LA VIRTUD DE LOS ÁNGELES
La virtud de los ángeles es que no pueden empeorar;
su fallo es que no pueden mejorar. El fallo del hombre
es que puede empeorar, y su virtud es que puede mejorar.
Proverbio jasídico
—Supongo que ya sabéis todos —comentó Will durante el desayuno a la mañana siguiente— que anoche fui a un fumadero de opio.
Era una mañana contenida. El día había amanecido gris y lluvioso, y el Instituto parecía soportar un peso plomizo encima, como si el cielo lo estuviera aplastando. Sophie entraba y salía de la cocina portando humeantes bandejas de comida; tenía mala cara; Jessamine se apoyaba en su mano, con apariencia cansada ante su té; Charlotte parecía inquieta y alterada, después de pasar la noche en la biblioteca, y Will tenía los ojos enrojecidos y un moratón en la mejilla, donde Jem le había pegado. Sólo Henry, que leía el periódico con una mano mientras pinchaba su huevo con la otra, parecía tener alguna energía.
Jem era notable sobre todo por su ausencia. Cuando Tessa se había levantado esa mañana, había flotado durante un momento en un feliz estado de olvido, los acontecimientos de la noche anterior semejaban algo tenue y distante. Luego se había sentado de golpe, cuando el horror absoluto había caído sobre ella como un jarro de agua hirviendo.
¿Realmente había hecho esas cosas con Jem? En la cama de él, dejándose acariciar, y la droga derramada. Se había tocado el cabello. Lo tenía suelto sobre los hombros, porque él le había deshecho las trenzas.
«Oh, Dios —pensó—. Lo he hecho de verdad; era yo».
Se había cubierto los ojos, presionándoselos, con una apabullante mezcla de confusión, aterrorizada felicidad —porque no podía negar que había sido maravilloso a su manera—, horror hacia sí misma y humillación odiosa y total.
Jem pensaría que había perdido el control por completo. No le sorprendía que no quisiera verla durante el desayuno.
—He dicho que anoche fui a un fumadero de opio.
Charlotte alzó la mirada de su tostada. Lentamente, dobló el periódico, lo dejó sobre la mesa y se bajó por la nariz las gafas de leer.
—No —repuso—. Lo cierto es que no estábamos al corriente de ese aspecto, sin duda glorioso, de tus recientes actividades.
—¿Y es ahí donde has estado todo este tiempo? —preguntó Jessamine sin gran interés, mientras cogía un terrón de azúcar del azucarero y lo mordía—. ¿Ya eres un adicto irremediable? Dicen que sólo hacen falta una o dos dosis.
—No era realmente un fumadero de opio —protestó Tessa, antes de darse cuenta de lo que decía—. Es decir… parecía que se dedicaban más al comercio de polvos mágicos y esas cosas.
—Quizá no fuera exactamente un fumadero de opio —replicó Will—, pero seguía siendo un antro. ¡De vicio! —añadió, remarcando esto último clavando el dedo en el aire.
—Oh, vaya, no sería uno de esos sitios que llevan los ifrits —suspiró la directora—. La verdad, Will…
—Justo uno de esos sitios —dijo Jem, que acababa de entrar en la sala del desayuno, mientras se sentaba junto a Charlotte, lo más lejos posible de Tessa, como ella no dejó de notar con una extraña opresión en el pecho. Y tampoco la miró—. En Whitechapel Street.
—¿Y cómo lo sabéis todo de ese lugar Tessa y tú? —quiso saber Jessamine, que pareció revivir, ya fuera por el azúcar que había tomado, por la perspectiva de un poco de cotilleo o por ambas cosas.
—Anoche empleé un conjuro de localización para encontrar a Will —explicó Jem—. Su ausencia me preocupaba cada vez más. Pensé que igual había olvidado cómo se volvía al Instituto.
—Te preocupas demasiado —repuso Jessamine—. Es una tontería.
—Tienes razón. No volveré a cometer ese error —admitió Jem, mientras cogía la fuente de arroz, pescado y huevo—. Resultó que Will no necesitaba en absoluto mi ayuda.
Will miró a Jem pensativo.
—Al parecer me he despertado con lo que llaman un cardenal —comentó Will, señalando el moratón que tenía bajo el ojo—. ¿Alguna idea de cómo llegó aquí?
—Ninguna —contestó Jem mientras se servía el té.
—Huevos —habló Henry en tono soñador mirando su plato—. Me encantan los huevos. Podría comerlos durante todo el día.
—¿Y era realmente necesario llevar a Tessa contigo a Whitechapel? —preguntó Charlotte a Jem, mientras se sacaba las gafas y las dejaba sobre el periódico. Sus ojos lo miraban con reproche.
—Tessa no es de porcelana —repuso Jem—. No se va a romper.
Por alguna razón, esa afirmación, aunque dicha sin mirarla, hizo que a Tessa le pasaran por la cabeza un montón de imágenes de la noche anterior; el abrazo a Jem en las sombras sobre su cama, las manos de él agarrándole los hombros, las bocas besándose con ferocidad. No, él no la había tratado como si fuera un objeto frágil. Un ardiente calor le inundó las mejillas, y bajó rápidamente la cabeza, rogando para que su rubor desapareciera.
—Te sorprenderá saber —intervino Will— que vi algo muy interesante en el fumadero de opio.
—Seguro que sí —replicó Charlotte con aspereza.
—¿Era un huevo? —inquirió Henry.
—Subterráneos —siguió Will—. La mayoría licántropos.
—Los licántropos no tienen nada interesante. —Jessamine pareció molesta—. Nos estamos centrando en encontrar a Mortmain, Will, por si lo has olvidado, no a subterráneos atontados por las drogas.
—Estaban comprando yin fen —informó Will—. A paletadas.
Al oír eso, Jem alzó la cabeza y miró a Will a los ojos.
—Ya habían comenzado a cambiar de color —explicó Will—. Algunos ya tenían el cabello plateado o los ojos. Incluso la piel se les estaba volviendo plateada.
