedes hablar de él con autoridad. Puede que le hagas creer lo que yo no podría.

—Muy bien —accedió Tessa—. Lo intentaré.

Eso pareció indicar el final del desayuno; Charlotte corrió a llamar para que un carruaje de la Ciudad Silenciosa fuera a recogerlos; así era como a los Hermanos les gustaba hacer las cosas, explicó. Henry regresó a su cripta y sus inventos, y Jem, después de murmurar algo a Tessa, fue a buscar su abrigo y su sombrero. Sólo Will se quedó, mirando el fuego, y Tessa, al ver que no se iba, esperó hasta que la puerta se cerró tras Jem y fue a colocarse entre Will y las llamas.

Él alzó lentamente la mirada. Aún llevaba la ropa de la noche anterior, aunque la blanca pechera estaba manchada de sangre y la levita desgarrada. También tenía un corte en la mejilla, bajo el ojo izquierdo.

—Will.

—¿No se supone que tienes que ir con Jem?

—E iré —replicó ella—. Pero antes necesito que me prometas algo.

Él miró el fuego; Tessa podía ver las bailoteantes llamas reflejadas en sus pupilas.

—Entonces, dime rápido lo que es. Tengo asuntos importantes que atender. Y tengo planeado estar de mal humor toda la tarde, seguido, quizá, de una noche de melancolía byrónica y luego algo de disipación.

—Disipa todo lo que quieras. Sólo quiero que me asegures que no le dirás a nadie lo que ocurrió entre nosotros anoche en el balcón.

—¡Oh, eras tú! —soltó Will, con el aire de alguien que acaba de recordar un detalle sorprendente.

—Déjate de tonterías —replicó ella, dolida a pesar de todo—. Estábamos bajo el influjo de unos polvos de brujos. No significó nada. Incluso ni me culpo por lo ocurrido, por muy tonto que te estés poniendo ahora. Pero no hace falta que nadie más lo sepa, y si fueras un caballero…

—Pero no lo soy.

—Pero sí eres un cazador de sombras —contraatacó ella con veneno en la voz—. Y no hay futuro para un cazador de sombras que tontea con brujos.

Los ojos de Will refulgieron.

—Ya me aburre meterme contigo, Tess.

—Dame tu palabra de que no se lo dirás a nadie, ni siquiera a Jem, y me iré y dejaré de aburrirte.

—Tienes mi palabra, por el Ángel —dijo él—. Para empezar, no era algo de lo que tuviera la intención de alardear. Aunque no sé por qué estás tan interesada en que nadie aquí sospeche de tu falta de virtud.

La imagen de Jem destelló en la cabeza de Tessa.

—No —replicó ella—. No lo sabes.

Se volvió en redondo sobre los talones, se marchó de la sala y lo dejó mirándola perplejo.

Sophie se apresuraba por Piccadilly, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el pavimento. Estaba acostumbrada a los murmullos apagados y algunas que otras miradas fijas cuando salía y le veían la cicatriz; había perfeccionado una manera de caminar que le ocultaba el rostro bajo el ala del sombrero. No se avergonzaba de esa marca, pero odiaba las miradas de compasión de quienes se la veían.

Llevaba uno de los vestidos viejos de Jessamine. Todavía no había pasado de moda, pero Jessamine era una de esas chicas que llamaban «histórico» a cualquier vestido que hubiera llevado más de tres veces, y o bien los dejaba de lado o los rehacía. Era un vestido de rayas verdes y blancas, en una seda con aguas. El sombrero estaba adornado con unas florecillas de cera, blancas y con hojas verdes. En conjunto, pensaba Sophie, podía pasar por una muchacha de buena familia —sobre todo si se cubría las ásperas manos con un par de guantes de cabritilla—, excepto por el hecho de que estaba en la calle sola.

Vio a Gideon antes de que él la viera. Estaba apoyado contra una farola cerca de la gran puerta de la caballeriza, verde claro, de Fortnum & Mason. A Sophie, el corazón le dio un vuelco dentro del pecho al mirarlo, tan apuesto vestido de oscuro, consultando la hora en un reloj de oro sujeto al bolsillo del chaleco por una fina cadena. Sophie se detuvo un momento, observando a la gente pasar alrededor, la ajetreada vida londinense rugiendo ante él, y Gideon tan tranquilo como una roca en medio de un furioso torrente. Todos los cazadores de sombras tenían algo así, esa calma, esa tenebrosa aura de separación que los mantenía lejos de la corriente de la vida mundana.

