6

QUÉ LA OSCURIDAD

Que el amor sujete al dolor para que ambos no se hundan, que la oscuridad conserve su lustre de cuervo; ah, más dulce estar borracho de pérdida, bailar con la muerte, golpear el suelo.

ALFRED, LORD TENNYSON, In Memoriam A. H. H.

Para: Inquisidor Victor Whitelaw

De: Cónsul Josiah Wayland

Es con cierta turbación que te escribo esta carta, Victor, puesto que hace ya años que nos conocemos. Me siento un poco como la profetisa Casandra, condenada a saber la verdad y a que nadie la creyera. Quizá sea mi pecado de soberbia lo que puso a Charlotte Branwell en el puesto que ahora ocupa y desde el cual me atormenta.

Socava mi autoridad constantemente, una inestabilidad que me temo que pueda causar en la Clave un severo… Lo que debería haber sido un desastre para ella —la revelación de que albergaba espías bajo su techo, la complicidad de la chica Lovelace con los planes del Magíster— se ha recreado como un triunfo. Que no se haya visto al Magíster ni se haya oído hablar de él se ha adjudicado al buen juicio de Charlotte, y no se ve, como sospecho que es, como una retirada táctica y una reagrupación de fuerzas por su parte. Aunque soy el Cónsul y guío a la Clave, me parece que éste pasará a la historia como el tiempo de Charlotte Branwell, y que mi legado se perderá

Para: Inquisidor Victor Whitelaw

De: Cónsul Josiah Wayland

Victor:

Aunque aprecio tu interés, no tengo ninguna ansiedad con respecto a Charlotte Branwell que no conste en mi carta al Consejo.

Que la fuerza del Ángel te dé valor en estos tiempos revueltos,

Josiah Wayland

Al principio, el desayuno fue tranquilo. Gideon y Gabriel bajaron juntos, ambos contenidos, Gabriel casi sin decir palabra, aparte de pedirle a Henry que le pasara la mantequilla. Cecily se había colocado en el extremo más lejano de la mesa y estaba leyendo un libro mientras comía; Tessa ansiaba ver el título, pero Cecily había colocado el libro en un ángulo que se lo impedía. Las ojeras oscuras de Will, frente a Tessa, evidenciaban su falta de sueño, un recuerdo de su ajetreada noche; la misma Tessa removía con el tenedor sin ningún entusiasmo su desayuno, en silencio hasta que la puerta se abrió y Jem entró.

Ella alzó la mirada sorprendida y con una sacudida de placer. Él se deslizó ágilmente en una silla junto a la chica.

—Buenos días.

—Tienes mucho mejor aspecto, Jemmy —comentó Charlotte, encantada.

¿«Jemmy»? Tessa miró a Jem divertida; él se encogió de hombros y le lanzó una sonrisa como de disculpa.

Tessa miró por la mesa y encontró a Will observándolos. Sus miradas se rozaron, sólo un momento, Tessa con una pregunta en los ojos. ¿Había alguna posibilidad de que, de algún modo, Will hubiera hallado yin fen desde su vuelta a casa y esa mañana? Pero no, él parecía tan sorprendido como ella.

—Estoy bastante mejor —repuso Jem—. Los Hermanos Silenciosos han sido de gran ayuda. —Se fue a servir una taza de té, y Tessa observó los huesos y los tendones moviéndose en su delgada muñeca, angustiosamente visibles. Cuando Jem dejó la tetera, ella le buscó la mano por debajo de la mesa, y él se la cogió. Enlazó sus finos dedos con los de ella, tranquilizadores.

La voz de Bridge flotó desde la cocina.

Frío sopla el viento hoy, mi amor, Frías son las gotas de lluvia; El primer amor que tuve, Muerto fue en el bosque verde. Haré tanto por mi amado Como cualquier joven debe; Sentada lloraré junto a su tumba Durante doce meses y un día.

—¡Por el Ángel, qué deprimente es esta chica! —exclamó Henry, mientras dejaba el periódico justo encima de su plato, por lo que sus bordes se empaparon de yema de huevo. Charlotte abrió la boca como para reñirle, pero la cerró de nuevo—. Todo son corazones rotos, muerte y amor no correspondido.

—Bueno, eso es de lo que tratan la mayoría de las canciones —comentó Will—. El amor correspondido es ideal, pero no sirve de mucho para una balada.

Jem alzó la mirada, pero antes de que pudiera decir nada, una gran reverberación resonó por todo el Instituto. Tessa ya estaba lo suficientemente acostumbrada a su hogar en Londres para saber que era el sonido de la campana de la puerta. Todos en la mesa miraron a la vez a Charlotte, como si tuvieran la cabeza sujeta por muelles.

Ésta, sobresaltada, dejó el tenedor.

—¡Oh, vaya! —exclamó—. Hay algo que os tenía que decir a todos, pero…

—¿Señora? —Era Sophie, que entraba en la sala con una bandeja en la mano. Tessa no pudo evitar notar que aunque Gideon la estaba mirando, ella parecía evitar a posta su mirada, mientras se ruborizaba levemente—. El cónsul Wayland está abajo y pide hablar con usted.

Charlotte cogió el papel doblado de la bandeja, lo miró y suspiró.

—Muy bien. Dile que suba.

Sophie desapareció en un remolino de faldas.

—¿Charlotte? —Henry parecía perplejo—. ¿Qué está pasando?

—Eso. —Will dejó que sus cubiertos resonaran contra el plato—. ¿El Cónsul? ¿Interrumpiendo nuestro desayuno? ¿Qué vendrá después? ¿El Inquisidor a tomar el té? ¿Picnics con los Hermanos Silenciosos?

—Tartas de pato en el parque —se mofó Jem por lo bajini, y Will y él se sonrieron, sólo un instante, antes de que la puerta se abriera y entrara el cónsul.