—Eso es muy inquietante —repuso Charlotte con el cejo fruncido—. Deberíamos hablar con Woolsey Scott en cuanto este asunto de Mortmain se aclare. Si tiene un problema en su manada de adicción a los polvos de los brujos, querrá saberlo.
—¿No crees que ya debe de saberlo? —aventuró Will, mientras se echaba hacia atrás en la silla. Parecía complacido de haber conseguido por fin alguna reacción a sus noticias—. Después de todo, es su manada.
—Su manada son todos los lobos de Londres —manifestó Jem—. Es imposible que pueda seguir los pasos de todos.
—No estoy seguro de que quieras esperar —añadió Will—. Si puedes localizar a Scott, yo hablaría con él lo antes posible.
Charlotte inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Y por qué?
—Porque —contestó Will— uno de los ifrits preguntó a uno de los licántropos por qué necesitaban tanto yin fen. Al parecer es un estimulante para los hombres lobo. La respuesta fue que al Magíster le complacía que la droga los tuviera trabajando durante toda la noche.
La taza de Charlotte se estrelló contra el platito.
—¿Trabajando en qué?
Will sonrió con suficiencia, claramente satisfecho de la impresión que estaba causando.
—No tengo ni idea. Fue por entonces cuando perdí la conciencia. Estaba teniendo un hermoso sueño sobre una joven que había perdido casi toda la ropa…
La mujer tenía el rostro blanco.
—Dios, espero que Scott no esté involucrado con el Magíster. Primero De Quincey, ahora los lobos… todos nuestros aliados. Los Acuerdos…
—Estoy seguro de que todo irá bien, Charlotte —la tranquilizó Henry con suavidad—. Scott no parece de los que se involucrarían con tipos como Mortmain.
—Quizá deberías estar conmigo cuando hable con él —dijo Charlotte—. En el papel; tú eres el director del Instituto.
—Oh, no —exclamó Henry con cara de horror—. Cariño, estarás perfectamente sin mí. Eres un genio en ese tipo de negociaciones, y yo no. Además, el invento en el que estoy trabajando podría hacer saltar a todo el ejército mecánico en pedazos, si consigo afinar la formulación.
Sonrió orgulloso a toda la mesa. Charlotte lo miró durante un largo rato, luego apartó la silla de la mesa, se puso en pie y se marchó de la sala sin decir nada más.
Will miró a Henry con los ojos entornados.
—Nunca nada toca tus círculos, ¿verdad, Henry?
—¿Qué quieres decir? —preguntó él, confuso.
—Arquímedes —contestó Jem, sabiendo como siempre lo que quería decir Will con sólo mirarlo—. Había un diagrama matemático dibujado en la arena cuando los romanos atacaron su ciudad. Estaba tan concentrado en lo que estaba haciendo que no vio a un soldado que se le acercaba por detrás. Sus últimas palabras fueron «no toquéis mis círculos». Claro que entonces ya era un anciano.
—Y probablemente jamás se casó —añadió Will, y sonrió a Jem desde el otro lado de la mesa.
Éste no respondió a la sonrisa. Sin mirar a Will, o a Tessa, sin mirar a nadie, se puso en pie y se marchó de la sala detrás de Charlotte.
—Oh, vaya —se lamentó Jessamine—. ¿Es uno de esos días en que todos nos marchamos furiosos? —Puso la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos.
Henry miró sorprendido a Will y a Tessa.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho mal?
La chica suspiró.
—Nada terrible, Henry. Es que… creo que Charlotte quería que fueras con ella.
—Entonces, ¿por qué no lo ha dicho? —La tristeza había invadido sus ojos. Su alegría por los huevos y sus inventos, en cambio, parecía haber desaparecido.
«Quizá no debería haberse casado con Charlotte —pensó Tessa, de un humor tan sombrío como el tiempo—. Tal vez hubiera sido más feliz dibujando círculos en la arena, como Arquímedes».
—Porque las mujeres nunca dicen lo que piensan —contestó Will. Su mirada fue hacia la cocina, donde Bridget estaba limpiando los restos del desayuno. Su canción flotó lúgubre hasta el comedor:
¡Me temo que estés envenenado, mi muchacho hermoso,
Me temo que estés envenenado, mi consuelo y gozo!
Oh, sí, me han dado veneno, pronto la cama hazme,
Tengo un dolor en el corazón, y deseo acostarme.
—Juraría que esa mujer ha trabajado antes como una cazadora de muerte, vendiendo baladas trágicas por el Seven Dials —afirmó Will—. Y me gustaría que no cantara sobre veneno justo después de que hayamos comido. —Miró a Tessa de reojo—. ¿No deberías ir a ponerte el uniforme? ¿Hoy no tienes entrenamiento con los lunáticos Lightwood?
—Sí, esta mañana, pero no tengo que cambiarme de ropa. Sólo vamos a practicar con los cuchillos arrojadizos —contestó Tessa, sorprendida de poder tener esa conversación trivial y educada con Will después de lo ocurrido la noche anterior. El pañuelo de Cyril, manchado con la sangre del cazador de sombras, seguía en el cajón de su tocador; recordó la calidez de sus labios en los dedos y apartó los ojos de él.
—Qué suerte que yo sea magnífico lanzando cuchillos. —Will se puso en pie y le ofreció el brazo—. Vamos; Gideon y Gabriel se pondrán como locos si me quedo a observar el entrenamiento, y esta mañana me iría bien un poco de locura.
Will no se equivocaba. Su presencia durante la sesión de entrenamiento pareció enloquecer, al menos, a Gabriel, aunque Gideon se tomó la intrusión con la misma impasibilidad que parecía tomarse todo. Will se sentó en un banco bajo de madera que estaba junto a una pared, y se comió una manzana, con las piernas estiradas ante él, lanzando de vez en cuando consejos a los que el mayor de los Lightwood no prestaba atención y que a Gabriel le sentaban como patadas en el pecho.
—¿Tiene que estar aquí? —preguntó Gabriel a Tessa en un gruñido la segunda vez que casi se le cayó el cuchillo mientras se lo pasaba a ella. Le puso una mano en el hombro, mostrándole cómo apuntar al objetivo: un círculo negro dibujado en la pared. Tessa sabía lo mucho que éste hubiera preferido que estuviera apuntando a Will—. ¿No puede decirle que se vaya?