Entonces, él alzó la mirada y la vio, y sonrió con esa sonrisa que le iluminaba todo el rostro.

—Señorita Collins —dijo, yendo hacia ella, y ella también fue hacia él, sintiendo al hacerlo que estaba entrando en el círculo de su separación. El continuo ruido del tráfico, tanto de peatones como de vehículos, pareció disminuir, y sólo fueron Gideon y ella, mirándose en la calle.

—Señor Lightwood —repuso Sophie.

El rostro de él cambió, sólo un poco, pero ella se percató. También vio que él sujetaba algo en la mano izquierda, una cesta de picnic trenzada. Ella miró la cesta y luego a él.

—Una de la famosas cestas de Fortnum & Mason —explicó él con una sonrisa de medio lado—. Queso stilton, huevos de codorniz, mermelada de pétalos de rosa…

—Señor Lightwood —repitió ella, interrumpiéndolo para su propia sorpresa. Un sirviente nunca interrumpía a un caballero—. He estado de lo más inquieta, inquieta en mi propia cabeza, ya me entiende, sobre si debía venir aquí o no. Finalmente he decidido que debía hacerlo, aunque sólo fuera para decirle cara a cara que no puedo verle. He pensado que se lo merecía, aunque no estoy segura.

Él la miró, asombrado, y en ese momento, ella vio no a un cazador de sombras sino a un chico normal, como Thomas o Cyril, con una cesta de picnic en la mano e incapaz de ocultar su sorpresa y su decepción.

—Señorita Collins, si he hecho algo que la haya ofendido…

—No puedo verle. Eso es todo —zanjó la conversación Sophie, y se volvió, con la intención de apresurarse a regresar por donde había llegado. Si se daba prisa, podría coger el siguiente ómnibus de vuelta a la City…

—Señorita Collins, por favor. —Era Gideon, tras ella. No la tocó, pero caminaba a su lado, con expresión consternada—. Ya sé qué es —añadió de repente—. Will. Se lo ha dicho, ¿verdad?

—Que diga eso me da a entender que hay algo que contar.

—Señorita Collins, se lo puedo explicar. Sólo venga conmigo… por aquí.

Él torció una esquina, y ella se encontró siguiéndolo, inquieta. Se hallaban ante St. James’s Church; él la llevó por un lado y luego por una estrecha calle que cubría la separación entre Piccadilly y Jermyn Street. Allí todo estaba más tranquilo, aunque no desierto; varios peatones que pasaban les lanzaron miradas curiosas; la chica marcada y el apuesto chico de rostro pálido, dejando con cuidado una cesta de picnic a sus pies.

—Es por anoche —dijo él—. El baile en casa de mi padre en Chiswick. Me pareció ver a Will. Y me preguntaba si se lo contaría al resto de ustedes.

—Entonces, ¿lo confiesa? Que usted se hallaba allí, en ese depravado…, ese inapropiado…

—¿Inapropiado? Era mucho peor que inapropiado —repuso Gideon, con más pasión de la que ella nunca le había oído emplear. A su espalda, la campana de la iglesia dio la hora; él pareció no oírla—. Señorita Collins, todo lo que puedo hacer es jurarle que hasta anoche no tenía ni idea de la escoria con la que mi padre se codea y los hábitos destructivos a los que se entrega. He estado en España los últimos meses…

—¿Y él no era así antes? —preguntó Sophie, incrédula.

—No del todo. Es difícil de explicar. —Su mirada fue más allá de ella, y sus ojos verde gris se veían más tormentosos que nunca—. Mi padre siempre ha sido de los que desobedecen las convenciones, que caminan por el límite de la Ley, si no es que llegan a transgredirla. Siempre nos había enseñado que todo el mundo funcionaba así, que todos los cazadores de sombras lo hacían. Y nosotros, Gabriel y yo, al haber perdido a nuestra madre, no teníamos ningún ejemplo mejor que seguir. No fue hasta que llegué a Madrid cuando comencé a comprender hasta dónde llegaba la… incorrección de mi padre. No todo el mundo desobedece la Ley y tuerce las reglas, y se me trató como si fuera algún tipo de monstruo por creer que eso era así, hasta que me enmendé. La investigación y la observación me han llevado a creer que se me dieron unos principios muy malos para seguir, y que se hizo de forma deliberada. Sólo podía pensar en Gabriel y en cómo podría salvarlo de ese descubrimiento o, al menos, de llegar a él de una manera tan brusca.

