8

ESE FUEGO DE FUEGOS

Lo llamáis esperanza, ¡ese fuego de fuegos! Pero no es más que la agonía del deseo.

EDGAR ALLAN POE, «Tamerlane»

Tessa estaba sentada ante el tocador, cepillándose mecánicamente el cabello. El aire exterior era templado y húmedo; parecía transportar el agua del Támesis y olía a hierro y ciudad sucia. Era la clase de tiempo que hacía que su cabello, espeso y ondulado, se le enredara en las puntas. Aunque no era que estuviera pensando en su cabello; cepillárselo era una simple acción repetitiva que le permitía conservar una especie de forzada calma.

Una y otra vez rememoraba la sorpresa de Jem cuando Charlotte leía la carta de Mortmain, y las manos quemadas de Will, y lo poco de yin fen que ella había conseguido recoger del suelo. Veía los brazos de Cecily rodeando a Will, y la angustia de su prometido mientras le pedía perdón a Will. «Lo siento, lo siento».

No había sido capaz de soportarlo. Ambos habían estado sufriendo una agonía, y ella los amaba a los dos. El dolor había sido por su culpa; era a ella a quien Mortmain quería. Ella era la causa por la que no había yin fen para Jem, y de la desesperación de Will. Cuando había salido corriendo de la sala, había sido porque no había podido soportarlo más. ¿Cómo tres personas que se querían tanto podían infligirse tanto daño?

Dejó el cepillo y se miró en el espejo. Se la veía cansada, con ojeras, igual que Will durante todo el día mientras estaba con ella en la biblioteca y ayudaba a Charlotte con los papeles de Benedict, traduciendo algunos de los pasajes que estaban en griego, latín o purgático, deslizando la pluma con rapidez sobre el papel, con la oscura cabeza gacha. Era raro ver a Will bajo la luz del día y recordar al chico que la había abrazado en los escalones de la casa de Woolsey como si ella fuera un bote salvavidas en medio de una tormenta. La cara de día de Will no era alegre, pero tampoco franca o acogedora. No se había comportado de un modo antipático o frío, ni había alzado la vista para mirarla ni le había sonreído desde el otro lado de la mesa, pero tampoco había hecho nada que indicara que los acontecimientos de la noche anterior habían tenido lugar.

Ella había deseado llevarlo a un lado y preguntarle si había tenido noticias de Magnus, decirle: «Nadie entiende cómo te sientes excepto yo, y nadie comprende cómo me siento excepto tú, entonces ¿por qué no sentimos juntos?». Pero si Magnus se hubiera puesto en contacto con él, Will se lo habría dicho; era muy honesto. Todos eran honestos. Si no lo hubieran sido, pensó mientras se miraba las manos, quizá todo no sería tan terrible.

Había sido estúpido ofrecerse a irse con Mortmain; eso lo sabía, pero la idea se había apoderado de ella con tanta ferocidad como una pasión. No podía ser la causa de toda esa infelicidad y no hacer algo por aliviarla. Si ella se entregaba al Magíster, su prometido viviría más tiempo, y Jem y Will se tendrían el uno al otro, y sería como si ella nunca hubiera ido al Instituto.

Pero en ese momento, en las frías horas de la tarde, sabía que nada de lo que pudiera hacer haría retroceder el tiempo, o borrar los sentimientos que existían entre todos ellos. Se sentía vacía por dentro, como si le faltara un trozo y, sin embargo, también se sentía paralizada. En parte quería correr al lado de Will, para ver si se le habían curado las manos y para decirle que lo entendía. Pero después quería atravesar el pasillo para ir a la habitación de Jem y rogarle que la perdonara. Nunca antes se habían enfadado, y no sabía cómo comportarse ante un Jem furioso. ¿Querría romper el compromiso? ¿Le habría decepcionado? De algún modo, esa idea le resultaba asimismo insoportable.

Cric. Miró por la habitación; un leve ruido. ¿Se lo habría imaginado? Estaba cansada; tal vez ya fuera hora de llamar a Sophie para que la ayudara con el vestido, y luego debiera meterse en la cama con un libro. Tenía a medias El Castillo de Otranto, y lo encontraba una distracción excelente.

Se había levantado de la silla e iba a tocar la campana de los criados cuando volvió a oír el ruido. Un cric, cric contra la puerta del dormitorio. Con cierta inquietud, atravesó la sala y abrió la puerta.

Iglesia estaba acurrucado al otro lado, con el pelaje azul grisáceo erizado y la expresión furiosa. Alrededor del cuello llevaba un lazo de encaje plateado y, colgado del lazo, un trozo de papel enrollado. Tessa se arrodilló, cogió el lazo y lo desató. El lazo cayó e, inmediatamente, el gato salió disparado por el pasillo.

El papel se soltó del lazo, y Tessa lo cogió y lo desenrolló. Una caligrafía inclinada y conocida atravesaba la página.

Reúnete conmigo en la sala de música.

J.

—Aquí no hay nada —dijo Gabriel.

Gideon y él se hallaban en el salón, con las cortinas echadas; si no hubieran tenido sus luces mágicas, el espacio habría sido oscuro como boca de lobo. Gabriel revisaba rápidamente la correspondencia de Charlotte que había en el escritorio, por segunda vez.

