23

QUE CUALQUIER MAL

Venid, partamos; tus mejillas están pálidas; pero dejo la mitad de mi vida atrás; creo que mi amigo está bien consagrado; pero yo moriré; mi trabajo fracasará… lo oigo ahora, y una y otra vez. Saludos eternos a los muertos; y «Ave, Ave, Ave», dice, «Adieu, adieu» para siempre.

ALFRED, LORD TENNYSON, In Memoriam A. H. H.

Tessa se estremeció; la fría agua corría alrededor de ella en la oscuridad. Pensó que podría estar yaciendo en el fondo del universo, donde el río del olvido dividía el mundo en dos, o quizá aún siguiera en el torrente donde había caído después de saltar del carruaje de las Hermanas Oscuras, y todo lo que había ocurrido después había sido un sueño. Cadair Idris, Mortmain, el ejército mecánico, los brazos de Will abrazándola…

La culpabilidad y la pena la atravesaron como una lanza, y arqueó el cuerpo, las manos rascaban en busca de una sujeción en la oscuridad. Le corría fuego por las venas, mil torrentes de agonía. Tomó una bocanada de aire, y de repente tuvo algo frío contra los dientes, separándole los labios, y la boca se le llenó de una acritud helada. Tragó con fuerza, atragantándose…

Y notó que el fuego de las venas se apagaba. El hilo la hizo estremecer al recorrerla. Abrió los ojos a un mundo que daba vueltas y luego se enderezaba. Lo primero que vio fueron unas manos pálidas y delgadas apartando un vial («el frío en la boca, el sabor amargo en la lengua»), y luego los contornos de su habitación en el Instituto.

—Tessa —dijo una voz conocida—. Esto te mantendrá lúcida durante un rato, pero no debes permitirte caer de nuevo en la oscuridad y los sueños.

Se quedó inmóvil, sin atreverse a mirar.

—¿Jem? —susurró.

El ruido del vial al ser depositado sobre la mesilla de noche. Un suspiro.

—Sí —contestó él—. Tessa. ¿Vas a mirarme?

Ella volvió la cabeza y miró. Y ahogó un grito.

Era Jem y no era Jem.

Llevaba la túnica pergamino de los Hermanos Silenciosos, abierta en la garganta, donde se veía el cuello de una camisa corriente. La capucha estaba bajada, y dejaba el rostro al descubierto. Tessa veía los cambios que sólo había vislumbrado en medio del ruido y la confusión de la batalla de Cadair Idris. Los delicados pómulos estaban marcados con las runas que ella había visto antes, una en cada uno, largas cicatrices que no eran como las runas corrientes de los cazadores de sombras. Su cabello ya no era de plata pura; tenía mechones de un marrón muy oscuro, sin duda el color con el que habría nacido. Las pestañas también se le habían vuelto negras. Parecían finos hilos de seda contra la pálida piel; aunque ya no era tan pálida como antes.

—¿Cómo es posible —preguntó Tessa en un susurro— que estés aquí?

—El Consejo me hizo venir de la Ciudad Silenciosa. —Su voz tampoco era la misma. Había algo frío en ella, algo que no había estado antes—. La influencia de Charlotte, se me dio a entender. Se me ha permitido estar una hora contigo, no más.

—Una hora —repitió Tessa, asombrada. Alzó la mano para apartarse un mechón del rostro. Debía de estar horrible, con el camisón arrugado, el cabello colgándole en trenzas enredadas, y los labios secos y cortados. Llevó la mano al ángel mecánico que le colgaba del cuello; un gesto habitual y familiar, en busca de consuelo, pero el ángel ya no estaba allí—. Jem, pensé que habías muerto.

—Sí —repuso él, y había algo remoto en su voz, una distancia que le recordó a Tessa los icebergs que había visto desde el Main, témpanos flotando a lo lejos en el agua helada—. Lo siento. Lamento no haber podido, de algún modo… no haber podido decírtelo.

—Creía que estabas muerto —repitió Tessa—. No puedo creer que seas real, ahora. He soñado contigo, una y otra vez. Había un pasillo oscuro y tú te alejabas de mí, y por mucho que te llamara, no podías, no querías, volverte para mirarme. Quizá esto sea sólo otro sueño.

—Esto no es un sueño. —Se puso en pie y se quedó ante ella, con las blancas manos entrelazadas ante sí, y ella no pudo olvidar que había sido así como se le había declarado: de pie, mientras ella estaba sentada en la cama, mirándolo, incrédula, igual que en ese momento.

Él abrió las manos lentamente, y en las palmas, como en las mejillas, ella vio que tenía unas grandes runas negras cortadas. No estaba tan familiarizada con el Códice como para reconocerlas, pero supo instintivamente que no eran las runas de un cazador de sombras corriente. Hablaban de un poder muy superior.

—Me dijiste que era imposible —susurró Tessa—. Que no podías convertirte en un Hermano Silencioso.

Él le dio la espalda. Había algo en la forma de moverse que era diferente, algo de la suavidad con que se deslizaban los Hermanos Silenciosos. Era hermoso y escalofriante al mismo tiempo. ¿Y qué estaba haciendo? ¿Acaso no soportaba mirarla?

