Digo que la tumba que sobre los muertos se cierra se abre en la puerta del cielo; y lo que aquí metemos para el fin de las cosas, es de todos el primer paso.
VICTOR HUGO, «At Villequier»
Londres, Blackfriars Bridge, 2008
El viento era cortante, y transportaba arenilla y basura suelta: paquetes de patatas fritas, hojas de periódico sueltas, recibos viejos… por el pavimento. Tessa miró a uno y otro lado para ver si llegaba algún coche y cruzó corriendo al otro lado del puente.
Cualquiera que se fijara en ella, habría visto a una chica corriente de unos veinte años: los tejanos metidos en las botas, un jersey de cachemira que había conseguido a mitad de precio en las rebajas de enero y una larga melena castaña, ligeramente rizada por la humedad, que le caía de cualquier manera por la espalda. Si el observador tuviera un ojo especial para la moda, habría supuesto que la bufanda de cachemira que llevaba era un saldo en vez de una original de más de cien años, y que el brazalete que le rodeaba la muñeca era de alguna tienda vintage, y no un regalo que le había hecho su marido en su decimotercer aniversario de bodas.
Tessa aminoró el paso al llegar al balcón de piedra en la pared del puente. Habían construido bancos de piedra, y era posible sentarse y mirar el agua verde gris que salpicaba los pilares el puente, o San Pablo en la distancia. La ciudad estaba viva de sonido; el ruido del tráfico: bocinas sonando, el rugido de los autobuses de dos pisos, los tonos de llamada de docenas de móviles, la charla de los peatones, los tenues sonidos de música escapando de los auriculares de blancos iPods.
Tessa se sentó en un banco, con las piernas cruzadas bajo el cuerpo. El aire era sorprendentemente limpio y claro; el humo y la polución que habían teñido de amarillo y negro el aire cuando había estado allí de joven ya no estaban, y el cielo era del color de una canica azul grisáceo. El horror que había sido el puente del tren de Dover y Chatham tampoco estaba ya; sólo los pilares sobresalían aún del agua como un extraño recuerdo de lo que hubo una vez. Boyas amarillas cabeceaban en el agua, y los botes de turistas resoplaban al pasar, con las voces amplificadas de los guías turísticos resonando por los altavoces. Autobuses tan rojos como corazones de caramelo pasaban rápidos por el puente, y enviaban hojas muertas volando hasta la acera.
Tessa miró el reloj que llevaba en la muñeca. Cinco minutos para el mediodía. Había llegado un poco pronto, pero siempre hacía lo mismo para su encuentro anual. Le daba la oportunidad de pensar, de pensar y de recordar, y no había mejor lugar para hacer ambas cosas que allí, en Blackfriars Bridge, el primer lugar en el que habían hablado de verdad.
Junto al reloj llevaba siempre un brazalete de perlas. Nunca se lo quitaba. Will se lo había regalado cuando llevaban treinta años de casados y sonrió mientras se lo abrochaba. Entonces, él ya tenía canas en el cabello; ella lo sabía aunque nunca las había visto realmente. Como si su amor le hubiera dado a él su propia capacidad de cambiar de forma, por mucho tiempo que pasara, cuando ella lo miraba, siempre lo veía como el muchacho alocado de cabello negro del que se había enamorado.
A veces, aún le resultaba increíble que hubieran conseguido envejecer juntos, ella y Will Herondale, de quien Gabriel Lightwood había dicho en una ocasión que no viviría más allá de los diecinueve. Con los Lightwood habían mantenido una buena amistad durante todos esos años. Claro que Will no podía no ser amigo del hombre que se había casado con su hermana. Tanto Cecily como Gabriel habían visitado a Will el día de su muerte, igual que Sophie, aunque Gideon había muerto unos años antes.
Tessa recordaba ese día con toda claridad, el día que los Hermanos Silenciosos habían dicho que no podían hacer nada más para mantener vivo a Will. Ya entonces, él no podía dejar la cama. Tessa se había cuadrado y se había ido a comunicar la noticia a su familia y amigos, tratando de mantener la calma por ellos lo mejor que podía, aunque se sentía como si le estuvieran arrancando el corazón del pecho.
Había sido en junio; el brillante y cálido verano de 1937, y con las cortinas abiertas, la luz del sol había inundado el dormitorio, el sol y los hijos de Will y de ella, sus nietos, sus sobrinos y sobrinas: los chicos de ojos azules de Cecily, altos y apuestos, y las dos chicas de Gideon y de Sophie; además de los que eran como de la familia: Charlotte, canosa y recta, y los hijos e hijas Fairchild, con su cabello pelirrojo rizado, como había sido el de Henry.