El cónsul Wayland era un hombre corpulento, de poderoso pecho y brazos robustos. Su túnica siempre parecía colgarle un poco rara de los anchos hombros. Tenía una barba rubia como un vikingo, y en ese momento su expresión era tormentosa.

—Charlotte —dijo sin ningún preámbulo—, estoy aquí para hablar de Benedict Lightwood.

Se oyó un leve roce; Gabriel había agarrado el mantel. Gideon puso una mano sobre la muñeca de su hermano, parándolo, pero el Cónsul ya los estaba mirando.

—Gabriel —dijo—. Pensaba que irías a casa de los Blackthorn con tu hermana.

El aludido aferró con fuerza el asa de su taza.

—Están muy afectados por la muerte de Rupert —se justificó él—. No he creído que fuera un buen momento para entrometerse.

—Aunque quizá podría ser bastante incómodo residir con tu hermana, considerando que ha puesto una queja contra ti por asesinato.

Gabriel hizo un ruido como si alguien le hubiera echado agua hirviendo por encima. Gideon tiró la servilleta sobre la mesa y se puso en pie.

—¿Que Tatiana ha hecho qué? —preguntó.

—Ya me has oído —contestó el Cónsul.

—No fue asesinato —puntualizó Jem.

—Eso dices tú —replicó el Cónsul—. Me han informado de que sí lo fue.

—¿También se le ha informado de que Benedict se había convertido en un gusano gigantesco? —inquirió Will, y Gabriel lo miró sorprendido, como si no se hubiera esperado que el chico le defendiera.

—Will, por favor —medió Charlotte—. Cónsul, ayer te notifiqué que Benedict Lightwood había sido descubierto en las últimas fases de astriola

—Me explicaste que hubo una batalla y que él resultó muerto —prosiguió el Cónsul—. Pero lo que oigo que se dice es que estaba enfermo con la viruela, y que como resultado, fue perseguido y asesinado a pesar de no ofrecer resistencia.

Will, con los ojos sospechosamente brillantes, abrió la boca. Jem se la tapó con la mano.

—No puedo entender —comenzó Jem, hablando por encima de las apagadas protestas de Will— cómo puede saber que Benedict Lightwood está muerto, pero no cómo ha ocurrido. Si no hay un cuerpo que encontrar, es porque se había convertido en más demonio que humano, y se desvaneció al morir, como hacen los demonios. Pero los criados desaparecidos, la muerte del propio esposo de Tatiana…

El Cónsul parecía cansado.

—Tatiana Blackthorn dice que un grupo de cazadores de sombras del Instituto asesinó a su padre y que Rupert resultó muerto en el altercado.

—¿Acaso mencionó que su padre se había comido a su esposo? —inquirió Henry, que por fin alzaba la vista del periódico—. Oh, sí. Se lo comió. Dejó una bota ensangrentada en el jardín para que la encontráramos. Había marcas de dientes. Me encantaría saber cómo eso puede haber sido un accidente.

—Yo diría que eso cuenta como ofrecer resistencia —aportó Will—. Comerse al propio yerno, me refiero. Aunque supongo que todas las familias tienen sus altercados.

—No estarás sugiriendo en serio —dijo Charlotte— que el gusano… que Benedict debería haber sido dominado y contenido, ¿verdad, Josiah? ¡Estaba en las últimas fases de la viruela! ¡Se había vuelto loco y convertido en gusano!

—También podría haberse convertido en un gusano y luego volverse loco —sugirió Will con diplomacia—. No podemos estar totalmente seguros.

—Tatiana está muy alterada —agregó el Cónsul—. Está pensando pedir una compensación…

—Entonces le pagaré —exclamó Gabriel, después de apartar la silla de la mesa y ponerse en pie—. Le daré a mi ridícula hermana todo mi salario durante el resto de mi vida si es lo que desea, pero no admitiré que hubo algo incorrecto, ni por mi parte ni por la de ninguno de nosotros. Sí, le clavé una flecha en el ojo. A esa cosa. Y lo volvería a hacer. Fuera lo que fuese esa cosa, ya no era mi padre.

Se hizo el silencio. Incluso el Cónsul no parecía tener una palabra a mano. Cecily había dejado el libro y pasaba una seria mirada de Gabriel al Cónsul.

—Le ruego que me disculpe, Cónsul, pero diga lo que diga Tatiana, no conoce la verdad de la situación —continuó Gabriel—. Sólo yo estaba en la casa con mi padre mientras enfermaba. Yo estuve solo con él durante las últimas dos semanas, mientras se volvía loco. Al final, vine aquí y le rogué a mi hermano que me ayudara. Charlotte me cedió amablemente la colaboración de sus cazadores de sombras. Cuando llegamos de vuelta a la casa, la cosa que había sido mi padre había despedazado al marido de mi hermana. Se lo aseguro, Cónsul, que no había ninguna manera de salvar a mi padre. Tuvimos que luchar por nuestras vidas.

—Entonces ¿por qué Tatiana…?

—Porque se siente humillada —contestó Tessa. Era lo primero que decía desde la entrada del Cónsul—. Me lo dijo. Creía que sería una mancha en el nombre de la familia si se sabía lo de la viruela demoníaca; supongo que está tratando de presentar una historia alternativa esperando que usted se la repita al Consejo. Pero no está diciendo la verdad.

—Realmente, Cónsul —intervino Gideon—. ¿Qué tiene más sentido? ¿Que todos nos volvimos locos y asesinamos a mi padre, y que sus hijos lo están encubriendo, o que Tatiana miente? Ella nunca piensa las cosas; ya lo sabe usted.

Gabriel estaba de pie con la mano en el respaldo de la silla de su hermano.

—Si usted me cree capaz de cometer parricidio alegremente, mándeme a la Ciudad Silenciosa para que me interroguen.

—Ésa sería la solución más sensata —repuso el Cónsul.

Cecily dejó su taza de té con un fuerte golpe que hizo que todos en la mesa pegaran un bote.

