4

Porque ser sabio y enamorado excede el poder del hombre.

SHAKESPEARE, Troilus y Cressida

—Pensaba que, como mínimo, harías una canción sobre eso —dijo Jem.

Will observó a su parabatai con curiosidad. Aunque había pedido que fuera a verlo, no parecía estar de muy buen humor. Se hallaba sentado en silencio en el borde de la cama, vestido con una camisa y unos pantalones limpios, aunque la camisa le iba muy grande y le hacía parecer más delgado que nunca. Todavía tenía restos de sangre seca alrededor de la clavícula, una especie de espeluznante collar.

—¿Hacer una canción sobre qué?

Jem hizo una mueca.

—¿Sobre nuestra derrota del gusano? —propuso Jem—. Después de todos los chistes que has hecho…

—Estas últimas horas no he estado de humor para chistes —replicó Will; la mirada se le fue hacia los harapos ensangrentados que había en la mesilla junto a la cama, y la palangana medio llena de un fluido rosado.

—No me agobies, Will —repuso Jem—. Todo el mundo ha estado agobiándome y no lo soporto; quería que vinieras tú porque… porque tú no lo haces. Tú me haces reír.

Will alzó los brazos.

—Oh, muy bien. ¿Qué te parece esto?

Ya no laboro en vano por probar que la viruela del demonio retuerce el cerebro. Y que al gusano hayamos matado celebro, ya que a creerme, todos os habéis de resignar.

Jem rompió a reír.

—Bueno, es malísimo.

—¡Ha sido improvisado!

—Will, existe algo llamado métrica. —Al cabo de un instante, la risa se convirtió en un ataque de tos. Will fue hacia él mientras Jem se doblaba en dos, sacudiendo los delgados hombros. La sangre salpicó la colcha blanca.

—Jem…

Con una mano, éste hizo un gesto hacia la caja que estaba en la mesilla. Will la cogió; la mujer delicadamente tallada en la tapa, vertiendo agua de una jarra, le resultaba íntimamente familiar. Odiaba verla.

Abrió la caja y se quedó helado. Lo que parecía una fina capa de azúcar en polvo plateado apenas cubría el fondo. Quizá hubiera habido más cantidad antes de que los Hermanos Silenciosos trataran a Jem; Will no lo sabía. Lo que sí sabía era que debería quedar mucho más.

—Jem —preguntó en una voz ahogada—, ¿cómo es que queda sólo esto?

Jem había parado de toser. Tenía sangre en los labios, y mientras Will lo observaba, demasiado perplejo para moverse, alzó el brazo y se limpió la sangre del rostro con la manga. El lino se volvió escarlata al instante. Parecía febril y le brillaba la pálida piel, pero no mostraba ninguna otra señal externa de agitación.

—Will —dijo suavemente.

—Hace dos meses —comenzó Will; se dio cuenta de que estaba alzando la voz y se forzó a bajarla—. Hace dos meses compré yin fen suficiente para todo un año.

Había una mezcla de desafío y tristeza en la mirada de Jem.

—He acelerado el proceso tomándolo.

—¿Acelerado? ¿Cuánto?

Jem no lo miró a los ojos.

—He estado tomando el doble, quizá el triple.

—Pero el ritmo al que tomas la droga está ligado al deterioro de tu salud —replicó Will, y cuando su parabatai no le contestó, alzó la voz en una simple pregunta—: ¿Por qué?

—No quiero vivir media vida…

—¡A este ritmo ni siquiera vas a vivir la quinta parte de una! —gritó Will, y tragó aire.

La expresión de Jem había cambiado, y Will tuvo que dejar la caja que sujetaba dando un golpe sobre la mesilla para evitar pegarle un puñetazo a la pared.

Jem estaba sentado erguido, con los ojos en llamas.

—Vivir es más que no morir —dijo—. Mira el modo en que tú vives, Will. Brillas con el resplandor de una estrella. Había estado tomando sólo la droga suficiente para seguir vivo, pero no para estar bien. Un poco más antes de las batallas, quizá, para darme energía, pero de otro modo, media vida, un ocaso gris de vida…

—Pero ahora has cambiado la dosis, ¿no? ¿Ha sido desde que te prometiste? —exigió saber Will—. ¿Es por Tessa?

—No la puedes culpar de esto. Fue mi decisión. Ella no lo sabe.

—Ella querría que vivieras, James…

—¡No voy a vivir! —Jem ya estaba de pie, con las mejillas arreboladas; Will pensó que nunca lo había visto tan enfadado—. No voy a vivir, y prefiero ser todo lo que pueda ser por ella, brillar tanto por ella como desee aunque por un tiempo más corto, que hacer que cargue con alguien sólo medio vivo durante mucho tiempo. Es mi decisión, William, y no la puedes tomar por mí.

—Quizá sí puedo. Siempre he sido yo el que te ha comprado el yin fen

El color desapareció del rostro de Jem.

—Si te niegas a hacerlo, me lo compraré yo. Siempre he estado dispuesto a hacerlo. Tú dijiste que querías ser quien lo comprara. Y en cuanto a eso… —Se quitó el anillo de los Cartairs del dedo y se lo tendió a Will—. Cógelo.

Will miró el anillo, y luego clavó la mirada en el rostro de Jem. Se le pasaron por la cabeza una docena de cosas horribles que podía decir, o hacer. Había descubierto que uno no se desprendía tan rápido de un personaje. Durante tantos años había fingido ser cruel que todavía era a esa ficción a lo primero que echaba mano, como un hombre podía dirigir sin pensar su carruaje hacia la casa donde había vivido toda su vida, a pesar de haberse mudado recientemente.

—¿Ahora quieres casarte conmigo? —fue lo que dijo finalmente.