Durante todo aquel día, Tessa había estado sentada en la cama con Will a su lado, apoyado en su hombro. A otros, el panorama les podría haber resultado extraño: una joven sosteniendo con amor a un hombre lo suficientemente mayor para ser su abuelo, con las manos de ambos entrelazadas, pero para la familia era lo normal: sólo eran Tessa y Will. Y como eran Tessa y Will, los demás fueron y vinieron durante todo el día, como hacían los cazadores de sombras cuando alguien estaba muriendo en su cama; explicaban historias de la vida de Will y de todas las cosas que Tessa y él habían hecho durante su larga vida juntos.
Los hijos había hablado con cariño de cómo Will siempre había amado a su madre, feroz y devotamente; de cómo nunca había tenido ojos para nadie más, y de cómo su padre les había dado un modelo del tipo de amor que ellos habían esperado encontrar en su propia vida. Hablaban de su gusto por los libros, y de cómo les había enseñado a todos a quererlos también, a respetar la página impresa y a querer las historias que esas páginas contaban. Hablaban de que aún maldecía en galés cuando se le caía algo, aunque pocas veces usaba ese idioma, y de que aunque su prosa era excelente y, al jubilarse, había escrito varias historias de los cazadores de sombras que habían tenido muy buena crítica, su poesía siempre había sido terrible, aunque eso nunca le había impedido recitarla.
Su hijo mayor, James, había hablado riendo sobre el miedo que Will tenía a los patos y de su continua batalla por mantenerlos alejados del estanque de la casa familiar en Yorkshire.
Sus nietos le habían recordado la canción sobre la viruela demoníaca que él les había enseñado (cuando eran demasiado pequeños, en opinión de Tessa) y que todos habían memorizado. La cantaron todos juntos, desafinando, escandalizando a Sophie.
Con lágrimas corriéndole por las mejillas, Cecily le había recordado el momento de su boda con Gabriel en el que él había hecho un bonito discurso alabando al novio, y al final había dicho: «Dios santo, pensaba que se estaba casando con Gideon. Retiro todo lo dicho», irritando así no sólo a Cecily y a Gabriel, sino también a Sophie. Will demasiado cansado para reír, había sonreído a su hermana y le había apretado la mano.
Todos habían reído con su costumbre de llevar a Tessa a «unas vacaciones» románticas a lugares sacados de novelas góticas, incluido un horroroso páramo donde había muerto alguien, un frío castillo con un fantasma y, naturalmente, la plaza de París donde había decidido que habían guillotinado a Sydney Carton, y donde Will había aterrorizado a los peatones gritando: «¡Puedo ver la sangre en los adoquines!», en francés.
Al final del día, mientras el cielo se oscurecía, la familia se había reunido junto al lecho de Will y le habían ido besando antes de marcharse uno a uno, hasta que éste y Tessa se quedaron solos. Tessa se había tumbado junto a él, le había cogido y le había apoyado la cabeza en el pecho. Y entre las sombras, habían susurrado, recordándose uno a otra las historias que sólo ellos sabían. La de la chica que había golpeado en la cabeza con la jarra del agua al chico que había ido a rescatarla, y cómo él se había enamorado de ella al instante. La de un salón de baile y un balcón, y la luna navegando como un barco a la deriva por el cielo. La del aleteo del ángel mecánico. La del agua bendita y la sangre.
Cerca de la medianoche, la puerta se había abierto y había entrado Jem. Tessa supuso que debería pensar ya en él como hermano Zachariah, pero ni Will ni ella lo llamaban así. Él había entrado como una sombra ataviado su hábito blanco, y Tessa había respirado hondo al verlo, porque sabía que eso era lo que Will había estado esperando, y que la hora había llegado.
Jem no fue directo hacia Will, sino que cruzó la sala hasta una caja de palosanto que había sobre la cómoda. Habían guardado siempre el violín de Jem para él, como Will le había prometido. Lo mantenían limpio y afinado, y las bisagras de la caja no crujieron cuando el Hermano Silencioso la abrió y sacó el instrumento. Le observaron mientras aplicaba resina en el arco con sus delgados dedos de siempre; las pálidas muñecas desaparecían bajo la tela aún más blanca de los hábitos de pergamino de los Hermanos.
Se llevó el violín al hombro y alzó el arco. Y tocó.
