LA MEDIDA DEL AMOR
La medida del amor es amar sin medida.
Atribuido a SAN AGUSTÍN
La sala del Consejo estaba muy iluminada. Un gran círculo doble se había pintado sobre el estrado al frente de la sala, y en el espacio entre las circunferencias había runas: runas de unión, runas de sabiduría, runas de habilidad y destreza, y las runas que simbolizaban el nombre de Sophie. Ésta se hallaba arrodillada en el centro de los círculos. Llevaba el oscuro cabello suelto y le caía hasta la cintura, una cascada de rizos contra su traje más oscuro. Estaba muy hermosa bajo la luz que se desplomaba desde las claraboyas de la cúpula; la cicatriz de su mejilla era roja como una rosa.
La Cónsul estaba sobre ella, con las blancas manos alzadas, la Copa Mortal sujeta entre ellas. Charlotte vestía una sencilla túnica escarlata que le colgaba suelta. Su rostro estaba serio y mostraba severidad.
—Coge la Copa, Sophie Collins —dijo, y en la sala se hizo un silencio de alientos contenidos.
La sala del Consejo no estaba llena, pero en la fila que Tessa ocupaba, sentada en el extremo, se hallaban Gideon y Gabriel, Cecily y Henry, Will y ella, todos en el borde del asiento, ansiosos, esperando a que Sophie Ascendiera. A ambos extremos del estrado había un Hermano Silencioso, con la cabeza gacha y sus hábitos de pergamino como si hubieran sido tallados en mármol.
Charlotte bajó la Copa y se la tendió a Sophie, que la cogió con cuidado.
—¿Juras, Sophie Collins, renunciar al mundo de los mundanos y seguir el camino de los cazadores de sombras? ¿Tomarás en ti la sangre del Ángel Raziel y honrarás esta sangre? ¿Juras servir a la Clave, obedecer la Ley como lo marca la Alianza y obedecer la palabra del Consejo? ¿Defenderás lo que es humano y mortal, sabiendo que por tu servicio no habrá recompensa, ni agradecimiento, sino tan sólo honor?
—Lo juro —contestó Sophie con voz firme.
—¿Puedes ser un escudo para el débil, una luz en la oscuridad, una verdad entre las mentiras, una torre en la crecida, un ojo que vea cuando los demás sean ciegos?
—Puedo.
—Y cuando mueras, ¿darás tu cuerpo a los nefilim para quemarlo y tus cenizas podrán usarse para construir la Ciudad de Hueso?
—Lo daré.
—Entonces, bebe —ordenó Charlotte.
Tessa oyó a Gideon tragar aire. Ésa era la parte peligrosa del ritual. Ésa era la parte que podía matar a los carentes de preparación o de valía.
La chica inclinó la cabeza y se llevó la Copa a los labios. Tessa se inclinó hacia adelante, con el pecho tenso de aprensión. Notó que Will le cogía la mano, un peso cálido y reconfortante. El cuello de Sophie se movía al tragar.
El círculo que rodeaba a Charlotte y a ella se encendió una vez con una luz fría, azul muy claro, y las ocultó a las dos. Cuando desapareció, Tessa se quedó deslumbrada. Parpadeó con rapidez y vio a Sophie sujetando la Copa. Un fulgor rodeó el recipiente mientras ella se la devolvía a Charlotte, que sonrió satisfecha.
—Ahora, eres nefilim —anunció ésta—. Te llamarás Sophie Cazador de Sombras, de la sangre de Jonathan Cazador de Sombras, hija de los nefilim. Álzate, Sophie.
Y Sophie se alzó, en medio de los vítores de los asistentes. Los vítores de Gideon fueron los más fuertes de todos. Sophie sonreía, todo su rostro estaba radiante bajo el sol del invierno, que caía por la limpia claraboya. Unas sombras se movían por el suelo, de un lado a otro, rápidas. Tessa alzó la mirada maravillada; la blancura iba cubriendo los vidrios, girando suavemente al otro lado del cristal.
—Nieve —le dijo Will al oído—. Feliz Navidad, Tessa.
Esa noche era la noche de la fiesta anual de Navidad del Enclave. Era la primera vez que Tessa veía el gran salón de baile del Instituto abierto y lleno de gente. Los enormes ventanales brillaban reflejando la luz, que proyectaba un resplandor dorado sobre el pulido suelo. Al otro lado de los oscuros cristales, se podía ver caer la nieve, en grandes copos blancos, pero dentro, el Instituto era cálido, refulgente y seguro.
La Navidad entre los cazadores de sombras no era la Navidad que Tessa había conocido. No había coronas de adviento, ni se cantaban villancicos. Había un árbol, pero no estaba decorado de la forma habitual, era un enorme abeto, que se alzaba casi hasta tocar el techo al fondo del salón de baile. (Cuando Will le preguntó a Charlotte cómo lo habían conseguido entrar, ella sólo agitó las manos y dijo algo sobre Magnus). En las ramas había velas encendidas, aunque Tessa no podía ver cómo se aguantaban. Proyectaban aún más luz dorada a la sala.
Atadas a las ramas del árbol, y colgando de las sujeciones de los candelabros de la pared y de la mesa, de los pomos de las puertas, había relucientes runas cristalinas, cada una tan clara como el cristal que refractaban la luz y lanzaban brillantes arcoíris por la sala. Las paredes estaban decoradas con coronas entrelazadas de acebo y hiedra, bayas rojas brillando entre las verdes hojas. Aquí y allí, había ramitos de muérdago con sus blancas bayas. Incluso había una atada al collar de Iglesia, que estaba escondido bajo una de las mesas muy enfadado.
Tessa no creía haber visto nunca tanta comida. Las mesas estaban repletas de pollo y pavo trinchado, de faisanes y liebres, jamones y tartas, finos sándwiches, helados, dulces, bizcochos, púdines de nata, gelatina de colores, pastelillos borrachos y pudin flambeado con brandy, sorbete, vino con canela caliente y grandes cuencos con ponche. Había cuernos de la abundancia derramando dulces, y bolsas de San Nicolás, cada una con un trozo de carbón, un poco de azúcar o un limón, para indicar al receptor si su comportamiento durante el año había sido malo, dulce o amargo. Antes había habido té y presentes sólo para los ocupantes del Instituto, que se habían intercambiado regalos antes de que llegaran los invitados; Charlotte sobre el regazo de Henry, sentado en su silla de ruedas, había abierto regalo tras regalo para el bebé, que llegaría en abril. (Y cuyo nombre, se había decidido por fin, iba a ser Charles. «Charles Fairchild», había dicho Charlotte con orgullo, alzando la mantita que Sophie le había tejido, con las iniciales C. F. en un extremo).
—Charles Buford Fairchild —había corregido Henry.
Su mujer había hecho una mueca.
—¿Fairchild? ¿No Branwell? —había preguntado Tessa, riendo.
Charlotte había sonreído astutamente.