—Vende el anillo —dijo Jem—. Por el dinero. Te dije que no tenías por qué pagarme las drogas; una vez pagué las tuyas, ¿sabes?, y recuerdo la sensación. No era agradable.

Will hizo una mueca de angustia, y luego miró el símbolo de la familia Carstairs brillando en la pálida palma cubierta de cicatrices de Jem. Le cogió la mano a su amigo con suavidad y le cerró los dedos sobre el anillo.

—¿Desde cuándo tú eres temerario y yo cauto? ¿Desde cuándo tengo que protegerte de ti mismo? Siempre has sido tú quien me ha protegido a mí. —Escrutó el rostro de Jem con la mirada—. Ayúdame a entenderte.

Jem permaneció inmóvil.

—Al principio —repuso finalmente—, cuando me di cuenta de que amaba a Tessa, pensé que quizá el amor me estuviera sentando bien. No había tenido un ataque en mucho tiempo. Y cuando le pedí que se casara conmigo, se lo dije. Que el amor me estaba sanando. Así que la primera vez que tuve… la primera vez que sucedió de nuevo, después de eso, no soportaba decírselo, para que no pensara que significaba que mi amor por ella había disminuido. Tomé más droga, para alejar otra enfermedad. Pronto estuve tomando más droga sólo para mantenerme en pie de la que solía tomar para funcionar durante toda una semana. No viviré más años, Will. Quizá tampoco muchos meses. Y no quiero que Tessa lo sepa. Por favor, no se lo digas. No por ella, sino por mí.

Casi contra su propia voluntad, Will supo que lo entendía; él habría hecho lo que fuera, habría dicho cualquier mentira, para hacer que Tessa lo amara. Habría hecho…

Casi cualquier cosa, pero nunca traicionar a Jem. Eso era lo único que no haría. Y ahí estaba su parabatai, con la mano en la suya y pidiéndole su compasión, su comprensión. ¿Y cómo no iba él a entenderle? Se recordó a sí mismo en el salón de Magnus, rogándole que lo enviara a los reinos de los demonios, porque prefería eso a vivir otra hora, otro momento, de una vida que ya no podía soportar.

—Así que estás muriendo por amor —repuso Will finalmente, con una voz que le sonó ahogada hasta a sí mismo.

—Muriendo un poco más rápido por amor. Y hay cosas peores por las que morir.

Will soltó la mano de Jem; éste miró el anillo y luego a Will, con una pregunta en los ojos.

—Will…

—Yo iré a Whitechapel —contestó éste—. Esta noche. Te conseguiré todo el yin fen que haya, todo el que puedas necesitar.

Jem negó con la cabeza.

—No puedo pedirte que hagas algo que va contra tu conciencia.

—Mi conciencia… —susurró Will—. Tú eres mi conciencia. Siempre lo has sido, James Carstairs. Lo haré por ti, pero primero quiero una promesa.

—¿Qué clase de promesa?

—Me pediste hace años que dejara de buscar una cura para ti —respondió Will—. Quiero que me liberes de esa promesa. Libérame para al menos mirar. Libérame para poder buscar.

Jem lo miró asombrado.

—Justo cuando pienso que te conozco perfectamente, me vuelves a sorprender. Sí, te libero. Busca. Haz lo que debas hacer. No puedo atar tus mejores intenciones; sólo resultaría cruel, y yo haría lo mismo por ti de estar en tu lugar. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé. —Will dio un paso al frente. Le puso las manos a Jem sobre los hombros, y notó lo delicados que eran, huesos como los de las alas de un pájaro—. Ésta no es una promesa vacía, James. Créeme, no hay nadie que sepa más que yo sobre el dolor de la falsa esperanza. Buscaré. Si hay algo que encontrar, lo encontraré. Pero hasta entonces… tu vida es tuya para vivirla como elijas.

Increíblemente, Jem sonrió.

—Lo sé —repuso—, pero es muy amable de tu parte que me lo recuerdes.

—Soy la amabilidad en persona —bromeó Will. Recorrió el rostro de su amigo con la mirada—. Y soy obstinado. No me vas a dejar. No mientras yo viva.

Jem abrió mucho los ojos, pero no dijo nada. No había nada más que decir. Will dejó caer las manos de los hombros de su parabatai y fue hacia la puerta.

Cecily se hallaba donde había estado antes ese mismo día, con un cuchillo en la mano derecha. Apuntó, echó el brazo hacia atrás y lanzó el cuchillo. Se clavó en la pared, justo fuera del círculo dibujado.

Su conversación con Tessa no le había calmado los nervios, sino que la había puesto peor. Tessa había mostrado un aire de tristeza resignada que había hecho que Cecily se sintiera inquieta y ansiosa. Con todo lo enfadada que estaba con Will, no podía evitar sentir que Tessa, en su corazón, albergaba cierto temor por él, alguna amenaza de la que no quería hablar, y ella ansiaba saber qué era. ¿Cómo podría proteger a su hermano si no sabía de qué necesitaba protegerlo?

Después de recuperar el cuchillo, lo alzó hasta la altura del hombro y lo volvió a lanzar. Esta vez se clavó aún más lejos del círculo, lo que la hizo resoplar enfadada.

Uffern nef! —masculló en galés. Su madre se habría horrorizado, pero, claro, su madre no estaba allí.

—Cinco —dijo una voz áspera desde el pasillo de fuera.

Cecily se volvió sobresaltada. Había una sombra en el hueco de la puerta, una sombra que, al avanzar, se convirtió en Gabriel Lightwood, todo cabello castaño revuelto y ojos verdes cortantes como el cristal. Era tan alto como Will, o quizá más, y más desgarbado que su hermano.