—Eso no es justo —protestó—. Está diciendo la verdad. Todos decimos la verdad. Usted debe saberlo.

El Cónsul le lanzó una mirada larga y especulativa, luego se volvió de nuevo hacia Charlotte.

—¿Esperas mi confianza? —dijo—. Y sin embargo me ocultas tus acciones. Las acciones tienen consecuencias, Charlotte.

—Josiah, te informé de lo que pasó en Lightwood House en cuanto todos regresaron y me aseguré de que estaban bien…

—Deberías habérmelo dicho antes —replicó el Cónsul secamente—. En cuanto Gabriel llegó. No era una misión rutinaria. Así las cosas, te has puesto en una posición en la que debo defenderte, a pesar de que has desobedecido el protocolo y has emprendido una misión sin la aprobación del Consejo.

—No había tiempo…

—Ya basta —la interrumpió el Cónsul en un tono que implicaba cualquier cosa menos que ya bastaba—. Gideon y Gabriel, vendréis conmigo a la Ciudad Silenciosa para ser interrogados. —Charlotte fue a protestar, pero el Cónsul alzó la mano—. Que los Hermanos verifiquen que lo que ellos dicen es rutinario; evitará cualquier lío y me permitirá rechazar rápidamente la petición de compensación de Tatiana. Vosotros dos. —El Cónsul se volvió hacia los Lightwood—. Id abajo a mi carruaje y esperadme allí. Los tres iremos a la Ciudad Silenciosa; cuando los Hermanos acaben con vosotros, si no encuentran nada interesante, os traeremos de vuelta.

—Si no encuentran nada —repitió Gideon en un tono enfadado. Cogió a su hermano por los hombros y lo hizo salir del comedor. Mientras Gideon cerraba la puerta a su espalda, Tessa notó que algo destellaba en su mano: volvía a llevar el anillo de los Lightwood.

—Muy bien —dijo el Cónsul a Charlotte—. ¿Por qué no me informaste en el mismo momento que tus cazadores de sombras regresaron y te dijeron que Benedict estaba muerto?

Charlotte clavó la mirada en su té. Tenía los labios apretados en una fina línea.

—Quería proteger a los chicos —contestó—. Quería que tuvieran un poco de tranquilidad. Un respiro, después de ver a su padre morir ante sus ojos, antes de que comenzaras a hacerles preguntas, Josiah.

—Eso no puede ser todo —continuó el Cónsul, sin prestar atención a la expresión de Charlotte—. Los papeles y los libros de Benedict. Tatiana nos habló de ellos. Registramos la casa, pero sus diarios habían desaparecido y su escritorio estaba vacío. Ésta no es tu investigación, Charlotte, esos papeles pertenecen a la Clave.

—¿Qué estáis buscando en ellos? —preguntó Henry, mientras sacaba el periódico de su plato. Parecía estar poco interesado en la respuesta, pero había un brillo duro en sus ojos que traicionaba ese aparente desinterés.

—Información sobre su conexión con Mortmain. Información sobre otros miembros de la Clave que puedan haber tenido una conexión con Mortmain. Pistas del paradero de éste…

—¿Y de sus artefactos? —preguntó Henry.

El Cónsul paró a media frase.

—¿Sus artefactos?

—Los Artefactos Infernales. Su ejército de autómatas. Es un ejército creado con el propósito de destruir a los cazadores de sombras, y él pretende lanzarlo contra nosotros —explicó Charlotte, aparentemente recuperada, mientras dejaba la servilleta—. Lo cierto es que si las notas de Benedict, cada vez más ininteligibles, se pueden creer, el momento llegará más pronto que tarde.

—Así que sí cogiste las notas y los diarios. El Inquisidor estaba convencido. —El Cónsul se pasó el dorso de la mano por los ojos.

—Claro que las cogí. Y claro que te las daré. Tenía pensado hacerlo desde el principio. —Sumamente digna, la mujer cogió la campanita de plata que tenía junto al plato y la hizo sonar; cuando apareció Sophie, le susurró algo y la sirvienta, después de hacer una reverencia al Cónsul, salió del comedor.

—Deberías haber dejado los papeles donde estaban, Charlotte. Es el procedimiento —le recriminó el Cónsul.

—No había ninguna razón para que no los revisara…

—Debes confiar en mi juicio, y en el de la Ley. Proteger a los chicos Lightwood no es prioritario con respecto a descubrir el paradero de Mortmain, Charlotte. No diriges la Clave. Eres parte del Enclave, y tienes que informarme. ¿Ha quedado claro?

—Sí, Cónsul —contestó Charlotte mientras Sophie volvía a entrar en el comedor con un fajo de papeles, que ofreció silenciosamente al Cónsul—. La próxima vez que uno de nuestros estimados miembros se convierta en gusano y se coma a otro estimado miembro, te informaremos inmediatamente.

El Cónsul apretó los dientes.

—Tu padre era mi amigo —dijo—. Confiaba en él, y por eso he confiado en ti. No hagas que lamente haberte nombrado, o haberte apoyado contra Benedict Lightwood cuando cuestionó tu cargo.

—¡Le seguiste el juego a Benedict! —exclamó Charlotte—. ¡Cuando propuso que se me dieran sólo quince días para completar una misión imposible, lo aceptaste! ¡No dijiste ni una palabra en mi defensa! Si no fuera una mujer, no te habrías comportado así.

—Si no fueras una mujer —replicó el Cónsul—, no habría tenido que hacerlo.

Y dicho esto, se fue, en un revuelo de túnicas oscuras y runas de brillo apagado. En cuanto la puerta se cerró a su espalda, Will no aguantó más.

—¿Cómo has podido darle los papeles? —siseó entre dientes—. Necesitamos la…

—Will —lo frenó Charlotte, que se había dejado caer sobre su silla, con los ojos cerrados—. Me he pasado la noche en vela copiando las partes relevantes. Gran parte era…

—¿Un galimatías? —sugirió Jem.