Zhin yin. Jem le había dicho en una ocasión que eso significaba entender la música, y también un vínculo que era más profundo que la amistad. Jem tocó, y tocó los años de la vida de Will como él los había visto. Tocó los dos niños en la sala de entrenamiento, uno enseñando al otro a lanzar cuchillos, y tocó el ritual de parabatai: el fuego, los votos y las ardientes runas. Tocó dos jóvenes corriendo por las calles de Londres en la oscuridad, parándose para apoyarse en una pared y reír. Tocó el día en la biblioteca cuando Will y él habían bromeado con Tessa sobre patos, y tocó el tren de Yorkshire en el que Jem había dicho que los parabatai debían amarse uno al otro como amaban a su propia alma. Tocó ese amor, y tocó el amor de ambos por Tessa y el de ella por ellos, y tocó a Will diciendo: «En tus ojos siempre he encontrado la gracia». Y tocó las demasiado pocas veces que los había visto desde que se había unido a la Hermandad; los breves encuentros en el Instituto; la vez que un demonio Shax había mordido a Will y casi lo había matado, y Jem había ido desde la Ciudad Silenciosa y se había sentado con él, arriesgándose a ser descubierto y castigado. Y tocó el nacimiento de su primer hijo, y de la ceremonia de protección que habían celebrado para el niño en la Ciudad Silenciosa. Will no había querido que ningún otro Hermano Silencioso la llevara a cabo. Y Jem tocó la forma como se había cubierto el marcado rostro con las manos y se había dado la vuelta cuando descubrió que el nombre del niño era James.
Tocó el amor, la pérdida y los años de silencio, las palabras nunca dichas y los votos no realizados, y todos los espacios entre su corazón y el de ellos; y cuando acabó, y después de dejar el violín en la caja, los ojos de Will estaban cerrados, pero los de Tessa estaban cargados de lágrimas. Jem dejó el arco y fue hacia la cama, mientras se bajaba la capucha, y ella vio sus ojos cerrados y las cicatrices de su rostro. Y él se sentó junto a ellos en la cama y cogió la mano de Will, la que Tessa no sujetaba; los dos miembros del matrimonio oyeron la voz de Jem en la cabeza.
Te sujeto la mano, hermano, para que puedas ir en paz.
Will abrió los ojos, que nunca habían perdido su color azul a lo largo de los años, y miró a Jem y luego a Tessa, y sonrió, y murió, con la cabeza de su mujer sobre el hombro y la mano en la de Jem.
Nunca le había dejado de doler, recordar la muerte de Will. Cuando él ya no estuvo, Tessa se había ido. Sus hijos ya eran mayores, tenían hijos propios; ella se dijo que no la necesitaban y ocultó en el fondo de su mente la idea que la perseguía: no podía soportar quedarse y verlos envejecer más que ella. Una cosa había sido sobrevivir a la muerte de su esposo. Sobrevivir a la muerte de sus hijos… no podía quedarse sentada para verlo. Sucedería, tenía que suceder, pero ella no estaría allí.
Y además, había algo que Will le había pedido que hiciera.
El camino que llevaba de Shrewbury a Welshpool no era más largo de lo que lo había sido cuando él lo había atravesado cabalgando en una carrera enloquecida y temeraria para salvarla de Mortmain. Will había dejado instrucciones, detalles, descripciones de pueblos, de cierto roble. Tessa había recorrido varias veces la carretera de arriba abajo en su Morris Minor antes de encontrarlo: el árbol, como lo había dibujado en el diario que le había dado, con la mano temblándole un poco, pero el recuerdo claro.
La daga se hallaba entre las ramas del árbol, que había crecido alrededor de la empuñadura. Tuvo que cortar varias, y excavar en la tierra y las rocas con una pala, para poder sacarla. La daga de Jem, manchada por el clima y el paso del tiempo.
Ese año, se la había llevado a Jem al puente. Era 1937, y el Blitz aún no había llegado para destruir los edificios alrededor de San Pablo, para bombardear con fuego y quemar los muros de la ciudad que Tessa amaba. Aun así, había una sombra sobre el mundo, la señal de una oscuridad acercándose.
—Se matan entre ellos y se matan entre ellos, y no podemos hacer nada —había dicho Tessa, con las manos sobre la gastada piedra de la balaustrada del puente. Estaba pensando en la Gran Guerra, la primera guerra mundial, en el despilfarro de vidas. No era una guerra de cazadores de sombras, pero de la sangre y la guerra nacían demonios, y era la responsabilidad de los nefilim evitar que los demonios crearan aún mayor destrucción.
No podemos salvarles de sí mismos, había contestado Jem. Llevaba la capucha alzada, pero el viento se la bajó, mostrando a Tessa el borde de su marcada mejilla.