—Te dije lo que yo creía —contestó él, con el rostro vuelto hacia la ventana. De perfil, Tessa vio que parte de la dolorosa delgadez de su rostro había desaparecido. Los pómulos ya no eran tan pronunciados, los huecos de las sienes no eran tan oscuros—. Y lo que era cierto. Que el yin fen en mi sangre impedía que me pudieran imponer las runas de la Hermandad. —Tessa vio cómo le subía y bajaba el pecho bajo la túnica de pergamino, y casi la sorprendió: la necesidad de respirar parecía tan humana…—. Todos los esfuerzos que se habían hecho para apartarme poco a poco del yin fen casi me habían matado. Cuando cesé de tomar porque no había más, sentí que mi cuerpo comenzaba a romperse, de dentro afuera. Y pensé que no tenía nada más que perder. —La intensidad en la voz de Jem la hizo más cálida, ¿había un tono de humanidad en ella, una grieta en la armadura de la Hermandad?—. Le rogué a Charlotte que llamara a los Hermanos Silenciosos y les pidiera que me impusieran las runas de la Hermandad en el último momento posible, justo cuando la vida estuviera dejando mi cuerpo. Sabía que las runas podían significar una muerte muy dolorosa, pero era la única opción.

—Dijiste que no querías convertirte en un Hermano Silencioso; que no querías vivir eternamente…

Él había dado varios pasos por el cuarto y estaba junto al tocador. Cogió algo metálico y brillante del pequeño joyero. Sorprendida, Tessa se dio cuenta de que era su ángel mecánico.

—Ya no hace tictac —dijo él.

Ella no pudo interpretar su voz; era distante, tan lisa y fría como la piedra.

—Ha perdido su corazón. Cuando Cambié en el ángel, lo liberé de su prisión mecánica. Ya no vive dentro. Ya no me protege.

Él cerró la mano alrededor del ángel, y las alas se le clavaron en la carne de la palma.

—Debo decírtelo —comenzó él—. Cuando recibí la petición de Charlotte de venir aquí, fue en contra de mis deseos.

—¿No querías verme?

—No. No quería que tú me miraras como me estás mirando ahora.

—Jem… —Tessa tragó saliva, y notó la amargura de la tisana que él le había dado. Un torbellino de recuerdos, la oscuridad bajo Cadair Idris, el pueblo en llamas, los brazos de Will rodeándola… Will. Pero había creído que Jem estaba muerto—. Jem —dijo de nuevo—. Cuando te vi vivo, bajo Cadair Idris, pensé que estaba soñando o que era mentira. Había creído que estabas muerto. Fue el peor momento de mi vida. Créeme, por favor, cree que mi alma se alegró al verte de nuevo cuando creí que nunca más volvería a hacerlo. Es sólo que…

Él soltó el ángel metálico, y ella le vio las líneas de sangre en la mano, donde las puntas de las alas le habían cortado, arañazos sobre las runas de las palmas.

—Te resulto extraño. No humano.

—Para mí siempre serás humano —susurró Tessa—. Pero no acabo de ver a mi Jem en ti.

Él cerró los ojos. Ella estaba acostumbrada a verle oscuras sombras sobre los párpados, pero ya no estaban.

—No tuve elección. Tú no estabas y, en mi lugar, Will había ido tras de ti. No temía la muerte, pero sí temía abandonaros a los dos. Éste fue, entonces, mi único recurso. Para vivir, para alzarme y luchar.

Un poco de color tocó su voz. Había pasión bajo la fría distancia de los Hermanos Silenciosos.

—Pero sabía lo que perdería —continuó él—. Hubo un tiempo en que entendías mi música. Ahora me miras como si no me conocieras. Como si nunca me hubieras amado.

Tessa salió de debajo de las sábanas y se puso en pie. Fue un error. De repente, la cabeza le dio vueltas, las rodillas se le doblaron. Tendió la mano para cogerse a uno de los postes y en vez de eso se encontró agarrando la túnica pergamino de Jem. Él había corrido hacia ella con el grácil paso silencioso de los Hermanos que era como humo ascendiendo, y la rodeaba con los brazos, sujetándola.

Ella se quedó inmóvil en sus brazos. Él estaba cerca, lo bastante cerca para que ella pudiera notar el calor de su cuerpo, pero no lo notaba. Su olor habitual a humo y azúcar quemado había desaparecido. Sólo quedaba el vago aroma de algo seco y frío como la piedra vieja o el papel. Le notó el amortiguado latido del corazón, le vio el pulso en el cuello. Lo miró maravillada, y memorizó las líneas y los ángulos de su rostro, las cicatrices de los pómulos, la áspera seda de las pestañas, el arco de los labios.

—Tessa. —La palabra le salió como un gemido, como si ella le hubiera golpeado. Había un levísimo color en sus mejillas, sangre bajo la nieve—. Oh, Dios —exclamó, y le hundió el rostro en la curva del cuello, donde comenzaba el hombro, con la mejilla contra el cabello de ella; las manos planas sobre la espalda, apretándola contra él. Tessa le notó temblar.

Por un momento, ella se sintió liberada por un intoxicante alivio, la sensación de Jem bajo sus manos. Quizá no se creía realmente en algo hasta que se tocaba. Y ahí estaba él, al que había creído muerto, abrazándola, respirando y vivo.

—Te noto igual —dijo ella—. Y, sin embargo, pareces tan diferente… Eres diferente.

Él se apartó de ella, con un esfuerzo que le hizo morderse el labio y tensar los músculos del cuello. La sujetó suavemente por los hombros y la hizo sentarse de nuevo en el borde de la cama. Cuando la soltó, apretó los puños. Dio un paso atrás. Ella le vio respirar, vio el pulso palpitándole en el cuello.

—Soy diferente —afirmó él en voz baja—. He cambiado. Y no de un modo reversible.