—Yo soy la Cónsul. Se ha decidido que, en este caso, el niño llevará mi nombre. A Henry no le importa, ¿verdad, cariño?
—En absoluto —había contestado él—. Sobre todo porque Charles Buford Branwell habría sonado bastante tonto, pero Charles Buford Fairchild tiene un algo especial.
—Henry…
Tessa sonrió al recordar esa escena. En ese momento se hallaba cerca del árbol de Navidad, observando a los miembros del Enclave luciendo sus galas: las mujeres en los intensos tonos enjoyados del invierno, vestidos de satén rojo, seda zafiro y tafetán dorado, y los hombres en elegantes trajes de etiqueta. Todos se paseaban y reían. Sophie estaba con Gideon, reluciente y relajada en un elegante vestido verde; Cecily iba de azul, corriendo de aquí para allá encantada de verlo todo, con Gabriel siguiéndola, todo largas piernas, cabello alborotado y adoración entretenida. Un enorme leño, rodeado de coronas de hiedra y acebo, quemaba en la enorme chimenea. Y colgando sobre ella había redes que contenían manzanas doradas, nueces, palomitas de colores y caramelos. También había música, suave y evocadora, y Charlotte parecía haber hallado por fin un uso para el gusto por el canto de Bridget, porque su voz se alzaba sobre el sonido de los instrumentos, cantarina y dulce.
Oh, mi amor, me hieres al echarme con descortesía. Tanto tiempo te he amado disfrutando de tu compañía. Mangasverdes era mi alegría; Mangasverdes era mi placer; Mangasverdes era mi corazón dorado. ¿Y quién si no Mangasverdes?
—«Que lluevan patatas del cielo —dijo una voz divertida—. Que truene al son del Mangasverdes».
Tessa se volvió. Will había aparecido de repente a su lado, lo que la molestó, porque llevaba buscándolo desde que había entrado en el salón y no había visto ni rastro de él. Como siempre, verlo en traje de etiqueta, azul, negro y blanco, la dejó sin aliento, pero lo ocultó con una sonrisa.
—Shakespeare —dijo Tessa—. Las alegres comadres de Windsor.
—No una de sus mejores obras —comentó Will, entrecerrando los ojos mientras la miraba. Esa noche, la muchacha había elegido un vestido de seda de color rosa, sin joyas salvo por una cinta de terciopelo, que le daba dos vueltas al cuello y le caía por la espalda. Sophie la había peinado, como un favor, no como doncella, y le había entrelazado pequeñas bayas blancas entre los rizos. Tessa se sentía muy elegante y llamativa—. Aunque tiene sus momentos.
—Siempre el crítico literario —suspiró; apartó la mirada de él y la pasó por el salón, hasta donde Charlotte estaba conversando con un hombre alto y rubio que Tessa no reconoció.
Will se inclinó hacia ella. Olía levemente a algo verde e invernal, abeto o lima o ciprés.
—Llevas bayas de muérdago en el cabello —comentó él, y su aliento le rozó la mejilla a Tessa—. Técnicamente, creo que significa que cualquiera te puede besar en cualquier momento.
Ella lo miró con los ojos como platos.
—¿Crees que es posible que lo intenten?
Él le rozó la mejilla; llevaba guantes blancos de gamuza, pero ella los notó como si fuera su piel.
—Mataría a cualquiera que lo hiciera.
—Bien —repuso ella—. Sería la primera vez que no hicieras algo escandaloso por Navidad.
Will se calló un momento y luego sonrió, con esa rara sonrisa suya que le iluminaba el rostro y le cambiaba totalmente. Era una sonrisa que, en un tiempo, Tessa pensaba preocupada que había desaparecido para siempre, perdida con Jem en la oscuridad de la Ciudad Silenciosa. Jem no estaba muerto, pero un trozo de Will se había ido con él, un trozo arrancado de su corazón y enterrado entre los huesos susurrantes. Y Tessa se había temido, durante aquella primera semana después, que Will no se recuperaría, que sería para siempre una especie de fantasma, rondando por el Instituto, sin comer, siempre volviéndose para hablar a alguien que ya no estaba allí, con la luz de su rostro muriendo al recordar, y luego el silencio.
Pero ella tomó una decisión. Su corazón también se había roto, pero estaba segura de que reparar el de Will significaría, de algún modo, reparar el suyo propio. Y en cuanto había tenido las fuerzas suficientes, se había ocupado de llevarle el té que él no quería, y libros que sí, y de hostigarlo, dentro y fuera de la biblioteca, y de pedirle ayuda para entrenar. Le dijo a Charlotte que dejara de tratarlo como si fuera de vidrio y se fuera a romper, y que lo enviara a la ciudad a luchar, como lo había enviado antes. Con Gabriel o con Gideon, en vez de Jem. Y Charlotte lo había hecho, no muy convencida, y Will había vuelto ensangrentado y magullado, pero con los ojos vivos y encendidos.
—Eso ha sido muy astuto —le había dicho Cecily después, junto a la ventana, observando a Will y a su amado entrar en el patio—. Ser nefilim da sentido a la vida de mi hermano. Cazar sombras le reparará las heridas. Cazar sombras y tú.
Tessa había dejado caer la cortina, pensativa. No había hablado con Will de lo ocurrido en Cadair Idris, de la noche que habían pasado juntos. Y lo cierto era que parecía tan lejana como un sueño. Era como algo que le hubiera ocurrido a otra persona, no a ella, no a Tessa. No sabía si él sentía lo mismo. Sabía que Jem conocía lo ocurrido, o lo había supuesto, y los perdonaba a ambos, pero Will no se le había vuelto a acercar, no le había dicho que la amaba, no le había preguntado si lo amaba desde el día que Jem se había marchado.
Pareció como si hubiera pasado una eternidad, aunque sólo habían sido dos semanas, antes de que Will la encontrara sola en la biblioteca y le preguntara, de un modo bastante brusco, si quería ir al día siguiente a dar una vuelta en el carruaje. Perpleja, ella aceptó, y en su interior se había preguntado si habría alguna otra razón por la que quería su compañía. ¿Algún misterio que investigar? ¿Alguna confesión que hacer?
Pero no, había sido un simple paseo en carruaje por el parque. El tiempo era cada vez más frío, y el hielo bordeaba los estanques. Las ramas desnudas de los árboles eran tristes y encantadoras, y Will le fue hablando cortésmente del tiempo y de los hitos de la ciudad. Parecía decidido a continuar su educación sobre Londres donde Jem la había dejado. Fueron al Museo Británico y a la Galería Nacional, a los jardines Kew y a la catedral de San Pablo donde, finalmente, Tessa perdió los estribos.
Habían estado visitando la famosa Galería de los Susurros, Tessa apoyada en la barandilla y mirando hacia abajo. Will le traducía la inscripción en latín de la pared donde se hallaba enterrado Christopher Wren («si buscas un monumento, mira alrededor»), cuando Tessa, sin pensarlo, le fue a coger la mano. Inmediatamente, él se apartó, sonrojándose.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Pasa algo?