—No entiendo lo que quiere decir, señor Lightwood.

—Su tiro —aclaró él con un elegante movimiento del brazo—. Le doy cinco puntos. Su habilidad y su técnica quizá requieran trabajo, pero sin duda hay un talento innato. Lo que necesita es práctica.

—Will ha estado entrenándome —aclaró ella mientras él se acercaba.

Gabriel alzó la comisura de la boca en una medio sonrisa.

—Lo dicho.

—Supongo que usted lo haría mejor.

Él se detuvo y arrancó el cuchillo de la pared. Éste destelló mientras le daba vueltas entre los dedos.

—Podría —repuso—. Me entrenó el mejor, y he estado entrenando a la señorita Collins y a la señorita Gray…

—Eso he oído. Hasta que se cansó. No es el compromiso que quizá se busque en un tutor. —Cecily mantuvo una voz fría; recordaba el tacto de Gabriel cuando éste la había ayudado a ponerse en pie en Lightwood House, pero sabía que a Will no le agradaba, y la soberbia de su voz resultaba molesta.

Gabriel tocó la punta del cuchillo con la yema del dedo. Salió una roja gota de sangre. Tenía dedos callosos, y el dorso de las manos salpicado de pecas.

—Se ha cambiado de traje de combate —observó él.

—Estaba cubierto de sangre e icor. —Cecily lo miró de arriba abajo—. Veo que usted no.

Por un momento, una extraña expresión le atravesó el rostro. Luego desapareció, pero ella había visto a su hermano ocultar las emociones las veces suficientes como para reconocer las señales.

—No tengo mi ropa aquí —explicó él—, y no sé dónde viviré. Podría regresar a una de las residencias de la familia, pero…

—¿Está pensando en quedarse en el Instituto? —preguntó Cecily sorprendida, leyéndoselo en la cara—. ¿Y qué dice Charlotte?

—Me lo permitirá. —El rostro de Gabriel cambió durante un instante; mostró una repentina vulnerabilidad donde antes sólo había habido dureza—. Mi hermano está aquí.

—Sí —corroboró Cecily—. El mío también.

Gabriel se detuvo un momento, casi como si eso no se le hubiera ocurrido.

—Will —dijo—. Se le parece usted mucho. Es… desconcertante. —Sacudió la cabeza, como si quisiera desprender las telarañas—. Acabo de ver a su hermano. Bajando a todo galope la escalera delantera del Instituto como si los Cuatro Jinetes lo estuvieran persiguiendo. Supongo que no sabe por qué.

Propósito. A Cecily le dio un brinco el corazón. Cogió el cuchillo de la mano de Gabriel, sin hacer caso de su exclamación de sorpresa.

—En absoluto —contestó—. Pero tengo la intención de averiguarlo.

Mientras que la City de Londres parecía cerrarse sobre sí misma al final de la jornada de trabajo, el East End estaba despertando a la vida. Will recorrió calles flanqueadas de puestos que vendían ropa y zapatos de segunda mano. Ropavejeros y afiladores empujaban sus carros por las aceras, anunciando sus servicios con voz ronca. Carniceros, con los mandiles salpicados de sangre, se apoyaban en puertas abiertas, flanqueadas por escaparates donde colgaban carcasas. Mujeres que tendían la colada llamaban a otras al otro lado de la calle con un acento cockney tan marcado que cualquiera que hubiera nacido fuera de la zona de Bow Bells pensaría que podrían estar hablando en ruso.

Había comenzado a caer una fina llovizna, que le humedeció el cabello a Will mientras éste cruzaba hasta una tienda de tabaco al por mayor, cerrada, y doblaba la esquina para meterse en una estrecha calle. Veía la torre de la iglesia de Whitechapel en la distancia. Las sombras se cernían sobre ella; la niebla espesa, blanda y con olor a hierro y basura. Un estrecho canalón corría por el centro de la calzada, surcado por agua apestosa. Delante había una puerta, flanqueada por sendas lámparas de carruaje. Justo cuando estaba a punto de traspasarla, se volvió bruscamente y atrapó a un individuo delgado y vestido de negro que lo seguía y que, al verse descubierto, profirió un grito: Cecily, con una capa de terciopelo echada a toda prisa sobre los hombros encima del uniforme. El oscuro cabello se le escapaba por los bordes de la capucha, y los ojos azules que tanto se parecían a los suyos le devolvieron a Will la mirada, replicando con furia.

—¡Suéltame!

—¿Qué estás haciendo siguiéndome por las callejas de Londres, pequeña idiota? —Will le sacudió el brazo.

Ella lo miró entrecerrando los ojos.

—¿Esta mañana era «cariad», y ahora soy «idiota»?

—Estas calles son peligrosas —dijo Will—. Y no sabes nada de ellas. Ni siquiera estás usando una runa de glamour. Una cosa es afirmar que no temes a nada cuando vives en el campo, pero esto es Londres.

—No me da miedo Londres —replicó Cecily, desafiante.

Will se le acercó más, casi siseándole al oído.

Fyddai’n wneud unrhyw wrthych i fynd adref?

Cecily rió.

—No, no serviría de nada decirme que me vaya a casa. Rwyt ti fy mrawd ac rwy eisiau mynd efo chi.

Will escuchó sorprendido sus palabras. «Eres mi hermano y quiero ir contigo». Eran palabras que estaba acostumbrado a oír de boca de Jem, y aunque Cecily era diferente de su parabatai en cualquier otro aspecto imaginable, compartía con él una cualidad: una absoluta terquedad. Cuando Cecily decía que quería algo, no expresaba un capricho, sino una determinación de hierro.

—¿Te importa acaso adónde voy? —preguntó Will—. ¿Y si fuera al infierno?

