ORO ARDIENTE
¡Dadme mi arco de oro ardiente!
¡Dadme mis flechas de deseo!
¡Traed mi lanza! ¡Abríos, oh nubes!
¡Traedme mi carro de llamas!
WILLIAM BLAKE, «Jerusalén»
El entrenamiento de Tessa en el Instituto nunca había tratado de lo difícil que era correr con una arma colgando al costado. Con cada paso que daba, la daga le golpeaba la pierna y la punta le rascaba la piel. Sabía que debía de estar enfundada, y seguramente lo estaba en el cinturón de Will, pero ya no servía de nada pensarlo. Will y Magnus corrían a la par por los rocosos pasadizos del interior de Cadair Idris, y ella estaba haciendo todo lo que podía para mantenerse con ellos.
Era Magnus quien guiaba, porque parecía tener mejor idea de adónde se dirigían. Tessa no había ido a ningún lado entre el gran número de retorcidos corredores sin los ojos tapados, y Will admitía recordar poco de su solitario viaje de la noche anterior.
Los túneles se estrechaban y ensanchaban al azar mientras los tres corrían por el laberinto, sin orden ni concierto aparente. Al final, cuando entraron en un túnel más ancho, oyeron algo: el sonido de un distante grito de horror.
Magnus se tensó. Will alzó la cabeza de golpe.
—¡Cecily! —exclamó, y comenzó a correr el doble de rápido que antes, tanto con Magnus como con Tessa tratando de no quedarse atrás. Pasaron por extrañas estancias: una cuya puerta parecía manchada de sangre, otra que Tessa reconoció como la sala con el escritorio donde Mortmain la había obligado a Cambiar, y otra donde una gran celosía de metal y cobre se agitaba bajo un viento invisible. Mientras corrían, el ruido de gritos y lucha se fue haciendo más fuerte, hasta que finalmente salieron a una enorme cámara circular.
Estaba llena de autómatas. Filas y filas de autómatas, tantos como habían inundado el pueblo la noche antes mientras Tessa los observaba impotente. La mayoría estaban inmóviles, pero un grupo de ellos, en el centro de la estancia, se movían; se movían y estaban enzarzados en una feroz batalla. Era como ver de nuevo lo que había pasado junto a la escalera del Instituto el día que la habían raptado: los hermanos Lightwood luchando juntos, Cecily blandiendo un brillante cuchillo serafín, el cuerpo de un Hermano Silencioso caído en el suelo… Tessa captó vagamente que había otros dos Hermanos Silenciosos luchando junto a los cazadores de sombras, anónimos bajo sus túnicas de pergamino con capucha. Pero su atención no fue hacia ellos, sino hacia Henry, que yacía inmóvil en el suelo. Charlotte, de rodillas, lo rodeaba con los brazos como si pudiera protegerlo del combate que se desarrollaba alrededor, pero Tessa supo, por la palidez del rostro del inventor y su inmovilidad, que era demasiado tarde para proteger a Henry de nada.
Will se lanzó hacia adelante.
—¡No uséis cuchillos serafín! —gritó—. ¡Usad otras armas! ¡Los cuchillos de los ángeles son inútiles!
Cecily, al oírle, se echó hacia atrás, aunque su cuchillo serafín ya había alcanzado al autómata con el que peleaba, y se deshizo como escarcha seca, perdiendo su fuego. Tuvo la presencia de ánimo para agacharse bajo el brazo de la criatura, esquivándolo, justo en el momento en que Cyril y Bridget iban hacia ella, él armado con un pesado cayado. El autómata se desplomó bajo su asalto, mientras Bridget, un letal torbellino de cabello rojo y hojas de acero, se abría paso más allá de Cecily hasta llegar junto a Charlotte, cortándole los brazos a dos autómatas con su espada antes de girar y ponerse dando la espalda a Charlotte, como si tuviera la intención de proteger a la directora del Instituto con su vida.
De repente, Will agarró a Tessa por los brazos con fuerza. Ésta captó un vistazo de su rostro pálido y decidido cuando él la empujó hacia Magnus, siseando: «¡Quédate con ella!». Tessa iba a protestar, pero el brujo la cogió y la apartó mientras Will se lanzaba a la melé, luchando por abrirse paso hasta su hermana.