—No —respondió él, demasiado de prisa—. Sólo que… no te he traído aquí para aprovecharme de ti en la Galería de los Susurros.
Tessa estalló.
—¡No te estoy incitando a que lo hagas! Pero, por el Ángel, ¿quieres dejar de ser tan correcto?
Él la miró asombrado.
—Pero ¿no preferirías…?
—No preferiría. ¡No quiero que seas correcto! ¡Quiero que seas Will! ¡No quiero que me señales los puntos de interés arquitectónico como si fueras un guía turístico! Quiero que digas cosas horriblemente tontas y divertidas, que hagas canciones y seas… —«El Will del que me enamoré», estuvo a punto de decir—. Y seas Will —fue lo que dijo finalmente—. O te golpearé con la sombrilla.
—Estoy tratando de cortejarte —replicó él exasperado—. De cortejarte como se debe. De eso iba todo. Lo sabes, ¿no?
—El señor Rochester nunca cortejó a Jane Eyre —señaló Tessa.
—No, se vistió de mujer y le dio a la pobre chica un susto de muerte. ¿Es eso lo que quieres?
—Serías una mujer muy fea.
—En absoluto. Sería arrebatadora.
Tessa rió.
—Ahí está —repuso—. Ahí está Will. ¿No es mejor? ¿No lo crees?
—No lo sé —contestó éste, mirándola de reojo—. Temo responder a eso. He oído que, cuando hablo, las mujeres americanas desean pegarme con la sombrilla.
Tessa rió de nuevo, y luego rieron ambos, y sus apagadas carcajadas rebotaron por las paredes de la Galería de los Susurros. Después de ese episodio, las cosas fueron mucho mejor entre ellos, y la sonrisa de Will, cuando la ayudó a bajar del carruaje a la vuelta, era brillante y real.
Esa noche, llamaron a la puerta de Tessa, y cuando fue a abrir, no encontró a nadie, sólo un libro sobre el suelo del pasillo. Historia de dos ciudades. Un curioso regalo, pensó. Había una copia de ese libro en la biblioteca, y la podía leer tantas veces como quisiera, pero ésa era nueva, con un recibo de Hatchard marcando la página del título. Sólo cuando se lo llevó a la cama se dio cuenta de que en la página del título también había un escrito.
Tess, Tess, Tessa.
¿Hubo alguna vez un sonido más hermoso que tu nombre? Decirlo en alto hace que mi corazón tintinee como una campanilla. Resulta raro imaginar eso, ¿no? ¿Un corazón tintineando? Pero cuando me tocas, eso es lo que siento, y el corazón me tintinea dentro del pecho, y el sonido me estremece las venas y me rompe los huesos de alegría.
¿Por qué he escrito estas palabras en este libro? Por ti. Me enseñaste a amar este libro, cuando yo lo había desdeñado. Cuando lo leí por segunda vez, con la mente y el corazón abiertos, sentí la más absoluta desesperación y envidia por Sydney Carton, sí, por Sydney, porque aunque no tuviera ninguna esperanza de ser correspondido por la mujer que amaba, al menos podía confesarle su amor. Al menos podía hacer algo para demostrar su pasión, incluso si eso era morir.
Yo habría aceptado la muerte a cambio de tener la oportunidad de decirte la verdad, Tessa, si hubiera estado seguro de que esa muerte habría sido la mía. Y por eso envidiaba a Sydney, porque era libre.
Y ahora, por fin soy libre, y por fin puedo decirte, sin temor de ponerte en peligro, todo lo que siento en el corazón.
Eres el último sueño de mi alma.
Eres el primer sueño, el único sueño que nunca pude obligarme a dejar de soñar. Eres el primer sueño de mi alma, y de ese sueño, espero que nazcan todos los otros sueños, toda una vida de sueños.
Al fin con esperanza,
Will Herondale
Después de eso se quedó sentada durante largo rato, sujetando el libro sin leerlo, observando el amanecer extenderse sobre Londres. Por la mañana se vistió a toda prisa, antes de coger el libro y correr abajo con él. Encontró a Will saliendo de su dormitorio, y se tiró sobre él, lo agarró por la solapa, lo acercó a sí y hundió el rostro en su pecho. El libro cayó al suelo entre ambos mientras él la cogía, le acariciaba el cabello y le susurraba:
—Tessa, ¿qué tienes, pasa algo malo? ¿No te ha gustado…?
—Nadie nunca me ha escrito algo tan hermoso —dijo ella, con el rostro contra el pecho de Will, oyendo el tenue latido de su corazón firme bajo la chaqueta y la camisa—. Nunca.
—Lo escribí justo después de descubrir que la maldición era un engaño —explicó Will—. Tuve la intención de dártelo entonces, pero… —Tensó la mano que le acariciaba el cabello—. Cuando me enteré de que estabas prometida a Jem, lo escondí. No sabía cuándo podría, y si debería, dártelo. Y entonces, ayer, cuando querías que fuera yo mismo, me sentí con la suficiente esperanza como para sacar esos viejos sueños, limpiarles el polvo y dártelos a ti.
Ese día fueron al parque, aunque hacía tanto frío como sol, y no había mucha gente. El Serpentine se veía brillante bajo el sol invernal, y Will le indicó el lugar donde Jem y él habían dado de comer pastel de pollo a los ánades reales. Fue la primera vez que Tessa le vio sonreír hablando de su mejor amigo.
Sabía que ella no podía ser Jem para Will. Nadie podía, pero lentamente los vacíos en el corazón se le fueron llenando. La presencia de Cecily era una alegría para Will; Tessa lo podía ver cuando se sentaban juntos ante el fuego, hablando en galés en voz baja, y le brillaban los ojos; también había llegado a apreciar a Gideon y a Gabriel, y ya eran amigos. Aunque nadie podía serlo tanto como Jem. Y claro, el amor de Charlotte y Henry era tan firme como siempre. La herida nunca desaparecería, y Tessa lo sabía, ni para ella ni para Will, pero mientras el frío arreciaba y él sonreía más, comía con regularidad y la mirada perdida desaparecía de sus ojos, Tessa comenzó a respirar más tranquila, sabiendo que esa mirada no era mortal.
—Hum —decía Will en ese momento, balanceándose sobre los talones mientras recorría el salón de baile con la mirada—. Puede que tengas razón. Creo que fue alrededor de Navidad cuando me hice el tatuaje del dragón galés.
Al oír eso, Tessa trató de no sonrojarse.
—¿Y cómo ocurrió?
Will hizo un gesto airoso con la mano.
—Estaba borracho…
—Tonterías. Nunca te has emborrachado de verdad.
—Al contrario, para aprender cómo fingir estar borracho, hay que emborracharse al menos una vez, como punto de referencia. Nigel Seisdedos había estado dándole a la sidra especiada…
—¿No dirás en serio que exista un Nigel Seisdedos?