—¿Pornografía? —soltó Will al mismo tiempo—. Podría ser ambas cosas —continuó—. ¿Nunca has oído hablar de los galimatías pornográficos?

Jem sonrió, y Charlotte apoyó el rostro entre las manos.

—Había más de lo primero que de lo segundo, si quieres saberlo —explicó ella—. He copiado todo lo que he podido, con la inestimable asistencia de Sophie. —Alzó la mirada—. Will, tienes que recordarlo. Esto ya no es nuestra obligación. Mortmain es un problema de la Clave, o al menos así es como lo ven ellos. Hubo un tiempo en que nosotros éramos los responsables exclusivos de Mortmain, pero…

—¡Somos responsables de proteger a Tessa! —replicó Will con un tono cortante que asombró incluso a ésta. Will palideció levemente al darse cuenta de que todos lo miraban sorprendidos, pero, de todas formas, prosiguió—. Mortmain todavía la quiere. No podemos suponer que se ha rendido. Puede que venga con autómatas, puede que venga con brujería, fuego y traición, pero vendrá.

—Claro que protegeremos a Tessa —aseguró Charlotte—. No hace falta que nos lo recuerdes, Will. Es una de los nuestros. Y hablando de los nuestros… —Bajó la mirada hacia el plato—. Jessamine vuelve con nosotros mañana.

—¿Qué? —Will volcó su taza, y el mantel se empapó con el té vertido. Se oyó un zumbido por toda la mesa, aunque Cecily sólo se quedó mirando, confusa, y Tessa, después de coger aire de golpe, permaneció en silencio. Se acordó de la última vez que había visto a Jessamine, en la Ciudad Silenciosa, pálida y con los ojos rojos, llorando aterrorizada…—. Trató de traicionarnos, Charlotte. ¿Y tú le permites que vuelva sin más?

—No tiene otra familia, y la Clave le ha confiscado su fortuna; además no se halla en un estado que le permita vivir sola. Dos meses de interrogatorios en la Ciudad de Hueso la han vuelto casi loca. No creo que represente un peligro para ninguno de nosotros.

—Tampoco pensábamos antes que pudiera representar peligro alguno —apuntó Jem, en un tono más duro de lo que Tessa se habría esperado de él— y, sin embargo, el rumbo que decidió tomar casi puso a Tessa en manos de Mortmain, y al resto de nosotros en una situación deshonrosa.

Charlotte negó con la cabeza.

—Aquí hace falta clemencia y piedad. Jessamine no es lo que era, como sabríais si la hubierais visitado en la Ciudad Silenciosa.

—No tengo ningunas ganas de visitar a traidores —replicó Will con frialdad—. ¿Aún soltaba tonterías sobre que Mortmain estaba en Idris?

—Sí, y por eso los Hermanos Silenciosos finalmente la dejaron en paz; no conseguían sacar nada de ella que tuviera sentido. No tiene secretos, no sabe nada que valga la pena. Y ella lo entiende. Se siente sin ningún valor. Si os pudierais meter en su piel…

—Oh, no dudo de que te ha representado todo el espectáculo, Charlotte, llorando y rasgándose las vestiduras…

—Bueno, si se está rasgando las vestiduras… —dijo Jem, y le lanzó una rápida sonrisa a su parabatai—. Ya sabes lo mucho que a Jessamine le gustan sus vestiduras.

La sonrisa que le devolvió Will era reacia pero genuina. Charlotte vio su oportunidad para obtener ventaja.

—Ni la reconoceréis cuando la veáis, os lo prometo —aseguró—. Probemos una semana, una sola semana, y si ninguno soporta tenerla aquí, lo arreglaré para enviarla a Idris. —Apartó su plato—. Y ahora a revisar mis copias de los papeles de Benedict. ¿Quién quiere ayudarme?

Para: Cónsul Josiah Wayland

De: El Consejo

Apreciado señor:

Hasta el recibo de su última carta, habíamos considerado que nuestras diferencias respecto al tema de Charlotte Branwell eran una cuestión de opinión. Aunque usted puede no haber otorgado el permiso expreso para el traslado de Jessamine Lovelace al Instituto, la Hermandad, que está al cargo de estos asuntos, le otorgó su aprobación. Nos pareció el gesto de un corazón generoso permitir que la chica regresara al único hogar que ha conocido, a pesar de su crimen. En cuanto a Woolsey Scott, es el líder del Preator Lupus, una organización de la que nos consideramos aliados desde hace tiempo.

Su insinuación de que la señora Branwell puede haber prestado atención a aquellos que no desean lo mejor para la Clave es profundamente preocupante. No obstante, sin pruebas, somos reacios a proceder más allá teniendo como base sólo esta información.

En el nombre de Raziel,

Los Miembros del Consejo Nefilim

El carruaje del Cónsul era un landó con cinco ventanas que portaba las cuatro ces de la Clave en el costado; estaba tirado por un par de impecables garañones grises. El día era húmedo y caía una fina llovizna; el cochero estaba en el asiento delantero, oculto casi completamente por un sombrero y una capa de lona impermeable. El Cónsul, que no había dicho ni una palabra desde que habían salido del comedor del Instituto, hizo entrar a Gideon y a Gabriel en el carruaje, subió después de ellos y cerró la portezuela tras de sí.

Mientras el vehículo se alejaba traqueteando de la antigua iglesia, Gabriel se volvió para mirar por la ventanilla. Notaba una ligera presión ardiente tras los ojos y en el estómago. La había sentido de forma intermitente desde el día anterior, y en algunas ocasiones había sido tan intensa que había creído estar a punto de vomitar.

«Un gusano gigantesco… las últimas fases de astriola… la viruela demoníaca».