—Pero aún no eres totalmente uno de ellos —repuso ella—. Puedes hablar… y ver…

Él soltó aire lentamente. Aún miraba el poste de la cama como si contuviera los secretos del universo.

—Es un proceso. Una serie de rituales y trámites. No, aún no soy del todo un Hermano Silencioso, pero pronto lo seré.

—Así que el yin fen no lo evitó.

—Casi. Hubo… dolor cuando realicé la transición. Mucho dolor, casi me mató. Hicieron lo que pudieron, pero nunca seré como los otros Hermanos Silenciosos. —Bajó la vista y las pestañas le velaron los ojos—. No seré… del todo como ellos. Seré menos poderoso, porque aún hay algunas runas que no puedo soportar.

—¿Y no pueden esperar ahora a que todo el yin fen salga de tu cuerpo?

—No pasará. Mi cuerpo se ha detenido en el estado que se encontraba cuando me pusieron las primeras runas aquí. —Indicó las cicatrices del rostro—. Debido a eso, hay habilidades que no podré adquirir. Me costará mucho más tiempo dominar su visión y el habla mental.

—¿Significa eso que no te sacarán los ojos, ni te coserán los labios?

—No lo sé. —Su voz era suave, casi totalmente la voz del Jem que ella conocía. Había un ligero rubor en sus pómulos, y Tessa pensó en una columna hueca de mármol que lentamente se fuera llenando de sangre humana—. Me tendrán durante mucho tiempo. Tal vez para siempre. No puedo decir qué pasará. Me he entregado a ellos. Mi destino está en sus manos.

—Si pudiéramos liberarte de ellos…

—Entonces, el yin fen que queda en mí volvería a arder, y volvería a ser como antes, un adicto, muriendo. Ésta es mi elección, Tessa, porque la alternativa es la muerte. Sabes que lo es. No quiero dejarte. Incluso sabiendo que convertirme en un Hermano Silencioso me aseguraba la supervivencia, luché contra ello como si fuera una sentencia de prisión. Los Hermanos Silenciosos no se casan. No pueden tener parabatai. Sólo pueden vivir en la Ciudad Silenciosa. No ríen. No interpretan música.

—¡Oh, Jem! —exclamó Tessa—. Quizá los Hermanos Silenciosos no interpreten música, pero tampoco los muertos. Si ésta es la única forma en que puedes vivir, entonces me alegro en el alma por ti, aunque mi corazón esté triste.

—Te conozco demasiado bien para creer que sería de otra manera.

—Y yo te conozco lo suficiente para saber que te sientes oprimido por la culpa. Pero ¿por qué? No has hecho nada malo.

Él inclinó la cabeza hasta apoyar la frente en el poste de la cama. Cerró los ojos.

—Por eso no quería venir.

—Pero no estoy enfadada…

—No creía que tú estuvieras enfadada —soltó Jem, y fue como si el hielo se quebrara en una cascada helada, liberando un torrente—. Estábamos prometidos, Tessa. Un compromiso, un ofrecimiento de matrimonio, es una promesa. Una promesa de amar a alguien y estar juntos siempre. No pretendía romper la mía. Pero era eso o morir. Quería esperar, casarme contigo y vivir juntos durante años, pero no era posible. Me estaba muriendo demasiado de prisa. Lo habría dado todo por estar casado contigo un día. Un día que nunca habría llegado. Me haces recordar, recordar todo lo que estoy perdiendo. La vida que no tendré.

—Dar tu vida por un día de matrimonio no habría valido la pena —repuso ella. El corazón le latía enviándole un mensaje que le hablaba de los brazos de Will rodeándola, de sus labios en los suyos en la cueva bajo Cadair Idris. No se merecía la confesión de Jem, su penitencia, o su anhelo—. Jem, debo decirte algo.

Él la miró. Tessa le vio el negro en los ojos, hilos de negro junto a la plata, hermosos y raros.

—Es sobre Will. Sobre Will y yo.

—Te ama —repuso él—. Sé que te ama. Hablamos de ello antes de que se fuera de aquí. —Aunque la frialdad no había regresado a su voz, de repente casi estaba teñida de una tranquilidad antinatural.

Tessa se sorprendió.

—No sabía que habíais hablado de eso. Will no me lo ha dicho.

—Ni tampoco me habló nunca de sus sentimientos, aunque tú lo sabías hacía meses. Todos tenemos nuestros secretos que ocultamos porque no queremos hacer daño a la gente que nos ama. —Había una especie de advertencia en su voz, ¿o se la estaba imaginando?

—Ya no quiero ocultarte ningún secreto —repuso Tessa—. Creía que estabas muerto. Tanto Will como yo lo creíamos. En Cadair Idris…

—¿Me amabas? —la interrumpió él. Parecía una pregunta extraña y, sin embargo, la hizo sin implicación ni hostilidad, y esperó calmadamente la respuesta.

Ella lo miró, y recordó las palabras de Woolsey, como un susurro o una plegaria. «La mayoría de la gente nunca encuentra un gran amor en su vida. Tú tienes la suerte de haber encontrado dos». Por un momento, dejó de lado su confesión.

—Sí. Te amaba. Aún te amo. También amo a Will. No puedo explicarlo. No lo sabía cuando acepté casarme contigo. Te amo, aún te amo, nunca te amé menos por amarle a él. Parece una locura, pero si alguien puede entenderlo…

—Lo entiendo —dijo él—. No hace falta que me digas nada más sobre Will y tú. No hay nada que podáis haber hecho que me haga dejar de amaros a los dos. Will soy yo, mi propia alma, y si no voy a poder tener tu corazón, entonces no hay nadie más que prefiera que tenga ese honor. Y cuando me haya ido, debes ayudar a Will. Esto será… será duro para él.