—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó Tessa razonablemente—. Will es mi amigo, y usted es alguien que ni siquiera me agrada.
Lanzó el cuchillo. Falló el blanco por más de un metro y clavó el cuchillo en la pared cerca del suelo.
—No, todavía está cargando demasiado la punta… ¿Y qué quiere decir con que no le agrado? —quiso saber el joven, mientras le pasaba otro de los cuchillos sin pensar, aunque su expresión era de asombro.
—Bueno —respondió Tessa, apuntando con el cuchillo—, se comporta como si yo le desagradara. Lo cierto es que se comporta como si todos le desagradáramos.
—No es verdad —replicó Gabriel—. Sólo me desagrada él. —Señaló a Will.
—Oh, vaya —exclamó el aludido, y cogió otro bocado de la manzana—. ¿Es porque soy más guapo que tú?
—Callaos los dos —ordenó Gideon desde el otro lado de la sala—. Se supone que estamos trabajando, no discutiendo sobre tontos desacuerdos de hace años.
—¿Tontos? —gruñó Gabriel—. Me rompió el brazo.
Will le dio otro mordisco a la manzana.
—No puedo creer que todavía estés molesto por eso.
Tessa lanzó el cuchillo. Ese tiro fue mejor. Se clavó dentro del círculo negro, aunque no en el centro. Gabriel buscó otro cuchillo, y al no encontrar ninguno, suspiró molesto.
—Cuando nosotros dirijamos el Instituto —dijo, subiendo la voz lo suficiente para que Will lo oyera—, esta sala de entrenamiento estará mejor cuidada y equipada.
Tessa lo miró enfadada.
—Es increíble que no me agrade, ¿verdad?
El atractivo rostro de Gabriel se transformó en una mueca de desdén.
—No sé qué tiene que ver eso con usted, pequeña bruja; este Instituto no es su hogar. No pertenece a este lugar. Créame, estará mejor con mi familia al cargo de las cosas; podríamos encontrar empleo a su… talento. Empleo que la haría rica. Podría vivir donde quisiera. Y Charlotte podría ir a dirigir el Instituto de York, donde haría mucho menos daño.
Will estaba sentado muy recto, había olvidado la manzana. Gideon y Sophie habían dejado de practicar y estaban observando la conversación. Él, inquieto; ella, con los ojos muy abiertos.
—Por si no lo has notado —replicó Will—, ya hay alguien dirigiendo el Instituto de York.
—Aloysius Starkweather es un viejo senil. —Gabriel lo despreció con un gesto de la mano—. Y no tiene descendientes que puedan rogar al Cónsul que los coloque en el puesto. Desde ese asunto con su nieta, su hijo y su nuera lo cogieron todo y se largaron a Idris. No volverían aquí ni aunque les pagaran.
—¿Qué asunto con su nieta? —se interesó Tessa, recordando el retrato de la niña de aspecto enfermizo que había en la escalera del Instituto de York.
—Sólo vivió hasta los diez años o así —contestó Gabriel—. Nunca tuvo muy buena salud, de todas formas, y cuando la Marcaron por primera vez… Bueno, debían de haberla entrenado mal. Se volvió loca, se convirtió en Desamparada y murió. La impresión mató a la esposa del viejo Starkweather, e hizo huir a sus hijos a Idris. No sería muy difícil que lo reemplazara Charlotte. El Cónsul ya sabe que el viejo no sirve; demasiado apegado a las viejas costumbres.
Tessa miró incrédula a Gabriel. Éste había contado la historia de los Starkweather con la fría indiferencia con la que se contaría un cuento de hadas. Y ella…, ella no quería sentir lástima por el viejo de los ojos astutos y la maldita sala llena de restos de subterráneos muertos, pero no pudo evitarlo. Lo apartó de su mente.
—Charlotte dirige este Instituto —dijo molesta—. Y su padre no se lo arrebatará.
—Merece que se lo arrebaten.
Will tiró el corazón de la manzana al aire, al mismo tiempo que sacaba un cuchillo del cinturón y lo lanzaba. El cuchillo y la manzana cruzaron la sala juntos y, de alguna manera, consiguieron clavarse en la pared justo detrás de la cabeza de Gabriel, con el cuchillo atravesando limpiamente el centro de la fruta.
—Vuelve a decir eso —amenazó Will—, y te oscureceré el mundo.
Gabriel hizo una mueca.
—No tienes ni idea de lo que estás hablando.
Gideon dio un paso adelante, y cada línea de su postura era una advertencia.
—Gabriel…
Pero su hermano no le prestó atención.
—¿Acaso sabes lo que el padre de tu preciosa Charlotte le hizo al mío? ¿Lo sabes? Yo sólo me enteré hace unos días. Al final, mi padre no pudo más y nos lo dijo. Había protegido a los Fairchild hasta entonces.
—¿Tu padre? —El tono de Will era de incredulidad—. ¿Proteger a los Fairchild?
—También nos estaba protegiendo a nosotros —explicó Gabriel atropelladamente—. El hermano de mi madre, mi tío Silas, era uno de los mejores amigos de Granville Fairchild. Entonces tío Silas violó la Ley, algo pequeño, una infracción menor, y Fairchild lo descubrió. Lo único que le importaba era la Ley, no la amistad, no la lealtad. Fue directo a la Clave. —Gabriel alzó la voz—. Mi tío se mató por vergüenza, y mi madre murió de pena. ¡A los Fairchild no les importa nadie aparte de ellos mismos y la Ley!
Durante un momento se hizo el silencio en la sala; incluso Will se había quedado sin palabras. Fue Tessa la que habló primero:
—Pero eso fue culpa del padre de Charlotte, no de Charlotte.
Gabriel estaba pálido de furia, los ojos verdes contrastaban con la blanca piel.
