22

TRUENO EN LA TROMPETA

Porque mientras el trueno en la trompeta esté, el alma se dividirá del cuerpo, pero no nosotros uno de otro.

ALGERNON CHARLES SWINBURNE, «Laus Veneris»

Criaturas mecánicas desgarraban a Tessa desde nieblas oscuras. Por la venas le corría fuego, y cuando se miró, se vio la piel resquebrajada y ampollada, con icor dorado cayéndole a raudales por los brazos. Vio los infinitos campos del Cielo, vio el firmamento constantemente en llamas con un fuego que habría cegado a cualquier humano. Vio nubes de plata con bordes como cuchillas, y sintió el frío vacío que se encerraba en los corazones de los ángeles.

—Tessa. —Era Will; habría reconocido su voz en cualquier parte—. Tessa, despierta, despierta. Tessa, por favor.

Ella notaba el dolor en su voz y quería tocarle, pero cuando alzó los brazos, las llamas crecieron y le requemaron los dedos. Las manos se le redujeron a cenizas y un viento caliente se las llevó.

Tessa se debatía en el lecho en medio de un delirio de fiebre y pesadillas. Las sábanas, enrolladas en torno a su cuerpo, estaban empapadas de sudor, el cabello pegado a las sienes. Su piel, siempre pálida, era casi traslúcida, y mostraba las venas bajo la piel, la forma de los huesos. El ángel mecánico seguía en su cuello; de vez en cuando lo agarraba, y entonces gritaba con una voz perdida, como si tocarlo le doliera.

—Está sufriendo mucho. —Charlotte hundió una toalla en agua fría y luego se la puso a Tessa en la ardiente frente. La chica emitió un suave ruido de protesta ante el roce, pero no apartó la mano de Charlotte. A ésta le habría gustado pensar que era porque las toallas frías la estaban ayudando, pero sabía que lo más probable era que Tessa estuviera simplemente demasiado cansada—. ¿Podemos hacer algo más?

El fuego del ángel está abandonando su cuerpo, dijo el hermano Enoch, junto a Charlotte, con su inquietante susurro omnidireccional. Tardará el tiempo que tarde. Estará libre de dolor cuando lo esté.

—Pero ¿vivirá?

Ha sobrevivido hasta ahora. El Hermano Silencioso sonaba trágico. El fuego debería haberla matado. Habría matado a cualquier humano normal. Pero ella es parte cazadora de sombras y parte demonio, y estaba protegida por el ángel, cuyo fuego encendió. La protegió incluso en esos últimos momentos mientras él mismo ardía en llamas y quemaba su propia forma corpórea.

Charlotte no pudo evitar recordar la sala circular bajo Cadair Idris. Tessa avanzando y transformándose en llamas, ardiendo como una columna de fuego, su cabello convirtiéndose en zarcillos de chispas, la luz cegadora y terrible. Agachada en el suelo junto al cuerpo de Henry, Charlotte se había preguntado cómo era que los ángeles podían arder así y vivir.

Cuando el ángel había dejado a Tessa, ella se había desplomado; la ropa le colgaba en jirones y tenía la piel cubierta de marcas como si se hubiera quemado. Varios cazadores de sombras habían corrido hacia ella entre los desmadejados autómatas, aunque para Charlotte había sido como algo desenfocado; escenas vistas a través de la temblorosa lente de su miedo por Henry. Will cogió a Tessa en brazos; la fortaleza del Magíster comenzó a abatirse por sí sola tras ellos; las puertas se cerraban mientras ellos corrían por los pasillos; el fuego azul de Magnus les iluminaba el camino de la huida. La creación del segundo Portal. Más Hermanos Silenciosos los esperaban en el Instituto, manos marcadas y rostros marcados; excluyeron incluso a Charlotte cuando se encerraron con Henry y Tessa. Will habló a Jem, con expresión de dolor. Había querido tocar a su parabatai.

—James —le había dicho—. Puedes averiguar… qué le están haciendo a Tess… si vivirá…

Pero el hermano Enoch se había interpuesto entre ellos.

Su nombre no es James Carstairs, había dicho. Ahora es Zachariah.

La mirada de Will, la forma en que había bajado la mano.

—Déjale hablar por sí mismo.

Pero Jem se había dado la vuelta, y se había alejado de todos ellos, saliendo del Instituto; Will había contemplado cómo se marchaba con incredulidad, y Charlotte había recordado la primera vez que se habían visto: «¿De verdad te estás muriendo? Lo siento».

Había sido Will, aún con expresión perpleja e incrédula, el que les había explicado a todos, con voz entrecortada, la historia de Tessa: la función del ángel mecánico, la historia de los desafortunados Starkweather y el modo poco ortodoxo de su concepción. Aloysius había tenido razón, pensó la directora. Tessa era su bisnieta. Una descendiente a la que nunca conocería, porque lo habían matado en la masacre del Consejo.

