7

OSARÍA DESEAR

Si el pasado año se me ofreciera de nuevo,

y entre el bien y el mal se me diera a elegir,

¿aceptaría el placer con el dolor

u osaría desear no habernos conocido?

ISABELLA AUGUSTA, LADY GREGORY, «Si el pasado año se me ofreciera de nuevo»

Para: Cónsul Wayland

De: Gabriel y Gideon Lightwood

Apreciado señor:

Le agradecemos que nos haya asignado la tarea de observar el comportamiento de la señora Branwell. Las mujeres, como sabemos, necesitan que se las vigile de cerca para que no se salgan del camino recto. Lamentamos comunicarle que tenemos sorprendentes noticias de las que informar.

La obligación principal de una mujer es el gobierno de su casa, y una de sus mejores virtudes es la frugalidad. Sin embargo, la señora Branwell parece adicta a los gastos y lo único que le importa es la vulgar exhibición.

Aunque pueda vestir con sencillez cuando se la visita, nos entristece informar que en sus horas de ocio se atavía con las sedas más finas y las joyas más costosas. Usted nos pidió que lo hiciéramos, y aunque no nos agrade invadir la intimidad de una dama, lo hicimos. Le copiaríamos los detalles de la carta a su modista, pero tememos que usted se escandalizaría. Baste con decir que el dinero entregado rivaliza con el ingreso anual de una gran heredad o de un pequeño país. No llegamos a comprender cómo una mujer tan menuda necesita tantos sombreros. No parece probable que esconda cabezas adicionales en su persona.

Somos demasiado caballerosos para hablar sobre el vestuario de una dama, excepto por el efecto que tiene sobre sus obligaciones. Escatima en las necesidades de la casa hasta extremos inimaginables. Todas las noches nos sentamos para cenar gachas mientras ella se sienta cargada de gemas y fruslerías. Como bien puede pensar, ésta no es una ración de combate para los valientes cazadores de sombras. Nos sentimos tan débiles que casi nos derrota un demonio Behemoth el martes pasado, y esas criaturas están compuestas principalmente de sustancias viscosas. Alimentados de forma correcta, cualquiera de nosotros sería capaz de aplastar con el talón una docena de demonios Behemoth a la vez.

Esperamos que usted sea capaz de prestarnos ayuda en este asunto, y que el desembolso que la señora Branwell realiza en sombreros y en otros artículos de lencería femenina que nuestra delicadeza nos impide mencionar, se compruebe.

Atentamente suyos,

Gideon y Gabriel Lightwood

—¿Qué es una fruslería? —preguntó Gabriel mientras contemplaba con aspecto de lechuza la epístola que acababa de ayudar a redactar. En realidad, Gideon había dictado la mayor parte; Gabriel se había limitado a mover la pluma sobre el papel. Estaba comenzando a sospechar que tras el aspecto severo de su hermano se ocultaba un genio cómico.

Gideon agitó una mano indolente.

—No importa. Sella el sobre y se lo daremos a Cyril para que salga con el correo de la mañana.

Habían pasado varios días desde la batalla con el gusano, y Cecily volvía a estar en la sala de entrenamiento. Estaba comenzando a preguntarse si debería facilitarse la vida y trasladar su cama y otros muebles a ese espacio, ya que parecía pasar ahí la mayor parte del tiempo. El dormitorio que Charlotte le había asignado estaba casi despojado de decoración o de cualquier cosa que pudiera recordarle su hogar. Y ella no se había llevado casi nada personal de Gales, porque no había planeado quedarse por mucho tiempo.

Al menos ahí, en la sala de armas, se sentía segura. Quizá porque no había ninguna sala igual donde ella había crecido; era un lugar que ni pintado para los cazadores de sombras. Nada en ella le podía producir añoranza. Las paredes estaban cubiertas por docenas de armas. Su primera lección con Will, cuando él aún estaba furioso porque ella estuviera allí, había consistido en memorizar todos los nombres y lo que hacían. Katanas de Japón, espadones de doble mano, misericordias de hoja muy fina, estrellas matutinas y mazas, curvados sables turcos, ballestas, hondas y pequeñas flautas que lanzaban dardos envenados. Le recordaba escupiendo las palabras como si fueran veneno.