—Claro que existe… —comenzó Will, con una sonrisa traviesa que se desvaneció de repente; estaba mirando más allá de Tessa, fuera del salón de baile. Ella se volvió para seguirle la mirada y vio al mismo hombre alto y rubio que había estado hablando con Charlotte antes, abriéndose paso hacia ellos entre la gente.
Era grueso, de unos treinta y muchos años, y con una cicatriz a lo largo del mentón. Cabello alborotado y fino, ojos azules y piel bronceada por el sol. Parecía incluso más oscura contra su camisa almidonada. Había algo familiar en él, algo que le rondaba por la memoria a Tessa.
Se detuvo ante ellos. Miró a Will. Sus ojos eran de un azul más claro que el de los suyos, casi del color del aciano. La piel de alrededor estaba bronceada y marcada por leves patas de gallo.
—¿Eres William Herondale? —preguntó.
Will asintió sin hablar.
—Soy Elias Carstairs —se presentó el hombre—. Jem Carstairs era mi sobrino.
El chico palideció. Y Tessa se dio cuenta de qué era lo que le resultaba familiar en ese hombre: tenía algo, algo en su porte y en la forma de las manos que le recordaba a Jem. Will parecía incapaz de hablar. Así que contestó Tessa.
—Sí, es Will Herondale. Y yo soy Theresa Gray.
—La chica cambiante —dijo el hombre… Elias, se recordó Tessa; los cazadores de sombras empleaban los nombres de pila—. Estuviste prometida a Jem antes de que se convirtiera en un Hermano Silencioso.
—Cierto —respondió Tessa—. Lo amaba mucho.
Él le echó una mirada, no hostil o desafiante, sólo curiosa. Luego miró a Will.
—¿Tú eras su parabatai?
Will encontró su voz.
—Lo sigo siendo —replicó, y apretó el mentón, obstinado.
—James me habló de ti —informó Elias—. Después de que dejara la China, cuando regresé a Idris, le pregunté si quería ir a vivir conmigo. Le habíamos enviado lejos de Shanghái, porque considerábamos que no era seguro para él mientras los colegas de Yanluo estuvieran libres, aún buscando venganza. Pero cuando le pregunté si iría conmigo a Idris, me dijo que no, que no podía. Le pedí que lo reconsiderara. Le dije que yo era su familia, su sangre. Pero él me contestó que no podía dejar a su parabatai, que había cosas más importantes que la sangre. —Los ojos azules de Elias eran firmes—. Te he traído un regalo, Will Herondale. Algo que tenía intención de darle a él, cuando fuera adulto, porque su padre ya no vivía para dárselo.
Will tenía todo el cuerpo tenso, como una cuerda de arco.
—No he hecho nada para merecer un regalo —repuso.
—Creo que sí lo has hecho. —Elias se sacó del cinturón una espada corta con una vaina intrincadamente tallada. Se la tendió a Will, que, después de un momento, la cogió. La vaina estaba cubierta de intrincados dibujos de hojas y runas, talladas con primor, brillantes bajo la luz dorada. Con un gesto decidido Will desenvainó la espada y la alzó frente a sí.
La empuñadura también estaba cubierta con el mismo dibujo de runas y hojas, pero la hoja era simple y desnuda, excepto por una línea de palabras en el centro. Tessa se inclinó para leerlas.
«Soy Cortana, del mismo acero y temple que Joyeuse y Durendal».
—Joyeuse era la espada de Carlomagno —explicó Will, con la voz aún tan tensa que Tessa supo que estaba conteniendo la emoción—. Durendal era la de Rolando. Esta espada… ha nacido de leyenda.
—Forjada por el primer armero cazador de sombras, Wayland el Herrero. Tiene una pluma del ala del Ángel en la empuñadura —señaló Elias—. Ha estado en la familia Carstairs desde hace cientos de años. El padre de Jem me dio instrucciones para que se la diera cuando cumpliera los dieciocho años. Pero los Hermanos Silenciosos no pueden aceptar regalos. —Miró a Will—. Tú eras su parabatai, tú debes tenerla.
Will metió con fuerza la espada en la vaina.
—No puedo aceptarla. No lo haré.
El tío de Jem pareció perplejo.
—Pero debes hacerlo —insistió—. Eras su parabatai, y él te amaba…
Will le tendió la espada a Elias Carstairs para devolvérsela, con la empuñadura por delante. Al cabo de un momento, éste la cogió, y Will se alejó, desapareciendo entre la multitud.
Elias lo miró totalmente asombrado.
—No tenía intención de ofenderle.
—Usted ha hablado de Jem en pasado —explicó Tessa—. Jem no está con nosotros, pero no está muerto. Will… no soporta que se considere muerto a Jem, u olvidado.
—No era mi intención olvidarle —aclaró Elias—. Sólo decía que los Hermanos Silenciosos no tienen emociones como nosotros. No sienten como nosotros. Si aman…
—Jem aún ama a Will —repuso Tessa—. Sea o no un Hermano Silencioso. Hay cosas que ninguna magia puede destruir, porque son mágicas en sí mismas. Nunca los ha visto juntos, pero yo sí.
—Pretendía darle a Cortana —se excusó Elias—. No puedo dársela a Jem, así que he pensado que debía tenerla su parabatai.
—Y su intención era buena —reconoció Tessa—. Pero perdone mi impertinencia, señor Carstairs, ¿no piensa tener hijos propios?
Él abrió los ojos sorprendido.
—No había pensado…
Tessa miró la reluciente hoja, y luego al hombre que la sujetaba. Podía ver un poco de Jem en él, como si estuviera mirando a un reflejo de lo que había amado sobre las ondas del agua. Ese amor, recordado y presente, hizo que su voz fuera dulce al hablar.
—Si no está seguro —dijo—, entonces, guárdela. Guárdela para sus herederos. Will preferiría eso. Porque no necesita ninguna espada para recordar a Jem, por muy ilustre que sea su linaje.
En los escalones de entrada al Instituto hacía frío, un frío en el que Will se hallaba envuelto sin abrigo ni sombrero, mirando a la noche cubierta de escarcha. El viento le enviaba pequeñas ráfagas de nieve contra las mejillas y las manos desnudas, y oyó, como siempre, la voz de Jem dentro de la cabeza, diciéndole que no fuera tonto, que volviera a entrar antes de que pillara una pulmonía.
A Will, el invierno siempre le había parecido la estación más pura; incluso el humo y la suciedad de Londres quedaban atrapados por el frío, helados y limpios. Esa mañana había roto una capa de hielo que se había formado en su jarra de agua, antes de salpicarse el gélido fluido sobre el rostro y estremecerse mirando al espejo. Con el mojado cabello pintando su rostro con rayas negras.
«Primera mañana de Navidad sin Jem en seis años».
El frío más puro despertándole el dolor más puro.
Will.
La voz era un susurro, de una clase conocida. Volvió la cabeza, con una imagen de la Vieja Molly en la cabeza, pero los fantasmas pocas veces se alejaban del lugar de su muerte o su entierro, y además, ¿qué podía querer de él ahora?