Cuando Charlotte y el resto habían acusado a su padre por primera vez, él no había querido creerlo. La deserción de Gideon le había parecido una locura, una traición tan monstruosa que sólo la demencia podía explicar. Su padre le había prometido que Gideon reflexionaría acerca de su decisión, que regresaría para ayudarlos con la casa y con ser un Lightwood. Pero no había regresado y, mientras, los días se habían ido volviendo más cortos y oscuros, y Gabriel había ido viendo cada vez menos a su padre, había comenzado a hacerse preguntas y luego a tener miedo.

«Benedict fue perseguido y asesinado».

Perseguido y asesinado. Gabriel le dio vueltas en la cabeza a esas palabras, pero no les encontró sentido. Había matado a un monstruo, que era para lo que le habían entrenado desde pequeño, pero aquel monstruo no había sido su padre. Su padre aún estaba vivo en alguna parte y, en cualquier momento, Gabriel miraría por la ventana de la casa y lo vería acercándose por el camino, con el largo abrigo gris aleteando al viento y los afilados contornos de sus rasgos recortados contra el cielo.

—Gabriel. —Era la voz de su hermano, que atravesaba la niebla del recuerdo y el ensueño—. Gabriel, el Cónsul te ha hecho una pregunta.

Gabriel alzó la mirada. El Cónsul lo observaba con ojos oscuros y expectantes. El carruaje avanzaba por Fleet Street; reporteros, abogados y vendedores ambulantes corrían de aquí para allí entre el tráfico.

—Te he preguntado —dijo el Cónsul— si te encuentras a gusto en el Instituto.

Gabriel lo miró parpadeando. Poco destacaba de entre la niebla que lo rodeaba los últimos días. Charlotte, abrazándolo. Gideon, lavándose la sangre de las manos. El rostro de Cecily como una flor brillante y rabiosa.

—Supongo que está bien —respondió en una voz oxidada—. No es mi casa.

—Bueno, Lightwood House es magnífica —comentó el Cónsul—. Construida sobre sangre y saqueo, claro.

Gabriel se lo quedó mirando sin comprender. Gideon miraba por la ventana, con una expresión levemente asqueada.

—Pensaba que nos quería hablar de Tatiana —dijo éste.

—Conozco a Tatiana —repuso el Cónsul—. Nada de la inteligencia de vuestro padre y nada de la gentileza de vuestra madre. Me temo que no ha salido muy bien parada. Su petición de compensación será desestimada, naturalmente.

Gideon se volvió en su asiento y lo miró con incredulidad.

—Si le da tan poco crédito a su versión, ¿por qué estamos aquí?

—Para poder hablar con vosotros a solas —contestó el hombre—. Veréis, cuando le entregué el Instituto a Charlotte, al principio pensaba, en parte, que un toque femenino le iría bien. Granville Fairchild era uno de los hombres más estrictos que he conocido, y aunque dirigía el Instituto según la Ley, era un lugar frío y nada acogedor. Aquí, en Londres, la mayor ciudad del mundo, un cazador de sombras no se podía sentir en casa. —Se encogió de hombros—. Pensé que entregar la administración a Charlotte podría ayudar.

—A Charlotte y a Henry —corrigió Gideon.

—Henry era una cifra… —repuso el Cónsul—. Todos sabemos, como dice el proverbio, que en ese matrimonio la yegua gris es el mejor caballo. La intención era que Henry no interfiriera, y no lo hace. Pero tampoco lo tenía que hacer Charlotte. Se suponía que sería dócil y obedecería mis deseos. En ese sentido me ha decepcionado profundamente.

—La apoyó contra nuestro padre —soltó Gabriel, y al instante lamentó haberlo hecho.

Gideon le lanzó una mirada para que se calmara, y el pequeño de los Lightwood cruzó las enguantadas manos sobre el regazo y apretó los labios.

El Cónsul alzó las cejas.

—¿Porque tu padre habría sido dócil? —replicó irónico—. Eran tal para cual, y escogí al mejor. Aún tenía esperanzas de controlarla. Pero ahora…

—Señor —le cortó Gideon con su voz más educada—. ¿Por qué nos está diciendo todo esto?

—¡Ah! —exclamó el Cónsul, mirando por la ventanilla salpicada de lluvia—. Hemos llegado. —Golpeó con los nudillos la ventanilla del carruaje—. ¡Richard! Detén el carruaje ante el Argent Rooms.

Gabriel miró a su hermano, que se encogió de hombros desconcertado. El Argent Rooms era un famoso teatro de variedades y un club de caballeros en Piccadilly Circus. Damas de mala reputación frecuentaban el lugar, y corrían rumores de que el negocio era propiedad de subterráneos y que, algunas noches, en los «espectáculos de magia», se empleaba magia auténtica.

—Solía venir aquí con vuestro padre —explicó el Cónsul, cuando los tres estuvieron sobre la acera. A través de la llovizna, Gideon y Gabriel estaban mirando la fachada, carente de gusto, de un teatro de estilo italiano, que, sin duda, se había injertado sobre los edificios más modestos que habían estado allí con anterioridad. En ella se veía una triple galería y una pintura azul muy chillona—. Una vez, la policía revocó la licencia del Alhambra porque los propietarios habían permitido que se bailara el cancán en él. Pero claro, los propietarios del Alhambra son mundanos. Esto está mucho mejor. ¿Entramos?

Su tono no permitía una negativa. Gabriel le siguió por un soportal, donde el dinero cambió de manos y se compró una entrada para cada uno. Gideon miró su entrada con cierta perplejidad. Tenía la forma de un anuncio, y prometía ¡EL MEJOR ENTRETENIMIENTO DE LONDRES!

—«¡Hazañas de fuerza!» —le leyó a Gideon mientras avanzaban por el largo pasillo—. «Animales amaestrados, mujeres forzudas, acróbatas, números de circo y cantantes cómicos».

Gideon mascullaba para sí.