Tessa le escrutó el rostro con la mirada. La sangre le había abandonado las mejillas; estaba pálido y tranquilo. Tenía el mentón firme. Eso le dijo todo lo que ella necesitaba entender: «No me cuentes más, no quiero saberlo».

Algunos secretos, pensó Tessa, era mejor contarlos; otros era mejor que siguieran siendo el peso del que los cargaba, que no causaran dolor a otros. Por eso no le había confesado a Will que lo amaba, cuando no había nada que ninguno de los dos pudiera hacer.

Decidió no decir lo que había estado pensando decir.

—No sé lo que haré sin ti —dijo en su lugar.

—Yo me pregunto lo mismo. No quiero dejarte. No puedo dejarte. Pero si me quedo, moriré aquí.

—No. No debes quedarte. No vas a quedarte, Jem. Prométeme que te irás. Ve a ser un Hermano Silencioso, y vive. Te diría que te odio si pensara que me ibas a creer, si eso hiciera que te marcharas. Quiero que vivas. Aunque eso signifique que no volveré a verte nunca.

—Me verás —aseveró él con calma, alzando la cabeza—. De hecho, existe una posibilidad… sólo una posibilidad, pero…

—Pero ¿qué?

Él se calló, vacilando, pareció tomar una decisión.

—Nada. Tonterías.

—Jem.

—Me verás de nuevo, pero no con frecuencia. Sólo he comenzado mi viaje, y hay muchas Leyes que gobiernan la Hermandad. Me iré alejando de mi vida anterior. No puedo decir qué capacidades o qué cicatrices tendré. No puedo decir cuán diferente seré. Me temo que me perderé a mí y a mi música. Me temo que me convertiré en algo que no es completamente humano. Sé que no seré tu Jem.

Tessa sólo pudo menear la cabeza.

—Pero los Hermanos Silenciosos… visitan… se relacionan con los cazadores de sombras… ¿No puedes…?

—No durante el tiempo de formación. E incluso cuando acabe, rara vez. Nos ves cuando alguien está enfermo o agonizando, cuando nace un niño, para los rituales de las primeras runas o de parabatai… pero no visitamos los hogares de los cazadores de sombras sin que nos llamen.

—Entonces, Charlotte puede llamarte.

—Me ha llamado esta vez, pero no puede hacerlo una y otra vez, Tessa. Un cazador de sombras no puede llamar a un Hermano Silencioso sin una razón.

—Pero yo no soy una cazadora de sombras —insistió Tessa—. No de verdad.

Hubo un largo silencio mientras ambos se miraban. Ambos obstinados. Ambos inmóviles. Finalmente fue él quien habló.

—¿Te acuerdas cuando estuvimos juntos en el Blackfriars Bridge? —le preguntó, y sus ojos eran como habían sido aquella noche, negro y plata.

—Claro que me acuerdo.

—Fue en ese momento cuando supe que te amaba —explicó Jem—. Te hago una promesa. Todos los años, Tessa, un día, me reuniré contigo en ese puente. Vendré desde la Ciudad Silenciosa, me encontraré contigo y estaremos juntos, aunque sólo durante una hora. Pero no debes decírselo a nadie.

—Una hora cada año —susurró Tessa—. No es mucho. —Pero se recompuso y respiró hondo—. Pero vivirás. Vivirás. Eso es lo importante. No tendré que ir a visitar tu tumba.

—No, no durante mucho tiempo —aseguró él, y la distancia volvía a estar en su voz.

—Entonces, esto es un milagro —repuso ella—. Y los milagros no se cuestionan, ni se protesta porque no están hechos perfectamente de acuerdo con lo que querríamos. —Se llevó la mano al colgante de jade que pendía de su cuello—. ¿Debo devolverte esto?

—No —contestó él—. No voy a casarme con nadie. Y no me llevaré el regalo de bodas de mi madre a la Ciudad Silenciosa. —Le acarició el rostro suavemente, un roce de piel sobre piel—. Cuando esté en la oscuridad, quiero pensar en él bajo la luz, contigo —dijo; se incorporó y fue hacia la puerta. La túnica pergamino de los Hermanos Silenciosos se movió con él, y Tessa se quedó observándolo, paralizada, cada latido del corazón expresando las palabras que ella no podía decir: «Adiós. Adiós. Adiós».

Y él se fue.

Si Will cerraba los ojos, podía oír los ruidos del Instituto despertándose por la mañana, o al menos se los imaginaba: Sophie preparaba la mesa del desayuno; Charlotte y Cyril ayudaban a Henry a sentarse en su silla; los hermanos Lightwood bromeaban medio dormidos por los pasillos; Cecily, sin duda, lo buscaba a él en su habitación, como llevaba varias mañanas haciendo, tratando, y no logrando, de ocultar su preocupación.

Y en la habitación de Tessa, Jem y ella hablaban.

Sabía que Jem estaba allí, porque el carruaje de los Hermanos Silenciosos se hallaba en el patio. Lo podía ver desde la ventana de la sala de entrenamiento. Pero eso no era algo en lo que pudiera pensar. Era lo que él había querido, lo que le había pedido a Charlotte, aunque en esos momentos, cuando estaba teniendo lugar, fue consciente de que no soportaba pensar demasiado en ello. Así que se había ido a la sala a la que siempre iba cuando tenía demasiadas cosas en la cabeza; llevaba tirando cuchillos contra la pared desde el amanecer, y tenía la camisa empapada de sudor y pegada a la espalda.