Una mirada se encontró con la suya, oscura y firme. El resto de ella no era tanto transparente como un borde plateado: el cabello rubio, el rostro de muñeca, el vestido blanco en el que había muerto. Sangre, roja como una flor, en su pecho.
—Jessamine —dijo Will.
—Feliz Navidad, Will.
El corazón del chico, que se había detenido un instante, comenzó a latir de nuevo, y la sangre le corrió rápida por las venas.
—Jessamine, ¿por qué…? ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella hizo un pequeño puchero.
—Estoy aquí porque morí aquí —contestó ella, con una voz que ganaba en fuerza. No era raro que un fantasma consiguiera mayor solidez y poder de audición cuando estaba cerca de un humano, sobre todo uno que podía oírle. Jessamine señaló el patio a sus pies, donde Will la había sostenido durante sus últimos momentos, con la sangre de la joven cayendo sobre las losas del suelo—. ¿No te alegras de verme, Will?
—¿Debería? —repuso él—. Jessie, por lo general, cuando veo fantasmas, es porque hay algún asunto sin resolver o alguna pena que los ata a este mundo.
Ella alzó la cabeza, mirando la nieve. Aunque caía alrededor, no la tocaba, como si estuviera bajo una campana de cristal.
—Y si tuviera una pena, ¿me ayudarías a curarla? En vida, nunca te importé mucho.
—No es cierto —la contradijo—. Y lamento mucho si te di la impresión de que no me importabas nada, o que te odiaba, Jessamine. Creo que me recordabas más a mí mismo de lo que quería admitir y, por tanto, te juzgaba con la misma dureza con que me habría juzgado a mí mismo.
Ella lo miró al oírle.
—Vaya, ¿es esto franqueza, Will? ¡Cuánto has cambiado! —Dio un paso atrás, y Will vio que sus pies no dejaban ninguna huella en la nieve en polvo del escalón—. Estoy aquí porque en vida no quise ser una cazadora de sombras, cuidar de los nefilim. Ahora se me ha encargado que guarde el Instituto, por tanto tiempo como necesite ser guardado.
—¿Y no te importa? —inquirió él—. Estar aquí, con nosotros, cuando podrías haber pasado al otro lado…
Ella arrugó la nariz.
—No tenía ganas de pasar al otro lado. En vida se me exigió mucho, el Ángel sabe lo que puede ser después. No, soy feliz aquí, observándoos, callada, vagando y sin ser vista. —Su cabello plateado brilló bajo la luna cuando inclinó la cabeza hacia Will—. Sin embargo, tú estás a punto de volverme loca.
—¿Yo?
—Sin duda. Siempre dije que serías un terrible pretendiente, Will, y estás a punto de demostrarlo.
—¿De verdad? —preguntó él—. ¿Has vuelto de la muerte, como el fantasma del viejo Marley, sólo para darme la lata sobre mis expectativas sentimentales?
—¿Qué expectativas? Has llevado a Tessa a dar tantas vueltas en carruaje, que apuesto algo a que podría dibujarte el plano de Londres de memoria, pero ¿te has declarado? No. Una dama no puede declararse a sí misma, William, y ¡no puede decirte que te ama si no le muestras tus intenciones!
Will negó con la cabeza.
—Jessamine, eres incorregible.
—Y también tengo razón —señaló—. ¿De qué tienes miedo?
—De que si muestro mis intenciones, ella dirá que no me corresponde, que no me ama como amaba a Jem.
—No te amará como amaba a Jem. Te amará como te ama a ti, Will, a una persona totalmente diferente. ¿Desearías que no hubiera amado a Jem?
—No, pero tampoco quiero casarme con alguien que no me ama.
—Deberás preguntárselo para averiguarlo —indicó Jessamine—. La vida está llena de riesgos. La muerte es mucho más sencilla.
—¿Cómo es que no te he visto antes de hoy, si has estado aquí todo este tiempo? —preguntó él.
—Aún no puedo entrar en el Instituto y, cuando estás en el patio, siempre estás con alguna otra persona. He intentado atravesar las puertas, pero una especie de fuerza me lo impide. Es mejor de lo que era. Al principio sólo podía subir unos pocos escalones. Ahora ya estoy donde me ves. —Indicó su posición en la escalera—. Un día podré entrar adentro.
—Y cuando lo hagas, encontrarás que tu habitación sigue igual que siempre, hasta con tus muñecas —le informó Will.
Jessamine esbozó esa sonrisa que hacía que el chico se preguntase si siempre había estado tan triste, o si la muerte la había cambiado más de lo que él había pensado que podían cambiar los fantasmas. No obstante, antes de que pudiera decir nada más, una mirada de alarma cruzó el rostro de Jessamine y se desvaneció en un remolino de nieve.
Will se volvió para ver qué la había asustado. Las puertas del Instituto se habían abierto, y había salido Magnus. Llevaba un gran abrigo de lana de astracán, y su alta chistera de seda ya estaba salpicada por los copos de nieve caídos.
—Debería haber sabido que te encontraría aquí fuera, haciendo todo lo que puedes para convertirte en un témpano —habló Magnus; descendió la escalera hasta quedar junto a Will, y miró el patio.
El chico no quiso mencionar a Jessamine. De algún modo, pensó que ella no habría querido que lo hiciera.
—¿Te marchas de la fiesta o sólo me estás buscando?
—Ambas cosas —contestó Magnus, mientras se ponía un par de guantes—. Lo cierto es que dejo Londres.
—¿Dejas Londres? —repitió Will consternado—. No puedes decirlo en serio.
—¿Y por qué no? —El brujo movió el dedo hacia un copo de nieve errante. Éste soltó una chispa azul y desapareció—. No soy londinense, Will. He hecho una parada con Woolsey durante un tiempo, pero su hogar no es mi hogar, y Woolsey yo nos hartamos de nuestra mutua compañía después de no demasiado tiempo.
—¿Adónde vas a ir?
—Nueva York. ¡El Nuevo Mundo! Una vida nueva, un continente nuevo. —Alzó las manos—. Hasta puede que me lleve tu gato conmigo. Charlotte dice que ha estado muy mustio desde que Jem se fue.
—Bueno, araña a todo el mundo. Te lo regalo. ¿Crees que le gustará Nueva York?
—¿Quién sabe? Lo descubriremos juntos. Lo inesperado es lo que me evita estancarme.
—A los que no vivimos eternamente quizá no nos guste tanto el cambio como a los que sí. Estoy cansado de perder a gente —comentó Will.
—Y yo —concedió el brujo—. Pero es como te dije, ¿no? Aprendes a soportarlo.
—He oído a veces que los hombres que pierden un brazo o una pierna aún sienten dolor en esa extremidad. A veces puedo sentir a Jem conmigo, aunque no esté, y es como si me faltara una parte de mí.