—¿Qué quieres decir con nada? —preguntó su hermano pequeño, junto a la puerta—. Veo un montón de cartas ahí. Sin duda, alguna de ellas debe de ser…

—Nada escandaloso —le interrumpió Gabriel, mientras cerraba el cajón del escritorio—. Ni siquiera interesante. Correspondencia con un tío de Idris. Al parecer tiene gota.

—Fascinante —murmuró Gabriel.

—No puedo evitar preguntarme qué es exactamente en lo que el Cónsul piensa que está metida Charlotte. ¿Algún tipo de traición al Consejo? —Gabriel cogió un puñado de cartas e hizo una mueca—. Podríamos asegurarle su inocencia si supiéramos qué es lo que sospecha.

—Y si creyéramos que él quiere que le aseguren su inocencia —repuso Gideon—. Me parece más que espera poder pillarla en algo. —Tendió la mano—. Dame esa carta.

—¿La del tío? —Gabriel dudó, pero hizo lo que le decía. Alzó la luz mágica para iluminar el escritorio mientras su hermano se inclinaba y, después de apropiarse de una de las plumas de Charlotte, comenzaba a redactar una misiva para el Cónsul.

Gideon estaba soplando sobre la tinta para secarla cuando la puerta del salón se abrió de golpe. Se incorporó rápidamente. Un resplandor amarillo penetró en la sala, mucho más brillante que la tenue luz mágica; Gabriel, parpadeando, alzó la mano para protegerse los ojos. Debería haberse puesto una runa de Visión Nocturna, pensó, pero éstas tardaban en desdibujarse, y le había preocupado que alguien pudiera preguntarle algo.

En el instante que su visión tardó en adaptarse oyó una exclamación de su hermano, horrorizado.

—¿Sophie?

—Le he dicho que no me llame así, señor Lightwood —repuso ella con frialdad. Gabriel recuperó la visión y vio a la sirvienta en el hueco de la puerta, con una lámpara encendida en la mano. Guiñaba los ojos. Aún los entrecerró más cuando cayeron sobre Gabriel, que tenía las cartas de Charlotte en la mano.

—¿Están ustedes…? ¿Es ésta la correspondencia de la señora Branwell?

Como un resorte, Gabriel dejó las cartas sobre la mesa.

—Yo… nosotros…

—¿Han estado leyendo sus cartas? —Sophie parecía furiosa, como una especie de ángel vengador, lámpara en mano. Gabriel miró a su hermano, pero éste parecía haberse quedado sin palabras.

Nunca en su vida recordaba Gabriel haber visto a su hermano mirar por segunda vez a una mujer, ni a la cazadora de sombras más bonita. No obstante, miraba a esa mundana de la cicatriz como si fuera el sol naciente. Era incomprensible, pero también innegable. Vio el horror en el rostro de Gideon al ver cómo se desvanecía la buena opinión que Sophie tenía de él.

—Sí —respondió Gabriel—. Sí, estamos revisando su correspondencia.

La chica dio un paso atrás.

—Iré a buscar a la señora Branwell ahora mismo…

—No… —Gabriel alzó la mano—. No es lo que usted cree. Espere. —Rápidamente le explicó por encima lo que había ocurrido: las amenazas del Cónsul, su exigencia de que espiaran a Charlotte y su solución al problema—. Nunca hemos tenido intención de revelar ni una palabra de lo que realmente hay escrito —concluyó—. Pretendíamos protegerla.

La expresión suspicaz de Sophie no cambió.

—¿Y por qué debería creerme ni una sola palabra de todo eso, señor Lightwood?

—Señorita Collins —dijo Gideon, hablando por fin—. Por favor. Sé que desde el… desafortunado incidente… de los pastelillos he perdido su aprecio, pero, por favor, créame cuando le digo que nunca traicionaría la confianza que Charlotte ha puesto en mí, ni le pagaría su amabilidad con una deslealtad.

Sophie vaciló durante un momento y luego bajó la mirada.

—Lo siento, señor Lightwood. Deseo creerle, pero mi lealtad es en primer lugar para la señora Branwell.

Gabriel cogió de la mesa la carta que su hermano acababa de redactar.

—Señorita Collins —dijo—. Por favor, lea esta carta. Es la que íbamos a enviar al Cónsul. Si, después de leerla, su corazón aún le dice que debe ir a buscar a la señora Branwell, entonces no la detendremos.

Sophie pasó la mirada de Gabriel a Gideon. Luego, con una leve inclinación de asentimiento, se acercó y dejó la lámpara sobre la mesa. Cogió la carta de Gideon, la desdobló y la leyó en voz alta:

Para: Cónsul Josiah Wayland

De: Gideon y Gabriel Lightwood

Apreciado señor:

De nuevo ha demostrado su inmensa sabiduría al indicarnos que leyéramos la correspondencia de la señora Branwell con Idris. Hemos logrado echar un vistazo en privado a dicha correspondencia y hemos observado que casi diariamente se comunica con su tío abuelo Roderick Fairchild.

El contenido de tales cartas, señor, le sorprendería y decepcionaría a la vez. Nos ha hecho perder gran parte de nuestra confianza en el sexo débil.

La señora Branwell muestra una actitud de lo más cruel, inhumana y poco femenina ante los numerosos males que afligen a su tío. Le recomienda la aplicación de menos licor para curarse la gota, muestra inconfundibles señales de reírse de su dolorosa hidropesía y pasa totalmente por alto la mención que él le hace de una sospechosa sustancia que se le acumula en las orejas y otros orificios.