«Enfádate tanto como quieras, hermano mayor —había pensado ella—. Puedo fingir que deseo ser una cazadora de sombras, porque eso no te deja más elección que aguantarme aquí. Pero te mostraré que esta gente no es tu familia. Te llevaré a casa».

Descolgó una espada de la pared y la sostuvo con cuidado en las manos. Will le había explicado que el modo de sujetar un espadón de dos manos era justo por debajo de la caja torácica, apuntando directo hacia afuera. Las piernas debían equilibrar el peso repartido por igual, y la espada debía blandirse desde los hombros, no los brazos, para poner toda la fuerza en el golpe mortal.

«Un golpe mortal». Llevaba muchos años enfadada con su hermano por abandonarlos para unirse a los cazadores de sombras de Londres, por entregarse a lo que su madre había calificado como una vida de irracional asesinato, armas, sangre y muerte. ¿Qué le faltaba en las verdes montañas de Gales? ¿De qué carecía su familia? ¿Por qué dar la espalda al más azul de los mares, por algo tan vacío como aquello?

Y, sin embargo, ahí estaba ella, prefiriendo pasar el rato sola en la sala de entrenamiento con una silenciosa colección de armas. El peso de la espada en las manos le resultaba reconfortante, casi como si sirviera de barrera entre ella y sus sentimientos.

Will y ella habían estado rondando por la ciudad unas noches atrás, de fumaderos de opio a garitos de juego o guaridas de ifrits, una mancha de color, olores y luz. No era que él se hubiera comportado de un modo muy amistoso, pero Cecily sabía que, para Will, permitirle acompañarlo en una misión tan delicada había sido todo un gesto.

Esa noche, Cecily había disfrutado de su compañerismo. Había sido como recuperar a su hermano. Pero a lo largo de la noche, Will cada vez había hablado menos, y al regresar al Instituto, se había alejado, con el claro deseo de quedarse solo, y la había dejado con nada que hacer excepto regresar a su dormitorio y quedarse tumbada despierta, mirando al techo, hasta la llegada del alba.

De algún modo, había pensado mientras planeaba ir al Instituto que los lazos que unían a Will con éste no podían ser tan fuertes. Su cariño por esa gente no sería tan grande como el cariño por su familia. Pero a lo largo de la noche, cuando ella había sido testigo de su esperanza y luego de su decepción en cada nuevo establecimiento al preguntar por el yin fen sólo para que les informaran de que no había, Cecily había comprendido (oh, se lo habían dicho antes, lo había sabido antes, pero eso no era lo mismo que comprenderlo) que los lazos que lo ligaban al Instituto eran tan fuertes como cualquier lazo de sangre.

Estaba cansada, y aunque cogía la espada como Will le había enseñado, con la mano derecha bajo el guardamano y la mano izquierda en el pomo, se le escapó, se le cayó hacia adelante y se le clavó de punta en el suelo.

—¡Oh, vaya! —exclamó una voz desde la puerta—. Me temo que a ese esfuerzo sólo le puedo dar un tres. Quizá un cuatro, si estuviera inclinado a darle puntos extras por practicar con la espada en vestido de tarde.

Cecily, que no se había molestado en cambiarse, echó la cabeza hacia atrás y miró fijamente a Gabriel Lightwood, que había aparecido en el umbral como una especie de diablillo perverso.

—Quizá no esté interesada en su opinión, señor.

—Quizá. —Éste dio un paso dentro de la sala—. El Ángel sabe que su hermano nunca lo ha estado.

—En eso estamos de acuerdo —comentó Cecily y desclavó la espada del suelo.

—Pero no en mucho más. —Gabriel se puso detrás de ella. Ambos se reflejaban en los espejos; Gabriel era un palmo más alto que ella, que podía verle la cabeza por encima de su hombro. Tenía uno de esos raros rostros de huesos afilados: atractivo desde algunos ángulos, y peculiar e interesante desde otros. Lucía una pequeña cicatriz blanca en la barbilla, como si le hubieran arañado ahí con una hoja fina—. ¿Le gustaría que le mostrara la manera adecuada de sujetar la espada?

—Si debe hacerlo…

Él no contestó, pero la rodeó con los brazos y le ajustó las manos sobre el pomo.

—Nunca debe sujetar la espada con la punta hacia abajo —explicó—. Sujétela así, con la punta hacia fuera, para que si su oponente carga contra usted, se ensarte en la hoja.