—Usted no lo entiende —le espetó con crueldad—. No es una cazadora de sombras. Tenemos orgullo de sangre. Honor de familia. Granville Fairchild quería que el Instituto pasara a su hija, y el Cónsul así lo hizo. Pero aunque Fairchild está muerto, aún le podemos sacar esto. Era odiado, tan odiado que nadie se habría casado con Charlotte si no hubiera pagado a los Branwell para que trajeran aquí a Henry. Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo sabe que él, en realidad, no la ama. ¿Cómo podría…?
Se oyó un sonido seco, como el ruido de un disparo, y Gabriel se calló. Sophie lo había abofeteado. La pálida piel ya comenzaba a enrojecer. Ella lo miraba fijamente, respirando agitada, con una expresión de incredulidad en el rostro, como si no creyera lo que acababa de hacer.
El joven apretó los puños en los costados, pero no se movió. Tessa sabía que no podía. No podía golpear a una chica, una chica que ni siquiera era cazadora de sombras o subterránea, sino una simple mundana. Miró a su hermano, pero éste, sin mostrar expresión alguna, lo miró a los ojos y movió lentamente la cabeza; con un sonido ahogado, Gabriel se volvió sobre los talones y salió a grandes zancadas de la habitación.
—¡Sophie! —exclamó Tessa, yendo hacia ella—. ¿Estás bien?
Pero la criada miraba ansiosa a Gideon.
—Lo siento muchísimo, señor —se disculpó—. No hay excusa… he perdido la cabeza, y…
—Ha sido un golpe bien colocado —repuso Gideon con calma—. Ya veo que ha estado prestando atención a mis lecciones.
Will estaba sentado en el banco, con los ojos azules despiertos y curiosos.
—¿Es cierto? —preguntó—. Esa historia que Gabriel acaba de contarnos.
Gideon se encogió de hombros.
—Gabriel adora a nuestro padre —contestó—. Cualquier cosa que diga Benedict es como un pronunciamiento venido de lo alto. Sabía que mi tío se había suicidado, pero no las circunstancias, hasta el día después de la primera vez que volvimos a casa tras entrenaros. Padre nos preguntó cómo nos parecía que funcionaba el Instituto, y le dije que parecía en orden, en nada diferente del Instituto de Madrid. Lo cierto es que le dije que no había visto ninguna prueba de que Charlotte estuviera haciendo un mal trabajo. Fue entonces cuando nos contó esa historia.
—Si no le importa —dijo Tessa—, ¿qué fue lo que hizo su tío?
—¿Silas? Se enamoró de su parabatai. No fue, como ha dicho Gabriel, una infracción menor, sino una muy grave. Las relaciones románticas entre parabatai están estrictamente prohibidas, aunque hasta el cazador de sombras mejor entrenado puede caer presa de los sentimientos. La Clave los habría separado, y eso fue lo que Silas no pudo soportar. Por eso se mató. Mi madre se consumió de rabia y dolor. No me cuesta creer que su último deseo fuera que les arrebatáramos el Instituto a los Fairchild. Gabriel era muy pequeño cuando ella murió, sólo tenía cinco años, se colgaba de sus faldas, y me parece que sus sentimientos ahora lo abruman demasiado para poder entenderlos bien. Mientras que yo… yo creo que los hijos no deben pagar por los pecados de los padres.
—O las hijas —añadió Will.
Gideon lo miró y le sonrió de medio lado. No había ningún desagrado en esa sonrisa; de hecho, era sorprendentemente la mirada de alguien que entendía a Will y por qué se comportaba como lo hacía. Incluso éste pareció sorprendido.
—Claro que está el problema de que Gabriel nunca volverá aquí —manifestó Gideon—. No después de esto.
Sophie, que había comenzado a recuperar el color, volvió a palidecer.
—La señora Branwell se pondrá furiosa…
Tessa la detuvo.
—Iré tras él y me disculparé, Sophie. Todo se arreglará.
Oyó que Gideon la llamaba, pero ella ya corría hacia el pasillo. Odiaba tener que admitirlo, pero había sentido una chispa de compasión por Gabriel cuando Gideon les había contado su historia. Perder a la madre a una edad tan temprana que casi ni se la podía recordar era algo que ella conocía. Si alguien le hubiera dicho que su madre había tenido un último deseo, no estaba segura de que no hubiera hecho todo lo posible para cumplirlo…, tanto si tenía sentido como si no.
—¡Tessa! —Estaba ya a medio pasillo cuando oyó que Will la llamaba. Se volvió y lo vio avanzando rápidamente hacia ella, con una media sonrisa en el rostro.
—¿Por qué me estás siguiendo? —Esas palabras borraron la sonrisa del rostro del muchacho—. ¡Will, no deberías haberlos dejado solos! Tienes que volver inmediatamente a la sala de entrenamiento.
—¿Por qué? —preguntó Will, plantado sobre los pies.
Tessa alzó las manos al cielo.
—¿Acaso los hombres no os enteráis de nada? Gideon tiene los ojos puestos en Sophie…
—¿En Sophie?
—Es una chica muy hermosa —replicó ella encendida—. Y eres un idiota si no te has fijado en cómo la mira; pero no quiero que se aproveche de ella. Ya ha tenido suficientes problemas en su vida y, además, si estás conmigo, Gabriel no me hablará. Ya sabes que no.
Will masculló algo para sí, y la cogió por la muñeca.
—Ven conmigo.
La calidez de su piel sobre la de ella le envió un espasmo por todo el brazo. La hizo entrar en el salón y la llevó hasta el gran ventanal. Le soltó la muñeca a tiempo para que se inclinara y viera el carruaje de Lightwood traqueteando furiosamente por el patio de piedra rodeado por verjas de hierro.
—Mira, Gabriel ya se ha ido, a no ser que quieras perseguir el carruaje. Y Sophie es muy sensata. No va a permitir que Gideon la seduzca. Además, él es tan encantador como un buzón de correos.
Tessa se sorprendió a sí misma soltando una carcajada. Se cubrió la boca con la mano, pero era demasiado tarde; ya estaba riendo a mandíbula batiente, apoyada ligeramente en la ventana.
Will la miró con una expresión inquisitiva en sus ojos azules; la boca comenzó a curvársele.
—Debo de ser más divertido de lo que creía. Lo que me haría realmente muy feliz.