—Algo está viniendo. Un horror que Mortmain sólo podía imaginar. Lo siento en los huesos.
Nadie puede librar al mundo de todo el mal, Tessa.
Y cuando sacó del bolsillo del abrigo la daga, envuelta en seda, aún sucia y manchada por la tierra y la sangre de Will, y se la entregó, él agachó la cabeza y se la acercó, encorvando los hombros sobre ella, como si se protegiera una herida en el corazón.
—Will quería que la vieras —dijo Tessa—, pero no te la puedes llevar.
Guárdamela. Puede llegar un día.
Ella no le preguntó a qué se refería, pero la guardó. La guardó cuando dejó Inglaterra, los blancos acantilados de Dover alejándose como nubes en la distancia mientras cruzaba el Canal. En París encontró a Magnus, que vivía en una buhardilla y pintaba, una ocupación para la que no tenía la más mínima aptitud. La dejó dormir en un colchón junto a la ventana, y por la noche, cuando ella se despertó llorando por Will, él se acercó y la abrazó, oliendo a trementina.
—El primero es siempre el más difícil —afirmó él.
—¿El primero?
—El primero al que amas y muere —respondió él—. Se va haciendo más fácil, después.
Cuando la guerra llegó a París, se fueron juntos a Nueva York, y el brujo le volvió a dar a conocer la ciudad en la que ella había nacido: una metrópoli ajetreada, brillante, vibrante que ella casi no reconoció. Donde los coches llenaban las calles como hormigas y los trenes pasaban silbando por plataformas elevadas. Ese año no vio a Jem, porque la Luftwaffe estaba bombardeando Londres con fuego, y él había considerado que era demasiado peligroso encontrarse, pero en los años siguientes…
—¿Tessa?
El corazón se le detuvo.
La cabeza le dio vueltas, mareada, y por un momento se preguntó si se estaba volviendo loca, si después de tantos años, el pasado y el presente se le habían unido en el recuerdo hasta no poder distinguir la diferencia. Porque la voz que oía no era la voz suave, silenciosa y «en la cabeza» del hermano Zachariah, la voz que había resonado en su interior una vez al año durante los pasados ciento treinta años.
Ésta era una voz que le despertaba recuerdos desgastados por años de rememorarlos, como un papel doblado y desdoblado demasiadas veces. Una voz que le despertaba, como una ola, el recuerdo de otra vez en ese puente, una noche de hacía tanto tiempo, todo negro y plata, y el río corriendo a sus pies…
El corazón le latía con tanta fuerza que creyó que le iba a reventar las costillas. Lentamente, se volvió, apartándose de la balaustrada. Y miró.
Él se hallaba en la acera frente a ella, sonriendo con timidez, con las manos en los bolsillos de unos vaqueros modernos. Llevaba un jersey de algodón azul remangado hasta los codos. Tenues cicatrices blancas le decoraban los antebrazos como encaje. Tessa vio la forma de la runa del Silencio, que había sido tan negra y fuerte en su piel, y se había desvanecido hasta ser un leve trazo de plata.
—¿Jem? —susurró, y se dio cuenta de por qué no lo había visto cuando lo había estado buscando con la mirada entre la gente. Había estado buscando al hermano Zachariah, envuelto en su hábito blanco de pergamino, moviéndose sin ser visto, entre el gentío de la capital. Pero ése no era el hermano Zachariah.
Ése era Jem.
No podía apartar los ojos de él. Siempre había pensado que Jem era guapo. En ese momento, para ella no era menos guapo. En un tiempo, su cabello había sido blanco plata, y se rizaba ligeramente con el aire húmedo, y tenía ojos castaño oscuro con toques dorados en los iris. En un tiempo, su piel había sido pálida; ahora tenía color. Donde su rostro no había tenido marcas antes de convertirse en un Hermano Silencioso, había dos oscuras cicatrices, las primeras runas de la Hermandad, que destacaban claramente en el arco de cada pómulo.
Donde el cuello de su jersey hacía una pequeña V, Tessa vio la delicada forma de la runa de parabatai que, en un tiempo, lo había unido a Will. Que quizá los uniera todavía, si se consideraba que las almas podían estar unidas sobre la separación de la muerte.
—Jem —susurró ella de nuevo. A primera vista, parecía tener unos diecinueve o veinte años, un poco mayor de lo que había sido cuando se convirtió en Hermano Silencioso. Cuando Tessa lo miró mejor, vio a un hombre: largos años de dolor y sabiduría en el fondo de los ojos; incluso la forma de moverse hablaba de la importancia del sacrificio callado—. ¿Eres…? —La voz se le alzó con una loca esperanza—. ¿Es permanente? ¿Ya no estás ligado a los Hermanos Silenciosos?