—Pero no es así —replicó Magnus—. Jem no está muerto, Will. Vive porque tú le dejaste marchar. Él se habría quedado contigo y habría muerto si se lo hubieras pedido, pero lo amabas lo bastante para preferir que viviera, aunque sea una vida separada de la tuya. Y eso más que nada demuestra que no eres Sydney Carton, Will, que el tuyo no es la clase de amor que sólo puede redimirse con destrucción. Es lo que vi en ti, lo que siempre he visto en ti, lo que me hizo querer ayudarte. Que no desesperas, que tienes una infinita capacidad para la alegría. —Le puso una enguantada mano bajo la barbilla y le alzó el rostro. No había muchas personas con las que Will tuviera que levantar la cabeza para mirarles a los ojos, pero Magnus era una de ellas—. Estrella brillante —continuó, y sus ojos eran pensativos, como si estuviera recordando algo o a alguien—. Los que sois mortales, ardéis con tanta ferocidad… Y tú eres más feroz que la mayoría, Will. Nunca te olvidaré.
—Ni yo a ti —respondió éste—. Te debo mucho. Rompiste mi maldición.
—No estabas maldito.
—Sí, lo estaba —repuso Will—. Lo estaba. Gracias, Magnus, por todo lo que has hecho por mí. Si no lo he dicho antes, te lo digo ahora. Muchísimas gracias.
El brujo dejó caer la mano.
—No creo que ningún cazador de sombras me haya dado las gracias antes.
El muchacho sonrió de medio lado.
—Yo que tú intentaría no acostumbrarme demasiado. No somos una gente muy agradecida.
—No —rió Magnus—. No, no me acostumbraré. —Sus brillantes ojos de gato se entrecerraron—. Creo que te dejo en buenas manos, Will Herondale.
—Te refieres a Tessa.
—Sí. ¿O vas a negar que tiene tu corazón? —Comenzó a descender los escalones; se detuvo y miró al chico.
—No —contestó Will—. Pero se apenará de que te hayas ido sin despedirte de ella.
—¡Oh! —repuso Magnus, y se volvió al final de la escalera con una curiosa sonrisa en el rostro—. No creo que eso sea necesario. Dile que nos volveremos a ver.
Will asintió. Magnus le dio la espalda, con las manos en los bolsillos del abrigo, y comenzó a caminar hacia la verja del Instituto. El cazador de sombras lo contempló hasta que se perdió entre la blancura de la nieve.
Tessa había salido del salón de baile sin que nadie lo notara. Incluso los atentos ojos de Charlotte estaban distraídos, sentada junto a Henry en su silla de ruedas, cogiéndole la mano y sonriendo por las payasadas de los músicos.
Tessa no tardó en encontrar a Will. Había supuesto dónde se hallaría, y no se había equivocado: en los escalones de entrada al Instituto, sin abrigo ni sombrero, dejando que la nieve le cayera sobre la cabeza y los hombros. Todo el patio estaba tapizado de blanco, como azúcar glasé, que cubría la fila de carruajes que esperaban allí, las verjas negras, las losas del suelo sobre las que había muerto Jessamine. El chico estaba mirando fijamente hacia adelante, como si tratara de discernir algo entre los copos que caían.
—Will —lo llamó Tessa, y él se volvió para mirarla. Ella había cogido un chal de seda, pero nada más grueso, y notaba el frío pinchazo de los copos de nieve sobre la desnuda piel del cuello y los hombros.
—Debería haber sido más educado con Elias Carstairs —se lamentó Will a modo de contestación. Estaba mirando al cielo, donde una pálida luna creciente pasaba entre gruesas nubes y niebla. Copos de nieve blanca le habían caído sobre el cabello. Tenía las mejillas y los labios enrojecidos por el frío. Estaba más guapo de lo que ella recordaba haberlo visto—. En vez de eso, me he comportado como lo habría hecho… antes.
Tessa sabía lo que quería decir. Para Will sólo había un antes y un después.
—Se te permite tener mal humor —le recordó—. Ya te lo he dicho antes, no quiero que seas perfecto. Sólo sé Will.
—Quien nunca será perfecto.
—Perfecto es aburrido —repuso Tessa, que bajó el último escalón para ponerse a su lado—. Dentro están jugando a «completa la cita poética». Podrías haber dado todo un espectáculo. No creo que haya nadie ahí que pudiera igualar tu conocimiento de la literatura.
—Aparte de ti.
—Es cierto que yo sería una competencia difícil. Quizá pudiéramos ser una especie de equipo, y repartirnos las ganancias.
—Eso no sería justo —se quejó Will distraído, mientras echaba la cabeza hacia atrás. La nieve se arremolinaba entre ellos, como si estuvieran en el ojo de un torbellino—. Hoy, cuando Sophie ha Ascendido…
—¿Sí?
—Eso es algo que habría querido. —Se volvió para mirarla, caían copos de blanca nieve sobre sus oscuras pestañas—. Para ti.
—Sabes que para mí no es posible, Will. Soy una bruja. O al menos, eso es lo más parecido a lo que soy. Y no puedo ser totalmente nefilim.
—Lo sé. —Él se miró las manos, y abrió los dedos para dejar que se posaran los copos de nieve, derritiéndosele sobre la palma—. Pero en Cadair Idris dijiste que esperabas ser una cazadora de sombras, que Mortmain había acabado con esa esperanza…
—En ese momento lo sentía así —admitió ella—. Pero cuando me convertí en Ithuriel, cuando Cambié y destruí a Mortmain… ¿cómo puedo odiar algo que me ha permitido proteger a la gente que quiero? No es fácil ser diferente, y aún menos ser única. Pero empiezo a pensar que yo no estoy hecha para un camino fácil.
Will rió.
—¿El camino fácil? No, no es para ti, mi Tessa.
—¿Soy tu Tessa? —Se apretó más el chal sobre los hombros, fingiendo que se estremecía sólo de frío—. ¿Te molesta lo que soy, Will? ¿Que no sea como tú?
Las palabras quedaron entre ellos, sin decirse: «No hay futuro para un cazador de sombras que tontea con brujos».
Will palideció.
—Lo que dije en el tejado, hace tanto tiempo… tú sabes que no era en serio.
—Lo sé…
—No quiero que seas diferente de lo que eres, Tessa. Eres lo que eres, y te amo. No amo sólo las partes de ti que cuentan con la aprobación de la Clave…
La chica alzó las cejas.
—¿Estás dispuesto a soportar el resto?
Él se pasó una mano por el oscuro cabello, húmedo de nieve.
—No. Lo estoy expresando mal. No hay nada de ti que pueda imaginarme no amar. ¿De verdad crees que es tan importante para mí que seas nefilim? Mi madre no es una cazadora de sombras. Y cuando te vi Cambiarte en el ángel… cuando te vi arder con el fuego del Cielo, fue glorioso, Tess. —Dio un paso hacia ella—. Lo que eres, lo que puedes hacer, es como un gran milagro de la tierra, como el fuego o las flores salvajes o la amplitud del mar. Eres única en el mundo, igual que eres única en mi corazón, y nunca habrá un momento cuando no te ame. Te amaría si no tuvieras nada de cazadora de sombras…
Ella esbozó una sonrisa trémula.