Charlotte no pudo evitar imaginarse cómo debía de haber sido cuando las puertas de la sala del Consejo se abrieron y los autómatas entraron. Los miembros del Consejo no tenían por qué ir desarmados, pero no estaban preparados para luchar. Y la mayoría de los cazadores de sombras nunca se habían enfrentado a un autómata. Incluso imaginar la masacre le helaba la sangre. Estaba superada por la enormidad de la pérdida en el mundo de los cazadores de sombras, aunque habría sido mucho mayor si Tessa no se hubiera sacrificado como lo había hecho. Todos los autómatas habían caído al morir Mortmain, incluso los que estaban en la sala del Consejo, y la mayoría de los cazadores de sombras habían sobrevivido, aunque había habido muchas víctimas, incluido el Cónsul.

—Parte demonio y parte cazadora de sombras —murmuró Charlotte en ese momento—. ¿En qué la convierte eso?

La sangre nefilim es dominante. Un nuevo tipo de cazadora de sombras. Nuevo no siempre es malo, Charlotte.

Era debido a la sangre de nefilim que habían ido tan lejos como para probar las runas curativas con Tessa, pero éstas simplemente se le hundían en la piel y desaparecían, como letras en el agua. Charlotte tocó la clavícula de la chica, donde le habían dibujado la runa. La piel estaba caliente al tacto.

—Su ángel mecánico —observó Charlotte—. Ha dejado de sonar.

La presencia del ángel la ha abandonado. Ithuriel está libre, y Tessa sin protección, aunque con la muerte del Magíster, y como ella es nefilim, seguramente estará a salvo. Mientras no trate de transformarse en ángel por segunda vez. Eso seguramente la mataría.

—Hay otros peligros.

Todos debemos enfrentarnos a peligros, declaró el hermano Enoch. Era la misma voz fría y tranquila con la que le había dicho que Henry se salvaría, pero no volvería a caminar.

En la cama, Tessa se removió y gritó con voz seca. Durmiendo, desde la batalla, había dicho nombres. Había llamado a Nate, a su tía y a Charlotte.

—Jem —susurró en aquel momento mientras se aferraba a la colcha.

Charlotte le dio la espalda a Enoch, cogió la toalla de nuevo y se la puso a Tessa en la frente. Sabía que no debía preguntar y, sin embargo…

—¿Cómo está? ¿Nuestro Jem? ¿Se está… adaptando a la Hermandad?

Notó el reproche de Enoch.

Sabes que no puedo decírtelo. Ya no es Jem. Ahora es el hermano Zachariah. Debes olvidarle.

—¿Olvidarle? No puedo olvidarle —replicó Charlotte—. No es como tus otros Hermanos, Enoch; ya lo sabes.

Los rituales que convierten en Hermano Silencioso son nuestro mayor secreto.

—No te estoy pidiendo conocer vuestros rituales —replicó ella de nuevo—. No obstante, sé que la mayoría de los Hermanos Silenciosos cortan todos sus lazos con sus vidas mortales antes de entrar en la Hermandad. Pero Jem no pudo hacerlo. Aún tiene lo que le ata a este mundo. —Miró a Tessa, que movía los párpados mientras respiraba trabajosamente—. Es un cordón que ata el uno al otro, y a no ser que se disuelva de forma adecuada, me temo que puede dañar a los dos.

—«Ella llega, mi corazón, mi amor;

Si fuera un paso tan ligero,

Mi corazón la oiría y latiría.

Fuera tierra en un lecho terrenal;

Mi polvo la oiría y latiría;

Llevara yo muerto cien años;

Me despertaría y temblaría bajo sus pies,

Y florecería en lila y rojo».

—Oh, por el amor de Dios —exclamó Henry, irritado, mientras se subía las mangas manchadas de tinta de la bata—. ¿No puedes leer algo menos deprimente? Algo con una buena batalla.

—Es Tennyson —repuso Will, mientras bajaba los pies de la otomana que se hallaba junto al fuego. Se hallaban en el salón; la silla de Henry cerca del fuego y un bloc de dibujo en el regazo. Aún estaba pálido, como lo había estado desde la batalla de Cadair Idris, aunque estaba comenzando a recuperar el color—. Mejorará tu mente.

Antes de que el inventor pudiera responder, se abrió la puerta y entró su mujer con aspecto cansado; las mangas bordeadas de encaje de su vestido estaban mojadas. Al instante, Will dejó el libro, y Henry alzó la mirada, desde su bloc de dibujo, interrogante.

Charlotte miró a uno y luego a otro, y se fijó en el libro de la mesilla junto al servicio de té de plata.

—¿Has estado leyendo a Henry, Will?

—Sí, algo horrible, lleno de poesía. —Su marido tenía un lápiz en una mano y papeles por toda la mantita que tenía sobre las rodillas.

Había recibido con su fortaleza habitual la noticia de que ni siquiera los Hermanos Silenciosos podían conseguir que volviera a andar. Y tenía la convicción de que debía construirse él mismo una silla, como una especie de silla de ruedas pero mejor, con ruedas autopropulsadas y todo tipo de complementos. Estaba decidido a poder bajar y subir escaleras, para poder llegar a sus inventos de la cripta. Llevaba haciendo borradores de diseños para la silla toda la hora que Will le había estado leyendo «Maud», pero lo cierto era que a Henry la poesía nunca le había interesado.

—Bueno, se te releva de tus obligaciones, Will, y Henry, a ti se te releva de soportar más poesía —dijo Charlotte—. Si quieres, cariño, te puedo ayudar a reunir tus notas… —Se puso detrás de la silla de su esposo y se inclinó sobre sus hombros para ayudarle a recoger los desperdigados papeles en una ordenada pila. Él le cogió la muñeca mientras lo hacía, y la miró; una mirada de tanta confianza y adoración que al chico le hizo sentir como si minúsculos puñales le cortaran la piel.