—No —contestó él. Hubo un rápido salto en su respiración; la estaba mirando como si no tuviera ni idea de cómo iba a reaccionar a su repentina aparición—. No lo estoy.
—La cura… ¿la has encontrado?
—No la encontré yo —contestó él lentamente—. Se ha encontrado.
—Vi a Magnus en Alacante hace sólo unos meses. Hablamos de ti. No me dijo…
—No lo sabía —repuso Jem—. Ha sido un año difícil, un año muy oscuro, para los cazadores de sombras. Pero entre la sangre y el fuego, la pérdida y la tristeza, han nacido algunos grandes cambios nuevos. —Se señaló a sí mismo, sin ninguna vanidad, y con cierto asombro en la voz, añadió—: Yo mismo he cambiado.
—¿Cómo…?
—Te contaré toda la historia. Otra historia de familias Lightwood, Herondale y Fairchild. Pero eso llevará más de una hora, y debes de tener frío. —Se acercó, como si fuera a tocarle el hombro; luego pareció recordar quién era y dejó caer la mano.
—Yo… —Tessa se había quedado sin palabras. Aún estaba bajo la impresión de verle así, al natural. Sí, lo había visto todos los años, en ese mismo lugar, en el puente. Pero no fue hasta ese momento cuando se dio cuenta de lo mucho que había visto cambiar a Jem. Pero eso… eso era como caer en el pasado, todo un siglo borrado, y se sintió mareada, exultante y aterrorizada—. Pero… ¿después de hoy? ¿Adónde vas a ir? ¿A Idris?
Durante unos segundos, él pareció genuinamente anonadado, y a pesar de lo viejo que ella sabía que era, muy joven.
—No lo sé —respondió él—. Nunca había tenido una vida por delante para planear.
—Entonces… ¿otro Instituto?
«No te vayas —le quiso decir Tessa—. Por favor, quédate».
—No creo que vaya a Idris, o a un Instituto de ninguna parte —dijo él después de un largo silencio—. No sé cómo vivir en el mundo como cazador de sombras sin Will. Creo que ni siquiera quiero intentarlo. Aún soy un parabatai, pero mi otra mitad ya no está. Si fuera a algún Instituto y les pidiera que me acogieran, nunca olvidaría eso. Nunca me sentiría completo.
—Entonces ¿qué…?
—Eso depende de ti.
—¿De mí? —Una especie de terror se apoderó de ella. Sabía lo que quería que él dijera, pero parecía imposible. Durante todo el tiempo que lo había estado viendo, desde que se había convertido en un Hermano Silencioso, él había parecido remoto. No brusco ni desalmado, pero como si hubiera una campana de vidrio separándolo del mundo. Tessa recordó al chico que había conocido, que había dado su amor tan libremente como respiraba, pero ése no era el hombre con el que se había visto una vez al año durante más de un siglo. Ella sabía lo mucho que el tiempo contenido entre ese pasado y el presente la había cambiado a ella. ¿Cuánto más podría haberle cambiado a él? Tessa no sabía qué quería él en su nueva vida, o más directamente, de ella. Le quería decir lo que él quisiera oír, quería cogerlo y sujetarlo, tomarle las manos y asegurarse de su forma, pero no se atrevía. No sin saber lo que él quería de ella. Habían pasado demasiados años. ¿Cómo podía suponer que él aún sentía lo que había sentido una vez?
—Yo… —Él se miró las delgadas manos, aferrándose al cemento del puente—. Durante ciento treinta años cada una de las horas de mi vida ha sido programada. A menudo pensaba qué haría cuando fuera libre, si alguna vez se encontraba una cura. Pensé que saldría corriendo inmediatamente, como un pájaro al que sueltan de la jaula. No me había imaginado que emergería y me encontraría el mundo tan cambiado, tan desesperado. Comprendido en fuego y sangre. Quería sobrevivir, pero sólo por una razón. Deseaba…
—¿Qué deseabas?
Él no contestó. En vez de eso le tocó el brazalete con dedos ligeros.
—Es tu brazalete del trigésimo aniversario —observó—. Aún lo llevas.
Tessa tragó saliva. Le cosquilleaba la piel, el pulso se le aceleraba. Se dio cuenta de que no había sentido eso, ese tipo concreto de excitación nerviosa, en tantos años que casi lo había olvidado.