—Siempre he querido ver el infierno —repuso Cecily con calma—. ¿No quiere todo el mundo?

—La mayoría de nosotros pasamos el tiempo tratando de no entrar en él —replicó Will—. Voy a un antro ifrit, si quieres saberlo, para comprar drogas a renegados violentos y disolutos. Podrían echarte el ojo y decidir venderte.

—¿Y no se lo impedirías?

—Supongo que dependería de cuánto me dieran.

Cecily meneó la cabeza.

—Jem es tu parabatai —dijo—. Es tu hermano, el que la Clave te ha dado. Pero yo soy tu hermana de sangre. ¿Por qué harías cualquier cosa por él, pero de mí sólo quieres que vuelva a casa?

—¿Cómo sabes que las drogas son para Jem?

—No soy idiota, Will.

—No, pues es una pena —masculló Will—. Jem… Jem es la mejor parte de mí. No espero que lo entiendas. Se lo debo.

—Entonces ¿yo qué soy? —inquirió Cecily.

Will soltó aire, demasiado exasperado para controlarse.

—Tú eres mi debilidad.

—Y Tessa es tu corazón —añadió ella, no enfadada sino pensativa—. No soy idiota, como te he dicho —añadió ante la expresión de sorpresa en el rostro de su hermano—. Sé que la amas.

Will se llevó la mano a la cabeza, como si las palabras de Cecily le hubieran causado un penetrante dolor.

—¿Se lo has dicho a alguien? No lo hagas, Cecily. Nadie lo sabe, y así debe seguir siendo.

—No se lo diría a nadie.

—No, supongo que no, ¿verdad? —Su voz se había vuelto dura—. Debes de avergonzarte de tu hermano… que alberga sentimientos ilícitos hacia la prometida de su parabatai.

—No me avergüenzo de ti, Will. Sientas lo que sientas, no has hecho nada al respecto, y supongo que todos queremos cosas que no podemos tener.

—¡Oh! —exclamó Will—. ¿Y qué quieres tú que no puedas tener?

—Que vuelvas a casa. —Un mechón de cabello negro se le había pegado a la mejilla por la humedad, y hacía parecer que hubiera estado llorando, aunque Will sabía que no era así.

—El Instituto es mi casa. —Will suspiró y apoyó la cabeza en el arco de piedra de la puerta—. No puedo quedarme aquí discutiendo contigo toda la noche, Cecy. Si estás decidida a seguirme al infierno, no puedo impedírtelo.

—Por fin eres razonable. Sabía que lo serías; después de todo, eres de mi familia.

Will se esforzó por contener las ganas de sacudirla, de nuevo.

—¿Estás lista?

Ella asintió, y Will alzó la mano para llamar a la puerta.

La puerta se abrió, y Gideon apareció en el umbral de su dormitorio, parpadeando como si hubiera estado durante mucho tiempo en un lugar oscuro y acabara de ver la luz. Los pantalones y la camisa estaban arrugados, y uno de los tirantes, caído.

—¿Señor Lightwood? —dijo Sophie, vacilando en el umbral. Llevaba una bandeja en las manos, con pastelillos y té, lo suficientemente pesada para ser incómoda—. Bridget me ha dicho que había pedido una bandeja…

—Sí. Claro, sí. Entra. —Como si se despertara de golpe, Gideon se irguió y la hizo pasar. Sus botas estaban olvidadas en un rincón. Toda la habitación carecía de su acostumbrada pulcritud. Había ropa de combate sobre una silla de alto respaldo (Sophie se encogió por dentro al pensar cómo se quedaría el tapizado), una manzana a medio comer sobre la mesilla de noche y, tumbado en medio de la cama, estaba Gabriel Lightwood, profundamente dormido.

Sin duda alguna llevaba la ropa de su hermano, porque le quedaba demasiado corta en las muñecas y los tobillos. Dormido parecía más joven, sin la tensión habitual de su rostro. Con una mano agarraba una almohada, como para estar seguro.

—No podía despertarle —se justificó Gideon, cogiéndose de los codos de forma inconsciente—. Tendría que haberlo llevado a su habitación, pero… —Suspiró—. No me he visto capaz.

—¿Se va a quedar? —preguntó la sirvienta, mientras dejaba la bandeja en la mesilla de noche—. En el Instituto, me refiero.

—N… no lo sé. Creo que sí. Charlotte le ha dicho que era bienvenido. Creo que lo aterroriza. —Gideon sonrió muy levemente.

—¿La señora Branwell? —Sophie se erizó, como siempre le pasaba cuando creía que estaban criticando a su señora—. Pero ¡si es la amabilidad en persona!

—Sí, por eso creo que le aterra. Lo abrazó y le dijo que se podía quedar aquí, que el incidente con mi padre era cosa del pasado. No estoy seguro de a qué incidente con mi padre se refería —añadió Gideon muy seco—. Seguramente a cuando Gabriel apoyó su campaña para hacerse con el Instituto.

—¿No cree que se estuviera refiriendo al más reciente? —Sophie se apartó un mechón de cabello que se le había escapado de la cofia—. Con el…

—¿Enorme gusano? No, curiosamente, no lo creo. Pero no va con el carácter de mi hermano esperar que le perdonen. Por nada. Sólo comprende la disciplina más estricta. Puede pensar que Charlotte está tratando de engañarle con algún truco, o que está loca. Ella le enseñó la habitación donde podía quedarse, pero creo que todo el asunto lo ha asustado. Vino a hablarme de eso, y se quedó dormido. —Gideon suspiró, y luego miró a Gabriel con una mezcla de cariño, exasperación y pena, que hizo que a Sophie el corazón le latiera de compasión.