Los indicios del tierno cuidado femenino que se esperaría que una mujer mostrara hacia sus parientes masculinos, y el respeto que cualquier mujer relativamente joven debe tener a sus mayores, brillan totalmente por su ausencia. La señora Branwell, nos tememos, ha enloquecido de poder. Debe ser detenida antes de que sea demasiado tarde y muchos bravos cazadores de sombras hayan quedado varados en la cuneta por falta de cuidados femeninos.

Sinceramente suyos,

Gideon y Gabriel Lightwood

Cuando Sophie terminó de leer se hizo el silencio. Ésta se quedó por lo que pareció una eternidad mirando el papel con los ojos muy abiertos.

—¿Cuál de ustedes ha escrito esto? —preguntó al final.

Gideon carraspeó.

—Yo.

Ella lo miró. Apretaba los labios, pero le temblaban. Por un horrible momento, Gabriel pensó que estaba a punto de echarse a llorar.

—¡Oh, qué gracioso! —exclamó—. ¿Y es ésta la primera?

—No, ha habido otra —admitió Gabriel—. Era sobre los sombreros de Charlotte.

—¿Los sombreros? —Una alegre carcajada se le escapó entre los labios, y Gideon la miró como si nunca hubiera visto nada tan maravilloso. Gabriel tuvo que admitir que la chica resultaba muy bonita cuando reía, con cicatriz o sin ella—. ¿Y el Cónsul se enfureció?

—Como un perro rabioso —contestó Gideon.

—¿Se lo va a decir a la señora Branwell? —preguntó Gabriel, que no soportaba el suspense ni un solo momento más.

Sophie había dejado de reír.

—No —respondió—. Porque no quiero comprometerles ante el Cónsul, y también creo que tal noticia le resultaría dolorosa a la señora Branwell y, total, para nada. ¡Espiarla así, qué hombre más horrible! —Los ojos le lanzaban chispas—. Si desean ayuda en su plan de frustrar las maquinaciones del Cónsul, estaré encantada de proporcionársela. Permítanme quedarme la carta y me aseguraré de que salga mañana.

La sala de música no estaba tan polvorienta como Tessa recordaba; parecía haber sido objeto de una buena limpieza hacía poco; la madera de los alféizares y del suelo relucía, igual que el piano de cola del rincón. Un fuego crepitaba en la chimenea, y recortaba la silueta de Jem cuando éste le dio la espalda y, al ver a Tessa, sonrió nervioso.

En la sala, todo parecía desleído como una acuarela; la luz del fuego dibujaba los instrumentos como si fueran fantasmas cubiertos de sábanas blancas, y las llamas producían un leve reflejo dorado en los cristales de las ventanas. Tessa podía ver a Jem y a sí misma, uno frente a la otra; una chica con un vestido azul y un delgadísimo chico con el cabello plateado y la chaqueta negra un poco demasiado suelta sobre su esbelta silueta.

Bajo las sombras, su rostro reflejaba vulnerabilidad, y había ansiedad en la fina curva de los labios.

—No estaba seguro de que vinieras.

Ella dio un paso hacia él, deseando estrecharlo entre sus brazos, pero se detuvo. Antes tenía que hablar.

—Claro que he venido —dijo—. Jem, lo siento mucho, muchísimo. No puedo explicarlo; ha sido como una locura. No podía soportar la idea de que acabaras sufriendo por mi culpa, porque, de algún modo, estoy ligada a Mortmain, y él a mí.

—Eso no es culpa tuya. Nunca elegiste que así fuera…

—No pensaba con claridad. Will tiene razón: no podemos confiar en Mortmain. Aunque me fuera con él, no hay ninguna garantía de que cumpliera con su parte del trato. Y sería poner una arma en manos de nuestro enemigo. No sé para qué quiere utilizarme, pero no para el bien de los cazadores de sombras, de eso podemos estar seguros. Incluso podría ser que fuera yo misma, al final, quien os hiciera daño a todos. —Las lágrimas le escocían en los ojos, pero las contuvo a la fuerza—. Perdóname, Jem. No podemos desperdiciar el tiempo que estamos juntos enfadándonos. Entiendo por qué hiciste lo que hiciste; yo lo habría hecho por ti.

Zhe shi jie shang —susurró él, y sus ojos se volvieron suaves y plateados al hablar—, wo sin zui ai ne de.

Ella lo entendió. «Tú eres lo que más amo en este mundo».

—Jem…

—Lo sabes; debes saberlo. Nunca podría dejarte marchar, no hacia el peligro, no mientras sea capaz de respirar. —Alzó la mano antes de que ella pudiera acercarse a él—. Espera. —Se inclinó, y al alzarse, tenía en la mano la caja del violín y el arco—. Ejem… Quería darte algo. Un regalo de boda, cuando nos casáramos. Pero me gustaría dártelo ahora, si me lo permites.

—¿Un regalo? —preguntó ella—. Después… Pero ¡hemos discutido!

Él sonrió, mostró la encantadora sonrisa que le iluminaba el rostro y hacía olvidar lo delgado y demacrado que estaba.

—Una parte importante de la vida de casados, según me han dicho. Será una buena práctica.

—Pero…

—Tessa, ¿crees que puede existir cualquier discusión, seria o no, que pueda hacer que deje de amarte? —Parecía sorprendido, y Tessa pensó de repente en Will, en los años que éste había puesto a prueba la lealtad de Jem, volviéndole loco con mentiras, escapadas y temeridad suicida, y a pesar de todo eso, el amor de Jem por su hermano de sangre nunca se había resentido, ni mucho menos desaparecido.