—Y contorsionistas —añadió Gabriel animado—. Parece que hay una mujer que puede ponerse el pie sobre la…

—Por el Ángel, este lugar no es mucho mejor que una feria de barrio —exclamó Gideon—. Gabriel, no mires nada a no ser que te diga que puedes.

Éste puso los ojos en blanco mientras su hermano lo agarraba con firmeza por el codo y lo empujaba hacia lo que, evidentemente, era el gran salón: una estancia enorme con el techo pintado con reproducciones de los grandes maestros italianos, incluido el Nacimiento de Venus de Botticelli, ya bastante manchado de humo y necesitado de reparación. Lámparas de gas colgaban de las doradas molduras de yeso e iluminaban la sala con una luz amarillenta.

Junto a las paredes se alineaban bancos de terciopelo, donde se acurrucaban oscuras siluetas: los caballeros rodeaban a damas con vestidos demasiado brillantes y risas demasiado escandalosas. La música manaba del escenario que se hallaba al fondo de la sala. El Cónsul fue hacia él, sonriendo. Una mujer con un sombrero de copa y frac se movía por el escenario, cantando una canción titulada Está mal, pero es igual. Al volverse ésta, los ojos le destellaron verdes bajo la luz de gas.

«Licántropo», pensó Gideon.

—Esperadme aquí un momento, chicos —les indicó el Cónsul, y desapareció entre la gente.

—Encantador —dijo Gideon entre dientes, y se acercó más a su hermano cuando una mujer con un vestido de satén con el corpiño muy ajustado pasó junto a ellos. Olía a ginebra y a algo más bajo eso, algo oscuro y dulce, parecido al aroma de azúcar quemado de James Carstairs.

—¿Quién iba a decir que el Cónsul fuera tan juerguista? —comentó Gabriel—. ¿No podría haber esperado esto hasta que hubiéramos salido de la Ciudad Silenciosa?

—No nos va a llevar a la Ciudad Silenciosa —aseveró Gideon con los labios tensos.

—¿No?

—No seas tonto, Gabriel. Claro que no. Quiere algo diferente de nosotros. Y aún no sé qué. Nos ha traído aquí para descolocarnos, y no lo habría hecho si no estuviera seguro de que tiene algo sobre nosotros que nos impedirá contarle a Charlotte, o a quien sea, dónde hemos estado.

—Quizá sí que solía venir aquí con padre.

—Quizá, pero no es por eso por lo que estamos aquí ahora —afirmó Gideon con rotundidad.

Cogió con más fuerza el brazo de su hermano cuando reapareció el Cónsul; llevaba una botellita de lo que parecía sifón, pero que, supuso Gabriel, debía de llevar al menos unos dos peniques de licor.

—¿Qué, para nosotros nada? —preguntó Gabriel; su hermano lo miró mal y el Cónsul le dedicó una sonrisa agria. Gabriel se percató justo en ese instante de que no tenía ni idea de si el Cónsul tenía una familia o hijos. Sólo era el Cónsul.

—Chicos, ¿tenéis idea del peligro que corréis? —preguntó éste.

—¿Peligro? ¿Por parte de quién, Charlotte? —Gideon parecía incrédulo.

—No… —El Cónsul los miró a ambos—. Vuestro padre no sólo ha violado la Ley; ha blasfemado. No sólo se trataba con demonios; yacía con ellos. Sois los Lightwood, todo lo que queda de los Lightwood. No tenéis primos, ni tías, ni tíos. Podría hacer que borraran a toda vuestra familia de los registros de los nefilim, y echaros a vosotros y a vuestra hermana a la calle para que paséis hambre o mendiguéis una vida entre los mundanos, y no rebasaría los derechos de la Clave y el Consejo. ¿Y quién creéis que os apoyaría? ¿Quién hablaría en vuestra defensa?

Gideon había palidecido, y tenía los nudillos blancos de la mano con que agarraba a Gabriel.

—Eso no es justo —protestó—. No lo sabíamos. Mi hermano confiaba en mi padre. No puede considerársele responsable…

—¿Confiaba en él? Le dio el golpe de gracia, ¿no? —preguntó el Cónsul—. Oh, todos contribuisteis, pero fue su flecha la que mató a tu padre, lo que indica que sabía exactamente lo que era tu padre.

Gabriel sabía que su hermano lo estaba mirando preocupado. El aire del Argent Rooms era cargado y caliente, y no le dejaba respirar. En ese momento, la mujer del escenario cantaba una canción titulada Satisfacer a una dama, e iba de un lado a otro, golpeando el escenario con la punta de un bastón de paseo, lo que hacía temblar el suelo.

—Los pecados de los padres, chicos. Podéis ser castigados por sus crímenes, y lo seréis, si yo lo decido. ¿Qué harías, Gideon, mientras a tu hermano y a Tatiana se les queman las runas? ¿Te quedarías quieto mirando?

La mano derecha de Gabriel se sacudió; estaba seguro de que se le habría tirado al cuello al Cónsul si Gideon no le hubiera cogido antes por la muñeca.

—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó éste con voz controlada—. No nos ha traído aquí sólo para amenazarnos, a no ser que quiera algo a cambio. Y si fuera algo que pudiera pedirnos con facilidad o legalmente, lo habría hecho en la Ciudad Silenciosa.

—Chico listo —repuso el Cónsul—. Quiero que hagas algo por mí. Hazlo y me encargaré, aunque Lightwood House resulte confiscada, de que mantengáis el honor y el nombre, vuestras tierras en Idris y vuestro lugar entre los cazadores de sombras.

—¿Qué quiere que hagamos?

—Quiero que observéis a Charlotte. En concreto, su correspondencia. Decidme qué cartas recibe y envía, sobre todo su correspondencia con Idris.

—Quiere que la espiemos —concluyó Gideon con voz neutra.

—No deseo más sorpresas como la de tu padre —se justificó el Cónsul—. Charlotte nunca debería haberme mantenido en secreto la enfermedad de vuestro padre.