—¿Y su hermana, la señorita Lightwood?

Gideon negó con la cabeza.

—Ella había estado protegida de todo eso. Mi padre cree que las mujeres no han de tener nada que ver con los aspectos más oscuros del submundo. No, soy yo quien él cree que debe conocer sus relaciones, porque soy el heredero de los Lightwood. Pensando en eso fue como mi padre me llevó con él a la fiesta de anoche, en la cual, supongo, Will me vio.

—¿Usted sabía que él estaba allí?

—Estaba tan asqueado por lo que veía en esa sala que finalmente conseguí abrirme paso y salí al jardín para tomar aire fresco. El hedor de los demonios me provocaba náuseas. Allí fuera, vi a alguien conocido persiguiendo a un demonio azul por el parque con una gran determinación.

—¿El señor Herondale?

El muchacho se encogió de hombros.

—No tenía ni idea de qué estaba haciendo allí; sabía que no podían haberlo invitado, y no me imaginaba cómo se habría enterado de la fiesta. Tampoco sabía con qué relacionar su persecución del demonio. No he estado seguro hasta que he visto la mirada en su rostro cuando usted me ha mirado, ahora mismo…

—Pero ¿le ha dicho usted algo a su padre o a Gabriel? —La voz de Sophie se oyó más alta y seca—. ¿Lo saben? ¿Lo del señorito Will?

Él negó lentamente con la cabeza.

—No les he dicho nada. No creo que esperaran allí a Will de ningún modo. Se supone que los cazadores de sombras del Instituto deben estar persiguiendo a Mortmain.

—Y lo están —afirmó Sophie lentamente, y cuando la única expresión de él fue de incomprensión, añadió—: Esas criaturas mecánicas de la fiesta de su padre, ¿de dónde cree usted que proceden?

—No pensé nada…, supuse que eran algún tipo de juguetes de los demonios…

—Sólo pueden proceder de Mortmain —aseveró Sophie—. Usted no ha visto a sus autómatas antes, pero el señor Herondale y la señorita Gray sí, y ambos estaban seguros.

—Pero ¿por qué mi padre tiene algo de Mortmain?

Sophie meneó la cabeza.

—Quizá no debería hacerme preguntas de las que no quiere saber las respuestas, señor Lightwood.

—Señorita Collins. —El cabello le cayó sobre los ojos; se lo echó hacia atrás con un gesto impaciente—. Señorita Collins, sé que cualquier cosa que me diga será la verdad. En muchos sentidos, de todas las personas que he conocido en Londres, la encuentro la más digna de confianza… mucho más que mi propia familia.

—Eso me parece una gran desgracia, señor Lightwood, porque hace muy poco tiempo que nos conocemos.

—Espero cambiar eso. Al menos camine hasta el parque conmigo, Soph… señorita Collins. Explíqueme esa verdad de la que habla. Si entonces aún desea no tener más relación conmigo, respetaré sus deseos. Sólo le pido una hora de su tiempo. —Le rogó con la mirada—. ¿Por favor?

Casi contra su voluntad, Sophie sintió compasión por ese chico de ojos tormentosos que parecía tan solo.

—Muy bien —contestó—. Iré al parque con usted.

Todo un viaje en carruaje con Jem, pensó Tessa, y el estómago se le retorció mientras se ponía los guantes y se lanzaba una última mirada en el espejo de su dormitorio. Hacía sólo dos noches, esa idea no le había producido ninguna sensación nueva o rara; había estado preocupada por Will, y había sentido curiosidad por Whitechapel, y Jem la había distraído amablemente mientras viajaban, hablando de latín, griego y parabatai.

¿Y esta vez? Sentía como si tuviera un montón de mariposas sueltas en el estómago ante la idea de estar encerrada en un espacio pequeño con él. Se contempló el pálido rostro en el espejo, se pellizcó las mejillas y se mordió los labios para darles color; luego cogió el sombrero que estaba en la percha junto al tocador. Se lo colocó sobre el cabello castaño; se descubrió deseando tener rizos dorados como los de Jessamine, y pensó: «¿Podría?». ¿Le sería posible Cambiar sólo una pequeña parte de sí misma, concederse un cabello reluciente o quizá una cintura más estrecha o labios más carnosos?