Tunc, tunc, tunc. Los cuchillos se clavaban en la pared, todos en el centro de la diana. Recordaba cuando tenía doce años y conseguir que el cuchillo se clavara cerca del objetivo le había parecido un sueño imposible. Jem le había ayudado, le había enseñado cómo sujetarlo, cómo colocar la punta y lanzarlo. De todos los espacios del Instituto, la sala de entrenamiento era el que más asociaba con Jem, sin contar con el dormitorio de su amigo, y de él habían retirado todas sus pertenencias. En ese momento era otra habitación vacía en el Instituto, esperando a otro cazador de sombras para habitarla. Incluso Iglesia no parecía querer entrar; a veces se quedaba en la puerta, como hacían los gatos, pero ya no dormía en la cama como había hecho cuando Jem vivía allí.

Se estremeció; la sala de entrenamiento estaba fría a primeras horas de la gris mañana; el fuego de la chimenea estaba casi apagado, una espinosa sombra de rojo y dorado proyectada por coloridas ascuas. Will veía a los dos chicos, sentados en el suelo ante el fuego en esa misma estancia, uno con cabello negro, negro, y el otro con un cabello tan claro como la nieve. Le había estado enseñando a Jem a jugar al ecerte con una baraja de cartas que había robado del salón.

En un momento dado, molesto por perder, Will había tirado las cartas al fuego y las había observado, fascinado, arder una a una, mientras las llamas hacían agujeros en el reluciente papel blanco. Jem había reído.

—No puedes ganar así.

—A veces, es la única manera de ganar —le había contestado Will—. Quemarlo todo.

Fue a recoger los cuchillos de la pared, ceñudo. «Quemarlo todo». Aún le dolía todo el cuerpo. Mientras arrancaba los puñales, vio que tenía hematomas de color verde azulado en los brazos, a pesar de los iratzes, y cicatrices de la batalla de Cadair Idris que le quedarían para siempre. Pensó en luchar junto a Jem en esa batalla. Quizá no lo había apreciado en aquel momento. La última, última vez.

Como un eco de sus pensamientos, una sombra se proyectó sobre el umbral. Will alzó la mirada, y casi se le cayó el cuchillo que tenía en la mano.

—¿Jem? —preguntó—. ¿Eres tú, James?

—¿Y quién si no? —La voz de su amigo. Cuando entró en la sala iluminada Will vio que tenía bajada la capucha de su hábito de pergamino, y le miraba directamente. Su rostro, sus ojos, le resultaban muy conocidos. Pero Will siempre había sido capaz de sentir a Jem antes, notar su cercanía y su presencia. Que Jem le hubiera sorprendido esa vez era un duro recordatorio del cambio que había sufrido su parabatai.

«Ya no es tu parabatai», le dijo una vocecita en la cabeza.

Jem entró en la sala con el paso carente de ruido de los Hermanos Silenciosos, y cerró la puerta tras él. Will no se movió de donde estaba. No creía poder. Ver a su hermano de sangre en Cadair Idris había sido una fuerte impresión que le había atravesado todo su interior como una incandescencia terrible y maravillosa: Jem estaba vivo, pero había cambiado; vivía, pero lo había perdido.

—Pero —dijo Will— estás aquí para ver a Tessa.

Él lo miró directamente. Sus ojos eran de color gris muy oscuro, como pizarra con vetas de obsidiana.

—¿Y no crees que aprovecharé la oportunidad, cualquier oportunidad que se presente, para verte también a ti?

—No lo sabía. Después de la batalla, te marchaste sin despedirte.

Jem se adentró más en la sala. Will notó que se le tensaba la espalda. Había algo extraño, algo profundo y diferente en la manera en que se movía; no era la gracilidad de los cazadores de sombras que Will había aprendido a imitar entrenándose durante tantos años, sino algo extraño, ajeno y nuevo.

Debió de ver algo en la expresión de Will, porque se detuvo.

—¿Cómo podía despedirme de ti? —preguntó.

Will dejó que el cuchillo le cayera de la mano. Se clavó en la madera del suelo.

—¿Como lo hacen los cazadores de sombras? Ave atque vale. Y para siempre, hermano, saludos y adiós.

—Pero ésas son las palabras de la muerte. Cátulo las dijo sobre la tumba de su hermano, ¿no es cierto? «Multas per gentes et multa per aequira vectus advenio has miseras, frater, as inferias…»

Will conocía esas palabras.

«Muchas naciones y muchos mares crucé, hermano, para venir a tu triste tumba y dedicarte estos últimos ritos fúnebres. Para siempre, hermano, te saludo. Para siempre, adiós».

—¿Memorizaste el poema en latín? Pero tú eras el que siempre memorizaba música, no palabras… —Soltó una breve carcajada—. No importa. Los rituales de la Hermandad habrán cambiado eso. —Se volvió y dio unos pasos, luego se volvió de golpe hacia Jem—. Tu violín está en la sala de música. Pensé que podrías llevártelo, le tenías tanto cariño…

—No podemos llevarnos nada a la Ciudad Silenciosa, aparte del cuerpo y la mente —explicó Jem—. Dejé el violín aquí para algún futuro cazador de sombras que pueda desear tocarlo.

—No para mí, entonces.

—Me sentiría honrado si tú lo cogieras y lo cuidaras. Pero a ti te dejé otra cosa. En tu habitación está mi caja de yin fen. Pensé que querrías tenerla.