—Sí.
—Después de Will, ¿has amado a alguien más?
—¿Acaso no sabes la respuesta?
—No me refiero del modo en que amas a tus hijos, o del modo en que amas a tus amigos. Tessa, ya sabes a lo que refiero.
—No lo sé —repuso ella—. Creo que necesito que me lo digas.
—Una vez íbamos a casarnos —dijo él—. Y yo te he amado todo este tiempo, un siglo y medio. Y sé que tú amabas a Will. Os vi juntos durante esos años. Y sé que ese amor era tan grande que debe de haber hecho que otros amores, incluso el que nos tuvimos cuando ambos éramos tan jóvenes, parezcan pequeños y sin importancia. Tuviste toda una vida de amor con él, Tessa. Tantos años… Hijos. Recuerdo que no puedo esperar… —Se interrumpió con una fuerte sacudida.
»No —lo silenció, y dejó caer la muñeca—. No puedo hacerlo. He sido un estúpido al pensar… Tessa, perdóname —le pidió; se alejó de ella y se metió entre la gente que pasaba por el puente.
Tessa se quedó un momento parada por la sorpresa; fue sólo un momento, pero suficiente para que él desapareciera entre la gente. Se agarró para estabilizarse. La piedra del puente estaba fría bajo sus dedos; fría, igual que lo había estado la noche que habían ido a ese lugar por primera vez, cuando habían hablado por primera vez. Él había sido la primera persona a la que ella le había confesado su mayor miedo: que su poder la hiciera algo ajeno, algo que no fuera humano. «Eres humana —había dicho él—. En el sentido en el que importa».
Lo recordaba a él, recordaba el encantador muchacho que se moría, y que se había tomado el tiempo de consolar a una asustada chica a la que no conocía, y no había dicho nada sobre su propio miedo. Claro que le había dejado la marca de sus dedos en el corazón. ¿Cómo podría ser de otro modo?
Recordó la vez que le había ofrecido el colgante de jade de su madre, tendido en su mano temblorosa. Recordó besos en un carruaje, y el chico plateado ante la ventana, extrayendo música más hermosa que el deseo del violín que tenía entre las manos.
«Will —había dicho—, ¿eres tú, Will?».
Will. Por un momento, su corazón vaciló. Recordó la muerte de Will; lo que había sufrido después: las largas noches sola, tocando el otro lado de la cama todas las mañanas al despertar durante años, esperando encontrarle allí, y sólo irse acostumbrando lentamente a que ese lado de la cama siempre estaría vacío. Las veces que algo le había hecho gracia y se había vuelto para compartir la broma con él, sólo para quedarse sorprendida de nuevo de que él no estuviera ahí. Los peores momentos, cuando, sentada sola durante el desayuno, se daba cuenta de que había olvidado el color exacto de sus ojos o el cariz de su risa; que, como el sonido del violín de Jem, se habían perdido en la distancia donde los recuerdos guardan silencio.
Jem era mortal de nuevo. Envejecería como Will, y como él, moriría, y ella no sabía cómo podría soportarlo otra vez.
Otra vez.
«La mayoría de la gente nunca encuentra un gran amor en su vida. Tú tienes la suerte de haber encontrado dos».
De repente, los pies la estaban llevando, casi por propia voluntad. Estaba corriendo hacia la gente, empujando a desconocidos, murmurando disculpas al pisar a peatones o golpearles con los codos. No le importaba. Corrió todo el puente y se detuvo de golpe en el extremo, donde una serie de estrechos escalones bajaban hasta las aguas del Támesis.
Los bajó de dos en dos, casi resbalando sobre la húmeda piedra. Al final de la escalera, había un pequeño muelle de cemento, rodeado de una barandilla de metal. El río iba alto y salpicaba entre los espacios del metal, llenando el pequeño lugar con el olor a limo y agua fluvial.
Jem estaba en la barandilla, mirando hacia el agua. Tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, y los hombros encorvados como si resistiera un fuerte viento. Miraba hacia adelante casi sin ver, y con tal intensidad que no pareció oírla cuando ella se le acercó por la espalda. Ella le cogió por la manga y le hizo volverse cara a ella.
—¿Qué? —preguntó sin aliento—. ¿Qué ibas a preguntarme, Jem?
Él abrió mucho los ojos. Tenía las mejillas sonrojadas, aunque Tessa no podía estar segura de si era por correr o por el aire frío. Jem la miró como si ella fuera algún tipo de planta extraña que hubiera crecido de repente, asombrándolo.
—Tessa… ¿me has seguido?