Se aparató del espejo, negando con la cabeza. ¿Cómo no había pensado antes en eso? Pero con todo, la simple idea de hacerlo le parecía como una traición a su propio rostro; si incluso sus propios rasgos no eran con los que había nacido, ¿cómo podría justificar esa exigencia, esa necesidad de saber cuál era su propia naturaleza? «¿No sabe que no existe una Tessa Gray?», le había dicho Mortmain. Si empleaba su poder para volver sus ojos de color azul cielo o para oscurecerse las pestañas, ¿no le estaría dando la razón?

Meneó la cabeza para tratar de quitarse esos pensamientos de encima mientras salía corriendo de su dormitorio y se disponía a bajar la escalera hasta la entrada del Instituto. Un carruaje negro, sin escudo de armas, esperaba en el patio, tirado por dos caballos del color del humo. En el asiento del cochero se hallaba un Hermano Silencioso, no era el hermano Enoch sino otro de sus hermanos al que Tessa no reconoció. Su rostro no estaba tan marcado como el de Enoch, por lo que pudo ver bajo la capucha.

Comenzaba a bajar la escalera cuando la puerta se abrió a su espalda y Jem salió; hacía frío, él llevaba un abrigo gris ligero que hacía que su cabello y sus ojos se vieran más plateados que nunca. El muchacho miró hacia el cielo, igualmente gris, cargado de nubes de bordes negros.

—Será mejor que nos metamos en el carruaje antes de que comience a llover.

Era una frase bien corriente, pero de todas formas, Tessa se quedó sin habla. Lo siguió en silencio hasta el vehículo y le permitió ayudarla a subir. Mientras él hacía lo propio detrás y cerraba la puerta, Tessa se fijó en que no llevaba su bastón espada.

Comenzaron a avanzar con una sacudida. Tessa, con la mano en la ventanilla, soltó un grito.

—¡Las verjas… están cerradas! El carruaje…

—Chist. —Jem le puso la mano en el brazo. Ella no pudo evitar ahogar un grito cuando el carruaje alcanzó las verjas de hierro cerradas con un candado… y pasó a través de ellas, como si no fueran más sólidas que el aire. Tessa notó que soltaba el aire con una exhalación de sorpresa—. Los Hermanos Silenciosos poseen magias extrañas —comentó él y dejó caer la mano.

En ese momento comenzó a llover, y el cielo se abrió como si fuera una bolsa de agua caliente pinchada. La chica contempló fijamente el exterior apartando la cortina mientras el coche pasaba a través de los viandantes como si fueran fantasmas, se metía en las aberturas más pequeñas entre edificios, traqueteaba por un patio y luego por un almacén, con cajas por todos lados, y finalmente aparecía en Embankment, que estaba resbaladizo y húmedo por la lluvia además de por el agua gris del Támesis.

—Oh, Dios santo —exclamó Tessa y cerró la cortina—. Dime que no vamos directos al río.

Jem rió. Incluso con la impresión, esas risas fueron bien recibidas.

—No. Los carruajes de la Ciudad Silenciosa sólo viajan por tierra, que yo sepa, aunque sí que viajan de una forma peculiar. Las primeras veces es un poco impresionante, pero te acostumbras.

—¿De verdad? —Tessa lo miró directamente. Ése era el momento. Tenía que decirlo antes de que su amistad comenzara a resentirse más. Antes de que pudiera haber más tensión—. Jem.

—¿Sí?

—De… debes saber… lo mucho que tu amistad significa para mí —comenzó torpemente—. Y…

Una expresión de dolor cruzó el rostro del chico.

—No, por favor.

Cogida a contrapié, Tessa se lo quedó mirando sorprendida.

—¿Qué quieres decir?

—Siempre que dices la palabra «amistad», se me clava como un cuchillo —contestó él—. Ser amigos es algo muy bonito, Tessa, y no lo desprecio, pero ya llevo tiempo esperando que pudiéramos ser más que amigos. Y pensé, después de la otra noche, que mis esperanzas no eran vanas. Pero ahora…

—Ahora lo he estropeado todo —susurró ella—. Lo siento muchísimo.

Él miró por la ventana; ella pudo sentir que estaba tratando de controlar alguna fuerte emoción.