No era que envidiase la felicidad de Charlotte y Henry, nada más lejos. Pero no podía evitar pensar en Tessa. En las esperanzas que había abrigado en un tiempo y luego había tenido que reprimir. Se preguntó si ella le habría mirado así alguna vez. No lo creía. Él se había esforzado tanto por destruir la confianza que le tenía, y aunque lo único que quería era tener una auténtica oportunidad de volver a ganársela, no podía sino temer que…

Apartó esos tristes pensamientos y se puso en pie, a punto de decir que se dirigía a ver a Tessa. Pero antes de que pudiera decir nada, llamaron a la puerta y entró Sophie, inexplicablemente nerviosa. Un momento después, sus nervios quedaron justificados cuando el Inquisidor la siguió entrando en la sala.

Will, acostumbrado a verlo con sus túnicas ceremoniales en las reuniones del Consejo, casi no reconoció al hombre de aspecto serio vestido con un abrigo de calle gris y pantalones oscuros. Tenía una lívida cicatriz en la mejilla que no había estado ahí antes.

—Inquisidor Whitelaw —exclamó Charlotte incorporándose, y se puso seria al instante—. ¿A qué debemos el honor de tu visita?

—Charlotte —comenzó el Inquisidor, y le tendió la mano. En ella llevaba una carta, cerrada con el sello del Consejo—. Te he traído un mensaje.

Ella lo miró perpleja.

—¿Y no podías haberlo enviado simplemente por correo?

—Esta carta es de gran importancia. Es imperativo que la leas al instante.

Lentamente, la mujer la cogió. Tiró del sobre, luego frunció el cejo y fue al escritorio para coger el abridor de cartas. Will aprovechó la oportunidad para observar al Inquisidor disimuladamente. Éste miraba a Charlotte con un ceño en la frente y no hacía ningún caso a Will, que no pudo evitar preguntarse si la cicatriz en la mejilla del hombre era un recuerdo de la batalla en el Consejo contra los autómatas de Mortmain.

Will había estado seguro de que todos iban a morir, juntos, bajo la montaña, hasta que Tessa había resplandecido con toda la gloria del ángel y había acabado con Mortmain como un rayo al caer sobre un árbol. Había sido una de las cosas más maravillosas que había visto jamás, pero su estupefacción se había convertido en terror cuando Tessa se había desplomado después del Cambio, sangrando e insensible, por mucho que intentaran despertarla. Magnus, al borde del agotamiento total, apenas había sido capaz de abrir un Portal, con la ayuda de Henry, para volver al Instituto, y después de eso, Will sólo recordaba una confusión de agotamiento, sangre y temor, más Hermanos Silenciosos convocados para atender a los heridos y la noticia llegada del Consejo de todos los que habían muerto en la batalla antes de que los autómatas se desmoronaran con la muerte de Mortmain. Y Tessa… Tessa incapaz de hablar, sin despertarse, llevada a su habitación por los Hermanos Silenciosos, y a él que no le permitían estar con ella. Al no ser ni su hermano ni su esposo, sólo pudo quedarse parado y mirar cómo desaparecía detrás de la puerta, apretando los puños ensangrentados. Nunca en su vida se había sentido más impotente.

Y cuando había ido a buscar a Jem, para compartir su miedo con la única persona en el mundo que amaba a Tessa tanto como él, éste ya no estaba; había vuelto a la Ciudad Silenciosa por órdenes de los Hermanos. Se había ido sin decirle ni una palabra de despedida.

Aunque Cecily había tratado de calmarlo, Will se había enfadado; se había enfadado con Jem, con el Consejo y con los propios Hermanos, por permitir a su parabatai que se convirtiera en un Hermano Silencioso, aunque sabía que no estaba siendo justo, que había sido decisión de Jem y la única manera que éste había tenido de seguir vivo. Y, sin embargo, desde su regreso al Instituto, Will se había sentido constantemente mareado; era como si hubiera estado en un barco anclado durante años y le hubiera cortado las amarras para flotar con las mareas, sin tener ni idea de en qué dirección fijar el rumbo. Y Tessa…

El ruido del papel al rasgarse le sacó de sus pensamientos. Charlotte abrió la carta y la leyó; el color se esfumó de su rostro. Alzó los ojos y miró al Inquisidor.

—¿Es algún tipo de broma?

El cejo de Whitelaw se hizo más pronunciado.

—No es ninguna broma, te lo aseguro. ¿Tienes una respuesta?

—Lottie —dijo Henry, que miraba a su esposa; incluso los mechones de su cabello rojo radiaban ansiedad y amor—. Lottie, ¿qué pasa? ¿Algo va mal?

Ella lo miró y luego volvió a clavar los ojos en el Inquisidor.

—No —contestó—. No tengo una respuesta. Aún no.

—El Consejo no desea… —comenzó el Inquisidor, y luego pareció fijarse en la presencia de Will—. Si pudiéramos hablar en privado, Charlotte.

Ésta se cuadró de hombros.