Cecily cogió el arma según le decía. La cabeza le iba a toda velocidad. Durante mucho tiempo había pensado que los cazadores de sombras eran monstruos, monstruos que habían raptado a su hermano, y que ella era una heroína que no había dudado en cabalgar para rescatarlo, aunque él no supiera que necesitara ser rescatado. Le había resultado raro, pero se había ido dando cuenta de lo humanos que eran. Notaba el calor que emanaba del cuerpo de Gabriel, su aliento sobre su cabello, y oh, qué raro era ser consciente de tantas cosas sobre otra persona: cómo lo notaba, el roce de su piel, su olor…

—Vi cómo luchó en Lightwood House —murmuró Gabriel Lightwood. Sus callosas manos le rozaron los dedos, y Cecily trató de contener un leve estremecimiento.

—¿Mal? —preguntó ella, intentando ser irónica.

—Con pasión. Hay quienes luchan porque es su obligación, y quienes luchan porque les gusta. A usted le gusta.

—Yo no… —comenzó a decir Cecily, pero se interrumpió cuando la puerta de la sala se abrió dando un fuerte golpe.

Era Will, que llenaba el hueco de la puerta con los anchos hombros y el cuerpo larguirucho. La mirada de sus ojos azules presagiaba tormenta.

—¿Qué estás haciendo aquí? —quiso saber.

En eso quedaba la paz que habían logrado la noche anterior.

—Estoy practicando —contestó Cecily—. Me dijiste que no mejoraría sin practicar.

—Tú, no. Gabriel Lightworm. —Will apuntó con la barbilla al otro chico—. Perdón, Lightwood.

Gabriel apartó lentamente los brazos, con los que rodeaba a Cecily.

—Quien haya estado entrenando a tu hermana en el uso de la espada le ha contagiado muchos malos hábitos. Sólo trataba de ayudarla.

—Le he dicho que podía hacerlo —repuso Cecily; no tenía ni idea de por qué estaba defendiendo a Gabriel, excepto porque suponía que eso molestaría a su hermano.

Y así fue. Él entrecerró los ojos.

—¿Y te ha dicho que lleva años tratando de vengarse de mí por lo que él consideró un insulto a su hermana? ¿Y qué mejor forma que por medio de ti?

Cecily volvió la cabeza de golpe para mirar a Gabriel, que mostraba en su expresión una mezcla de enfado y desafío.

—¿Es eso cierto? —le preguntó ella.

Gabriel no le contestó a ella sino a Will.

—Si vamos a vivir en la misma casa, Herondale, entonces tendremos que aprender a tratarnos con cordialidad. ¿No estás de acuerdo?

—Mientras te pueda romper el brazo con la misma facilidad con la que te miro, no estaré de acuerdo. —Will descolgó un florete de la pared—. Y ahora, sal de aquí, Gabriel. Deja en paz a mi hermana.

Con una mirada de desprecio, Gabriel pasó junto a Will y salió de la estancia.

—¿Era eso absolutamente necesario, Will? —le preguntó Cecily en cuanto se cerró la puerta.

—Conozco a Gabriel Lightwood y tú no. Te sugiero que me dejes a mí juzgar su carácter. Desea utilizarte para herirme…

—¿De verdad no puedes imaginar que tenga algún motivo que no seas tú?

—Lo conozco —repitió Will—. Ha demostrado ser un mentiroso y un traidor…

—La gente cambia.

—No tanto.

—Tú lo has hecho —replicó Cecily mientras cruzaba la sala y dejaba caer el espadón sobre un banco, lo que provocó un gran estruendo.

—Tú también —repuso Will, sorprendiéndola. Ella se volvió hacia él.

—¿He cambiado? ¿Cómo he cambiado?

—Cuando llegaste aquí —contestó Will—, hablabas sin parar sobre hacerme volver a casa. No te gustaba entrenar. Fingías que sí, pero yo lo veía. Luego dejaste lo de «Will, debes volver a casa», y comenzó a ser «Will, escribe una carta». Y empezaste a disfrutar del entrenamiento. Gabriel Lightwood es un canalla, pero tenía razón en una cosa: disfrutaste luchando contra el gran gusano en Lightwood House. La sangre de cazador de sombras es como pólvora en tus venas, Cecy. Una vez encendida, no es fácil de apagar. Si permaneces aquí más tiempo, hay muchas posibilidades de que acabes como yo, demasiado atrapada para marcharte.