—Pero me alegro de serlo, aunque sólo lo sea a medias —admitió ella—, ya que eso significa que puedo quedarme contigo, aquí, en el Instituto. Que la familia que he hallado puede seguir siendo mi familia. Charlotte dijo que si así lo quiero, puedo dejar de ser Gray y adoptar el nombre que mi madre debería haber tenido antes de casarse. Podría ser una Starkweather. Podría tener un auténtico nombre de cazadora de sombras.
Oyó que Will soltaba aire. Una vaharada blanca en el frío. Sus ojos eran azules, grandes y claros; estaban fijos en el rostro de Tessa. Tenía la expresión de un hombre que se ha endurecido para hacer algo terrible, y lo había hecho.
—Claro que puedes tener un auténtico nombre de cazadora de sombras —repuso Will—. Puedes tener el mío.
Ella se lo quedó mirando, todo él blanco y negro contra el blanco y negro de la piedra y la nieve.
—¿Tu nombre?
El chico dio otro paso hacia ella, y quedaron cara a cara. Entonces le cogió la mano y le sacó el guante, que se guardó en el bolsillo. Sujetó la mano desnuda en la suya, con los dedos entrelazados. Era cálida y callosa, y su contacto hizo estremecer a Tessa. Sus ojos eran firmes y azules; eran todo lo que Will era: sincero y tierno, agudo e ingenioso, cariñoso y amable.
—Cásate conmigo, Tess. Cásate conmigo y sé Tessa Herondale. O sé Tessa Gray, o como quieras llamarte, pero cásate conmigo y quédate conmigo y no me dejes nunca, porque no puedo soportar que pase otro día de mi vida en el que tú no estés.
La nieve se arremolinaba alrededor de ellos, blanca, fría y perfecta. Las nubes en lo alto se abrieron, y entre los resquicios Tessa pudo ver las estrellas.
—Jem me explicó lo que Ragnor Fell había dicho sobre mi padre —continuó Will—. Que para mi padre sólo hubo siempre una sola mujer a la que amar, y que para él era ella o nada. Tú eres eso mismo para mí. Te amo, y sólo te amaré a ti hasta que muera…
—¡Will!
Él se mordió el labio. Tenía el cabello lleno de nieve, las pestañas estrelladas de copos.
—¿Ha sido eso demasiado exagerado? ¿Te he asustado? Ya sabes cómo soy con las palabras…
—Oh, lo sé.
—Recuerdo lo que me dijiste una vez —prosiguió él—. Que las palabras tienen el poder de cambiarnos. Tus palabras me han cambiado, Tess; me han hecho un hombre mejor de lo que habría sido de otro modo. La vida es un libro, y hay mil páginas que aún no he leído. Las querría leer contigo, tantas como pueda, antes de morir.
Tessa le puso la mano sobre el pecho, sobre el corazón, y notó sus latidos contra la palma, una firma de tiempo única que era toda suya.
—Sólo me gustaría que no hablaras de morir —puntualizó ella—. Pero incluso por eso, sí, sé cómo eres con las palabras, y Will… las amo todas. Cada una que dices. Las tontas, las absurdas, las hermosas, y las que son sólo para mí. Las amo y te amo a ti.
Will comenzó a hablar, pero Tessa le tapó la boca con la mano.
—Me encantan tus palabras, mi Will, pero contenlas durante un momento —repuso Tessa, y le sonrió a los ojos—. Piensa en todas las palabras que he guardado dentro todo este tiempo, mientras no sabía tus intenciones. Cuando viniste al salón y me dijiste que me amabas, dejarte ir fue lo más duro que he hecho nunca. Dijiste que amabas las palabras de mi corazón, la forma de mi alma. Lo recuerdo. Recuerdo cada una de las palabras que me dijiste desde ese día hasta hoy. Nunca las olvidaré. Hay tantas palabras que querría decirte, y tantas que te quiero oír decir. Espero que tengamos toda la vida para decírnoslas mutuamente.
—Entonces ¿te casarás conmigo? —preguntó Will, deslumbrado, como si no acabara de creer su buena suerte.
—Sí —contestó ella; la palabra última, más sencilla y más importante del mundo.
Y Will, que tenía palabras para todas las ocasiones, abrió la boca y la cerró en silencio, y en vez de hablar, la cogió y la apretó contra sí. Ella notó que el chal se le caía a la escalera, pero los brazos de Will la rodeaban, y su boca estaba sobre la de ella mientras él inclinaba la cabeza para besarla. Sabía a copos de nieve y vino, como el invierno y Will y Londres. Notaba la boca de él suave sobre la suya, las manos en su cabello, esparciendo bayas blancas sobre los escalones. Tessa lo abrazó con fuerza mientras la nieve se arremolinaba alrededor de ellos. A través de las ventanas del Instituto, podía oír el tenue sonido de la música del salón de baile: el pianoforte, el chelo y sobre todos ellos, como chispas saltando hacia el cielo, las dulces y alegres notas del violín.
—No puedo creer que vayamos a casa —comentó Cecily. Tenía las manos cogidas ante sí, y saltaba en sus botas blancas de cabritilla. Estaba envuelta en un abrigo rojo, lo más brillante en la oscura cripta excepto por el propio Portal, grande, plateado y reluciente en la pared del fondo.
A través de él, Tessa podía entrever, como en un sueño, un cielo azul (el cielo fuera del Instituto era de un gris londinense) y de colinas cubiertas de nieve. Will se hallaba a su lado, su hombro contra el de ella. Se le veía pálido y nervioso, y ella deseó cogerle la mano.
—Nos vamos a casa, Cecy —dijo él—. No para quedarnos. Vamos de visita. Quiero presentar a mi prometida a nuestros padres —y al decir eso su palidez disminuyó un poco y curvó los labios en una sonrisa—, para que conozcan a la chica con la que me voy a casar.
—Oh, vamos —replicó Cecily—. ¡Podemos usar el Portal para ir a verlos siempre que queramos! Charlotte es la Cónsul, así que no podemos meternos en líos.
La aludida gruñó.
—Cecily, ésta es una expedición extraordinaria. El Portal no es un juguete. No puedes usarlo cuando te venga en gana, y esta excursión debe quedar en secreto. Nadie excepto los que estamos aquí puede saber que has ido a visitar a tus padres, ¡que te he permitido violar la Ley!
—¡No se lo diré a nadie! —protestó Cecily—. Y Gabriel tampoco. —Miró al chico que tenía a su lado—. No lo harás, ¿verdad?
—Que alguien me recuerde, ¿por qué viene con nosotros? —inquirió Will al mundo en general además de a su hermana.
Cecily puso los brazos en jarras.
—¿Por qué viene Tessa?
—Porque Tessa y yo vamos a casarnos —contestó Will, y su prometida sonrió; que su hermana pequeña pudiera poner nervioso a Will como nadie todavía la divertía.