—No me estoy riendo de ti —le aclaró ella entre risas—. Es que… ¡Oh! La expresión de Gabriel cuando Sophie lo ha abofeteado. Dios. —Se apartó el cabello del rostro y añadió—: No debería reírme. En parte la razón por la que estaba tan picajoso era porque tú lo estabas provocando. Debería enfadarme contigo.
—Oh, deberías —replicó Will, mientras se volvía y se dejaba caer en una silla junto a la chimenea, estirando las largas piernas hacia las llamas. Como todas las salas en Inglaterra, pensó Tessa, ésa era helada excepto delante del fuego. Uno se asaba por delante y se helaba por detrás, como un pavo mal cocinado—. Ninguna buena frase incluye la palabra «debería». Debería haber pagado la cuenta en la taberna; ahora vienen a romperme las piernas. Nunca debería haberme escapado con la esposa de mi mejor amigo, ahora me maldice constantemente. Debería…
—Tú deberías —repuso Tessa en voz baja— pensar en cómo afectan a Jem las cosas que haces.
Will se recostó sobre el cuero del sillón y la miró. Se lo veía adormilado, cansado y guapo. Podría haber sido algún Apolo prerrafaelita.
—¿Es esto ahora una conversación seria, Tess? —Su voz aún sonaba divertida, pero había algo en ella que recordaba a una hoja de oro con borde de acero afilado.
Tessa se sentó en el sillón frente a él.
—¿No te preocupa que esté enfadado contigo? Es tu parabatai. Y es Jem. Nunca se enfada.
—Quizá está mejor enfadado conmigo —repuso el chico—. Tanta paciencia de santo no puede ser buena para nadie.
—No te burles de él —replicó Tessa secamente.
—Nada está más allá de la burla, Tess.
—Jem sí. Siempre ha sido bueno contigo. Es la bondad personificada. Que anoche te pegara sólo demuestra lo capaz que eres de volver locos hasta a los santos.
—¿Jem me pegó? —Will se tocó la mejilla, sorprendido—. Debo confesar que recuerdo muy poco de anoche. Sólo que vosotros me despertasteis, aunque quería seguir durmiendo. Recuerdo a Jem gritándome… y a ti sujetándome. Sabía que eras tú. Siempre hueles a lavanda.
Tessa no prestó atención a eso.
—Bueno, pues Jem te pegó. Y te lo merecías.
—Sí que pareces despectiva, casi como Raziel en esos cuadros, como si nos mirara por encima del hombro. Así que dime, ángel despectivo, ¿qué hice para merecerme que Jem me pegara en la cara?
Tessa buscó las palabras, pero se le escapaban; recurrió al lenguaje que compartía con Will, la poesía.
—¿Sabes?, en aquel ensayo de Donne, cuando dice…
—¿«Da licencia a mis manos errantes, y déjalas ir»? —citó Will mirándola.
—Me refería al ensayo sobre que ningún hombre es una isla. Todo lo que haces afecta a otros. Pero tú nunca piensas en eso. Te comportas como si vivieras en alguna especie de… de isla de Will, y ninguna de tus acciones tuviera consecuencias. Pero las tienen.
—¿Y cómo le afecta a Jem que yo vaya a un antro de brujos? —inquirió Will—. Supongo que tuvo que ir y sacarme de allí, pero ha hecho cosas mucho más peligrosas por mí en el pasado. Nos protegemos mutuamente…
—¡No, tú no! —gritó Tessa frustrada—. ¿Crees que le importa el peligro? ¿De verdad lo crees? Esa droga le ha destrozado toda la vida, esa yin fen, y ahí vas tú, a un antro de brujos y te drogas como si no tuviera la menor importancia, como si para ti fuera un juego. Él tiene que tomar esa porquería todos los días sólo para sobrevivir, pero al mismo tiempo lo está matando. Odia depender de eso. Ni siquiera es capaz de comprarlo personalmente; te tiene a ti para hacerlo. —El muchacho intentó protestar, pero Tessa alzó la mano—. Y luego tú te metes tranquilamente en Whitechapel y derrochas tu dinero con los que hacen esa droga y convierten en adictos a ella a otra gente, como si fueran unas vacaciones en el continente. ¿En qué estabas pensando?
—Pero no tenía nada en absoluto que ver con Jem…
—No pensaste en él —continuó Tessa—. Pero quizá deberías haberlo hecho. ¿No entiendes que él cree que te burlas de lo que lo está matando? Y se supone que tú eres su hermano.
Will se había quedado pálido.
—No puede pensar eso.
—Pues lo piensa —afirmó ella—. Comprendo que no te importe lo que piense la otra gente de ti. Pero yo creo que él siempre había esperado que te importara lo que él pensara. Lo que sintiera.
Will se inclinó hacia adelante. La luz del fuego le dibujaba extrañas formas sobre la piel y le oscurecía el morado en la mejilla hasta hacerlo negro.
—Sí que me importa lo que piense la gente —replicó él con una sorprendente intensidad, mirando a las llamas—. Es en lo único que pienso, en lo que otros piensan, en lo que sienten por mí y yo por ellos; y me vuelve loco. Quería escapar…
—No puedes decirlo en serio. ¿Will Herondale, preocupado por lo que otros puedan pensar de él? —Tessa trató de que su voz sonara lo más burlona posible. La expresión del rostro de Will la asombró.
No era indescifrable sino abierta, como si lo hubiera pillado medio liado en un pensamiento que deseaba compartir desesperadamente, pero no soportara hacerlo.
«Éste es el chico que cogió mis cartas privadas y las escondió en su dormitorio», pensó Tessa, pero no podía enfadarse con él. Había creído que estaría furiosa cuando lo viera de nuevo, pero no lo estaba, sólo confusa y con preguntas. Además, querer leer las cartas, ¿no revelaba eso una curiosidad por otra gente que era muy poco propia de Will?