Cecily le miró de reojo. Él llevaba el cuello de la camisa abierto, y algo escarlata le parpadeaba en el hueco del cuello.

—¿Acaso llevas un collar de mujer, Will?

Él se llevó una mano al cuello con una mirada sorprendida, pero antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de nuevo y entró Sophie, con una expresión de inquietud en su rostro marcado.

—Señorito Will, señorita Herondale —dijo—. Los he venido a buscar. Charlotte ha pedido que se reúnan todos en el salón inmediatamente; es un asunto de cierta urgencia.

Cecily siempre había sido una niña un poco solitaria. Resultaba difícil no serlo teniendo a los hermanos mayores muertos o desaparecidos, y sin nadie de la misma edad cerca a quien los padres considerasen una compañía adecuada. Había aprendido a entretenerse sola con sus observaciones sobre la gente, que no compartía sino que guardaba para poder rememorarlas más tarde y analizarlas en soledad.

Las costumbres de toda una vida no se perdían con facilidad, y aunque Cecily ya no estaba sola, desde que había llegado al Instituto ocho semanas antes, había convertido a sus habitantes en el objeto de su detallado estudio. Eran cazadores de sombras, después de todo; al principio, el enemigo, y luego, cuando cada vez más ésa había dejado de ser su opinión, simplemente un objeto de fascinación.

En ese momento, los examinaba mientras entraba en el salón junto a Will. Primero estaba Charlotte, sentada ante su escritorio. Cecily no hacía mucho que la conocía, y sin embargo, sabía que era la clase de mujer que mantenía la calma en momentos de presión. Era muy menuda, pero fuerte, un poco como la madre de Cecily, aunque con menos tendencia a mascullar en galés.

Luego estaba Henry. Tal vez hubiera sido él el primero en convencer a Cecily de que, aunque los cazadores de sombras fueran diferentes, no eran peligrosamente extraños. No había nada en él que pudiera asustar, todo piernas y ángulos mientras se apoyaba en el escritorio de Charlotte.

Luego pasó la mirada sobre Gideon Lightwood, más bajo y robusto que su hermano; Gideon, cuyos ojos verde grisáceo solían seguir a Sophie por el Instituto como un esperanzado perrito faldero. Se preguntó si los demás del Instituto se habrían fijado en su cariño hacia la criada, y lo que la propia Sophie pensaría de ello.

Y luego estaba Gabriel. Las ideas de Cecily respecto a él eran confusas. Tenía los ojos brillantes, el cuerpo tenso como un muelle, apoyado contra el sillón donde estaba su hermano. En el sofá de terciopelo oscuro frente a los Lightwood se sentaba Jem, con Tessa a su lado. Él había mirado al abrirse la puerta, como siempre hacía, y parecía que se le hubiera iluminado el semblante al ver a Will. Era una cualidad peculiar de ambos, y Cecily se preguntó si sería igual para todos los parabatai, o si eran un caso único. En cualquier caso, debía de ser terrible estar tan ligado a otra persona, sobre todo a una tan frágil como Jem.

Mientras los observaba, Tessa puso la mano sobre la de Jem, y le dijo algo por lo bajo que lo hizo sonreír. Tessa miró rápidamente a Will, pero éste se limitó a cruzar la sala, como hacía siempre, para apoyarse en la repisa de la chimenea. Cecily nunca había sido capaz de decidir si lo hacía porque siempre tenía frío o porque pensaba que se veía deslumbrante ante las chisporroteantes llamas.

«Debes de avergonzarte de tu hermano, que alberga sentimientos ilícitos hacia la prometida de su parabatai», le había dicho Will. De haber sido cualquier otra persona, Cecily le habría dicho que no tenía sentido guardar secretos. Finalmente, la verdad saldría a la luz. Pero en el caso de Will, no estaba tan segura. A su favor tenía la práctica de años ocultando y fingiendo. Era un actor consumado. De no haber sido su hermana, de no haberle visto el rostro en el momento en que Jem no miraba, Cecily creía que ella tampoco se habría dado cuenta.