—Su hermana… —comenzó ésta.

—Oh, a Tatiana ni se le ocurriría pensar en quedarse aquí ni un segundo —explicó Gideon—. Ha ido corriendo a casa de los Blackthorn, sus suegros… Que le vaya bien. No es estúpida; en realidad se considera que tiene una inteligencia muy superior, pero es engreída y superficial, y mi hermano y ella no se tienen mucho cariño. Y él lleva días sin dormir, recuerda. Esperando en esa condenada casa, sin acceso a la biblioteca, golpeando la puerta cuando mi padre no respondía…

—Usted siente que lo tiene que proteger —observó Sophie.

—Claro que sí; es mi hermano pequeño. —Fue hasta la cama y le pasó a Gabriel una mano por el alborotado cabello; el chico se movió e hizo un ruido de inquietud, pero no se despertó.

—Creía que no le iba a perdonar por ir en contra de su padre —comentó Sophie—. Usted ha dicho… que eso le atemorizaba. Que él consideraría las acciones de usted como una traición al nombre de Lightwood.

—Creo que ha comenzado a cuestionarse el nombre Lightwood. Igual que me pasó a mí en Madrid. —Gideon se apartó de la cama.

Sophie bajó la cabeza.

—Lo siento —confesó—. Siento lo de su padre. Digan lo que digan de él, o haya hecho lo que haya hecho, era su padre.

Él se volvió hacia ella.

—Pero, Sophie…

Ella no le corrigió por usar su nombre de pila.

—Sé que hizo cosas deplorables —añadió—. Pero, de todos modos, usted debería poder llorarle. Nadie puede arrebatarle el dolor; es suyo y de nadie más.

Él le rozó suavemente la mejilla con la punta de los dedos.

—¿Sabes que tu nombre significa «sabiduría»? Te lo pusieron muy bien.

Sophie tragó saliva.

—Señor Lightwood…

Pero él había extendido la mano sobre su mejilla y se estaba inclinando para besarla.

—Sophie —susurró él, y luego sus labios se encontraron, en un leve roce que aumentó de presión al inclinarse él. Suave y delicadamente, ella le puso las manos («tan ásperas, gastadas de fregar y cargar, de frotar rejillas, limpiar el polvo y pulir», pensó ella inquieta, aunque a él no pareció molestarle, o quizá ni lo notó) sobre los hombros.

Luego ella se acercó a él; tropezó con la alfombra y en su caída arrastró a Gideon, que intentó sujetarla. El rostro de Sophie se incendió de vergüenza; Dios, él podía pensar que ella lo había hecho caer a propósito, que era alguna especie de loca casquivana buscando pasión. Se le había soltado la cofia, y los oscuros rizos se desplomaron sobre el rostro. Bajo ella, la alfombra era blanca, y Gideon, sobre ella, estaba susurrando su nombre, preocupado. Sophie volvió la cabeza hacia un lado, con la mejillas aún ardiendo, y se encontró mirando bajo la cama.

—Señor Lightwood —dijo mientras se alzaba apoyada en los codos—. ¿Eso que hay bajo su cama son pastelillos?

Gideon se quedó inmóvil, parpadeando, como un conejo acorralado por sabuesos.

—¿Qué?

—Ahí. —Sophie señaló las amontonadas formas oscuras bajo la cama—. Hay una auténtica montaña de pastelillos bajo su cama. ¿Qué pasa?

Gideon se sentó y se mesó el revuelto cabello mientras Sophie se apartaba de él, en medio de un frufrú de faldas.

—Eh…

—Ha pedido esos pastelillos. Casi todos los días. Los ha pedido, señor Lightwood. ¿Por qué lo hace si no los quiere?

A Gideon se le oscurecieron las mejillas de rubor.

—Fue lo único que se me ocurrió para verte. No querías hablarme, no querías escucharme cuando te hablaba…

—¿Así que ha mentido? —Sophie se puso en pie después de recoger la cofia—. ¿Tiene idea de todo el trabajo que tengo, señor Lightwood? Cargar el carbón y el agua caliente, quitar el polvo, pulir, limpiar después de usted y de los otros; y no me importa ni me quejo, pero ¿cómo se atreve a darme trabajo extra, a hacerme cargar con pesadas bandejas de arriba abajo por la escalera, sólo para traerle algo que usted no quiere?

Gideon se puso en pie, con la ropa aún más arrugada.

—Perdóname —se lamentó—. No lo había pensado.

—No —repuso Sophie, mientras se metía furiosamente el cabello bajo la cofia—. La gente como usted nunca lo hace, ¿verdad?

Y se marchó de la habitación, dejando al hombre mirándola tristemente.

—Muy bien hecho, hermano —dijo Gabriel desde la cama, mirándolo con ojos adormilados.

Gideon le tiró un pastelillo.

—Henry. —Charlotte cruzó la cripta. Las antorchas de luz mágica brillaban con tal fuerza que casi parecía que fuera de día, aunque ella sabía que, en realidad, era casi medianoche. Henry estaba encorvado sobre la mayor de las grandes mesas de madera que cubrían el centro de la estancia. Algo odioso estaba ardiendo en un matraz en otra mesa, y soltaba grandes vaharadas de humo de color lavanda. Un enorme trozo de papel, del tipo que empleaban los carniceros para envolver sus productos, se hallaba extendido sobre la mesa de Henry, y él lo estaba cubriendo con todo tipo de cifras y cálculos misteriosos, mascullando para sí mientras escribía—. Henry, cariño, ¿no estás agotado? Llevas horas aquí abajo.

Él se sobresaltó y alzó la mirada, luego se subió los anteojos que usaba para trabajar.