—Tenía miedo —contestó ella a media voz—. Y… no tengo ningún regalo para ti.

—Sí, sí que lo tienes —rebatió él con suavidad y firmeza—. Siéntate, Tessa, por favor. ¿Recuerdas cómo nos conocimos?

Tessa se sentó en un sillón bajo con brazos dorados, las faldas arrugadas a su alrededor.

—Me metí de golpe en tu dormitorio a media noche como una loca.

Jem esbozó una mueca divertida.

—Te deslizaste grácilmente en mi dormitorio y me encontraste tocando el violín. —Estaba apretando el tensor del arco; acabó, lo dejó a un lado y sacó con adoración el violín de su funda—. ¿Te importaría si tocara para ti ahora?

—Ya sabes que me encanta oírte tocar. —Era cierto. Incluso le encantaba oírle hablar del violín, aunque entendiera poco. Podía escucharle durante horas hablar sin parar sobre colofonia, clavijas, volutas, posiciones de los dedos y la tendencia de la cuerda del la a romperse, sin aburrirse nunca.

Wo wei ni xie de —repuso él; alzó el violín sobre el hombro izquierdo y se lo apoyó en la barbilla. Le había contado que muchos violinistas usaban una mentonera, pero él no. Tenía una leve marca en el lado del cuello, como un morado permanente, donde se apoyaba el violín.

—¿Has… hecho algo para mí?

—He compuesto algo para ti —le corrigió él con una sonrisa, y comenzó a tocar.

Tessa lo observó asombrada. Él empezó con algo sencillo, suave, sujetando el arco sin fuerza, y produjo un sonido armónico y agradable. La melodía la envolvió, tan fresca y dulce como el agua, tan esperanzada y encantadora como un amanecer. Fascinada, le observó los dedos y una exquisita nota manó del violín. El sonido se hizo más profundo mientras el arco se movía con mayor rapidez, el antebrazo de Jem de un lado a otro, el delgado cuerpo en movimiento desde el hombro. Los dedos iban de arriba abajo, y el tono de la música se hizo más grave, nubes de tormenta creciendo en un brillante horizonte, un río convertido en un torrente. Las notas cayeron a los pies de Tessa, se alzaron para rodearla; todo el cuerpo de Jem se movía al ritmo del sonido que extraía del instrumento, aunque ella sabía que tenía los pies plantados firmemente en el suelo.

El corazón se le aceleró para seguir el ritmo de la música; Jem tenía los ojos cerrados, las comisuras de la boca hacia abajo, como en una mueca de dolor. Una parte de Tessa quería ponerse en pie y estrecharlo entre sus brazos; otra, no quería hacer nada que detuviera la música, su hermoso sonido. Era como si Jem hubiera cogido el arco y lo hubiera empleado como un pincel para crear un cuadro en el que se mostraba su alma. Mientras las últimas notas subían y subían, alzándose hacia el cielo, Tessa notó que tenía el rostro mojado, pero sólo cuando los últimos ecos de la melodía se habían apagado y Jem bajó el violín, se dio cuenta de que había estado llorando.

Jem guardó el instrumento en la funda y dejó el arco junto a él. Se irguió y se volvió hacia Tessa. La miró con una expresión tímida, aunque tenía la blanca camisa empapada en sudor y el pulso le latía con fuerza en el cuello.

Tessa estaba sin habla.

—¿Te ha gustado? —preguntó él—. Habría podido regalarte… joyas, pero quería que fuera algo totalmente tuyo. Algo que nadie más pudiera oír o poseer. Y no se me dan bien las palabras, así que he escrito con música lo que siento por ti. —Calló un instante—. ¿Te ha gustado? —repitió, y el descenso de su voz hacia el final de la pregunta indicó que esperaba una respuesta negativa.

Tessa alzó el rostro para que él le viera las lágrimas.

—Jem.

Él cayó de rodillas ante ella, con el rostro contraído de pesar.

Ni jue de tong man, gin ai de?

—No… no —respondió ella, medio llorando, medio riendo—. No me ha hecho daño. No me ha hecho infeliz. Al contrario.

Jem esbozó una gran sonrisa y los ojos se le iluminaron de placer.

—Entonces, te ha gustado.

—Ha sido como si te viera el alma en las notas. Y muy hermoso. —Le acarició el rostro levemente, la suave piel sobre el duro pómulo, el contacto de su cabello como una pluma sobre el dorso de su mano—. He visto ríos, botes como flores, todos los colores del cielo nocturno…

Jem exhaló y se dejó caer junto al sillón como si se hubiera quedado sin fuerzas.

—Es una magia extraña —dijo. Apoyó la cabeza contra ella, la mejilla contra su rodilla, y ella siguió acariciándole el cabello, pasando los dedos por su suave textura—. Mis padres amaban la música —explicó él de repente—. Mi padre tocaba el violín, mi madre el qin. Yo elegí el violín, aunque podría haber aprendido a tocar cualquiera de los dos. A veces me arrepiento, porque hay melodías en China que no puedo tocar en el violín, y que a mi madre le habría gustado que interpretara. Me contaba la historia de Yu Boya, que era un gran intérprete de qin. Tenía un gran amigo, un leñador llamado Zhong Ziqi, y solía tocar para él. Dicen que cuando Yu Boya tocaba una canción sobre el agua, su amigo sabía inmediatamente que estaba describiendo los rápidos ríos, y cuando tocaba algo relacionado con montañas, Ziqi veía sus altos picos. Y Yu Boya decía: «Es porque comprendes mi música». —Jem miró su propia mano, que reposaba levemente curvada sobre la rodilla—. La gente aún usa la expresión «zhi yin» para decir «amigo íntimo» o «almas gemelas», cuando en realidad significa «comprender la música». —Le cogió la mano a Tessa—. Cuando tocaba, has visto lo que yo he visto. Comprendes mi música.