Y luego había la terrible verdad de que no tendría que ocultar su secreto para siempre. Sólo lo necesitaba esconder mientras Jem viviera. Si James Carstairs no fuera siempre tan amable y bien intencionado, pensó Cecily, tal vez lo habría odiado por su hermano. No sólo se iba a casar con la chica de la que Will estaba enamorado, sino que cuando muriera, se temía que éste nunca se recuperaría. Pero no se podía culpar a alguien por estar muriendo. Por irse a propósito, quizá, pero no por morirse, ya que el poder sobre ese hecho estaba seguramente más allá de la capacidad de cualquier mortal.

—Me alegro de que estéis todos aquí —empezó Charlotte con una voz tensa que hizo que Cecily abandonara sus cavilaciones. La directora del Instituto miraba muy seria hacia la pulida bandeja que había sobre el escritorio, en la que había una carta abierta y un pequeño paquete envuelto con papel de cera—. He recibido una inquietante carta. Del Magíster.

—¿De Mortmain? —Tessa se inclinó hacia adelante, y el ángel mecánico que siempre llevaba al cuello colgó suelto, destellando bajo la luz del fuego—. ¿Te ha escrito a ti?

—No para preguntar por tu salud, es de presumir —dijo Will—. ¿Qué quiere?

Charlotte respiró hondo.

—Os voy a leer la carta.

Mi querida señora Branwell:

Perdóneme por molestarla en lo que debe de ser un momento alarmante en su hogar. Lamenté, aunque debo confesar que no me sorprendió, enterarme de la grave indisposición del señor Carstairs.

Creo que es usted conocedora de que soy el feliz poseedor de una gran (debería decir exclusivamente grande) porción de la medicina que el señor Carstairs requiere para continuar disfrutando de salud. Así pues, nos hallamos en una situación de lo más interesante, que estoy deseoso de resolver a satisfacción de ambos. Estaré encantado de realizar un intercambio. Si está dispuesta a confiar a la señorita Grey a mi cuidado, les proporcionaré una gran cantidad de yin fen.

Envío una muestra de mi buena voluntad. Por favor, hágame saber su decisión por escrito. Si dicen a mi autómata la secuencia correcta de números que están escritos al final de esta carta, estoy seguro de que la recibiré.

Atentamente suyo,

Axel Mortmain

—Esto es todo —concluyó Charlotte mientras doblaba la carta por la mitad y la volvía a dejar sobre la bandeja—. Hay instrucciones para llamar al autómata al que desea que le confiemos la respuesta, y están los números de los que habla, pero no aportan ninguna pista sobre su localización.

Se hizo un silencio de estupefacción. Cecily, que se había sentado en un pequeño sillón floreado, miró a Will y lo vio apartar rápidamente la mirada para ocultar su expresión. Jem palideció, y su rostro se volvió del color de la ceniza, y Tessa… Tessa siguió sentada muy quieta, mientras la luz del fuego le lanzaba sombras sobre el rostro.

—Mortmain me quiere a mí —dijo ésta finalmente, rompiendo el silencio—. A cambio del yin fen de Jem.

—Es ridículo —exclamó su prometido—. Inaceptable. Deberíamos entregar la carta a la Clave para ver si ellos pueden discernir algo sobre su paradero por medio de ella, pero eso es todo.

—No podrán localizarle —repuso Will a media voz—. Una y otra vez, el Magíster ha demostrado ser demasiado listo para eso.

—Eso no es ser listo —replicó Jem—, es la forma más baja de chantaje.

—No digo que no —dijo Will—. Lo que digo es que aceptemos el paquete como una bendición, un puñado más de yin fen que te ayudará, y que no hagamos caso del resto.

—Mortmain ha escrito la carta sobre mí —dijo Tessa, interrumpiéndolos a ambos—. La decisión debería ser mía. —Se inclinó hacia Charlotte—. Iré.

Se hizo otro pesado silencio. La directora tenía mala cara; Cecily notó sus propias manos resbaladizas de sudor mientras las retorcía sobre el regazo. Los hermanos Lightwood parecían increíblemente incómodos; Gabriel daba la sensación de desear estar en cualquier otro lugar menos ahí. Cecily no podía culparle. La tensión entre Will, Jem y Tessa era como un barril de pólvora que sólo necesitaba una cerilla para estallar y enviarlos a todos al más allá.