—¡Charlotte! —Parecía atónito, aunque encantado, de verla; sólo Henry, pensó Charlotte con ironía, se quedaría perplejo al ver a su propia esposa en su casa—. ¡Mi ángel! ¿Qué estás haciendo aquí abajo? Hace mucho frío. No puede ser bueno para el bebé.

Charlotte se echó a reír, pero no protestó cuando Henry corrió hacia ella y le dio un cariñoso abrazo. Desde que Henry sabía que iban a tener un hijo, la había estado tratando como si fuera de porcelana fina. En ese momento le dio un beso en la coronilla y la apartó para mirarle el rostro.

—Lo cierto es que pareces un poco enferma. Quizá en vez de cena deberías hacer que Sophie te llevara un reconstituyente caldito de carne a tu habitación, ¿no crees? Iré y le…

—Henry. Hace horas que decidimos no cenar; todos se han llevado sándwiches a la habitación. Jem todavía está demasiado mal para comer, y los chicos Lightwood, demasiado afectados. Y Tessa también, claro. En realidad, toda la casa está yendo a la deriva.

—¿Sándwiches? —preguntó Henry, que parecía haber captado eso como la parte central de lo que le decía Charlotte, y parecía esperanzado.

Charlotte sonrió.

—Tienes unos cuantos arriba, Henry, si consigues apartarte por un rato de tu trabajo. Supongo que no debería reñirte; he estado mirando por encima los diarios de Benedict y son realmente fascinantes; pero ¿en qué estás trabajando tú?

—Un portal —contestó Henry animado—. Una forma de transporte. Algo que pueda llevar a un cazador de sombras de un punto del globo a otro en cuestión de segundos. Los anillos de Mortmain me dieron la idea.

Charlotte lo miró sorprendida.

—Pero, sin duda, los anillos de Mortmain emplean magia negra…

—Pero esto no. Oh, y hay algo más. Ven. Es para Buford.

La mujer dejó que su esposo la cogiera por la muñeca y la llevara a la otra punta de la sala.

—Te lo he dicho cientos de veces, Henry, ningún hijo mío se llamará Buford. ¡Por el Ángel! ¿Eso es una cuna?

Henry sonrió de oreja a oreja.

—¡Es mejor que una cuna! —anunció, mientras abría el brazo para señalar la camita de madera y aspecto robusto, que colgaba entre dos palos para poder mecerse de un lado a otro. Charlotte tuvo que admitir para sí que era un mueble muy bonito—. ¡Es una cuna que se mece sola!

—¿Qué? —preguntó Charlotte a media voz.

—Mira. —Orgulloso, Henry avanzó un paso y apretó algún tipo de resorte invisible. La cuna comenzó a mecerse suavemente de un lado a otro.

Charlotte espiró aire, aliviada.

—Es muy bonita, cariño.

—¿Te gusta? —Henry sonrió complacido—. Mira, ahora se mece un poco más rápido. —Era cierto, pero lo hacía con un movimiento algo sincopado, que dio a Charlotte la sensación de estar a la deriva en medio de un mar rizado.

—Hum —exclamó finalmente—. Henry. Quiero hablar contigo de algo. Algo importante.

—¿Más importante que el logro de que nuestro bebé se meza suavemente todas las noches para dormirse?

—La Clave ha decidido liberar a Jessamine —explicó Charlotte—. Va a regresar al Instituto. Dentro de dos días.

Henry se volvió hacia ella con una mirada de incredulidad. Tras él, la cuna se mecía aún más rápido.

—¿Va a volver aquí?

—Henry, no tiene adónde más ir.

El hombre abrió la boca para responder, pero antes de que surgiera ninguna palabra, se oyó un horrible ruido de algo al romperse, y la cuna se soltó de los palos y voló por la sala hasta estrellarse contra la pared del fondo, donde estalló en astillas.

Charlotte soltó un grito ahogado, mientras alzaba la mano para cubrirse la boca. Henry frunció el cejo.

—Quizá con algunos perfeccionamientos del diseño…

—No, Henry —dijo Charlotte con firmeza.

—Pero…

—Bajo ningún concepto. —La voz de Charlotte cortaba como una daga.

Él suspiró.

—Muy bien, cariño.

«Los Artefactos Infernales carecen de piedad. Los Artefactos Infernales carecen de remordimientos. Los Artefactos Infernales carecen de número. Los Artefactos Infernales nunca dejarán de llegar».

Las palabras escritas en la pared del estudio de Benedict le resonaban a Tessa en la cabeza mientras permanecía sentada en la cama de Jem, observándolo dormir. No estaba segura de qué hora sería; sin duda, «altas horas» como Bridget habría dicho, y seguro que pasada la medianoche. Su prometido estaba despierto cuando ella había llegado, después de que se fuera Will; despierto, sentado y suficientemente bien para tomar un poco de té y tostadas, aunque estaba más falto de aliento de lo que ella habría deseado, y más pálido.

Sophie había entrado más tarde para llevarse la bandeja de la comida, y había sonreído a Tessa.

—Ahuéquele las almohadas —le había sugerido en un susurro, y ella lo había hecho, aunque a Jem parecían divertirle todos sus desvelos. Tessa nunca había tenido mucha experiencia con enfermos. Cuidar a su hermano cuando llegaba borracho era lo más cerca que había estado de hacer de enfermera. No le importaba cuidar a Jem, no le importaba permanecer sentada cogiéndole la mano mientras él respiraba suavemente con los ojos medio cerrados y las pestañas agitándosele contra las mejillas.

—No muy heroico —dijo de repente sin abrir los ojos, aunque su voz era firme.

Tessa se sobresaltó y se inclinó hacia él. Antes le había entrelazado los dedos, y sus manos unidas yacían junto a él sobre la cama. Los dedos de Jem estaban fríos, y tenía el pulso lento.