—Tess —dijo él, y había algo áspero en su rostro, en su voz—. Eso es en lo único que pienso. Nunca te miro sin pensar en lo que sientes por mí y temiendo…
Se calló de golpe cuando la puerta de la sala se abrió y entró Charlotte, seguida de un hombre alto, cuyo cabello rubio brillaba como un girasol bajo la tenue luz. Will se volvió rápidamente, haciendo una mueca. Ella lo miró. ¿Qué habría estado a punto de decir?
—¡Oh! —Charlotte se sobresaltó al verlos a los dos—. Tessa, Will, no sabía que estabais aquí.
Will apretaba los puños en los costados, con el rostro en la sombra, pero pudo contestar con una voz neutra:
—Vimos que se apagaba el fuego. El resto de la casa está helada.
—Ya nos íbamos…
—Will Herondale, me alegro de verte tan bien. ¡Y Tessa Gray! —El hombre rubio se separó de la directora y se acercó a la chica, sonriendo de oreja a oreja como si la conociera—. La cambiante, ¿correcto? Encantado de conocerla. ¡Qué curiosidad!
Charlotte suspiró.
—El señor Woolsey Scott, líder de la manada de hombres lobo de Londres y un viejo amigo de la Clave.
—Muy bien —dijo Gideon mientras la puerta se cerraba tras Tessa y Will. Se volvió hacia Sophie, que de repente fue muy consciente de la amplitud de la sala y de lo pequeña que se sentía en su interior—. ¿Continuamos con el entrenamiento?
Le tendió un cuchillo, que brillaba como una varita de plata en medio de la tenue iluminación de la estancia. Los verdes ojos de Gideon eran firmes. Todo en él era firme: su mirada, su voz, la forma en que se movía… Sophie recordó cómo era tener esos fuertes brazos alrededor, y se estremeció. Nunca antes había estado sola con él, y la asustaba.
—No creo que pueda concentrarme, señor Lightwood —confesó—. Le agradezco la oferta igualmente, pero…
Él bajó el brazo lentamente.
—¿Cree usted que no me tomo el entrenamiento en serio?
—Creo que está siendo muy generoso. Pero tengo que enfrentarme a los hechos, ¿no? Estas sesiones de entrenamiento nunca han tenido que ver con Tessa o conmigo. Son por su padre y el Instituto. Y ahora que he abofeteado a su hermano… —Notó que se le hacía un nudo en la garganta—. La señora Branwell se decepcionaría tanto conmigo si lo supiera…
—Tonterías. Se lo merecía. Y está la pequeña cuestión de la enemistad entre las familias. —Gideon hizo rodar el cuchillo entre los dedos sin prestarle atención y se lo metió en el cinturón—. Si Charlotte se enterara, probablemente le subiría el sueldo.
La criada negó con la cabeza. Sólo estaba a un par de pasos de un banco; se dejó caer sobre él, agotada.
—Usted no conoce a Charlotte. Se sentirá obligada por su honor a castigarme.
Él se sentó también en el banco, pero no a su lado, sino en la otra punta, tan lejos de ella como pudo. Sophie no supo decirse si eso la complacía o la molestaba.
—Señorita Collins —dijo Gideon—. Hay algo que debería saber.
Ella entrelazó las manos.
—¿Qué?
Él se inclinó un poco hacia adelante, con los anchos hombros encorvados. La muchacha podía ver que tenía motas de gris en los ojos verdes.
—Cuando mi padre me llamó para que regresara de Madrid —habló él—, yo no quería volver. Nunca había sido feliz en Londres. Nuestra casa ha sido un lugar muy triste desde que murió mi madre.
Sophie lo miró a los ojos. No se le ocurría ninguna palabra. Él era un cazador de sombras y un caballero y, sin embargo, parecía estar abriéndole su alma. Incluso Jem, con toda su amabilidad, nunca había hecho eso.
—Cuando oí que tenía que dar estas lecciones, pensé que serían una pérdida de tiempo. Me imaginé a dos chicas muy tontas sin ningún tipo de interés en cualquier tipo de formación. Pero eso no describe ni a la señorita Gray ni a usted. Le diré que yo solía entrenar a jóvenes cazadores de sombras en Madrid. Y había bastantes que no tenían la misma habilidad innata que tiene usted. Es una buena alumna, y es un placer enseñarle.
Sophie notó que se ponía roja como un tomate.
—No lo dice en serio.
—Sí, lo digo en serio. La primera vez que vine, tuve una sorpresa muy agradable, y de nuevo la siguiente vez y la otra. Me encontré esperándolo con ganas. Para ser justos le diría que desde que he vuelto a casa, he odiado todo en Londres excepto estas horas aquí con usted.
—Pero usted exclama «Ay, Dios mío» en español siempre que se me cae la daga…
Él sonrió divertido. Se le iluminó el rostro. La sirvienta lo miró fijamente. No era tan guapo como Jem, pero era muy apuesto, sobre todo cuando sonreía. Esa sonrisa pareció llegarle al corazón, y se lo aceleró.
«Es un cazador de sombras —pensó Sophie—. Y un caballero. Ésa no es la manera en que debes pensar en él. Para ya».
Pero no podía parar, tampoco había podido quitarse a Jem de la cabeza. De todas formas, mientras que con Jem se había sentido segura, con Gideon notaba una excitación que era como un rayo recorriéndole las venas, sorprendiéndola. Y, aun así, no quería que acabara.
—Hablo en español cuando estoy de buen humor —explicó él—. Mejor que sepa eso de mí.
—Entonces, ¿no era que estuviera tan harto de mi ineptitud que deseaba tirarse desde el tejado?
—Todo lo contrario. —Se inclinó más hacia ella. Sus ojos eran del gris verdoso de un mar tempestuoso—. ¿Sophie? ¿Puedo pedirte algo?
Ella sabía que debía corregirle, pedirle que le llamara señorita Collins y no la tuteara, pero no lo hizo.
—Eh… sí.
—Pase lo que pase con las lecciones, ¿puedo volver a verte?