—No —repuso Jem finalmente, mientras se ponía en pie—. Tessa, no puedes ir.

Ella siguió su ejemplo y también se puso en pie.

—Sí puedo. Eres mi prometido. No puedo permitir que mueras cuando podría ayudarte, y Mortmain no pretende hacerme ningún daño físico…

—¡No sabemos lo que pretende! ¡No podemos confiar en él! —exclamó Will de repente, y luego bajó la cabeza, mientras se aferraba a la repisa con tanta fuerza que los dedos se le pusieron blancos. Cecily notó que se estaba obligando a permanecer en silencio.

—Si Mortmain te quisiera a ti, irías —dijo Tessa, mientras le lanzaba al hermano de Cecily una mirada cargada de significado que no dejaba espacio a la contradicción. Will se encogió al oírla.

—No —intervino Jem—. Se lo prohibiría a él también.

Tessa se volvió hacia Jem con la primera expresión de enfado hacia él que Cecily había visto jamás en su rostro.

—No puedes prohibírmelo, como tampoco a Will…

—Sí puedo —aseguró Jem—. Por una sencilla razón. La droga no es una cura, Tessa. Sólo me alarga la vida. No permitiré que tires tu vida por la borda sólo por un resto de la mía. Si te vas con Mortmain, será en balde. Seguiré sin tomarme la droga.

Will alzó la cabeza.

—James…

Pero Tessa y Jem se estaban mirando fijamente a los ojos.

—No harás eso —susurró Tessa—. No me insultarás tirándome a la cara el sacrificio que haría por ti.

Jem cruzó la sala y cogió el paquete, y la carta, del escritorio de Charlotte.

—Prefiero insultarte que perderte —repuso él, y antes de que nadie pudiera moverse para detenerlo, tiró ambas cosas al fuego.

La sala estalló en gritos. Henry corrió hacia adelante, pero Will ya estaba arrodillado ante la chimenea y metía ambas manos en el fuego.

Cecily saltó de su silla.

—¡Will! —gritó, y corrió hacia su hermano. Lo cogió por los hombros y lo apartó del fuego. Él se fue hacia atrás, y el paquete, aún ardiendo, se le cayó de las manos. Gideon llegó allí al instante, y apagó las pequeñas llamas, con lo que dejó un revoltijo de papel quemado y polvo plateado en el suelo.

Cecily miró hacia el fuego. La carta con las instrucciones para convocar al autómata de Mortmain había desaparecido, reducida a cenizas.

—Will —dijo Jem. Parecía a punto de vomitar. Cayó de rodillas cerca de Cecily, que aún agarraba a su hermano por los hombros, y sacó una estela de la chaqueta. Will tenía las manos encarnadas, de un blanco lívido del que ya empezaban a surgir ampollas, y manchadas de hollín. Cecily oía su respiración, áspera y punzante; gemidos de dolor, que sonaban igual que cuando se había caído del tejado de su casa a los nueve años y se había roto los huesos del brazo izquierdo.

Byddwch yn iawn, Will —le aseguró ella mientras Jem le aplicaba la estela en el antebrazo y dibujaba con rapidez—. Te pondrás bien.

—Will —dijo Jem a media voz—. Will, lo siento mucho. Lo siento mucho, Will…

La angustiada respiración de su parabatai se iba calmando mientras el iratze hacía efecto, su piel fue palideciendo hasta recuperar su color normal.

—Aún queda algo de yin fen para guardar —repuso Will y se dejó caer hacia atrás sobre Cecily. Olía a humo y hierro. Ella notaba cómo le latía el corazón a través de la espalda—. Mejor lo recogemos antes de que nada más…

—Toma. —Era Tessa, que se arrodillaba; Cecily fue más o menos consciente de que los otros estaban de pie, Charlotte con una mano sobre la boca por la impresión. Tessa tenía un pañuelo en la mano derecha, en el que quizá hubiera un puñado de yin fen, todo lo que Will había salvado del fuego—. Coge esto —indicó, y se lo puso a Jem en la mano libre, la que no empuñaba la estela. Él pareció estar a punto de decirle algo, pero ella ya se había incorporado. Totalmente destrozado, la observó salir de la sala.

—Oh, Will, ¿qué vamos a hacer contigo?