—¿Qué quieres decir?

—Hoy —contestó él en voz baja, y tosió—. Desplomarme y toser sangre por todo Lightwood House…

—Sólo mejoró el aspecto del lugar —bromeó Tessa.

—Ahora pareces Will. —Jem le dedicó una somnolienta sonrisa—. Y estás cambiando de tema, igual que haría él.

—Claro que cambio de tema. Como si fuera a pensar peor de ti por estar enfermo; ya sabes que no. Y hoy has tenido un comportamiento muy heroico. Aunque Will estaba diciendo antes —añadió— que los héroes siempre acaban mal, y que no se imaginaba por qué nadie desearía ser uno.

—Ah. —Él le apretó la mano un instante, y luego se la soltó—. Bueno, Will lo mira desde el punto de vista del héroe, ¿no? Pero para el resto de nosotros, la respuesta es fácil.

—¿Lo es?

—Claro. Los héroes lo soportan porque los necesitamos. No por sí mismos.

—Hablas como si no fueras uno. —Le apartó el cabello de la frente. Él se dejó hacer, y cerró los ojos—. Jem… ¿alguna vez has…? —Tessa vaciló—. ¿Has pensado alguna vez en formas de prolongarte la vida que no sean mediante la droga?

Al oírla, Jem abrió los ojos.

—¿Qué quieres decir?

Tessa pensó en Will, en el suelo del desván, ahogándose con agua bendita.

—Convertirte en vampiro. Vivirías para siempre…

Él se incorporó de las almohadas.

—Tessa, no. No… no puedes pensar así.

Ella apartó los ojos de él.

—¿Acaso la idea de convertirte en un subterráneo te resulta tan horrible?

—Tessa… —Dejó escapar el aire—. Soy un cazador de sombras, un nefilim. Como mis padres antes que yo. Ésa es la herencia que reclamo, igual que considero la herencia de mi madre como parte de mí. Eso no significa que odie a mi padre. Pero honro el regalo que me hicieron, la sangre del Ángel, la confianza que tuvieron en mí, los votos que he tomado. Tampoco creo que fuera un buen vampiro. Los vampiros nos desprecian. Nosotros llevamos el día y el fuego de los ángeles en nuestras venas, todo lo que ellos odian. Me apartarían de ellos, y de los nefilim también. Dejaría de ser el parabatai de Will, dejaría de ser bienvenido en el Instituto. No, Tessa. Prefiero morir y renacer, y volver a ver el sol, que vivir hasta el fin del mundo sin ver la luz del día.

—Un Hermano Silencioso, entonces —insistió Tessa—. El Códice dice que las runas que se ponen encima son lo suficientemente poderosas para suspender su mortalidad.

—Los Hermanos Silenciosos no pueden casarse, Tessa. —Jem había alzado la barbilla. La chica hacía tiempo que sabía que bajo la dulzura de Jem se escondía una obstinación tan intensa como la de Will. En ese momento la podía ver: acero bajo seda.

—Ya sabes que preferiría tenerte vivo y sin casarte conmigo que… —No le salió la palabra.

La mirada de Jem se suavizó ligeramente.

—El camino de la Hermandad Silenciosa no me está abierto. Con el yin fen en la sangre, contaminándola, no sobreviviría a las runas que deben ponerse en el cuerpo. Debería abstenerme de la droga hasta purgar mi sistema, y eso seguramente me mataría. —Debió de ver algo en la expresión de Tessa, porque moderó el tono de su voz—. Y los Hermanos Silenciosos no tienen mucha vida; sombras y oscuridad, silencio y… nada de música. —Tragó saliva—. Y además, no deseo vivir eternamente.

—Puede que yo viva eternamente —repuso Tessa. La enormidad de eso era algo que aún no llegaba a comprender. Resultaba tan difícil aceptar que la propia vida nunca acabaría como lo era aceptar que sí lo haría.

—Lo sé —repuso Jem—. Y lo siento, porque creo que es una carga que nadie debería soportar. Ya sabes que creo que volvemos a vivir, Tessa. Regresaré, aunque no en este cuerpo. Las almas que se aman se atraen en las siguientes vidas. Veré a Will, a mis padres, a mis tíos, a Charlotte y a Henry…

—Pero no me verás a mí. —No era la primera vez que lo había pensado, aunque solía acallar esa idea cuando se le aparecía en la mente. «Si soy inmortal, entonces sólo tengo esto, esta única vida. No pasaré y cambiaré como tú, James. No te veré en el Cielo, o en las orillas del gran río, o en cualquier vida que haya más allá de ésta».

—Te veo ahora. —Jem le puso la mano en la mejilla, buscándole los ojos con los suyos.

—Y yo te veo a ti —susurró Tessa, y él sonrió cansadamente, cerrando los ojos.

Ella le cogió la mano y apoyó la mejilla en el hueco de la palma. Se quedó sentada, en silencio, notando los fríos dedos de Jem contra la piel, hasta que la respiración de éste se hizo más lenta y los dedos perdieron fuerza; se había dormido. Con una triste sonrisa, le bajó la mano y se la dejó sobre la colcha, a su lado.

Se abrió la puerta del dormitorio; Tessa se volvió en redondo en la silla y vio a Will en el umbral, aún con el abrigo y los guantes. Una mirada a su rostro, severo y consternado, la hizo levantarse y seguirle al pasillo.

Will ya lo recorría con la prisa de un hombre perseguido por el diablo. Tessa cerró la puerta del dormitorio con cuidado y corrió tras él.

—¿Qué pasa, Will? ¿Qué ha pasado?