Will se había puesto en pie, pero Woolsey Scott aún estaba observando a Tessa, con la mano bajo la barbilla, analizándola como si fuera algo expuesto bajo una campana de cristal en un museo de historia natural. No era exactamente como Tessa se hubiera esperado que fuera el líder de una manada de licántropos. Debía de tener unos veintitantos, alto y delgado hasta casi estar demacrado, con un cabello rubio que le llegaba a los hombros, vestido con una chaqueta de terciopelo, calzas hasta la rodilla y un largo fular con un estampado de cachemira. Un monóculo tintado le oscurecía un ojo verde claro. Se parecía a los dibujos de esos que se llamaban a sí mismos «ascetas» que había visto en la revista satírica Punch.
—Adorable —sentenció Scott finalmente—. Charlotte, insisto en que se queden mientras hablamos. ¡Qué pareja más encantadora hacen! Mira cómo el cabello oscuro del chico combina con la pálida piel de ella…
—Gracias —dijo Tessa, con una voz que se le alzó varias octavas más de lo normal—. Señor Scott, eso es muy amable de su parte, pero no hay ninguna relación de ese tipo entre Will y yo. No sé qué habrá oído…
—¡Nada! —afirmó él, y se dejó caer sobre un sillón y se recolocó el largo fular—. Nada en absoluto, se lo aseguro, aunque su rubor contradice sus palabras. Va, sentémonos todos. No hay por qué intimidarse conmigo. Charlotte, llama para que traigan un té. Estoy seco.
Tessa miró a la directora, quien se encogió de hombros como diciendo que no se podía hacer nada. Lentamente, Tessa volvió a sentarse. Will también. La chica no lo miró; no podía, con Woolsey Scott sonriéndoles a ambos como si supiera algo que ella no conocía.
—¿Y dónde está el joven Carstairs? —inquirió Scott—. Un muchacho adorable. Con una coloración tan interesante… Y con tanto talento para el violín… Claro que he oído al propio Gracin actuando en la Ópera de París, y después de eso, bueno, todo suena como polvo de carbón rascándote los tímpanos. Una pena lo de su enfermedad.
Charlotte, que había ido al fondo de la sala a llamar a Bridget, regresó, se sentó y se alisó las faldas.
—En cierto modo, de eso era de lo que quería hablar contigo…
—Oh, no, no, no. —De la nada, Scott había sacado una caja de cerámica, que agitó en dirección a Charlotte—. Ninguna discusión seria, por favor, hasta que me haya tomado mi té y mi cigarro. ¿Un cigarro egipcio? —Le tendió la caja a Charlotte—. Son los mejores que hay.
—No, gracias. —La mujer parecía un poco horrorizada ante la idea de fumarse un puro; sin duda era difícil de imaginar, y Tessa notó que Will, a su lado, reía en silencio. El líder de los licántropos se encogió de hombros y siguió preparando su cigarro. La caja de cerámica era un artefacto muy ingenioso, con compartimentos para los cigarros, atados con una cinta de seda, cerillas nuevas y gastadas, y un espacio donde tirar la ceniza. Todos observaron al hombre lobo encender su cigarro con evidente gusto, y el dulce aroma del tabaco llenó la sala.
—Ahora —dijo él—, cuéntame qué tal te va, Charlotte, querida. Y a ese esposo abstraído que tienes. ¿Aún rondando por la cripta inventando cosas que estallan?
—A veces —intervino Will— hasta se supone que tienen que estallar.
Se oyó un tintineo y Bridget apareció con la bandeja del té, lo que salvó a Charlotte de tener que contestar. La criada puso las cosas del té en una mesita entre los sillones, mirando inquieta a uno y otro lado.
—Lo siento, señora Branwell. Pensaba que sólo serían dos para tomar el té…
—No pasa nada, Bridget —repuso Charlotte, con un tono que indicaba firmemente que se retirara—. Te llamaré si necesitamos algo más.
La muchacha hizo una reverencia y se retiró, mientras echaba una ojeada curiosa y disimulada a Woolsey Scott. Él no se fijó en ella. Ya se había servido leche en su taza y estaba mirando a su anfitriona con un leve reproche.
—Oh, Charlotte.
Ella lo miró perpleja.
—¿Sí?
—Las pinzas… las pinzas del azúcar —dijo Scott tristemente, con una voz que parecía que comentara la trágica muerte de algún conocido—. Son de plata.
—¡Oh! —Charlotte parecía sobresaltada. Tessa recordó que la plata era peligrosa para los hombres lobo—. Lo siento mucho…
—No pasa nada —suspiró él—. Por suerte, llevo las mías. —De otro bolsillo de su chaqueta de terciopelo, que estaba abrochada sobre un chaleco de seda con un estampado de nenúfares que no tenía nada que envidiar a los de Henry, sacó un atadito de seda; lo desenrolló y reveló unas pinzas de oro y una cucharilla de té. Las puso sobre la mesa, quitó la tapa de la tetera y pareció complacido.
—¡Té de pólvora! De Ceilán, supongo. ¿Alguna vez has tomado té en Marrakech? Lo empapan con azúcar o miel…
—¿Pólvora? —preguntó Tessa, que nunca había sido capaz de dejar de hacer preguntas incluso cuando sabía perfectamente que era una mala idea—. No hay pólvora en el té, ¿verdad?
Scott se echó a reír y volvió a poner la tapa en la tetera. Se recostó en el asiento mientras Charlotte, con los labios apretados, le servía el té.
—¡Qué encantadora! —exclamó Scott—. No, lo llaman así porque las hojas de té se enrollan en bolitas que se parecen a las de la pólvora.
—Señor Scott —insistió Charlotte—, de verdad que tenemos que hablar de la situación.
—Sí, sí, he leído tu carta. —Suspiró—. Política de subterráneos. Tan aburrida… ¿Supongo que no me dejarás contarte que Alma-Tadema me ha pintado un retrato? Estoy vestido de soldado romano…
—Will —lo interrumpió Charlotte con firmeza—. Quizá deberías contarle al señor Scott lo que viste en Whitechapel anoche.
Éste hizo obedientemente lo que le pedía, lo cual sorprendió un tanto a Tessa, pero se abstuvo de hacer observaciones sarcásticas. Scott lo observaba por encima del borde de la taza de té durante el relato. Sus ojos eran de un verde tan claro que parecía amarillo.