—No voy a hacer salir ni a Will ni a Henry.

Los aludidos se miraron a los ojos. Will sabía que Henry lo miraba inquieto. Después del desacuerdo de Charlotte con el Cónsul, y la muerte de éste, todos habían esperado en vilo a que el Consejo le impusiera algún tipo de castigo. No estaban seguros de si iban a mantener el control del Instituto. Will lo dudó por el temblor en las pequeñas manos de Charlotte y el gesto de la boca.

De repente deseó que Jem o Tessa estuvieran allí; tener alguien con quien poder hablar, alguien a quien preguntarle qué debía hacer por Charlotte, a quien tanto debía.

—No pasa nada —dijo finalmente mientras se ponía en pie. Quería ir a ver a Tessa, aunque ella no abriera los ojos ni lo reconociera—. De todas formas ya me iba.

—Will… —protestó la mujer.

—No pasa nada, Charlotte —repitió, y pasó junto al Inquisidor para ir a la puerta.

Ya en el pasillo, se apoyó un momento en la pared para recuperarse. Recordó sus propias palabras… Dios, parecía que hubieran pasado un millón de años, y ya habían perdido toda su gracia.

«¿El Cónsul? ¿Interrumpiéndonos durante el desayuno? ¿Qué vendrá después? ¿El Inquisidor a tomar el té?».

Si le quitaban el Instituto a Charlotte…

Si todos perdían su hogar…

Si Tessa…

No pudo acabar la frase. Tessa viviría, debía vivir. Mientras comenzaba a caminar por el pasillo, pensó en los azules, los verdes y los grises de Gales. Quizá podría regresar allí, con Cecily, si perdían el Instituto, crearse una vida para ellos en su lugar de origen. No sería una vida de cazadores de sombras, pero sin Charlotte, sin Henry, sin Jem o Tessa o Sophie o incluso los malditos Lightwood, no quería ser cazador de sombras. Estaba con su familia, tan importante para él; otra verdad de la que se había dado cuenta de repente y a la vez demasiado tarde.

—Tessa. Despierta. Por favor, despierta.

La voz de Sophie, atravesando la oscuridad. Tessa luchó por abrir los ojos durante una fracción de segundo. Vio su dormitorio en el Instituto, los muebles de siempre, las cortinas abiertas, un débil sol proyectando cuadrados de luz sobre el suelo. Trató de aferrarse a todo eso. Era siempre así, breves períodos de lucidez entre fiebre y pesadillas, nunca suficiente, nunca bastante tiempo para tender la mano, para hablar. «Sophie», trató de susurrar, pero las palabras no pasaban por sus resecos labios. Relámpagos le nublaban la visión, le rompían el mundo. Gritó sin sonido cuando el Instituto se le rompió en trozos y se alejó de ella hacia la oscuridad.

Fue Cyril el que finalmente le dijo a Gabriel que Cecily estaba en los establos, después de que el hermano pequeño de los Lightwood se hubiera pasado la mayor parte del día buscándola sin éxito, aunque esperaba que no hubiera resultado demasiado obvio, por todo el Instituto.

Estaba cayendo el atardecer, y los establos estaban iluminados por la cálida luz amarilla de un farol y olían a caballo. Cecily se hallaba en el compartimento de Balios, con la cabeza contra el cuello del gran caballo negro. El cabello, casi del mismo color que la brea, le caía suelto sobre los hombros. Cuando ella se volvió para mirarlo, Gabriel captó el destello de un rubí alrededor del cuello.

El rostro de la chica se ensombreció de preocupación.

—¿Le ha pasado algo a Will?

—¿Will? —Gabriel se sorprendió.

—He pensado… por su cara… —Suspiró—. Estos últimos días ha estado tan desconsolado. Por si no fuera poco tener a Tessa enferma y herida, saber lo que sabe de Jem… —Negó con la cabeza—. He intentado hablar con él, pero no dice nada.

—Confieso que no sé su estado de ánimo —dijo Gabriel—. Si lo desea, puedo…

—No —repuso Cecily en voz baja; tenía los ojos fijos en la lejanía—. Déjelo.

Gabriel avanzó unos pasos. El suave resplandor amarillo del farol que se hallaba a los pies de la chica le proyectaba un brillo dorado sobre la piel. No llevaba guantes, y sus manos se veían muy blancas contra la negra piel del caballo.

—Yo… —comenzó él—. Parece que ese caballo le gusta mucho.

En silencio, Gabriel se maldijo. Recordó a su padre diciendo una vez que a las mujeres, el sexo débil, les gustaba que las cortejaran con palabras encantadoras y frases sucintas. No estaba muy seguro de lo que era una frase sucinta, pero no dudaba que «parece que ese caballo le gusta mucho» no se contara entre ellas.

A Cecily pareció importarle. Le dio una distraída palmada al caballo antes de volverse hacia Gabriel.

Balios salvó la vida a mi hermano.

—¿Te vas a ir? —preguntó Gabriel de golpe.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Qué dice, señor Lightwood?

—No. —Alzó las manos—. No me llames señor Lightwood. Somos cazadores de sombras. Para ti soy Gabriel.

Las mejillas de Cecily se volvieron de color rosa.

—Gabriel, entonces. ¿Por qué me preguntas si me voy a ir?