Cecily estaba defendiéndose de un autómata enorme, con un pecho de barril y dos brazos en el costado derecho. Al haber abandonado el cuchillo serafín, sólo tenía una corta espada para defenderse. El cabello se le estaba soltando de las horquillas mientras se lanzaba al frente y acuchillaba a la criatura en el hombro, que bramó como un toro, y Tessa se estremeció. Dios, esas criaturas hacían unos ruidos horrorosos; antes de que Mortmain los hubiera cambiado, habían sido silenciosos, habían sido cosas; en esos momentos eran seres. Seres malignos y asesinos. Tessa quiso correr hacia ellos cuando el autómata que luchaba con Cecily agarró la hoja de su espada y se la arrancó de las manos, haciéndola caer hacia adelante; oyó a Will gritar el nombre de su hermana…
Pero a Cecily la cogió y la apartó uno de los Hermanos Silenciosos. En remolino de túnica pergamino, éste se volvió para enfrentarse a la criatura, con el cayado ante sí. Cuando el autómata se lanzó hacia él, el hermano blandió la improvisada arma con tal fuerza y velocidad que tiró al autómata con una abolladura en el pecho. Éste trató de avanzar de nuevo, pero tenía el cuerpo demasiado doblado. Soltó un furioso zumbido, y Cecily, que se ponía en pie, gritó alarmada.
Otro autómata se había alzado junto al primero. Mientras el Hermano Silencioso se volvía, el segundo autómata le sacó el cayado de la mano de un golpe, lo alzó del suelo y lo rodeó con los brazos metálicos desde atrás en una parodia de abrazo. Al hermano se le cayó la capucha hacia atrás, y su cabello plateado brilló en las tinieblas de la caverna como una estrella.
Tessa se quedó sin aire en los pulmones al instante. El Hermano Silencioso era Jem.
Jem.
Fue como si el mundo se detuviera. Todos parecieron inmovilizarse, incluso los autómatas, paralizados en el tiempo. Tessa miró a Jem, y él la miró a ella. Jem, con el hábito de pergamino de un Hermano Silencioso. Jem, cuyo cabello plateado, cayéndole sobre el rostro, tenía mechones negros. Jem, cuyas mejillas estaban marcadas con dos cortes rojos gemelos, uno sobre cada mejilla.
Jem, que no estaba muerto.
Tessa salió de su parálisis al oír a Magnus decirle algo, al notar que la cogía del brazo, pero ella se soltó y corrió hacia la pelea. El brujo entonces le gritó algo, pero lo único que ella veía era a Jem; éste cogía el brazo del autómata por donde le envolvía el cuello, con los dedos incapaces de encontrar un punto de agarre sobre el liso metal. La criatura apretó su abrazo, y el rostro de Jem comenzó a enrojecer. Tessa sacó su daga, y la blandió ante sí para abrirse paso, pero supo que era imposible, que nunca llegaría hasta él a tiempo…
El androide soltó un rugido y cayó hacia adelante. Le habían seccionado las piernas desde atrás y, cuando se desplomó, Tessa vio a Will alzándose enarbolando una espada de larga hoja. Tendió la mano hacia el autómata como si fuera a cogerlo, a evitar su caída, pero éste ya se había estrellado contra el suelo, en parte sobre Jem, que había soltado el cayado y estaba inmóvil, atrapado por la enorme máquina que tenía encima.
Tessa corrió hacia él y se agachó para esquivar el brazo extendido de una criatura mecánica. Oyó a Magnus gritarle algo desde atrás, pero no le prestó atención. Si podía llegar hasta Jem antes de que sufriera una herida seria o que muriera aplastado… pero mientras corría una sombra entró en su campo de visión. Frenó de golpe derrapando, y alzó la vista hacia el rostro de un autómata que sonreía con malicia y trataba de alcanzarla con unos dedos como garras.
La fuerza de la caída y el peso de la criatura sobre la espalda dejaron a Jem sin aire en los pulmones al golpearse contra el suelo con fuerza. Por un momento, vio estrellas bailando, y trató de tragar aire, con un espasmo en el pecho.
Antes de convertirse en un Hermano Silencioso, antes de que le hubieran aplicado sobre la piel el primer cuchillo ritual y le hubieran hecho los cortes en el rostro que iniciarían el proceso de su transformación, la caída o la herida podrían haberle matado. En ese momento, mientras tragaba aire para llenarse los pulmones, se encontró volviéndose, cogiendo el cayado, aunque la mano de la criatura se le cerrara sobre el hombro…
Y un estremecimiento le recorrió el cuerpo, junto con el ruido de metal contra metal. Jem cogió su arma y la clavó hacia arriba; le dio al autómata en la cabeza y se la volvió hacia un lado; mientras tanto, ya estaban levantando de encima de él el cuerpo de metal. Apartó mediante una patada al peso que aún tenía sobre las piernas, y entonces se percató de que Will estaba de rodillas junto a él en el suelo. El rostro de su parabatai estaba ceniciento.
—Jem —dijo.
Alrededor de ambos se hizo la calma, un respiro en la pelea, un extraño silencio atemporal. La voz de Will cargaba con el peso de mil sensaciones: incredulidad, asombro, alivio, traición. Jem comenzó a alzarse apoyado en los codos cuando la espada de su amigo, manchada de aceite negro y con la hoja mellada, resonó al caer al suelo.