Éste se hallaba sentado, con cierta sensación de incongruencia, en el sillón floreado del salón, mientras dejaba que Charlotte, sentada en un pequeño taburete ante él, le extendiera pomada por las manos. Después de tres iratzes, ya no le dolían mucho, y habían recuperado su color normal, pero Charlotte había insistido en curárselas igualmente.

Los otros, menos Cecily y Jem, se habían ido; la chica estaba sentada junto a él, sobre el brazo del sillón, y Jem se hallaba arrodillado sobre la alfombra quemada, con la estela en la mano, sin tocar a Will, pero cerca de él. Se habían negado a marcharse, incluso después de que los otros hubieran ido saliendo y Charlotte hubiera enviado a Henry de vuelta al sótano a trabajar. Después de todo, no había nada más que hacer. Las instrucciones para contactar con Mortmain habían sido destruidas, reducidas a cenizas, y no había ninguna decisión que tomar.

Charlotte había insistido en que Will se quedara para ponerle pomada en las manos, Y Cecily y Jem se habían negado a marcharse. Y Will tenía que admitir que le gustaba tener a su hermana allí, sentada en el brazo de su sillón; le gustaban las feroces miradas protectoras que lanzaba a cualquiera que se le acercara, incluso a Charlotte, dulce e inofensiva, con su pomada y sus maternales cuidados. Y Jem, a sus pies, un poco apoyado contra su sillón, como había hecho tantas veces cuando curaban a Will con vendas o iratzes de las heridas que había recibido en alguna batalla.

—¿Recuerdas la vez que Meliorn intentó saltarte los dientes por llamarle holgazán de orejas puntiagudas? —preguntó Jem. Había tomado un poco del yin fen que Mortmain había enviado, y volvía a tener color en las mejillas.

Will sonrió, a pesar de todo; no pudo evitarlo. Había sido lo que en los últimos años le había hecho sentirse afortunado: tenía alguien en su vida que lo conocía, que sabía lo que pensaba antes de que dijera algo.

—Habría sido yo quien le hubiese saltado los dientes de vuelta —contestó—, pero cuando fui a buscarle, había emigrado a América. Para escapar de mi ira, sin duda.

—Hum —exclamó Charlotte, como siempre hacía cuando pensaba que Will se estaba dando aires—. Por lo que sé, tenía demasiados enemigos en Londres.

Dydw I ddim yn gwybod pwy yw unrhye un o’r bobl yr ydych yn siarad amdano —dijo Cecily quejosa.

—Puede que tú no sepas de quién estamos hablando, pero nadie más sabe lo que estás diciendo —le recordó Will, aunque no había desaprobación en su tono. Oía el cansancio en su propia voz. La falta de sueño de la noche anterior se estaba cobrando su precio—. No hables en galés, Cecy.

Charlotte se levantó, fue hasta el escritorio y dejó el tarro de pomada encima. Cecily le tiró a Will de un rizo.

—Déjame verte las manos.

Él las alzó. Recordaba el fuego, la ardiente agonía y, sobre todo, la cara de Tessa. Sabía que ella entendería por qué había hecho lo que había hecho, por qué no lo había pensado dos veces, pero la mirada en sus ojos… como si se le rompiera el corazón por él.

Sólo deseaba que ella estuviera aún allí. Era agradable estar con Jem, Cecily y Charlotte, estar rodeado de su afecto, pero sin ella allí siempre faltaría algo, una parte con forma de Tessa arrancada de su corazón y que nunca recuperaría.

Cecily le tocó los dedos, que tenían ya un aspecto bastante normal, al margen del hollín bajo las uñas.

—Es sorprendente —comentó, y luego le palmeó las manos con cuidado de no llevarse la pomada—. Will siempre ha tenido tendencia a hacerse daño —añadió en un tono cariñoso—. Ni puedo contar las veces que se rompió algo cuando éramos niños, y las rascadas, las cicatrices…

Jem se acercó más a la silla y miró al fuego.

—Ojalá fueran mis manos —dijo.

Will negó con la cabeza. El agotamiento le estaba difuminando el contorno de todo lo que había en la sala; las flores del papel de pared se habían convertido en una indistinta masa de color.

—No. Tus manos no. Necesitas las manos para el violín. ¿Para qué necesito yo las mías?