—No sé nada de música, Jem. No puedo distinguir una sonata de una suite…

—No. —Se volvió y se puso de rodillas apoyado en el brazo del sillón. Estaban tan cerca que Tessa le veía el cabello mojado de sudor en las sienes y la nuca, podía captar el olor a colofonia y azúcar quemado—. No me refiero a ese tipo de música. Me refiero… —Hizo un sonido de frustración, le cogió la mano, se la llevó al pecho y se la apretó sobre el corazón. Tessa notó el golpeteo del latido en la palma—. Cada corazón tiene su propia melodía —explicó—. Y tú conoces la mía.

—¿Qué les pasó? —susurró Tessa—. ¿Al leñador y al músico?

Jem esbozó una sonrisa triste.

—Zhong Ziqi murió, y Yu Boya interpretó su última melodía sobre la tumba de su amigo. Luego rompió su qin y nunca volvió a tocar.

Tessa notó la ardiente presión de las lágrimas tras los párpados, intentando abrirse paso.

—¡Qué historia más triste!

—¿Lo es? —El corazón de Jem dio un brinco y trastabilló bajo los dedos de Tessa—. Mientras vivió y fueron amigos, Yu Boya compuso parte de la mejor música que conocemos. ¿Podría haberlo hecho solo? Nuestro corazón necesita un espejo, Tessa. Nos vemos mejor en los ojos de aquellos que nos aman. Y existe una belleza que sólo proporciona la brevedad. —Bajó la mirada y luego la alzó para mirarla a los ojos—. Te daría todo mi ser. Te daría más en dos semanas que la mayoría de los hombres en toda una vida.

—No hay nada que no me hayas dado ya, nada con lo que no esté satisfecha…

—Yo sí —replicó él—. Quiero estar casado contigo. Te esperaría para siempre, pero…

«Pero no tenemos para siempre».

—No tengo familia —dijo Tessa lentamente, con los ojos clavados en los de él—. Ni tutor. Nadie que pudiera… ofenderse… por una boda más inmediata.

Jem abrió los ojos un poco más.

—¿Lo dices en serio? No querría que no tuvieras todo el tiempo que necesites para prepararte.

—¿Y qué clase de preparación crees que puedo necesitar? —preguntó Tessa, y durante sólo ese momento, su pensamiento volvió a Will, a cómo había metido las manos en el fuego para salvar la droga de Jem y cómo, al verle, no había podido evitar recordar aquel día en el salón cuando él le había dicho que la amaba, y cómo, cuando él se había marchado, ella había cerrado la mano sobre el atizador para que el ardiente dolor en la piel pudiera acallar, aunque fuera por un segundo, el dolor de su corazón.

Will. Entonces le había mentido, si no exactamente con las palabras, sí con lo que implicaban. Recordarlo aún le dolía, pero no lo lamentaba. No había habido otra posibilidad. Conocía lo suficiente al chico para saber que, aunque ella hubiera roto su compromiso con Jem, él no la habría aceptado. No habría soportado un amor que le costara la felicidad a su parabatai. Y si había una parte de su corazón que pertenecía a Will y sólo a Will, y siempre la habría, entonces, no servía de nada decirlo. También amaba a Jem; lo amaba incluso más en ese momento que cuando había aceptado casarse con él.

«A veces se debe escoger entre ser bueno o ser honorable —le había dicho Will—. A veces no se puede ser ambas cosas».

Quizá dependiera del libro, pensó Tessa. Pero en ése, en el libro de su vida, el camino del deshonor solamente era la maldad. Incluso si había herido a Will en el salón, con el tiempo, a medida que sus sentimientos hacia ella se iban enfriando, llegaría a agradecerle que le hubiera dejado libre. Lo creía de verdad. Él no podía amarla eternamente.

Ya hacía tiempo que había comenzado a recorrer ese camino. Si tenía intención de llegar al mes siguiente, entonces tendría que llegar al próximo día. Sabía que amaba a Jem, y aunque había una parte de ella que también amaba a Will, el mejor regalo que podía hacer a ambos era que ni Will ni Jem llegaran a saberlo.

—No sé —dijo Jem, mirándola desde el suelo, con una expresión en la que se mezclaba la esperanza y la incredulidad—. El Consejo aún no ha aprobado nuestra petición… y no tienes un vestido…

—No me importa el Consejo, ni me importa lo que me ponga si a ti tampoco. Lo digo en serio, Jem, me casaré contigo cuando tú quieras.

—Tessa —suspiró él. La buscó como si se estuviera ahogando, y ella agachó la cabeza para tocarle los labios con los suyos. Jem se puso de rodillas. Su boca rozó la de ella, una, dos veces, hasta que Tessa abrió los labios y notó su dulzor de azúcar quemado.