—Eso parece un regalo algo cruel —repuso Will—. Para que no me olvide…

«De lo que te alejó de mí. De lo que te hizo sufrir. De lo que busqué y no pude encontrar. De cómo te fallé».

—Will, no —dijo Jem, que, como siempre, lo entendía sin que el otro tuviera que explicarse—. No siempre fue la caja que contenía mi droga. Era de mi madre. Kwan Yin es la diosa que está dibujada en la tapa. Se dice que cuando murió y llegó a las verjas del paraíso, se detuvo y oyó los gritos de angustia del mundo humano y no pudo dejarlo. Se quedó para ayudar a los mortales cuando éstos no pueden ayudarse a sí mismos. Ella es el consuelo de todos los corazones que sufren.

—Una caja no va a consolarme.

—El Cambio no es una pérdida, Will. No siempre.

Éste se pasó las manos por el húmedo cabello.

—Oh, sí —repuso con amargura—. Quizá en alguna otra vida, más allá de ésta, cuando hayamos pasado más allá del río, o hayamos dado una vuelta a la Rueda, o cualquier tipo de palabras con las que quieras describir la marcha de este mundo, encontraré de nuevo a mi amigo, mi parabatai. Pero ahora te he perdido, ahora, ¡cuando te necesito más que nunca!

Jem cruzó la estancia, como una sombra, con la luz de los Hermanos Silenciosos en él, y se detuvo ante el fuego. La luz de éste le iluminó el rostro, y Will vio que algo parecía brillar a través de él: una especie de luz que no había estado allí antes. Jem siempre había brillado, con una vida feroz y una bondad asimismo fiera, pero eso era algo diferente. La luz en Jem parecía arder; era una luz distante y solitaria, como la luz de una estrella.

—No me necesitas, Will.

Éste se miró a sí mismo, con el cuchillo a sus pies, y recordó el que había clavado en la base del árbol en el camino de Shrewsbury a Welshpool, manchado con su sangre y la de Jem.

—Toda mi vida, desde que llegué al Instituto, has sido el espejo de mi alma. Vi el mismo bien que había dentro de mí en ti. Sólo en tus ojos encontré la gracia. Cuando te hayas ido, ¿quién me verá así?

Hubo un silencio. Jem estaba inmóvil como una estatua. Con la mirada, Will buscó, y encontró, la runa de parabatai en el hombro del ahora Hermano Silencioso; al igual que la suya, se había descolorido y era de un blanco pálido.

Finalmente, Jem volvió a hablar. La fría distancia había desaparecido de su voz. Will respiró hondo mientras recordaba lo mucho que esa voz había dado forma a los años en los que había crecido, su inquebrantable bondad como un faro en la oscuridad.

—Ten fe en ti mismo. Puedes ser tu propio espejo.

—¿Y si no puedo? —susurró Will—. Ni siquiera sé cómo ser un cazador de sombras sin ti. Sólo he luchado contigo a mi lado.

Jem se acercó, y esta vez Will no se movió para desanimarle. Se acercó tanto que podría haberle tocado, y Will pensó distraídamente que nunca había estado tan cerca de un Hermano Silencioso, que la tela del hábito de pergamino estaba tejida de un material raro, duro y pálido como la corteza de un árbol, y que el frío parecía emanar de la piel de Jem del mismo modo que una piedra se mantenía fría incluso en un día cálido.

Jem le puso un dedo a Will bajo la barbilla, obligándolo a mirarle directamente. Su tacto era frío.

Will se mordió el labio. Ésa era la última vez que Jem, como Jem, lo tocaría. Los recuerdos le atravesaron cortantes como un cuchillo: los años de Jem palmeándole ligeramente el hombro, su mano ayudando a Will cuando éste caía, Jem sujetándolo cuando Will se ponía furioso, sus propias manos en los hombros de él cuando éste tosía sangre.

—Escúchame, me voy, pero estoy vivo. No me voy totalmente de ti, Will. Cuando luches, seguiré estando contigo. Cuando camines por el mundo, yo seré la luz a tu lado, el suelo firme bajo tus pies, la fuerza que sujeta la espada en tu mano. Estamos unidos, más allá de cualquier juramento. Las Marcas no cambiaron eso. El juramento no cambió eso. Sencillamente puso palabras a algo que ya existía.

—Pero ¿y tú? —preguntó Will—. Dime qué puedo hacer, porque eres mi parabatai, y no quiero que vayas solo a las sombras de la Ciudad Silenciosa.

—No tengo elección. Pero si te puedo pedir algo, es que seas feliz. Quiero que tengas una familia y que envejezcas junto a los que amas. Y si quieres casarte con Tessa, entonces no dejes que mi recuerdo os separe.

—Quizá ella no me quiera —planteó Will.

Jem sonrió un breve instante.

—Bueno, eso te lo dejo a ti, creo.

Will le devolvió la sonrisa y, por un momento, volvieron a ser sólo Jem y Will. Will veía a Jem, pero también a través de él, hacia el pasado. Will los recordó a los dos, corriendo por las oscuras calles de Londres, saltando de tejado en tejado, con sendos cuchillos serafines brillándoles en la mano; horas en la sala de entrenamiento, empujándose el uno al otro a charcos llenos de barro, tirándole bolas de nieve a Jessamine desde detrás de un fuerte de hielo en el patio, durmiendo como perritos en la alfombra frente al fuego.

«Ave atque vale —pensó Will—. Saludos y adiós».