—No debes disculparte por no corresponder a mis sentimientos.

—Pero… —Estaba perpleja, y sólo podía pensar en calmar el dolor de Jem, en hacerle sentirse menos herido—. Me estaba disculpando por mi comportamiento de la otra noche. Fue atrevido e inexcusable. Lo que debes de pensar de mí…

Él la miró sorprendido.

—Tessa, no puedes creer eso, ¿verdad? He sido yo quien se ha comportado de una forma inexcusable. Casi ni he podido mirarte después, pensando en lo mucho de que debías de despreciarme…

—Nunca podría despreciarte —dijo Tessa—. No he conocido nunca a nadie tan amable y bueno como tú. Pensaba que eras tú el que estabas decepcionado de mí. Que me despreciabas.

Jem parecía asombrado.

—¿Cómo podría despreciarte cuando fue mi propia locura lo que condujo a lo que pasó entre nosotros? Si no hubiera estado tan desesperado, hubiera mostrado más control.

«Quiere decir que hubiera tenido suficiente control para pararme —pensó Tessa—. No espera que yo me comporte con propiedad. Supone que no está en mi naturaleza».

Tessa volvió a mirar fijamente por el trozo de ventanilla que no tapaba la cortina. El río era visible: botes negros cabeceando en la marea, la lluvia mezclándose con el agua sucia.

—Tessa. —Se movió para sentarse a su lado en vez de enfrente, con su rostro, ansioso y hermoso, cerca del de ella—. Sé que a las chicas mundanas se les enseña que no han de tentar a los hombres. Que los hombres son débiles y las mujeres tienen que contenerlos. Te aseguro que las costumbres de los cazadores de sombras son diferentes. Más igualitarias. Fue responsabilidad de los dos hacer… lo que hicimos.

Ella se lo quedó mirando. Era tan amable…, pensó. Parecía leerle los temores en el corazón y hacer algo para borrarlos antes de que ella pudiera expresarlos en voz alta.

Pensó en Will. En lo que había ocurrido entre ellos la noche anterior. Apartó el recuerdo del frío aire que los rodeaba, del calor que emanaban de sus cuerpos mientras se abrazaban. La habían drogado, y también a él. Nada de lo que habían dicho o hecho significaba más que los balbuceos de un adicto al opio. No hacía falta decírselo a nadie; no había significado nada. Nada.

—Di algo, Tessa. —A Jem le temblaba la voz—. Me temo que piensas que lamento lo ocurrido esa noche. No es cierto. —Le rozó la muñeca con el pulgar, la piel desnuda entre el puño del vestido y el guante—. Sólo lamento que ocurriera tan pronto. Me hubiera gustado… cortejarte antes. Llevarte a pasear, con una carabina.

—¿Una carabina? —Tessa se echó a reír a pesar de sí misma.

Él continuó decidido:

—Explicarte mis sentimientos antes de mostrártelos. Escribirte poemas…

—No te gusta la poesía —repuso Tessa, y en la voz se le escapó una media carcajada de alivio.

—No. Pero tú me haces querer escribirla. ¿No cuenta eso para nada?

Tessa sonrió. Se inclinó y lo miró a la cara, tan cerca de ella que podía distinguir cada pestaña por separado, las leves cicatrices en su blanco cuello donde antes había Marcas.

—Eso casi parece preparado, James Carstairs. ¿A cuántas chicas has hecho perder la cabeza con esa observación?

—Sólo hay una chica a la que me importa hacerle perder la cabeza —contestó él—. La pregunta es: ¿la pierde?

Ella le sonrió.

—La pierde.

Un momento después, sin saber muy bien cómo había pasado, él la estaba besando, sus labios suaves sobre los de ella, la mano cubriéndole la mejilla y la barbilla, sujetándole el rostro. Tessa oyó un leve crujido y se dio cuenta de que era el ruido de las flores de seda del sombrero al chafarse contra el lateral del carruaje cuando el cuerpo de él presionó el de ella hacia el respaldo del asiento. Ella le agarró las solapas del abrigo, tanto para mantenerlo cerca como para no caerse.

El carruaje se detuvo con una sacudida. Jem se apartó de ella, perplejo.

—Por el Ángel —dijo—. Quizá sí que necesitemos una carabina.

Tessa meneó la cabeza.