—Bueno, pues Gabriel y yo tal vez nos casemos —replicó Cecily—. Algún día.
Éste hizo un ruido ahogado y se puso de un alarmante color púrpura.
Will alzó las manos al cielo.
—¡No te puedes casar, Cecily! ¡Sólo tienes quince años! ¡Cuando me case, tendré dieciocho! ¡Un adulto!
Cecily no pareció impresionada.
—Podríamos tener un largo noviazgo —replicó—. Pero no sé por qué me estás aconsejando que me case con un hombre al que mis padres no han visto nunca.
Will saltó:
—¡No te estoy aconsejando que te cases con un hombre al que tus padres no han visto nunca!
—Entonces, estamos de acuerdo. Gabriel debe conocer a mamá y a papá. —Cecily se volvió hacia Henry—. ¿Está listo el Portal?
Tessa se inclinó hacia Will.
—Me encanta el modo en que te maneja —susurró—. Es muy entretenido verlo.
—Espera hasta que conozcas a mi madre —repuso Will, y la cogió de la mano. Tenía los dedos fríos; debía de tener el corazón acelerado. Tessa sabía que se había pasado toda la noche en vela. Ver a sus padres después de tantos años le resultaba tan aterrador como alegre. Ella conocía esa mezcla de esperanza y temor, infinitamente peor que una sola cosa.
—El Portal está listo —avisó Henry—. Y recordad, en una hora lo volveré a abrir para que podáis volver.
—Y comprended que esto es para una sola vez —insistió Charlotte ansiosa—. Aunque yo sea la Cónsul, no puedo permitiros que visitéis a vuestra familia mundana…
—¿Ni siquiera en Navidad? —preguntó Cecily, poniendo ojos trágicos.
Charlotte se enterneció visiblemente.
—Bueno, quizá para Navidad…
—Y los cumpleaños —añadió Tessa—. Los cumpleaños son especiales.
La Cónsul se cubrió el rostro con las manos.
—Oh, por el Ángel.
Henry rió e hizo un gesto hacia el Portal.
—Pasad —indicó, y Cecily fue la primera; desapareció en el Portal como si hubiera traspasado una catarata. Gabriel la siguió, y luego Will y Tessa, cogidos de la mano. Tessa se concentró en el calor de la mano de su prometido, el latido de la sangre a través de su piel, mientras el frío y la oscuridad los atrapaban, y los hacían rodar durante unos momentos sin aire y sin tiempo. Unas luces estallaban tras sus párpados, y emergió de la oscuridad de repente, parpadeando y tambaleándose. Will la cogió para evitar que cayera.
Se hallaban en el amplio camino de entrada curvado de Ravenscar Manor. Tessa había visto el lugar sólo desde lo alto, cuando Jem, Will y ella habían estado juntos en Yorkshire, sin saber que era la familia de Will la que habitaba esa casa. Recordó que la mansión se hallaba en el centro de un valle, con colinas que se elevaban a su alrededor, cubiertas de aulaga y brezo, en ese momento salpicados de nieve. Los árboles habían estado verdes en aquella ocasión; ahora estaban desnudos y del oscuro tejado de la casa colgaban témpanos de hielo.
La puerta era de roble oscuro, con una pesada aldaba de latón en el centro. Will miró a su hermana, que asintió hacia él; luego se cuadró de hombros, cogió la aldaba y la soltó. El estruendo resultante pareció reverberar por todo el valle, y Will dijo una palabrota por lo bajo.
Tessa le rozó la muñeca con la mano.
—Ten valor —lo animó—. No es un pato, ¿verdad?
Él le sonrió, con el oscuro cabello cayéndole sobre los ojos, en el instante en que la puerta se abrió y apareció una pulcra sirvienta vestida de negro con cofia blanca. Echó una ojeada al grupo que se hallaba ante la puerta y los ojos se le salieron de las órbitas.
—Señorita Cecily —exclamó con voz ahogada, y luego su mirada se clavó en Will. Se llevó una mano a la boca, se dio la vuelta y entró corriendo en la casa.
—Oh, vaya —exclamó Tessa.
—Tengo ese efecto sobre las mujeres —bromeó Will—. Probablemente debería haberte avisado antes de que aceptaras casarte conmigo.
—Aún puedo cambiar de idea —replicó Tessa dulcemente.
—Ni te atrevas a… —comenzó él, con una carcajada ahogada, y de repente había gente en la puerta: un hombre alto y de anchas espaldas con una masa de cabello rubio con canas, y ojos azul claro. Detrás de él había una mujer: delgada y muy hermosa, con el cabello negro de Will y Cecily y ojos azules tan oscuros como violetas. Se le escapó un grito en cuanto vio a Will, y las manos se le alzaron, agitándose como pajaritos espantados por una ráfaga de viento.
Tessa soltó la mano de Will. Éste parecía paralizado, como un zorro acorralado por los perros.
—Ve —le dijo su amada en voz baja, y él avanzó un paso, y entonces su madre ya lo estaba abrazando.
—Sabía que volverías —le confesaba—. Lo sabía. —Y le siguió un torrente de galés, en el que Tessa sólo pudo discernir el nombre de Will. Su padre estaba anonadado; sonreía tendiéndole los brazos a Cecily, que corrió hacia ellos con más ganas de las que Tessa nunca le había visto hacer nada.
Durante los minutos siguientes, Tessa y Gabriel esperaron incómodos en la puerta, sin mirarse el uno a la otra, pero sin saber muy bien adónde más mirar. Pasados unos minutos, Will se apartó de su madre, palmeándole tiernamente el hombro. Ésta rió, aunque tenía los ojos cargados de lágrimas, y dijo algo en galés que Tessa sospechó que era un comentario sobre que Will ya era más alto que ella.
—Pequeña mamá —bromeó él con afecto, confirmando las sospechas de Tessa, y se apartó justo cuando la mirada de su madre caía sobre Tessa y luego sobre Gabriel, sorprendiéndose—. Mamá y papá, ésta es Theresa Gray. Estamos prometidos y nos casaremos el año que viene.
La madre de Will ahogó un grito, aunque, para alivio de la chica parecía más sorprendida que otra cosa; el padre del muchacho miró inmediatamente a Gabriel, y luego a Cecily, entrecerrando los ojos.
—¿Y quién es este caballero?
Will sonrió aún más.
—Oh, él —dijo—. Éste es el… amigo de Cecily, el señor Gabriel Lightworm.
Gabriel, a medio tender la mano para estrechársela al señor Herondale, se quedó parado de horror.
—Lightwood —barboteó—. Gabriel Lightwood…
—¡Will! —protestó Cecily, mientras se soltaba de su padre para lanzarle una mirada asesina a su hermano.
Will miró a su prometida con ojos brillantes. Ella abrió la boca para reprenderle, para decir «¡Will!» como acababa de hacer Cecily, pero era demasiado tarde… ya se había echado a reír.