—Claro que te he seguido. ¡Has salido corriendo a media frase!
—No era una frase muy buena. —Bajó la mirada, y luego la miró de nuevo a ella, con una sonrisa, tan familiar para ella como sus propios recuerdos, tironeándole de la comisura de la boca. Entonces ella recuperó un recuerdo perdido pero no olvidado: la sonrisa de Jem siempre había sido como la luz del sol—. Nunca fui al que se le daban bien las palabras —admitió él—. Si tuviera mi violín, podría tocar para ti lo que quería decirte.
—Inténtalo.
—No… no estoy seguro de poder. Tenía seis o siete discursos preparados, y me los estaba cargando todos.
Tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de los vaqueros. Tessa tendió las manos y lo cogió suavemente por las muñecas.
—Bueno, a mí sí se me dan bien las palabras —replicó ella—. Así que déjame que te pregunte.
Él sacó las manos de los bolsillos y le dejó cerrar los dedos sobre sus muñecas. Se quedaron ahí, Jem mirándola desde debajo de su cabello negro, que el viento le volaba sobre la cara. Aún le quedaba un mechón de plata, contrastando contra el negro.
—Me has preguntado si he amado a alguien aparte de Will —dijo ella—. Y la respuesta es sí. Te he amado a ti. Siempre te he amado y siempre te amaré.
Le oyó tragar aire. El pulso le latía en el cuello, visible bajo la pálida piel aún marcada por las tenues líneas blancas de las runas de la Hermandad.
—Dicen que no se puede amar a dos personas por igual al mismo tiempo —continuó Tessa—. Y quizá sea así para otros. Pero Will y tú… no sois dos personas corrientes, dos personas que podrían tener celos la una de la otra, o que fueran a imaginar que mi amor por uno de ellos restaba de mi amor por el otro. Cuando erais niños unisteis vuestras almas. No podría haber amado tanto a Will si no te hubiera amado a ti también, y no podía amarte como te amo si no hubiera amado a Will como le amé.
Le rodeaba las muñecas con los dedos suavemente, justo bajo los puños del jersey. Tocarle así… resultaba tan extraño y, sin embargo, le hacía querer tocarlo más. Casi había olvidado lo mucho que echaba de menos tocar a alguien a quien amaba.
De todos modos se obligó a soltarlo, y se llevó la mano al collar de la camisa. Con cuidado, cogió la cadena que le colgaba del cuello y la alzó para que él pudiera ver, en el extremo de ella, el colgante de jade que le había regalado hacía tanto tiempo. La inscripción en el dorso aún brillaba como si fuera nuevo:
«Cuando dos personas son una en lo más profundo de su corazón, quiebran incluso la fuerza del hierro o el bronce».
—¿Recuerdas que me lo dejaste a mí? —preguntó—. Nunca me lo he quitado.
Él cerró los ojos. Las pestañas sobre los pómulos, largas y finas.
—Todos estos años —dijo él, y su voz era un susurro, y no era la voz del chico que había sido antes, pero era una voz que Tessa aún amaba—. Todos estos años, ¿lo llevabas? No lo sabía.
—Me parecía que sólo sería una carga para ti, cuando eras un Hermano Silencioso. Temía que pudieras pensar que llevarlo significaba que tenía algún tipo de expectativa sobre ti. Una expectativa que tú no podías cumplir.
Durante un largo rato, él mantuvo silencio. Tessa oía el río golpear la orilla, el tráfico en la distancia. Le pareció que podía oír las nubes moverse en el cielo. Todos los nervios de su cuerpo gritaban pidiendo que él hablara, pero esperó; esperó mientras una expresión sucedía a otra en el rostro de Jem, y por fin habló.
—Ser un Hermano Silencioso es ver todo y nada al mismo tiempo. Podía ver el gran mapa de la vida, extendido ante mí. Podía ver las corrientes de los mundos. Y la vida humana comenzó a parecer una especie de obra de teatro, representada en la distancia. Cuando me sacaron las runas, cuando apartaron el manto de la Hermandad, fue como si me hubiera despertado de un largo sueño, o como si se hubiera roto una campana de cristal que me rodeara. Lo sentí todo, todo al mismo tiempo, apresurándose sobre mí. Toda la humanidad que los hechizos de la Hermandad me habían arrebatado. Y yo tenía tanta humanidad para recuperar… Eso es por ti. Si no te hubiera tenido a ti, Tessa, si no hubiera tenido esas reuniones anuales como punto de anclaje y guía, no sé si podría haber regresado.