—Él. Yo…

Él seguía pareciendo anonadado.

—Creo que será mejor que me siente allí —afirmó, y se pasó al asiento frente a él. Tessa miró hacia la ventanilla. Vio que el Parlamento se alzaba sobre ellos, con las oscuras torres contrastando con un cielo que clareaba. Había dejado de llover. Tessa no estaba segura de por qué se había interrumpido la marcha; lo cierto fue que el vehículo siguió adelante al cabo de un rato, rodando directamente hacia lo que parecía un pozo de sombras negras que se había abierto ante ellos. Esta vez ya sabía lo suficiente para no ahogar un grito de sorpresa; se sumergieron en la oscuridad, y luego emergieron a una gran sala de basalto iluminada con antorchas que ella recordaba de la reunión del Consejo.

El carruaje se detuvo y las puertas se abrieron. Varios Hermanos Silenciosos se quedaron al otro lado, con el hermano Enoch a la cabeza. Dos hermanos los franquearon, cada uno sujetando una ardiente antorcha. Llevaban la capucha echada hacia atrás. Ambos eran ciegos, aunque sólo a uno, como a Enoch, parecía faltarle los ojos; los otros los tenían cerrados, con runas escritas en negro sobre ellos. Todos tenían la boca cosida.

Bienvenida de nuevo a la Ciudad Silenciosa, hija de Lilith, dijo el hermano Enoch.

Por un momento, Tessa quiso buscar la mano de Jem para notar su cálida presión, para que fuera él quien la ayudara a descender del coche. Entonces pensó en Charlotte. Charlotte tan pequeña y fuerte, que no se apoyaba en nadie.

Bajó sola, y los tacones de sus botas resonaron sobre el suelo de basalto.

—Gracias, hermano Enoch —respondió—. Estamos aquí para ver a Jessamine Lovelace. ¿Nos llevarán con ella?

Los prisioneros de la Ciudad Silenciosa se hallaban bajo el primer nivel, más allá de pabellón de las Estrellas Parlantes. Una lúgubre escalera conducía hasta allí. Los Hermanos Silenciosos pasaron primero, seguidos de Jem y Tessa, que no se habían hablado desde que descendieron del carruaje. Aunque no era un mutismo tenso. Había algo en la abrumadora grandeza de la Ciudad de Hueso, con sus enormes mausoleos y sus altísimos arcos, que la hacía sentirse como si se hallara en un museo o una iglesia, donde se imponía el silencio.

Al final de la escalera, un corredor serpenteaba en dos sentidos; los Hermanos Silenciosos torcieron hacia la izquierda, y guiaron a Jem y a Tessa casi hasta el final del mismo. Mientras avanzaban, pasaban ante filas y filas de pequeñas estancias, cada una con una puerta barrada y candado. Todas contenían una cama, un lavamanos y nada más. Las paredes eran de piedra, y el olor era de agua y humedad. Tessa se preguntó si se encontrarían bajo el Támesis, o en algún lugar totalmente diferente.

Finalmente, los Hermanos Silenciosos se detuvieron ante una puerta, la penúltima del pasillo. El hermano Enoch tocó el candado y las cadenas que la cerraban cayeron al suelo.

Sed bienvenidos, dijo el hermano Enoch, mientras se apartaba. Os esperaremos fuera.

Jem puso la mano en el picaporte y vaciló, mirando a Tessa.

—Quizá deberías hablar con ella un momento a solas. De mujer a mujer.

Tessa se quedó sorprendida.

—¿Estás seguro? La conoces mejor que yo…

—Pero tú conoces a Nate —repuso Jem, y apartó los ojos de ella durante un instante. Tessa tuvo la sensación de que había algo que no le quería decir. Era una sensación tan poco habitual cuando se trataba de Jem que no estaba segura de cómo reaccionar—. Me reuniré contigo en unos momentos, en cuanto la hayas tranquilizado.

Tessa asintió con lentitud. El hermano Enoch abrió la puerta, y ella entró, estremeciéndose levemente cuando la pesada puerta se cerró de golpe a su espalda.

Era una habitación pequeña, como las otras, de piedra. Había un lavamanos y lo que debía de haber sido una jarra de agua; estaba hecha pedazos en el suelo, como si alguien la hubiera tirado con fuerza contra la pared. En la estrecha cama se hallaba sentada Jessamine, vestida con un sencillo camisón blanco, envuelta en una basta manta. El cabello le caía sobre los hombros como serpientes retorcidas, y tenía los ojos rojos.