—Viniste aquí para llevarte a tu hermano a casa —contestó Gabriel—. Pero resulta evidente que él no se va a ir, ¿no? Está enamorado de Tessa. Se quedará donde esté ella.

—Quizá ella no se quede aquí —replicó Cecily con una expresión indescifrable.

—Creo que sí. Pero incluso si no lo hace, él irá a donde esté ella. Y Jem… Jem se ha convertido en un Hermano Silencioso. Aún es nefilim. Si Will espera volver a verlo, y creo que lo hace, se quedará. Los años le han cambiado, Cecily. Ahora su familia está aquí.

—¿Crees estar diciéndome algo que no he observado ya? El corazón de Will está aquí, no en Yorkshire, en una casa en la que nunca ha vivido, con unos padres que no ha visto en años.

—Entonces, si él no puede volver a casa… he pensado que quizá tú lo hicieras.

—Para que mis padres no estén solos. Sí. Veo por qué se te ha ocurrido. —Cecily vaciló—. Naturalmente, sabes que en unos años se esperaría que me casara y que, de todas formas, dejara a mis padres.

—Pero no para no volver a hablarles nunca. Son exiliados, Cecily. Si te quedas aquí, tendrás que romper totalmente con ellos.

—Lo dices como si quisieras que volviera a casa.

—Lo digo porque me temo que lo harás. —Las palabras se le escaparon antes de poder atraparlas; lo único que pudo hacer fue mirarla mientras un rubor le cubría las mejillas.

Cecily dio un paso hacia él. Sus ojos azules, abiertos como platos, lo miraban. Se preguntó cuándo habían dejado de recordarle a los de Will; eran sólo los ojos de Cecily, de un tono de azul que él sólo asociaba con ella.

—Cuando vine aquí —explicó ella—, pensaba que los cazadores de sombras eran monstruos. Pensaba que tenía que rescatar a mi hermano. Pensaba que regresaríamos a casa juntos, y que mis padres estarían orgullosos de nosotros; que volveríamos a ser una familia. Luego me di cuenta… tú me ayudaste a darme cuenta…

—¿Yo te ayudé? ¿Cómo?

—Tu padre no te dejó elección —contestó ella—. Él exigía que fueras lo que él quería. Y esa exigencia separó a tu familia. Pero mi padre… Él escogió dejar los nefilim y casarse con mi madre. Fue su elección, igual que quedarse con los cazadores de sombras es la de Will. Elegir el amor o la guerra: ambas elecciones son duras, a su manera. Y no creo que mis padres le reprochen a mi hermano su elección. Por encima de todo, lo que importa es que sea feliz.

—Pero ¿y tú? —preguntó Gabriel, y en ese momento estaban muy cerca, casi tocándose—. Ahora tienes que elegir tú, quedarte o regresar.

—Me quedaré —afirmó Cecily—. Elijo la guerra.

Gabriel dejó escapar un suspiro que no sabía que estuviera conteniendo.

—¿Renunciarás a tu hogar?

—¿Una casa llena de corrientes de aire en Yorkshire? —bromeó Cecily—. Esto es Londres.

—¿Y renunciarás a lo que conoces?

—Lo que conozco es aburrido.

—¿Y renunciarás a ver a tus padres? Va contra la Ley…

Ella sonrió, una leve sonrisa.

—Todo el mundo se salta la Ley.

—Cecy —dijo él, y cubrió la mínima distancia que los separaba; de repente ya estaba besándola; sus manos torpes sobre los hombros de ella, al principio, resbalando sobre el tieso tafetán de su vestido antes de deslizarle los dedos por la nuca y hundirlos en el suave cabello. Ella se tensó, sorprendida, antes de relajarse contra él, que separó los labios al notar el dulce sabor de su boca. Cuando ella se apartó, él se sintió como mareado— ¿Cecy? —dijo él de nuevo con voz ronca.

—Cinco —repuso ella. Tenía los labios y las mejillas ruborizados, pero su mirada era firme.

—¿Cinco? —repitió él sin comprender.

—Mi valoración —dijo, y le sonrió—. Tu habilidad y técnica quizá requieran un poco de trabajo, pero sin duda hay un talento innato. Lo que requieres es práctica.

—¿Y estás dispuesta a ser mi maestra?

—Me sentiría profundamente insultada si escogieras a otra —contestó ella, y le besó de nuevo.

Cuando Will entró en el dormitorio de Tessa, Sophie estaba sentada junto al lecho, murmurando en voz baja. Se volvió al oír cerrarse la puerta. Parecía tensa y preocupada.

—¿Cómo está? —preguntó el chico, mientras hundía las manos en los bolsillos. Le dolía ver a Tessa así, le dolía como si un témpano de hielo se le hubiera alojado entre las costillas y se le clavara en el corazón. Sophie le había trenzado la larga melena a Tessa para que no se le enredara cuando le daba por mover la cabeza sobre la almohada. En ese momento, Tessa respiraba con rapidez; el pecho le subía y bajaba acelerado, los ojos se le movían visiblemente bajo los pálidos párpados… Will se preguntó qué estaría soñando.

—Igual —contestó Sophie, y se puso en pie con agilidad para cederle el sillón junto a la cama—. Ha estado llamando de nuevo.