—Tuvo que hacerlo —explicó Gideon—. Fue una de las condiciones del acuerdo al que llegaron…

El Cónsul apretó los labios.

—Charlotte Branwell no tiene derecho a llegar a acuerdos de esa envergadura sin consultarme. Soy su superior. No puede y no debe prescindir de mí de ese modo. Ella y ese grupo del Instituto se comportan como si fueran un país propio con leyes propias. Mira lo que pasó con Jessamine Lovelace. Nos traicionó a todos, casi hasta destruirnos. James Carstairs es un adicto que se está muriendo. La chica Gray es una cambiante o una bruja, y no debería estar en el Instituto, y con ese maldito noviazgo. Y Will Herondale… Will Herondale es un crío mentiroso y mimado que acabará siendo un criminal, si alguna vez llega a adulto. —El Cónsul calló un momento; respiraba pesadamente—. Charlotte dirige ese sitio como si fuera su feudo, pero no lo es. Es un Instituto y debe obedecer al Cónsul. Igual que vosotros.

—Charlotte no ha hecho nada para merecer que yo la traicione así —replicó Gideon.

El Cónsul lo señaló con el dedo.

—Eso es justamente de lo que hablo. Tu lealtad no tiene que ser hacia ella, no puede ser hacia ella. Debe ser hacia mí. ¿Lo entiendes?

—¿Y si digo que no?

—Entonces lo perderás todo. La casa, las tierras, el nombre, el linaje, el propósito.

—Lo haremos —lo interrumpió Gabriel adelantándose a Gideon—. La vigilaremos para ti.

—Gabriel… —comenzó Gideon.

Éste se volvió hacia su hermano.

—No —dijo—. Es demasiado. No quieres ser un mentiroso, lo entiendo. Pero nuestra lealtad debe ser primero para la familia. Los Blackthorn echarían a Tatiana a la calle, y ella no duraría ni un momento ahí; ella y su hijo…

Gideon palideció.

—¿Tatiana va a tener un hijo?

A pesar del horror de la situación, Gabriel sintió un momento de satisfacción por saber algo de lo que su hermano no tenía conocimiento.

—Sí —contestó—. Lo habrías sabido si aún fueras parte de la familia.

Gideon paseó la mirada por la estancia como si buscara algún rostro conocido, luego volvió a mirar a su hermano y al Cónsul, impotente.

—Yo…

El cónsul Wayland sonrió con frialdad a Gabriel y luego a su hermano.

—¿Hemos llegado a un acuerdo, caballeros?

Después de unos minutos, Gideon asintió.

A Gabriel no le iba a ser fácil olvidar la expresión del rostro del Cónsul en ese momento. Era de satisfacción, pero no parecía en absoluto sorprendido. Era evidente que no esperaba nada más, ni nada mejor, de los chicos Lightwood.

—¿Pastelillos? —preguntó Tessa incrédula.

Se dibujó lentamente una sonrisa en la boca de Sophie. Estaba arrodillada delante de la chimenea, con un trapo y un cubo de agua jabonosa.

—Me podría haber caído muerta, de sorprendida que estaba —confirmó ésta—. Docenas de pastelillos. Bajo la cama, todos duros como piedras.

—¡Pues vaya! —exclamó Tessa; se sentó en el borde de la cama y echó las manos para apoyarse. Siempre que Sophie limpiaba en su habitación, Tessa tenía que contenerse para no correr a ayudar a la otra chica con el trapo del polvo o la caja de las yescas. Lo había intentado algunas veces, pero después de que Sophie hubiera rechazado su ayuda, con amabilidad y firmeza, por cuarta vez, Tessa se había rendido.

—¿Y te enfadaste? —preguntó Tessa.

—¡Claro que sí! Cargándome con todo ese trabajo extra, subir y bajar la escalera con los pastelillos, y luego para que los escondiera así; no me sorprendería que acabáramos teniendo ratas este otoño.

Tessa asintió, reconociendo el peligro de los roedores.

—Pero ¿no es un poco halagador que llegara a hacer todo eso sólo para verte?

Sophie enderezó la espalda.

—No es halagador. No piensa. Es un cazador de sombras y yo soy mundana. No puedo esperar nada de él. En el mejor de los casos, podría ofrecerme ser su querida mientras se casa con una de las suyas.

A Tessa se le hizo un nudo en la garganta al recordar a Will en el tejado, ofreciéndole justo eso, ofreciéndole la vergüenza y la perdición, y lo humillada que se había sentido, lo barata. Había sido mentira, pero el recuerdo aún le dolía.

—No —continuó Sophie, mirándose las manos rojas y callosas—. Es mejor que ni lo piense. De esa manera no habrá decepciones.

—Creo que los Lightwood son mejor que eso —le confesó Tessa.

Sophie se apartó el cabello de la cara; los dedos le rozaron la cicatriz que le surcaba la mejilla.

—A veces pienso que no hay mejores hombres que eso.

Ni Gideon ni Gabriel hablaron mientras el carruaje traqueteaba por las calles del West End camino del Instituto. Estaba lloviendo y la lluvia golpeaba con tal fuerza el carruaje que Gabriel dudaba de que alguien lo oyera si decía algo.

Gideon se estaba contemplando los zapatos, y no alzó la mirada al llegar al Instituto. Cuando el edificio se hizo visible entre la lluvia, el Cónsul estiró el brazo por delante de Gabriel y abrió la puerta para que salieran.

—Confío en vosotros, chicos —dijo—. Ahora id y haced que Charlotte confíe también en vosotros. Y no habléis a nadie de nuestra charla. Esta tarde la habéis pasado con los Hermanos.

Gideon bajó del carruaje sin decir nada, y Gabriel le siguió. El landó dio la vuelta y desapareció en la gris tarde londinense. El cielo estaba negro y amarillo, las gotas de lluvia tan pesadas como balines de plomo. La niebla tan densa que Gabriel casi ni podía ver la verja del Instituto, que se cerraba detrás del carruaje. Y sin duda no vio las manos de su hermano, que lo agarraron por el cuello de la chaqueta y lo arrastraron hacia un lado del edificio.