—Lo siento, muchacho —dijo el hombre lobo cuando Will acabó de hablar—. No veo por qué esto requiere una reunión urgente. Todos sabemos de la existencia de esos antros de los ifrits, y no puedo estar vigilando a cada miembro de mi manada permanentemente. Si algunos de ellos deciden dejarse llevar por el vicio… —Se acercó más a él—. ¿Sabes que tus ojos son casi del tono exacto de los pétalos de los pensamientos? No del todo azul, no del todo violeta. Extraordinario.
Will abrió mucho sus extraordinarios ojos y sonrió de medio lado.
—Creo que ha sido la mención del Magíster lo que ha preocupado a Charlotte.
—Ah. —Scott volvió su mirada hacia ella—. Estás preocupada porque pueda traicionarte como lo hizo De Quincey. Que esté aliado con el Magíster…, mejor llamémosle por su nombre, ¿de acuerdo?: Mortmain, y que les esté dejando a mis lobos cumplir su voluntad.
—Había pensado —explicó la mujer, titubeando— que quizá los subterráneos se sintieran traicionados por el Instituto después de lo que pasó con De Quincey. Su muerte…
—Bueno, los Hijos de la Noche y los Hijos de la Luna nunca se han…
—De Quincey hizo matar a un hombre lobo —dijo Tessa de repente; sus recuerdos se mezclaron con los de Camille, y con el recuerdo de un par de ojos verde amarillo como los de Scott—. Por su… relación… con Camille Belcourt.
Woolsey Scott lanzó una mirada larga y curiosa a la cambiante.
—Ése —replicó— era mi hermano. Mi hermano mayor. Era el líder de la manada antes que yo, ¿sabes?, y yo heredé el puesto. Por lo general se debe matar para convertirse en jefe de la manada. En mi caso, se hizo por votación, y la tarea de vengar a mi hermano en nombre de la manada recayó sobre mí. Sólo que ahora, ya veis… —Hizo un gesto con su elegante mano—. Os habéis encargado de De Quincey. No tenéis ni idea de lo agradecido que os estoy. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Murió bien?
—Murió gritando —contestó Charlotte, y su brusquedad sorprendió a Tessa.
—Qué agradable es oír eso. —El licántropo dejó su taza—. Y por eso, os habéis ganado mi favor. Os contaré lo que sé, que no es mucho. Mortmain vino a verme al principio; quería que me uniera a él en el Club Pandemónium. Me negué, porque De Quincey ya se había unido, y yo no formaría parte de un club en el que estuviera él. Mortmain me hizo saber que habría un lugar para mí si cambiaba de parecer…
—¿Le explicó sus objetivos? —interrumpió Will—. ¿O cuál era el propósito final del club?
—La destrucción de todos los cazadores de sombras —contestó Scott—. Pensaba que ya lo sabían. No es un club de jardinería.
—Creemos que nos guarda rencor —explicó Charlotte—. A la Clave. Los cazadores de sombras mataron a sus padres hace años. Eran brujos, dedicados al estudio de la magia negra.
—No tanto rencor como una idea fija —repuso el hombre lobo—. Una obsesión. Querría ver a los vuestros borrados de la faz de la Tierra, aunque parece conformarse con empezar en Inglaterra y luego ir hacia afuera. Un tipo de loco paciente y metódico. De la peor clase. —Se reclinó en el sillón y suspiró—. Me han llegado noticias sobre un grupo de lobos jóvenes que no pertenece a ninguna manada, que han estado haciendo algún tipo de trabajo oculto por el que les han pagado muy bien. Han estado luciendo su peculio entre las manadas y creando animosidad. No sabía lo de la droga.
—Los hará seguir trabajando, día y noche, hasta que caigan de puro cansancio o la droga los mate —explicó Will—. Y no hay cura para esa adicción. Es mortal.
El licántropo lo miró a los ojos.
—Este yin fen, este polvo plateado, es a lo que es adicto su amigo Carstairs, ¿no es cierto? Y él está vivo.
—Jem sobrevive porque es un cazador de sombras, y porque consume la menor cantidad de droga posible, las menos veces posible. E incluso así, al final lo matará. —La voz de Will era terriblemente inexpresiva—. Como también lo haría no tomarla.
—Bueno, bueno —dijo Scott animado—. En tal caso, espero que las compras que hace el Magíster alegremente no provoquen una escasez.
Will se puso blanco. Era evidente que esa idea no se le había ocurrido. Tessa se volvió hacia él, pero el chico ya estaba yendo hacia la puerta. La cerró con un portazo al salir.
Charlotte frunció el ceño.
—Dios, va hacia Whitechapel de nuevo —se lamentó—. ¿Era necesario, Woolsey? Creo que acabas de aterrorizar al pobre chico, y seguramente por nada.
—No hay nada malo en ser un poco precavido —replicó éste—. Yo pensaba que mi hermano viviría para siempre, hasta que De Quincey lo mató.
—De Quincey y el Magíster era iguales: despiadados —afirmó la mujer—. Si tú pudieras ayudarnos.
—Toda la situación es sin duda de lo más horrorosa —observó Scott—. Por desgracia, los licántropos que no forman parte de mi manada no son mi responsabilidad.
—Si sólo tuvieras los ojos bien abiertos, señor Scott, cualquier información sobre dónde están trabajando y qué están haciendo sería de gran valor. La Clave se mostraría agradecida.
—Oh, la Clave —repitió el hombre lobo como si estuviera muerto de aburrimiento—. Muy bien. Y ahora, Charlotte, hablemos de ti.
—Oh, pero yo soy muy aburrida —repuso ésta, y volcó la tetera (Tessa estaba segura de que lo había hecho de forma deliberada), que golpeó la mesa con un satisfactorio golpe, salpicando agua caliente. Scott saltó pegando un grito y apartó el fular del peligro.
La mujer se puso en pie al instante, disculpándose.
—Woolsey, querido —dijo poniéndole la mano en el brazo—, has sido de gran ayuda. Déjame que te acompañe a la puerta. Hay un antiguo keris que nos ha enviado el Instituto de Bombay que he estado deseando enseñarte…