Había luz en sus oscuros ojos, y el corazón de Tessa se le elevó dentro del pecho. Sólo había amado a dos hombres en su vida, y había creído que nunca volvería a ver el rostro de ninguno de ellos.
—Pero lo has hecho —susurró ella—. Y es un milagro. Y recuerda lo que te dije una vez sobre los milagros.
Él sonrió al oírla.
—«Los milagros no se cuestionan, ni se protesta porque no están hechos perfectamente de acuerdo con lo que querríamos». Supongo que es cierto. Desearía haber podido volver a tu lado antes. Desearía ser el mismo chico que era cuando tú me amabas, entonces. Me temo que los años me han transformado en otra persona.
Tessa le escrutó el rostro con la mirada. En la distancia podía oír pasar el tráfico, pero ahí, en la orilla del río, casi podía imaginarse que volvía a ser joven, y que el aire estaba cargado de niebla y humo, que el ferrocarril traqueteaba en la distancia…
—Los años también me han cambiado —confesó—. He sido madre y abuela; he visto morir a los que amaba y he visto nacer a otros. Hablas de las corrientes del mundo. Y también las he visto. Si fuera aún la misma chica que era cuando me conociste, no habría sido capaz de decirte lo que siento con tanta libertad como lo he hecho ahora. Y no sería capaz de pedirte lo que estoy a punto de pedirte.
Él alzó la mano y le cubrió la mejilla. Tessa vio la esperanza en su expresión, naciendo lentamente.
—¿Y qué es?
—Ven conmigo —contestó ella—. Quédate conmigo. Sé conmigo. Ve todo conmigo. He viajado por todo el mundo y he visto mucho, pero hay mucho más, y no hay nadie más con quien prefiera verlo. Iría a cualquier parte y a ninguna contigo, Jem Carstairs.
Él le pasó el pulgar por el arco del pómulo. Ella se estremeció. Había pasado tanto tiempo desde que alguien la había mirado así, como si fuera la mayor maravilla del mundo. Y ella sabía que lo estaba mirando a él así también.
—Parece irreal —dijo él con una voz apagada—. Hace tanto que te amo… ¿Cómo puede ser esto cierto?
—Es una de las grandes verdades de mi vida —respondió Tessa—. ¿Vendrás conmigo? Porque no puedo esperar para compartir el mundo contigo, Jem. Hay tanto que ver…
Tessa no estuvo segura de quién se movió primero, pero al cabo de un momento, ella estaba entre sus brazos y él le susurraba: «Sí, claro, sí», contra el cabello. Él le buscó la boca inseguro; ella podía notar su suave tensión, el peso de tantos años entre el último beso y ése. Ella le puso la mano en la nuca y le hizo inclinarse, susurrando: «Bie zhao ji. No te preocupes, no te preocupes». Le besó en la mejilla, en la comisura de la boca, y finalmente en la boca. La presión de los labios de él sobre los suyos intensa y gloriosa, y «Oh, los latidos de su corazón, el sabor de su boca, el ritmo de su respiración». Los sentidos de Tessa se mezclaron con el recuerdo: lo delgado que él había sido, la sensación de los omoplatos afilados como cuchillos bajo el fino lino de las camisas que había llevado. En ese momento notó músculo sólido y fuerte al abrazarle; el resonar de la vida por su cuerpo donde se apretaba contra el de ella, el suave algodón de su jersey entre sus dedos.
Tessa sabía que sobre su pequeño embarcadero, la gente aún caminaba por el puente, que el tráfico seguía pasando, que los peatones seguramente los estarían mirando, pero no le importaba; con los años se aprendía lo que era importante y lo que no. Y eso era importante: Jem, la velocidad y el ritmo de su corazón, la gracia de sus delicadas manos al sujetarle el rostro, la suavidad de sus labios sobre los de ella mientras trazaba el contorno de su boca con la de él. Su realidad, cálida, sólida y definitiva. Por primera vez en muchos largos años, Tessa sintió el corazón abierto, y sintió el amor como más que un recuerdo.
No, lo último que le importaba era si la gente estaban mirando al chico y a la chica que se besaban junto al río, mientras Londres, sus barrios, torres, iglesias, puentes y calles, rodaban alrededor como el recuerdo de un sueño. Y si el Támesis que corría junto a ellos, seguro y plateado bajo la luz de la tarde, recordaba una noche, hacía mucho tiempo, cuando la luna había brillado tanto como una moneda sobre esta misma joven pareja, o si las piedras de Blackfriars conocían su paso y pensaban para sí: «Al fin, la rueda ha completado el círculo», y mantenían su silencio.