—Bienvenida Tessa. Bonito lugar para vivir, ¿no te parece? —ironizó Jessamine. La voz le sonaba áspera, como si tuviera la garganta hinchada de tanto llorar. Miró a la mundana, y le comenzó a temblar el labio inferior—. ¿Te… te ha enviado Charlotte para llevarme de vuelta al Instituto?

Tessa negó con la cabeza.

—No.

—Pero… —Los ojos comenzaron a llenársele de lágrimas—. No puede dejarme aquí. Puedo oírlos, durante toda la noche. —Se estremeció y se arrebujó más en la manta.

—¿Qué puedes oír?

—A los muertos —contestó Jessamine—. Susurrando en sus tumbas. Si estoy aquí mucho tiempo, me uniré a ellos. Lo sé.

Tessa se sentó en el borde de la cama y, con cuidado, le tocó el cabello, acariciándole los enredos.

—Eso no pasará —le garantizó, y Jessamine comenzó a sollozar. Se le sacudían los hombros. Impotente, Tessa paseó la vista por la estancia, como en busca de algo que en esa miserable celda pudiera darle la inspiración que necesitaba—. Jessamine, te he traído algo.

La chica alzó el rostro muy lentamente.

—¿Es de Nate?

—No —respondió Tessa con suavidad—. Es algo tuyo. —Lo extrajo del bolsillo y extendió la mano hacia Jessamine. En la palma tenía una diminuta muñequita que había sacado de la cuna de la casa de muñecas de Jessamine—. Bebé Jessie.

Jessamine hizo un «oh» gutural y arrebató la muñeca de la mano de Tessa. Se la apretó con fuerza contra el pecho. Los ojos se le anegaron, y las lágrimas comenzaron a dejar churretes en la suciedad de su rostro. Tessa pensó que daba mucha pena verla. Con sólo que…

—Jessamine —habló Tessa de nuevo. Le parecía como si la joven fuera un animal que necesitara calmarse, y que repetir su nombre en un tono amable pudiera contribuir a ello—. Necesitamos que nos ayudes.

—Para traicionar a Nate —soltó Jessamine—. Pero no sé nada. Ni siquiera sé por qué estoy aquí.

—Sí, sí que lo sabes. —Era Jem, que entraba en la celda. Estaba sonrojado y le faltaba el aliento, como si hubiera estado corriendo. Lanzó a Tessa una mirada cómplice y cerró la puerta a su espalda—. Sabes exactamente por qué estás aquí, Jessie…

—¡Porque me he enamorado! —soltó ésta—. Tú deberías saber cómo es. Veo cómo miras a Tessa. —Lanzó a ésta una mirada envenenada mientras la mundana se ruborizaba—. Como mínimo, Nate es humano.

Jem no perdió la compostura.

—No he traicionado al Instituto por Tessa —repuso—. No he mentido y he puesto en peligro a los que siempre me han cuidado desde que me quedé huérfano.

—Si no eres capaz de hacerlo —dijo Jessamine—, entonces no la amas de verdad.

—Si ella me lo pidiera —replicó Jem—, yo sabría que ella no me ama realmente.

Jessamine tragó aire y apartó el rostro de él, como si la hubiera abofeteado.

—Tú —habló en una voz apagada—. Siempre he pensado que eras el mejor. Pero eres horrible. Todos sois horribles. Charlotte me torturó con la Espada Mortal hasta que se lo conté todo. ¿Qué más puede querer de mí? Ya me habéis obligado a traicionar al hombre al que amo.

Con el rabillo del ojo, Tessa vio a Jem poner los ojos en blanco. Había cierta teatralidad en la desesperación de Jessamine, como la había en todo lo que hacía, pero bajo ese papel de mujer injustamente tratada en el que se había metido, Tessa notó que estaba realmente asustada.

—Sé que amas a Nate —comenzó Tessa—. Y sé que no seré capaz de convencerte de que él no te corresponde.

—Estás celosa…

—Jessamine, Nate no puede amarte. Hay algo que no le funciona bien, le falta alguna pieza en el corazón. Dios sabe que mi tía y yo tratamos de no hacer caso, de decirnos que sólo eran travesuras y desconsideración juvenil. Pero asesinó a su tía, ¿te lo ha contado?, mató a la mujer que lo había criado y después se rió de ello ante mí. No tiene empatía, no tiene capacidad de gratitud. Si lo escudas ahora, no ganarás nada ante sus ojos.