—Estás muy lejos —le susurró él, y luego la rodeó con los brazos, y ya no hubo espacio entre ellos, y él la hizo bajar de la silla, y ambos se arrodillaron juntos sobre el suelo, abrazados.

Jem la abrazó con fuerza, y ella le recorrió el rostro con las manos, los marcados pómulos.

«Muy marcados, demasiado marcados, los huesos del rostro, el pulso demasiado próximo a la superficie de la piel, la clavícula tan dura como un collar de metal».

Él le subió las manos de la cintura a los hombros; le rozó la clavícula con los labios, el hueco del cuello, mientras ella le tiraba de la camisa y se la subía para notar la piel desnuda bajo las manos. Contra la luz de la chimenea, lo veía dibujado de sombras y fuego; el sinuoso camino de las llamas le convertía en oro el cabello blanco.

«Te amo —había dicho él—. Eres lo que más amo en este mundo».

Notó de nuevo la ardiente presión de la boca de Jem en el hueco del cuello, y luego más abajo. Sus besos acababan donde comenzaba el vestido. Tessa notó cómo su corazón latía bajo la boca de él, como si tratara de alcanzarla, como si palpitara por él. Notó la tímida mano de Jem irle hacia la espalda, donde los lazos le abrochaban el vestido…

La puerta se abrió con un crujido, y ambos se apartaron de golpe, jadeantes, como si hubieran estado corriendo. Tessa oyó su propia sangre golpeándole en los oídos mientras miraba hacia el vacío hueco de la puerta. A su lado, el jadeo de Jem se convirtió en una carcajada.

—¿Qué…? —comenzó ella.

Iglesia —dijo él, y Tessa, al bajar la vista, vio al gato paseándose tranquilamente por la sala de música, después de haber abierto la puerta, totalmente satisfecho de sí mismo.

—Nunca he visto a un gato tan ufano —comentó ella mientras Iglesia, sin prestarle la más mínima atención, como siempre, llegaba hasta Jem y le empujaba con la cabeza.

—Cuando dije que podríamos necesitar una carabina, no era en esto en lo que estaba pensando —bromeó Jem, pero igualmente le acarició la cabeza al felino, y sonrió a Tessa de medio lado—. Tessa, ¿hablabas en serio? ¿Te casarías conmigo mañana?

Ella alzó la barbilla y lo miró directamente a los ojos. No soportaba la idea de esperar, de perderse otro instante de la vida de Jem. De repente, deseaba ferozmente estar unida a él, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, unida a él por una promesa y capaz de darle su palabra y su amor sin ninguna reserva.

—Totalmente en serio —le aseguró.

El comedor no estaba lleno, porque no todos habían bajado aún a desayunar, cuando Jem anunció la noticia.

—Tessa y yo nos vamos a casar —reveló, con mucha calma, mientras se colocaba la servilleta en el regazo.

—¿Se supone que esto debía ser una sorpresa? —preguntó Gabriel, que estaba vestido de combate, como si tuviera la intención de entrenarse después del desayuno. Ya había cogido todo el beicon de la bandeja, y Henry lo miraba pesaroso—. ¿No estabais ya prometidos?

—La fecha de la boda era para diciembre —explicó Jem, mientras por debajo de la mesa le daba a Tessa un tranquilizador apretón de manos—. Pero hemos cambiado de opinión. Nos vamos a casar mañana.

El efecto fue galvánico. Henry se atragantó con el té, y Charlotte, que parecía haberse quedado sin palabras, tuvo que palmearle la espada. Gideon dejó caer su taza sobre el plato con gran estruendo, e incluso Gabriel se quedó parado con el tenedor a medio camino de la boca. Sophie, que acababa de llegar de la cocina con una bandeja de tostadas, soltó un grito ahogado.

—¡No pueden! —exclamó—. ¡El vestido de la señorita Grey quedó destrozado, y el nuevo ni lo han empezado!

—Puede ponerse cualquier vestido —repuso Jem—. No es necesario que lleve el dorado de los cazadores de sombras, porque no lo es. Tiene varios vestidos muy bonitos; puede elegir su favorito. —Inclinó la cabeza tímidamente hacia Tessa—. Es decir, si tú estás de acuerdo.

Ésta no respondió, porque en ese momento, Will y Cecily acababan de entrar por la puerta.

—Tengo un tirón en el cuello… —estaba explicando ella con una sonrisa—. No puedo creer que consiguiera dormirme en esa posición…

Se calló en cuanto ambos parecieron notar el humor que se respiraba en la sala, y miró alrededor. A Will no se le veía más descansado que el día anterior, pero parecía complacido de que Cecily estuviera con él, aunque ese cauteloso buen humor se fue evaporando rápidamente al ver las expresiones de los demás.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo?

—Tessa y yo hemos decidido adelantar la boda —contestó Jem—. Si no mañana, será en los próximos días.

Will no dijo nada, ni cambió de expresión, pero palideció. No miró a Tessa.

—Jem, la Clave… —dijo Charlotte, mientras dejaba de palmear a Henry y se erguía con una mirada inquieta en el rostro—. Aún no han aprobado tu matrimonio. No puedes ir contra ellos…

—Ni tampoco podemos esperar —replicó él—. Podrían pasar meses, incluso un año…, ya sabes que prefieren dejar pasar el tiempo antes de darnos una respuesta que temen que no te guste.

—Y tampoco es que nuestra boda sea lo más importante para ellos en este momento —añadió Tessa—. Los papeles de Benedict Lightwood, buscar a Mortmain… todo eso tiene prioridad. Pero éste es un asunto personal.