—¿A alguien en concreto? —preguntó Will, y al instante lamentó haberlo hecho. Sin duda, sus motivos resultarían ridículamente transparentes.

Los ojos color avellana de Sophie se apartaron de él.

—A su hermano —respondió—. Si desea estar unos momentos a solas con la señorita Tessa…

—Sí, por favor, Sophie.

Ella se detuvo junto a la puerta.

—Señorito William —dijo entonces.

Él acababa de sentarse junto a la cama, y la miró.

—Lamento haber pensado y hablado mal de usted durante todos estos años —prosiguió Sophie—. Entiendo ahora que sólo estaba haciendo lo que todos tratamos de hacer. Lo que podemos.

Will puso las manos sobre la izquierda de Tessa, que tiraba febril de la colcha.

—Gracias —contestó, incapaz de mirar directamente a la doncella; al cabo de un instante oyó cerrarse la puerta.

Miró a Tessa. En ese momento estaba tranquila, y las pestañas se le movían al respirar. Tenía ojeras de un azul oscuro, y las venas formaban una delicada filigrana en las sienes y el interior de las muñecas. Cuando la recordaba resplandeciente de gloria, era imposible creer que fuera frágil; sin embargo, ahí estaba. Le notaba la mano caliente bajo las suyas, y cuando le rozó la mejilla con el dorso, la piel le ardía.

—Tess —susurró—. El infierno es frío. ¿Recuerdas cuando me lo dijiste? Estábamos en los sótanos de la Casa Oscura. Cualquier otra persona habría sentido pánico, pero tú estabas tan tranquila como una institutriz, diciéndome que el infierno estaba cubierto de hielo. Si lo que te aparta de mí es el fuego del Cielo, qué cruel ironía sería.

Ella inspiró profundamente, y por un momento, el corazón de Will dio un brinco; ¿le habría oído? Pero sus ojos permanecieron cerrados.

Él le apretó la mano.

—Vuelve —pidió—. Vuelve conmigo, Tessa. Henry dice que quizá, como has tocado el alma de un ángel, estés soñando con el Cielo, con campos de ángeles y flores de fuego. Quizá seas feliz en esos sueños, pero te lo pido por puro egoísmo. Vuelve conmigo. Porque no puedo soportar perder todo mi corazón.

Ella volvió lentamente la cabeza hacia él, y separó los labios como si estuviera a punto de hablar. Él se inclinó hacia ella, con el corazón acelerado.

—¿Jem? —dijo ella.

Will se quedó inmóvil, su mano aún envolvía la de ella. Tessa abrió los ojos parpadeando, tan grises como el cielo antes de la lluvia, tan grises como las colinas de pizarra de Gales. El color de las lágrimas. Lo miró, con una mirada que iba más allá de él, sin verlo en absoluto.

—Jem —repitió ella—. Jem, lo siento tanto… Todo es culpa mía.

Will se volvió a acercar, no pudo evitarlo. Ella estaba hablando, y de un modo comprensible, por primera vez en días. Aunque no fuera a él.

—No es tu culpa —la tranquilizó el chico.

Ella le devolvió el apretón ardiendo; cada uno de los dedos pareció quemarle la piel a Will.

—Pero sí lo es —continuó ella—. Es por mí que Mortmain te dejó sin yin fen. Es por mí que todos estuvisteis en peligro. Se supone que yo te amaba, y lo único que hice fue acortar tu vida.

Will respiró entrecortadamente. El témpano de hielo volvía a estar clavado en su corazón, y se sintió como si respirara alrededor de él. Y, sin embargo, no eran celos, sino una pena más profunda e intensa que cualquier otra que hubiera sentido antes. Pensó en Sydney Carton. «Piense de vez en cuando que hay un hombre que daría su vida para conservar una vida que usted ama junto a usted». Sí, él habría hecho eso por Tessa; habría muerto para que los que ella necesitaba se quedaran a su lado, y lo mismo habría hecho Jem por él o por Tessa, y ella, pensó, también por ellos dos. Era un lío casi incomprensible, ellos tres, pero una cosa era cierta: que no faltaba amor entre ellos.

«Soy lo suficientemente fuerte para eso», se dijo a sí mismo mientras alzaba con cuidado la mano de Tessa.

—Vivir no es sólo sobrevivir —aseveró—. También hay la felicidad. Conoces a James, Tessa. Sabes que él habría escogido el amor en vez de los años.

Pero ella sólo movió la cabeza de un lado a otro encima de la almohada.

—¿Dónde estás, Jem? Te busco en la oscuridad, pero no puedo encontrarte. Tú eres mi prometido; deberíamos estar unidos por lazos que no pudieran romperse. Y, no obstante, cuando estabas muriendo, yo no estaba allí. No te dije adiós.

—¿Qué oscuridad? Tessa, ¿dónde estás? —Will le apretó la mano—. Dame un modo de encontrarte.

Ella se arqueó en la cama de repente, la mano se le tensó sobre la de Will.

—¡Lo siento! —se lamentó casi sin voz—. Jem… lo siento… te he ofendido, te he ofendido horriblemente…

—¡Tessa! —Will se puso en pie de golpe, pero la muchacha ya se había desplomado sin fuerzas sobre el colchón, jadeante.