—Y tampoco será probable que lo vuelvas a ver —añadió Jem—. Si no nos ayudas, la Clave nunca te soltará. Estarás aquí con los muertos para toda la eternidad, suponiendo que no te castiguen con una maldición.

—Nate dijo que intentaríais asustarme —les acusó Jessamine con un hilillo de voz.

—Nate también te dijo que la Clave y Charlotte no te harían nada porque son débiles —le recordó Tessa—. Y se ha demostrado que no es cierto. Te dijo sólo lo que te tenía que decir para que hicieras lo que él quería que hicieras. Es mi hermano, y te digo que es un tramposo y un mentiroso.

—Tenemos que escribirle una carta —propuso Jem—, contándole que te has enterado de un complot secreto de los cazadores de sombras contra Mortmain, y que se reúna contigo esta noche…

Jessamine negó con la cabeza, pellizcando la burda manta.

—No lo traicionaré.

—Jessie. —La voz de Jem era amable; Tessa no sabía cómo la chica podía resistírsele—. Por favor. Sólo te estamos pidiendo que te salves a ti misma. Envía este mensaje; dinos dónde soléis veros. Esto es todo lo que te pedimos.

Ella negó con la cabeza.

—Mortmain —dijo—. Mortmain os ganará. Entonces, derrotará a los Hermanos Silenciosos y Nate vendrá a buscarme.

—Muy bien —aceptó Tessa—. Supongamos que pasa eso. Dices que Nate te ama. Entonces, te lo perdonará todo, ¿no? Porque cuando un hombre ama a una mujer, entiende que sea débil. Que no pueda resistirse contra, por ejemplo, la tortura, como lo haría él.

Jessamine lanzó un gemido.

—Entenderá que es frágil y delicada, y que es fácil engañarla —continuó Tessa, y le tocó el brazo a Jessamine con mucha suavidad—. Jessie, decide cuál es tu elección. Si no nos ayudas, la Clave lo sabrá, y no serán clementes contigo. Si nos ayudas, Nate lo entenderá. Si te ama… no podrá hacer otra cosa. Porque el amor significa perdonar.

—Yo… —Jessamine miró de uno a otro, como un conejo asustado—. ¿Tú perdonarías a Tessa, si estuviera en mi lugar?

—Le perdonaría cualquier cosa —aseveró Jem.

Ella no podía ver su expresión, estaba mirando a Jessamine, pero notó que el corazón le daba un vuelco. No podía mirar a Jem, temía que su expresión traicionara sus sentimientos.

—Jessie, por favor —insistió Tessa.

Jessamine guardó silencio durante un buen rato. Cuando habló, su voz era un leve susurro.

—Tú te encontrarás con él, supongo, disfrazada de mí.

Tessa asintió.

—Debes vestirte de chico —explicó—. Cuando me encuentro con él por las noches, siempre visto como un chico. Es más seguro para atravesar las calles sola. Él se lo esperará. —Alzó la vista y se apartó las greñas del rostro—. ¿Tenéis papel y pluma? —preguntó—. Escribiré la nota.

Cogió lo que le pasaba Jem y comenzó a escribir.

—Tendré que conseguir algo a cambio de esto —dijo—. Si no me dejan salir…

—No lo harán —aclaró Jem— hasta que se confirme que tu información es cierta.

—Entonces, al menos deberían darme mejor comida. —Después de terminar de escribir la nota, se la pasó a Tessa—. Las ropas de chico que llevo están detrás de la casa de muñecas, en mi dormitorio. Ve con cuidado al moverla —añadió, y por un momento, volvió a ser Jessamine, con sus altivos ojos castaños—. Y si tienes que cogerme ropa, hazlo. Has estado llevando los mismos cuatro vestidos que te compré en junio una y otra vez. Ese amarillo es una antigualla. Y si no queréis que nadie se entere de que os besáis en los carruajes, deberías evitar llevar un sombrero con flores que se chafan con facilidad. La gente no es ciega, ¿sabes?

—Eso parece —repuso Jem con gravedad, y cuando Tessa lo miró, sonrió, sólo para ella.