Nunca antes había pensado mucho en esas palabras, nunca había pensado por qué no eran sólo una despedida, sino también un saludo. Todo encuentro tenía su separación, y así sería, mientras la vida fuera mortal. En todo encuentro había algo de la tristeza de la partida, pero en toda partida también había algo de la alegría del encuentro.

No olvidaría esa alegría.

—Hemos hablado de cómo decirnos adiós —explicó Jem—. Cuando Jonathan se despidió de David, le dijo: «Vete en paz, ya que los dos nos hemos hecho un juramento diciendo que el Señor esté entre tú y yo para siempre». No volvieron a verse, pero no se olvidaron. Y así será con nosotros. Cuando sea el hermano Zachariah, cuando ya no vea el mundo con mis ojos humanos, aún seré en algún lugar el Jem que tú conoces, y te veré con los ojos del corazón.

Wo men shi sheng si ji jiao —dijo Will, y vio que Jem abría los ojos sorprendido, y la chispa de diversión en ellos—. Ve en paz, James Carstairs.

Durante un largo momento se miraron, y luego Jem se levantó la capucha, ocultando su rostro en las sombras, y se volvió.

Will cerró los ojos. No podía oír a Jem, ya no; no quería saber en qué momento salía y él se quedaba solo; no quería saber cuándo el primer día de su vida de cazador de sombras sin su parabatai comenzaba realmente. Y si en el lugar sobre el corazón, donde la runa de parabatai había estado, sintió un repentino dolor abrasador cuando la puerta se cerró tras Jem, Will se dijo que sólo era una ascua que le había saltado desde el fuego.

Se apoyó en la pared, luego se dejó caer lentamente hasta sentarse en el suelo, junto al cuchillo. No supo cuánto tiempo estuvo allí, pero oyó el ruido de caballos en el patio, el traqueteo del carruaje de los Hermanos Silenciosos partiendo. El ruido metálico de la verja al cerrarse. «Somos polvo y sombras».

—¿Will? —Alzó la mirada; no había notado la pequeña silueta en la entrada hasta que ésta habló. Charlotte dio un paso y le sonrió. Su sonrisa era amable, como siempre, y él luchó por no cerrar los ojos y alejar los recuerdos: Charlotte en la entrada de esa misma sala.

«¿Recuerdas lo que te dije ayer, de que hoy íbamos a recibir a un recién llegado al Instituto?… James Carstairs».

—Will —dijo de nuevo, en ese momento—. Tenías razón.

Él alzó la cabeza, tenía las manos colgando entre las rodillas.

—¿Razón en qué?

—Sobre Jem y Tessa —contestó ella—. Su compromiso ha acabado. Y Tessa está despierta y bien, y pregunta por ti.

«Cuando esté en la oscuridad, quiero pensar en él bajo la luz, contigo».

Tessa se sentó apoyada en las almohadas que Sophie había preparado cuidadosamente para ella (las dos chicas se habían abrazado, y Sophie le había cepillado el enredado cabello mientras decía «bendita, bendita» tantas veces que Tessa le tuvo que pedir que parara antes de que las dos se echaran a llorar) y miró el colgante de jade que tenía en la mano.

Se sintió como si estuviera dividida en dos personas diferentes. Una estaba agradecida una y otra vez de que Jem estuviera vivo, que hubiera sobrevivido para ver alzarse el sol de nuevo, que la droga venenosa que había tenido que sufrir durante tanto tiempo ya no fuera a quemarle la vida en las venas. La otra…

—¿Tess? —Oyó una suave voz en la puerta; ella miró y vio a Will, recortado contra la luz del pasillo.

Will. Pensó en el chico que había entrado en su dormitorio de la Casa Oscura y la había distraído de su terror charlando de Tennyson, erizos y tipos deslumbrantes que acudían al rescate, y cómo éstos nunca se equivocaban. Entonces lo había encontrado apuesto, pero ahora pensaba en él de una forma totalmente diferente. Era Will, con toda su perfecta imperfección; Will, cuyo corazón era fácil de romper y al mismo tiempo estaba bien protegido; Will, que amaba no sabia pero sí completamente y con todo lo que tenía.

—Tess —repitió él, vacilando ante su silencio, y entró, entrecerrando la puerta tras él—. Charlotte me ha dicho que querías hablar conmigo…

—Will —exclamó ella, y supo que estaba demasiado pálida, y que tenía la piel manchada por las lágrimas, los ojos rojos, pero no importaba, porque era Will, y le tendió las manos, y él fue inmediatamente a cogérselas entre sus dedos cálidos y marcados.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó él, escrutándole el rostro con la mirada—. Debo hablar contigo, pero no quiero molestarte hasta que estés completamente recuperada.

—Estoy bien —contestó ella, mientras le apretaba las manos como él—. Ver a Jem me ha tranquilizado. ¿Te ha tranquilizado a ti?

Él apartó los ojos de ella, aunque no le soltó las manos.

—Lo ha hecho —respondió—, y no lo ha hecho.

—Te ha tranquilizado la mente —repuso ella—, pero no el corazón.

—Sí. Sí. Eso es exactamente. Me conoces tan bien, Tess. —Sonrió tristemente—. Está vivo, y eso lo agradezco. Pero ha escogido un camino de gran soledad. La Hermandad; comen solos, caminan solos, se levantan solos y se enfrentan solos a la noche. Se lo habría evitado de haber podido.

—Ya has evitado todo lo que has podido evitarle —remarcó Tessa rápidamente—. Y él te ha evitado cosas a ti, y todos hemos tratado tanto de evitar cosas para los otros… Al final, debemos tomar nuestras propias decisiones.