—No hay asuntos personales para la Clave —repuso Will. Su voz sonaba hueca y rara, como si llegara de una gran distancia. Una vena le palpitaba en el cuello. Tessa pensó en el delicado entendimiento que habían comenzado a establecer en los últimos días, y se preguntó si esa noticia lo destruiría, si lo haría trizas como un objeto frágil contra las rocas—. Mi madre y mi padre…

—Existen leyes sobre el matrimonio con mundanos. No existen leyes sobre el matrimonio de un nefilim y lo que es Tessa. Y si tengo que hacerlo, al igual que tu padre, dejaré de ser un cazador de sombras para casarme.

—James…

—Habría pensado que sobre todo tú lo entenderías —se lamentó Jem, y la mirada que lanzó a Will era tanto herida como de perplejidad.

—No digo que no lo entienda. Sólo te estoy diciendo que pienses…

—Ya lo he pensado —le espetó Jem—. Tengo una licencia de matrimonio mundana, conseguida y firmada legalmente. Podríamos entrar en cualquier iglesia y que nos casaran hoy mismo. Aunque preferiría que todos vosotros estuvierais presentes, si no podéis, lo haremos igualmente.

—Casarte con una chica sólo para convertirla en viuda —replicó Gabriel Lightwood—. Muchos dirían que eso no es bondad.

Jem se puso rígido junto a Tessa; la mano que le daba estaba tensa. Will fue a avanzar, pero ella ya estaba de pie, lanzándole una mirada asesina a Gabriel.

—No se atreva a hablar como si fuera Jem quien puede elegir y no yo —lo amenazó, sin apartarle los ojos del rostro—. Este compromiso no se me ha impuesto, ni tampoco me hago ilusiones sobre la salud de Jem. He elegido estar con él durante los días o minutos que se nos concedan, y los consideraré una bendición.

Los ojos de Gabriel eran tan fríos como el mar de la costa de Terranova.

—Sólo me preocupaba su bienestar, señorita Gray.

—Pues sería mejor que se preocupara por el suyo propio —le soltó Tessa.

Los ojos verdes se entrecerraron.

—¿Qué quiere decir?

—Creo que la dama se refiere —intervino Will— a que ella no mató a su propio padre. ¿O te has recuperado tan rápido de eso que no tenemos por qué preocuparnos de tu sensibilidad, Gabriel?

Cecily ahogó un grito. Gabriel se puso en pie y, en su expresión, Tessa vio de nuevo al chico que había desafiado a Will a un duelo la primera vez que ella lo había visto, todo arrogancia, tirantez y odio.

—Si alguna vez osas… —comentó Gabriel.

—Parad —ordenó Charlotte, y calló de golpe al oír a través de las ventanas el ruido de la oxidada verja del Instituto abriéndose y el pataleo de los cascos de los caballos sobre el pavimento.

—Oh, por el Ángel. Jessamine. —Charlotte se puso en pie rápidamente y dejó la servilleta sobre el plato—. Venid, debemos ir abajo a recibirla.

Si no era una llegada bienvenida en otros aspectos, sí que demostró ser una distracción perfecta. Hubo cierto revuelo, y mucha perplejidad por parte de Gabriel y Cecily, ya que ninguno de ellos entendía precisamente quién era Jessamine o el papel que había desempeñado en la vida del Instituto. Avanzaron por el pasillo desordenadamente; Tessa se retrasó un poco, se sentía sin aliento, como si llevara el corsé demasiado apretado. Pensó en la noche anterior, abrazada a Jem en la sala de música donde se besaron y hablaron durante horas entre susurros sobre la boda que iban a celebrar y el matrimonio que le seguiría… como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Como si casarse le fuera a garantizar la inmortalidad a Jem, aunque sabía bien que no sería así.

Mientras corría por la escalera hacia la entrada, tropezó, distraída. Una mano la sujetó. Alzó la mirada y vio a Will.

Por un instante se quedaron inmóviles como estatuas. Los demás ya estaban casi en los pies de la escalera, y sus voces se alzaban como volutas de humo. Will cogía a Tessa con suavidad, aunque su rostro era casi inexpresivo, como grabado en granito.

—No piensas lo mismo que los demás, ¿no? —le preguntó ella con más aspereza de la que pretendía—. Que no debería casarme con Jem. Me preguntaste si lo amaba lo suficiente para casarme con él y hacerlo feliz, y te dije que sí. No sé si podré hacerle completamente feliz, pero lo intentaré.

—Si alguien puede, ésa eres tú —contestó él mirándola a los ojos.

—Los demás creen que me hago ilusiones sobre su salud.

—La esperanza no es una ilusión.

Eran palabras de ánimo, pero había algo en la voz de él, algo lúgubre que la asustó.

—Will. —Lo cogió por la muñeca—. ¿No me abandonarás ahora… no me dejará el único que aún busca una cura? No puedo hacerlo sin ti.

Él respiró hondo y medio cerró sus sombríos ojos azules.

—Claro que no. No pienso rendirme con él, ni contigo. Te ayudaré. Lo seguiré haciendo. Sólo que…

Calló de golpe y apartó el rostro. La luz que entraba por una ventana superior le iluminó la mejilla, la barbilla y la curva del mentón.

—¿Sólo que qué?