—Estás muerto —dijo Will—. Te sentí morir. —Y se llevó la mano al pecho, sobre la camisa manchada de sangre, donde tenía su runa de parabatai—. Aquí.
Jem buscó la mano de Will, se la cogió con la suya y apretó los dedos de su hermano de sangre contra su propia muñeca. Trató de que su parabatai lo entendiera.
Nota mi pulso, y el latido de la sangre bajo la piel; los Hermanos Silenciosos tenemos corazones que laten.
Will abrió mucho los ojos.
—No morí. Cambié. Si hubiera podido decírtelo, si hubiera habido un modo…
Will lo miró fijamente, con el pecho subiendo y bajando rápidamente. El autómata le había arañado en un lado de la cara. Sangraba de varios cortes profundos, pero no parecía notarlo. Liberó la mano de la de Jem y dejó escapar el aire lentamente.
—Roeddwn i’n meddwl dy fod wedi mynd am byth —confesó. Habló en galés sin pensar, pero su parabatai le entendió de todos modos. Las runas de los Hermanos Silenciosos hacían que no existiera ningún idioma que les fuera desconocido.
«Pensaba que te habías ido para siempre».
—Aún sigo aquí —repuso Jem, y entonces echó una rápida mirada de reojo y se apartó rápidamente hacia un lado. Una hacha de metal silbó al caer por el espacio donde él acababa de estar, y resonó contra el suelo de piedra. Los autómatas los habían rodeado, un agudo sonido de rechinar metálico.
Ambos estaban de pie, espalda contra espalda, Will con una espada en la mano.
—No hay ninguna runa que funcione contra ellos —estaba diciendo Will—; hay que hacerlos pedazos a base de fuerza bruta…
—Eso ya lo he captado. —Jem agarró su cayado y lo blandió con fuerza, enviando un autómata contra la pared cercana. De su caparazón de metal saltaron chispas.
Will atacó a su vez con la espada y cortó las rodillas articuladas de dos criaturas.
—Me gusta ese palo tuyo —comentó.
—Es un cayado. —Jem lo hizo girar y lanzó de lado a otro autómata—. Está hecho por las Hermanas de Hierro, para los Hermanos Silenciosos.
Will lanzó una finta, y cortó limpiamente el cuello de otro autómata. La cabeza rodó por el suelo, y una mezcla de aceite y vapor surgió del cuello.
—Cualquiera puede afilar un palo.
—Es un cayado —repitió Jem, y vio la sonrisa imprevisible de Will con el rabillo del ojo. Jem quiso devolverle la sonrisa; había habido un tiempo en que habría sonreído de forma natural, pero había algo en el Cambio que había sufrido que ponía lo que parecía una distancia de años entre él y ese simple gesto mortal.
La estancia era una masa de cuerpos en movimiento y armas serpenteando; Jem no podía ver claramente a ninguno de los otros cazadores de sombras. Era consciente de la proximidad de su amigo, que adaptaba su paso al de él, que lo igualaba golpe a golpe. Mientras el metal resonaba sobre el metal, algo dentro de Jem, alguna parte que había perdido sin ni siquiera saberlo, sintió el placer de estar luchando junto a Will una última vez.
—Lo que tú digas, James —repuso Will—. Lo que tú digas.
Tessa se volvió, lanzó la daga y la clavó en el caparazón de metal de la criatura. La hoja lo atravesó con un desagradable sonido de rasgado, seguido de (y el corazón se le cayó a los pies) una risa grave.
—Señorita Gray —dijo una voz profunda, y ella alzó la mirada hacia el liso rostro de Armaros—. Sin duda sabe que eso es una tontería. Ninguna arma tan pequeña puede hacerme pedazos ni usted tiene la fuerza necesaria.
Tessa abrió la boca para gritar, pero él la sujetó con sus garras; la cogió en brazos y le tapó la boca con la mano para acallar su grito. En medio de la confusión que reinaba en la sala, del destello de espadas y metal, Tessa vio a Will cortar al autómata que había caído sobre Jem. Will fue a apartarlo justo cuando Armaros le rugió en la oreja a Tessa:
—Puedo estar hecho de metal, pero tengo el corazón de un demonio, y mi corazón demonio ansía devorar tu carne.
Comenzó a llevarse a Tessa hacia atrás, atravesando la pelea, a pesar de que ella se resistía dándole patadas con las botas. Él le empujó la cabeza a un lado, y sus agudos dedos le cortaron la piel de la mejilla.