—¿Estás diciendo que no debería apenarme?

—No. Apénate. Ambos lo haremos. Siente la pena, pero no te culpes, porque en esto no tienes ninguna responsabilidad.

Él miró sus manos unidas. Con mucha suavidad le acarició los nudillos con el pulgar.

—Quizá no —replicó—. Pero hay otras cosas de las que sí cargo con la responsabilidad.

Tessa tragó aire. Él había bajado la voz, y había una brusquedad en ella que la muchacha no había oído desde…

«Su aliento suave y cálido contra la piel de ella hasta que ella comenzó a respirar igual de fuerte; le acarició los hombros, los brazos, los costados…»

Parpadeó y separó las manos de las de él. No miraba al joven al que amaba, sino a la luz del fuego contra las paredes de la cueva, y oía su voz en el oído, y todo había parecido un sueño entonces, instantes fuera de la vida real, como si estuvieran situados en otro mundo. Incluso en ese momento le costaba creer que hubiera pasado realmente.

—¿Tessa? —Su voz era vacilante; las manos aún extendidas.

Parte de ella quería cogérselas, hacer que se agachara junto a ella y besarlo, olvidarse a sí misma en Will como antes. Porque él era más efectivo que cualquier droga.

Y entonces recordó los ojos de Will, nublados en el fumadero de opio, los sueños de felicidad que se convertían en ruinas en cuanto se disipaban los efectos del humo. No. Algunas cosas sólo se podían arreglar enfrentándose a ellas. Respiró hondo y lo miró.

—Sé lo que querrías decir —afirmó Tessa—. Estás pensando en lo que pasó entre nosotros en Cadair Idris, porque pensábamos que Jem estaba muerto, y que también nosotros íbamos a morir. Eres un hombre honorable, Will, y sabes lo que debes hacer. Debes proponerme el matrimonio.

Will, que estaba inmóvil, demostró que aún podía sorprenderla, y se echó a reír. Una risa suave y triste.

—No esperaba que fueras tan directa, pero supongo que debería haberlo sabido. Conozco a mi Tessa.

—Soy tu Tessa —repuso ella—. Pero, Will, no quiero que digas nada ahora. Nada de matrimonio ni de promesas eternas…

Él se sentó en el borde de la cama. Llevaba el traje de entrenamiento, una amplia camisa arremangada, con el cuello abierto, y ella le vio las cicatrices de la batalla en la piel, el blanco recuerdo de las runas curativas. También, en los ojos, vio un dolor incipiente.

—¿Lamentas lo que pasó entre nosotros? —preguntó él.

—¿Se puede lamentar algo que, aunque insensato, fue hermoso? —respondió ella, y el dolor que veía en los ojos de Will cambió a confusión.

—Tessa. Si temes que sea reacio, que me sienta obligado…

—No. —Tessa alzó las manos—. Sólo es que creo que en el corazón debes de tener una mezcla de dolor y desesperación, y alivio, felicidad y confusión, y no quiero que digas nada en firme mientras estés tan abrumado. Y no me digas que no estás abrumado, porque puedo verlo, y yo también me siento así. Ambos estamos abrumados, Will, en nuestro estado no podemos tomar decisiones.

Por un momento, Will vaciló. Se llevó los dedos hacia el corazón, donde había tenido la runa de parabatai, y la rozó levemente (Tessa se preguntó si siquiera sería consciente de que lo hacía).

—A veces me da miedo que seas demasiado sabia, Tessa.

—Bueno —replicó ella—. Uno de los dos tiene que serlo.

—¿No hay nada que pueda hacer? —preguntó él—. Preferiría no apartarme de ti, a no ser que tú quieras.

La chica dejó caer la mirada sobre la mesilla de noche, donde se apilaban los libros que había estado leyendo antes de que los autómatas atacaran el Instituto, lo que parecía haber pasado hacía mil años.

—Podrías leerme —contestó ella—, si no te importa.

Will se animó y sonrió. Era una sonrisa cruda y rara, pero era real, y era de Will. Tessa le sonrió también.

—No me importa —respondió él—. En absoluto.

Y por eso, como un cuarto de hora después, Will estaba sentado en un sillón, leyendo David Copperfield en voz alta, cuando Charlotte abrió la puerta del dormitorio y miró dentro. No pudo evitar cierta ansiedad; el chico había parecido tan desesperado, tirado en el suelo de la sala de entrenamiento, tan solo, que Charlotte recordó el miedo que siempre había tenido de que, si Jem los dejaba, se llevaría lo mejor de Will con él. Y Tessa también seguía tan frágil…

La voz de Will llenaba la habitación, junto con el silencioso brillo de la luz del fuego de la chimenea. Tessa estaba acostada de lado con el cabello castaño desparramado sobre la almohada, observando a Will, que tenía el rostro inclinado sobre las páginas, con una mirada de ternura en los ojos, una ternura que se reflejaba en la suave voz de Will. Era una ternura tan íntima y profunda que Charlotte salió inmediatamente, cerrando la puerta en silencio tras ella.

La voz de Will la siguió por el pasillo mientras se alejaba, habiéndose librado de un gran peso del corazón.

—«… y no puedo vigilarlo, si eso no es demasiado atrevido de decir, tan de cerca como usted. Pero si es objeto de cualquier fraude o traición, espero que el sencillo amor y la verdad venzan al final. Espero que el amor auténtico y la verdad sean más fuertes al final que cualquier maldad o desgracia del mundo…»