Will no pudo evitarlo. Gritó llamando a Charlotte como un niño que acabara de despertarse de una pesadilla, como nunca se había permitido gritar cuando sí era un niño y despertaba en el Instituto, que aún no conocía, y ansiaba que alguien le consolara, pero sabía que no debía hacerlo.

Charlotte llegó corriendo tras atravesar gran parte del Instituto, como él había sabido siempre que ella correría si él la llamaba. Llegó, jadeante y asustada; echó una mirada a Tessa en la cama, y a Will cogiéndole la mano, y él vio cómo el terror abandonaba su rostro, para ser reemplazado por una inexpresable pena.

—Will…

Éste soltó suavemente la mano de Tessa, y se volvió hacia la puerta.

—Charlotte —dijo—. Nunca te he pedido que emplearas tu cargo como directora del Instituto para ayudarme…

—Mi cargo no puede ayudar a Tessa.

—Sí puede. Debes traer aquí a Jem.

—No puedo pedir eso —repuso Charlotte—. Jem sólo ha comenzado a servir en la Ciudad Silenciosa. Los nuevos Iniciados no pueden salir de allí durante el primer año…

—Vino a luchar.

Charlotte se apartó un mechón del rostro. A veces parecía muy joven, como en ese momento, aunque antes, delante del Inquisidor, en el salón, no.

—Eso lo decidió el hermano Enoch.

El convencimiento hizo que Will se enderezara. Durante muchos años había dudado de su propio corazón. Ya no.

—Tessa necesita a Jem —afirmó—. Conozco la Ley, sé que no puede venir, pero… los Hermanos Silenciosos deben cortar todo lo que los ata al mundo mortal antes de unirse a la Hermandad. Ésa también es la Ley. El vínculo entre Tessa y Jem no ha sido cortado. Entonces ¿cómo va regresar ella al mundo mortal, si no puede ver a Jem una última vez?

Charlotte guardó silencio durante un rato. Había una sombra en su rostro, una que Will no podía definir. Sin duda, ella querría hacerlo, por Jem, por Tessa, por ambos.

—Muy bien —respondió finalmente—. Veré qué puedo hacer.

Descabalgaron para beber en el torrente tan claro, y allí ella vio la sangre de su buen corazón corriendo por el arroyo, «Detente, detente, lord William —dijo—, porque temo que os maten»; «Sólo es el tinte de mi túnica escarlata, que reluce sobre el arroyo».

—¡Oh, por el amor de Dios! —masculló Sophie mientras pasaba ante la cocina. ¿De verdad tenía Bridget que ser tan morbosa en todas sus canciones, y tenía además que usar el nombre de Will? Como si el pobre chico no hubiera sufrido lo suficiente…

Una sombra se materializó saliendo de la oscuridad.

—¿Sophie?

Ésta gritó y casi dejó caer el cepillo de las alfombras. Una luz mágica se encendió en el apagado corredor, y la chica vio unos conocidos ojos gris verdoso.

—¡Gideon! —exclamó—. Por el cielo, me has dado un susto de muerte.

Él parecía arrepentido.

—Me disculpo. Sólo quería desearte buenas noches, y sonreías al caminar. He creído…

—Estaba pensando en el señorito Will —dijo ella, y luego sonrió de nuevo al ver la desolada expresión de Gideon—. Hace sólo unos años, si me hubieras dicho que alguien le estaba atormentando, me habría encantado, pero ahora lo compadezco. Eso es todo.

Él la miró muy serio.

—Yo también lo compadezco. Cada día que Tessa no despierta, se le ve perder un poco de vida.

—Si el señorito Jem estuviera aquí… —Sophie suspiró—. Pero no está.

—Debemos aprender a vivir sin muchas cosas estos días. —Gideon le acarició suavemente la mejilla con los dedos. Los tenía ásperos, callosos. No eran los dedos finos de un caballero. Sophie le sonrió.

—No me has mirado durante la cena —le reprochó él, bajando la voz. Era cierto; habían resuelto la cena rápidamente, con pollo asado frío y patatas. Nadie parecía tener mucho apetito, excepto Gabriel y Cecily, que habían comido como si se hubieran pasado el día entrenando. Y quizá lo hubieran hecho.

—He estado preocupada por la señora Branwell —confesó la doncella—. Ha estado tan inquieta por el señor Branwell, y también por la señorita Tessa… se está consumiendo, y el bebé… —Se mordió el labio—. Estoy preocupada —repitió. No quería decir más. Era difícil perder las reticencias de toda una vida de servicio, incluso estando prometida a un cazador de sombras.

—Tu corazón es todo bondad —observó Gideon, y le deslizó los dedos por la mejilla hasta los labios, que le rozó como si fuera el más leve de los besos. Luego se apartó—. He visto a Charlotte entrar sola en el salón, hace sólo un momento. Quizá podrías hablarle de tus preocupaciones, ¿no?

—No podría…

—Sophie —le recriminó Gideon—, no eres sólo la criada de Charlotte; eres su amiga. De hablar con alguien, será contigo.

El salón estaba frío y oscuro. No había fuego en la chimenea, y ninguna de las lámparas estaba encendida para iluminar la noche, que dejaba la sala entre tinieblas y sombras. Sophie tardó un momento en darse cuenta de que una de las sombras era Charlotte, una silueta pequeña sentada en un sillón tras el escritorio.