—Acabo de regresar del East End —explicó éste. Había dolor en su voz, un dolor como el que ella no le había oído desde aquel día en el salón cuando ella le había dicho que estaba prometida a Jem—. He ido a buscar más yin fen. Pero no hay más.

Tessa casi se cayó al llegar a los escalones.

—¿Qué quieres decir con que no hay más? Jem tiene una reserva, ¿no?

Will se volvió hacia ella y siguió bajando la escalera de espaldas.

—Ya no —contestó con sequedad—. Él no quería que lo supieras, pero no hay forma de ocultarlo. Se ha acabado y no puedo encontrar más. Siempre se lo he comprado yo. Yo tenía los distribuidores, pero o se han desvanecido o no tienen nada. Primero he ido a aquel sitio; el lugar donde me encontrasteis Jem y tú. No tenían yin fen.

—Entonces, en otro…

—He ido a todas partes —replicó Will, y se dio la vuelta. Llegaron al pasillo donde se hallaban la biblioteca y el salón, ambos con las puertas abiertas, derramando luz amarilla sobre el corredor—. A todas partes. En el último sitio que he estado, alguien me ha dicho que lo han comprado todo deliberadamente en las últimas semanas. No queda nada.

—Pero Jem… —dijo Tessa, y el horror la atravesó como el fuego—. Sin el yin fen

—Morirá. —Will se detuvo un instante delante de la biblioteca, y la miró a los ojos—. Esta misma tarde me ha dado permiso para buscar una cura. Para investigar. Y ahora morirá porque no podré mantenerlo vivo el tiempo suficiente para encontrarla.

—No —replicó Tessa—. No morirá; no le dejaremos.

Will entró en la biblioteca, con Tessa siguiéndole, y pasó la mirada por los conocidos libros, las mesas iluminadas por las lamparitas, los estantes de viejos volúmenes.

—Había libros —continuó él como si ella no hubiera hablado—. Libros que estaba consultando, volúmenes sobre extraños venenos. —Se apartó de ella, hacia un estante cercano, y pasó febrilmente la enguantada mano sobre los tomos que había en él—. De eso hace años, antes de que Jem nos prohibiera buscar más. He olvidado…

Tessa fue a su lado.

—Will, para.

—Tengo que recordar. —Fue a otro estante, y luego a un tercero; su cuerpo alto y delgado proyectaba una sombra quebrada sobre el suelo—. Tengo que encontrar…

—Will, no puedes leer a tiempo todos los libros de la biblioteca. Para. —Se había puesto tras él, lo suficientemente cerca para ver que tenía el cuello de la chaqueta mojado por la lluvia—. Eso no va a ayudar a Jem.

—Y entonces ¿qué? ¿Qué le ayudará? —Cogió otro libro, lo miró y lo tiró al suelo; Tessa pegó un brinco.

—Para —repitió; lo cogió por la manga y le hizo volverse hacia ella. Will estaba rojo, sin aliento, con el brazo tenso como el hierro bajo la mano de Tessa—. Cuando buscaste una cura antes, no sabías lo que sabes ahora. No tenías los aliados que tienes ahora. Iremos a preguntar a Magnus Bane. Él tiene ojos y orejas en el submundo; conoce todos los tipos de magia. Te ayudó con tu maldición, puede ayudarnos también con esto.

—No había ninguna maldición —replicó Will, como si recitara las frases de una obra de teatro; tenía los ojos vidriosos.

—Will, escúchame. Por favor. Vamos a ver a Magnus. Nos ayudará.

El chico cerró los ojos y dejó escapar aire. Tessa lo miró fijamente. No podía evitar mirarlo cuando sabía que él no la veía: las oscuras pestañas como finas patas de araña contra los pómulos, el leve tono azulado de los párpados…

—Sí —dijo él finalmente—. Sí. De acuerdo. Tessa… gracias. No lo había pensado.

—Estabas demasiado afligido —repuso ella, y de repente se dio cuenta de que aún lo sujetaba por el brazo, y que estaban tan cerca que podría haberle besado en la mejilla o rodeado el cuello con los brazos para consolarlo. Se apartó y lo soltó. Él abrió los ojos—. Y pensabas que siempre te prohibiría buscar una cura. Ya sabes que a mí nunca me gustó eso. Ya había pensado en Magnus.

Él le escrutó el rostro con la mirada.

—Pero ¿se lo has preguntado?

Tessa negó con la cabeza.

—Jem no quería. Pero ahora… Ahora todo ha cambiado.

—Sí. —Se apartó de ella sin dejar de mirarla—. Voy abajo a llamar a Cyril para que prepare el carruaje. Reúnete conmigo en el patio.

Para: Cónsul Josiah Wayland

De: Miembros del Consejo

Apreciado señor:

No podemos evitar expresar nuestra gran inquietud al recibir su carta. Éramos de la impresión de que Charlotte Branwell era una elección que usted apoyaría de todo corazón, y que ella había demostrado ser una líder adecuada del Instituto de Londres. Nuestro propio Inquisidor Whitelaw habla en los términos más elogiosos de ella y de la forma en que se condujo durante el desafío que realizó Benedict Lightwood contra su autoridad.

Es nuestra opinión conjunta que George Penhallow no es un sucesor apropiado para ocupar el cargo de Cónsul. A diferencia de la señora Branwell, no ha demostrado su capacidad de liderazgo. Es cierto que la señora Branwell es joven y apasionada, pero el cargo de Cónsul requiere pasión. Le urgimos a que deseche sus ideas sobre el señor Penhallow, que es demasiado joven e inmaduro para el cargo, y considere de nuevo la posibilidad de que sea la señora Branwell.

Suyos en el nombre de Raziel,

Miembros del Consejo