—¿Recuerdas qué más te dije aquel día en el salón? —preguntó Will—. Quiero que seas feliz, y que él sea feliz. Y, aun así, cuando vayas hacia el altar para uniros para siempre, caminarás sobre un sendero invisible formado con los fragmentos de mi corazón, Tessa. Daría mi vida por cualquiera de los dos. Daría mi vida por vuestra felicidad. Creía que tal vez, cuando me dijiste que no me amabas, mis sentimientos irían enfriándose y acabarían por desaparecer, pero no ha sido así. Han seguido creciendo día a día. Te amo más desesperadamente, en este momento, de lo que te he amado antes, y en una hora te amaré aún más. Sé que no es justo decirte esto, cuando tú no puedes hacer nada. —Inhaló estremeciéndose—. ¡Cuánto debes de despreciarme!

Tessa se sintió como si se hubiera abierto el suelo bajo sus pies. Recordó lo que se había dicho a sí misma la noche anterior: que seguramente los sentimientos de Will hacia ella se habrían desvanecido. Que a lo largo de los años, el dolor que él sentiría sería menor que el suyo propio. Se lo había creído. Pero…

—No te desprecio, Will. Siempre te has comportado de un modo honorable, más honorable de lo que habría podido pedirte…

—No —replicó él con amargura—. Creo que no esperabas nada de mí.

—Lo he esperado todo de ti, Will —le susurró—. Más de lo que tú esperabas de ti mismo. Pero me has dado aún más. —Le falló la voz—. Dicen que no se puede dividir el corazón y, sin embargo…

—¡Will! ¡Tessa! —los llamó Charlotte desde el vestíbulo—. ¡Dejad de entreteneros! ¿Puede ir uno a buscar a Cyril? Tal vez necesitemos ayuda con el carruaje si los Hermanos Silenciosos quieren quedarse.

Tessa miró impotente a Will, pero el momento había pasado; la expresión de éste volvía a ser reservada; la desesperación que lo había impulsado un momento antes había desaparecido. Se había cerrado como si los separaran mil puertas con candados.

—Baja tú. Yo iré en seguida —dijo él inflexible; se volvió y subió corriendo los escalones.

Tessa se apoyó en la pared y acabó de bajar los escalones como atontada. ¿Qué había estado a punto de hacer? ¿Qué era lo que casi le había dicho a Will?

«Y sin embargo, te amo».

Por el Dios del cielo, ¿de qué serviría eso?, ¿en qué podrían beneficiar a nadie decir esas palabras? Sólo sería una terrible carga para él, porque sabría lo que ella sentía, pero no podría hacer nada al respecto. Y eso lo ataría a ella, no lo liberaría para poder buscar a otra persona a la que amar, una que no estuviera prometida a su mejor amigo.

«Otra persona a la que amar».

Tessa salió a la escalera del Instituto con el viento atravesándole el vestido como un cuchillo. Los demás estaban allí, reunidos ante el primer escalón, un poco incómodos, sobre todo Gabriel y Cecily, que parecían preguntarse qué diablos estaban haciendo ahí. Tessa casi ni los vio. Sentía el corazón pesado, y sabía que no era por el frío. Era la idea de que Will se enamorara de otra persona.

Era puro egoísmo. Si Will encontraba a quien querer, ella lo sufriría con paciencia, mordiéndose el labio en silencio, como él había sufrido su compromiso con Jem. Se lo debía, pensó, mientras el oscuro carruaje conducido por un hombre vestido con el hábito de pergamino de los Hermanos Silenciosos atravesaba la verja abierta. Debía a Will un comportamiento tan honorable como el de él.

El vehículo se detuvo al pie de la escalera. Tessa notó que Charlotte se movía inquieta tras ella.

—¿Otro carruaje? —dijo ésta, y la chica siguió su mirada hasta ver que sí que había un segundo carruaje, negro y sin escudo, que rodaba en silencio tras el primero.

—Una escolta —sugirió Gabriel—. Quizá los Hermanos Silenciosos tengan miedo de que intente escapar.

—No —rebatió Charlotte, con una voz cargada de asombro—. Jessamine no…

El Hermano Silencioso que conducía el primer vehículo dejó las riendas, bajó y fue a la portezuela. En ese momento, el segundo carruaje se detuvo tras él, y el hermano se volvió. Tessa no podía ver su expresión, porque tenía el rostro oculto por la capucha, pero algo en la posición de su cuerpo indicaba sorpresa. Ella entrecerró los ojos; había algo raro en los caballos que arrastraban el segundo vehículo: les brillaba el cuerpo, pero no como reluce el pelaje de los animales, sino como el metal, y sus movimientos eran demasiado fluidos para ser naturales.

El conductor de ese segundo coche saltó de pescante y aterrizó con un resonante golpe, y Tessa vio el brillo de metal cuando se llevó la mano al cuello de su túnica de pergamino y se la quitó.

Debajo había un reluciente cuerpo de metal bajo una cabeza ovoide, sin ojos; remaches de cobre sujetaban las articulaciones de los codos, las rodillas y los hombros. El brazo derecho, si se le podía llamar así, acababa en una ruda ballesta de bronce. Lo alzó en ese momento y lo flexionó. Una flecha de acero, con plumas de metal negro, voló por el aire y se clavó en el pecho del primer Hermano Silencioso; el impacto lo elevó del suelo y lo lanzó a varios metros, antes de que cayera en el pavimento del patio, con la sangre empapando el pecho del hábito.