—Señora Branwell —dijo, y una gran vergüenza la sobrecogió a pesar de los ánimos de Gideon. Dos días antes, Charlotte y ella habían luchado codo a codo en Cadair Idris. Ahora volvía a ser una criada, que había entrado allí para limpiar la rejilla y el polvo de la habitación para usarla el día siguiente. Un cubo de carbón en una mano, el yesquero en el bolsillo del delantal—. Perdone… no pretendía interrumpirla.

—No me interrumpes, Sophie. No es nada importante. —La voz de Charlotte, la doncella nunca se la había oído así antes, sonaba tan pequeña y tan derrotada.

Sophie dejó el carbón junto al fuego y se acercó, vacilante, a su señora. Ésta estaba sentada con los codos apoyados en el escritorio y el rostro entre las manos. Había una carta sobre la mesa, con el sello del Consejo roto. De repente, a Sophie se le aceleró el corazón, al recordar que el Cónsul les había ordenado que abandonaran el Instituto antes de la batalla de Cadair Idris. Pero sin duda se había demostrado que tenían razón, ¿no? Seguro que derrotar a Mortmain habría invalidado el edicto del Cónsul, sobre todo ya que estaba muerto, ¿verdad?

—¿To… todo bien, señora?

Charlotte señaló el papel, con un gesto desesperado. Sophie corrió a su lado, con el corazón helado, y cogió la carta de la mesa.

Señora Branwell:

Teniendo en cuenta el carácter de la correspondencia que envió a mi difunto colega, el cónsul Wayland, podría sorprenderse al recibir esta misiva. La Clave, sin embargo, se halla en la situación de requerir un nuevo Cónsul, y cuando se hizo la votación, la preferencia entre nosotros fue usted.

Puedo entender que esté satisfecha dirigiendo el Instituto, y que no desee asumir la responsabilidad de este cargo, sobre todo después de las heridas sufridas por su esposo en su valiente batalla contra el Magíster. No obstante, creo que es mi deber ofrecerle esta oportunidad, no sólo porque es usted la preferencia del Consejo, sino también porque, dado lo que sé de usted, creo que sería uno de los mejores Cónsules con los que he tenido el privilegio de servir.

Con mi mayor estima, suyo sinceramente,

Inquisidor Whitelaw

—¡Cónsul! —exclamó Sophie, y el papel se le escapó de los dedos—. ¿La quieren nombrar Cónsul?

—Eso parece. —La voz de Charlotte era desolada.

—Yo… —Sophie buscó qué decir. La idea de que el Instituto de Londres no estuviera dirigido por ella era horrible. Pero el cargo de Cónsul era un honor, el mayor que podía otorgar la Clave, y ver que Charlotte recibía ese honor que se había ganado a tal precio…—. Nadie lo merece más que usted —dijo finalmente.

—Oh, Sophie, no. Yo fui la que decidió enviaros a todos a Cadair Idris. Por mi culpa Henry no volverá a caminar. Yo se lo hice.

—Él no puede culparla. Él no la culpa.

—No, él no, pero yo sí me culpo. ¿Cómo puedo ser Cónsul y enviar a los cazadores de sombras a morir luchando? No quiero esa responsabilidad.

Sophie le cogió la mano y se la apretó.

—Charlotte —comenzó—, no se trata de enviar a los cazadores a luchar; a veces se trata de impedírselo. Usted tiene un corazón compasivo y una mente reflexiva. Durante años ha dirigido el Enclave. Claro que tiene el corazón roto por el señor Branwell, pero ser Cónsul no es sólo cuestión de arrebatar vidas, sino también de salvarlas. De no ser por usted, si sólo hubiera estado el cónsul Wayland, ¿cuántos cazadores de sombras habrían muerto a manos de las criaturas de Mortmain?

Charlotte miró las manos rojas y ásperas de Sophie sobre las suyas.

—Sophie —repuso—. ¿Cuándo te has vuelto tan sabia?

La chica se sonrojó.

—He aprendido de usted, señora.

—Oh, no —replicó Charlotte—. Hace un momento me has llamado Charlotte. Como futura cazadora de sombras, Sophie, debes tutearme de ahora en adelante. Y traeremos a otra doncella para que ocupe tu puesto, así tendrás tiempo para prepararte para la Ascensión.

—Gracias —susurró Sophie—. ¿Y vas a aceptar la oferta? ¿Serás Cónsul?

Charlotte se soltó de la mano de Sophie y cogió la pluma.

—Sí —contestó—, con tres condiciones.

—¿Cuáles?

—La primera que se me permita dirigir la Clave desde el Instituto, aquí, y no trasladarme con mi familia a Idris, al menos durante los primeros años. Porque no quiero dejaros, y además, quiero estar aquí para preparar a Will para que dirija el Instituto cuando yo me vaya.

—¿Will? —exclamó Sophie atónita—. ¿Dirigir el Instituto?

Charlotte sonrió.

—Claro —contestó—. Ésa es la segunda condición.

—¿Y la tercera?

La sonrisa de Charlotte desapareció y fue reemplazada por una expresión de determinación.

—De ésa, verás los resultados mañana mismo, si la aceptan —respondió, e inclinó la cabeza para comenzar a escribir.