—Debería haber sabido lo que ibas a hacer —continuó Jem en voz baja—. Siempre sé lo que vas a hacer. Debería haber sabido que meterías las manos en el fuego.

—Y yo debería haber sabido que tirarías el paquete a él —repuso Will sin rencor—. Ha sido… ha sido algo muy noble. Entiendo por qué lo has hecho.

—Estaba pensando en Tessa. —Jem dobló las rodillas y apoyó la barbilla sobre ellas, luego rió suavemente—. Locamente noble. ¿No se supone que eres experto en esa área? De repente, yo soy el que hace cosas ridículas y ¿tú me dices que pare?

—¡Dios! —exclamó Will—. ¿Cuándo nos hemos intercambiado?

La luz del fuego creaba reflejos sobre el rostro y el cabello de Jem cuando éste negó con la cabeza.

—Estar enamorado es algo muy extraño —contestó—. Te cambia.

Will miró a Jem, y lo que sintió, más que celos, más que cualquier otra cosa, fue un extraño deseo de compadecer a su mejor amigo, de hablar de los sentimientos que albergaba en su corazón. Porque ¿no eran los mismos sentimientos? ¿No amaban de la misma manera, a la misma persona? Pero…

—Desearía que no te arriesgaras —fue todo lo que dijo.

Jem se puso en pie.

—Siempre he pretendido eso de ti.

Will alzó los ojos, tan cargados de sueño y del cansancio que causaban las runas curativas que sólo podía ver a Jem como una silueta recortada contra un halo de luz.

—¿Te vas?

—Sí, a dormir. —Jem rozó con los dedos las manos de su parabatai—. Déjate descansar, Will.

A éste ya se le cerraban los ojos mientras su amigo se volvía para marcharse. No oyó la puerta cerrarse tras él. Desde algún punto del pasillo, Bridget cantaba, y su voz se alzaba sobre el crepitar del fuego. Will no lo encontró tan molesto como acostumbraba, sino más bien como una nana que su madre le podría haber cantado, para hacerle dormir.

Oh, ¿qué brilla más que la luz? ¿Qué es más negro que la noche? ¿Qué es más afilado que una hacha? ¿Qué es más suave que la cera derretida? La verdad brilla más que la luz. La mentira es más negra que la noche. La venganza es más afilada que una hacha. Y el amor es más suave que la cera derretida.

—Una canción de adivinanzas —observó Cecily, con voz medio dormida, medio despierta—. Siempre me han gustado. ¿Recuerdas la que nos solía cantar mamá?

—Un poco —admitió Will. Si no hubiera estado tan cansado, quizá no lo habría admitido.

Su madre siempre cantaba, la música llenaba los rincones de la mansión; cantaba mientras caminaba junto a las aguas del estuario de Mawddach, o entre los narcisos del jardín. Llawn yw’r coed o ddail a blode, llawn o goriad merch wyf inne.

—¿Recuerdas el mar? —preguntó Will con un tono que dejaba traslucir su cansancio—. ¿El lago en Tal-y-Llyn? No hay nada tan azul en Londres como eso.

Oyó que Cecily tragaba aire.

—Claro que lo recuerdo. Pensaba que tú no.

Imágenes de sueños se dibujaron en los ojos medio cerrados de Will, con el sueño arrastrándolo como una corriente, apartándolo de la iluminada orilla.

—No creo que pueda levantarme de este sillón, Cecily —murmuró—. Dormiré aquí esta noche.

Ella alzó la mano, buscó la de él y se la cubrió.

—Entonces, me quedaré contigo —repuso, y su voz se convirtió en parte de la corriente de sueños que lo atraparon finalmente y lo arrastraron con ellos.

Para: Gabriel y Gideon Lightwood

De: Cónsul Josiah Wayland

Me sorprendió sobremanera recibir vuestra carta. No consigo entender cómo podría haberme expresado con mayor claridad. Deseo que me comuniquéis los detalles de la correspondencia de la señora con sus parientes y amigos de Idris. No pedí ninguna tontería sobre los sombreros de la dama. Ni me importa su forma de vestir ni las noticias del día a día.

Por favor, enviadme una carta que contenga información relevante. Espero fervientemente que tal carta también sea más digna de unos cazadores de sombras y menos de unos locos de atar.

En el nombre de Raziel,

Cónsul Wayland