Casi se cayó cuando Gideon lo empujó contra uno de los muros de piedra de la antigua iglesia. Se hallaban cerca de los establos, medio ocultos por los contrafuertes, pero no protegidos del aguacero. Frías gotas impactaban en la cabeza y el cuello de Gabriel, y se le deslizaban por dentro de la camisa.

—Gideon… —protestó, resbalando sobre las losas embarradas.

—No hagas ruido. —Los ojos de su hermano se veían enormes y grises bajo la tenue luz, con sólo un toque de verde.

—Tienes razón. —Gabriel bajó la voz—. Deberíamos organizar nuestra historia. Cuando nos pregunten qué hemos hecho esta tarde, debemos estar totalmente de acuerdo en la respuesta, o no será creíble…

—He dicho que no hagas ruido. —Gideon empujó a su hermano contra la pared, con fuerza suficiente para que éste lanzara un grito ahogado—. No vamos a explicarle a Charlotte nuestra conversación con el Cónsul, pero tampoco vamos a espiarla. Gabriel, eres mi hermano y te quiero. Haría cualquier cosa por protegerte, pero no venderé tu alma ni la mía.

Gabriel miró a su hermano. La lluvia le había empapado el cabello y se le colaba por el cuello del abrigo.

—Podríamos morir en las calles si nos negamos a hacer lo que quiere el Cónsul.

—No voy a mentirle a Charlotte —afirmó Gideon.

—Gideon…

—¿Has visto la expresión en el rostro del Cónsul? —lo interrumpió éste—. ¿Cuando hemos accedido a espiar para él, a traicionar la generosidad de quien nos acoge? No se ha sorprendido en absoluto. No ha dudado de nosotros ni un instante. De los Lightwood sólo espera traición. Ése es nuestro derecho de nacimiento. —Le apretó más el brazo—. Tenemos honor, somos nefilim. Si nos quita eso, entonces no tendremos nada.

—¿Por qué? —preguntó Gabriel—. ¿Por qué estás tan seguro de que el bando de Charlotte es el bueno?

—Porque nuestro padre no estaba en él —respondió Gideon—. Porque conozco a Charlotte. Porque he vivido con esta gente durante meses y son buenos. Porque Charlotte Branwell siempre ha sido muy amable conmigo. Y porque Sophie la adora.

—Y tú adoras a Sophie.

Gideon tensó la boca.

—Es una mundana y una criada —repuso Gabriel—. No sé qué esperas que salga de todo esto, Gideon.

—Nada —replicó éste con aspereza—. No espero nada. Pero que tú creas que espero algo muestra que nuestro padre nos ha enseñado a creer que sólo debemos obrar bien si con ello conseguimos alguna recompensa. No traicionaré la palabra que le di a Charlotte; ésta es la situación, Gabriel. Si no quieres ser parte de esto, te enviaré a vivir con Tatiana y los Blackthorn. Estoy seguro de que te acogerán. Pero no pienso mentir a Charlotte.

—Sí, sí que lo harás —lo contradijo Gabriel—. Ambos vamos a mentir a Charlotte. Pero también vamos a mentir al Cónsul.

Gideon entrecerró los ojos. De las pestañas le caían gotas de lluvia.

—¿Qué quieres decir?

—Haremos lo que nos ha dicho el Cónsul y leeremos la correspondencia de Charlotte. Luego le informaremos, pero los informes serán falsos.

—Si vamos a darle informes falsos, entonces ¿para qué leer la correspondencia?

—Para saber qué no decir —contestó Gabriel. Notaba el agua en la boca; sabía como si hubiera caído del tejado del Instituto, amarga y sucia—. Para evitar decirle la verdad accidentalmente.

—Si nos descubren, nos enfrentamos a las más severas consecuencias.

Gabriel escupió agua.

—Entonces, tú dirás: ¿nos arriesgaremos a esas consecuencias por los ocupantes del Instituto o no? Porque… hago esto por ti, y porque…

—¿Por qué?

—Porque me equivoqué. Me equivoqué con nuestro padre. Le creí y no debería haberlo hecho. —Gabriel respiró hondo—. Me equivoqué, y busco remediarlo, y si debo pagar algún precio, lo pagaré.

Gideon lo miró durante un buen rato.

—¿Era éste tu plan desde el principio? ¿Cuando has accedido a las exigencias del Cónsul, en las Argent Rooms, era éste tu plan?

Gabriel apartó la mirada de su hermano, y miró el patio mojado. En su cabeza los veía a los dos, mucho más jóvenes, donde el Támesis pasaba por el borde de la propiedad, y Gideon le enseñaba los senderos practicables que surcaban el terreno pantanoso. Su hermano siempre había sido el que le había enseñado los caminos seguros. Hubo un tiempo en que habían confiado plenamente el uno en el otro, y no sabía cuándo había acabado eso, pero el corazón le dolía por esa pérdida más que por la de su padre.

—¿Me creerías —preguntó con amargura— si te dijera que sí? Porque es la verdad.

Gideon se quedó inmóvil durante mucho rato. Luego Gabriel se vio propulsado hacia adelante; su rostro se hundió en la lana mojada del abrigo de Gideon cuando éste lo abrazó con fuerza.

—Muy bien, hermanito. Todo saldrá bien —le susurró mientras le mecía bajo la lluvia.

Para: Miembros del Consejo

De: Cónsul Josiah Wayland

Muy bien, caballeros. En ese caso, sólo les pido paciencia y que no actúen precipitadamente. Si quieren pruebas, yo se las mostraré.

Les escribiré pronto sobre este asunto.

En el nombre de Raziel y en defensa de su honor,

Cónsul Josiah Wayland