—No puedes matarme —jadeó ella—. El ángel que llevo protege mi vida…
—Oh, no. Es cierto que no puedo matarte, pero puedo hacerte sufrir. Y puedo hacerte sufrir de la forma más exquisita. No tengo carne con la que sentir placer, así que el único placer que me queda es causar dolor. Mientras el ángel que llevas al cuello te proteja, igual que lo hacen las órdenes del Magíster, debo contener mi mano, pero si el poder del ángel fallara, si fallase, te haría pedazos con mis fauces de metal.
Estaba fuera del círculo de la pelea, y el demonio la llevaba hacia un recodo parcialmente oculto por una columna de piedra.
—Hazlo. Prefiero morir en tus manos que casarme con Mortmain.
—No te preocupes —repuso él, y aunque hablaba sin aliento, sus palabras aún parecían ser un susurro sobre la piel de Tessa, que la hizo estremecer de horror. Fríos dedos de metal le rodearon los brazos a modo de grilletes mientras el demonio la metía entre las sombras—. Me aseguraré de que ocurran ambas cosas.
Cecily vio a su hermano rebanar el cuello al autómata que atacaba al hermano Zachariah. El estruendo del metal cuando la criatura se desplomó hacia adelante, le hirió los tímpanos. Comenzó a ir hacia Will, mientras sacaba una daga de su cinturón, y luego cayó de boca cuando algo se le cerró en el tobillo y le tiró del pie.
Se golpeó las rodillas y los codos contra el suelo, y al volverse vio que lo que la había agarrado era la mano sin cuerpo de un autómata. Estaba cortada por la muñeca, el fluido negro manaba de los cables que aún colgaban del rasgado metal, y los dedos se le estaban clavando en el traje. Cecily se retorció y giró; comenzó a cortar hasta que los dedos se aflojaron y separaron, y la mano cayó resonando al suelo como un cangrejo muerto, palpitando levemente.
Gruñó de asco y se puso en pie, pero ya no pudo ver ni a Will ni al hermano Zachariah. La sala era una caótica mancha imprecisa de movimiento. Sí que vio, en cambio, a Gabriel, espalda contra espalda con su hermano, una pila de autómatas muertos a sus pies. El traje de Gabriel estaba rasgado en el hombro y él sangraba. Cyril yacía en el suelo. Sophie se había colocado cerca de él, y daba tajos en círculos con la espada; su cicatriz se veía lívida en su pálido rostro. Cecily no pudo ver a Magnus, pero sí el rastro de chispas azules en el aire que indicaba su presencia. Y luego estaba Bridget, visible algunos momentos entre los cuerpos en movimiento de las criaturas mecánicas; su arma era un borrón difuso y el cabello rojo semejaba una bandera flamígera. Y a sus pies…
Cecily comenzó a abrirse paso entre los autómatas hacia sus amigos. A mitad de camino tiró la daga y cogió una hacha de largo mango que uno de los androides había dejado caer. Le sorprendió lo ligera que resultaba en su mano, e hizo un ruido muy satisfactorio cuando la clavó en el pecho de un demonio mecánico que trataba de cogerla, y lo enviaba hacia atrás dando vueltas.
Y entonces se encontró saltando sobre una fila de autómatas caídos apilados, la mayoría de los cuales estaban despedazados, con las extremidades esparcidas; sin duda ése era el origen de la mano que la había agarrado por el tobillo. Al final de la fila se hallaba Bridget, yendo de un lado a otro mientras contenía la marea de monstruos que amenazaba con avanzar sobre Charlotte y Henry. Bridget sólo lanzó una rápida mirada a Cecily mientras ésta pasaba rápidamente a su lado y se arrodilló junto a la directora del Instituto.
—Charlotte —susurró Cecily.
Ésta alzó la mirada. Tenía el rostro pálido de la impresión, las pupilas tan abiertas que parecían haberse tragado toda la luz de sus ojos castaños. Sentada tras él, rodeaba con los brazos a Henry, cuya cabeza colgaba hacia atrás sobre su frágil hombro, y se cogía las manos sobre el pecho de él. Henry parecía totalmente desmadejado.
—Charlotte —repitió la chica—. No podemos ganar. Debemos retirarnos.
—¡No puedo mover a Henry!
—Charlotte… él ya no necesita nuestra ayuda.
—No, no es cierto —replicó la mujer enloquecida—. Aún le noto el pulso.
Cecily le tendió la mano.
—Charlotte…
—¡No estoy loca! ¡Está vivo! ¡Está vivo y no voy a dejarle solo!
—Charlotte, el bebé —le recordó Cecily—. Henry quería que os salvarais los dos.
Algo parpadeó en los ojos de Charlotte; cogió a Henry con más fuerza.
—Sin él no podemos marcharnos —aseguró—. No podemos crear el Portal. Estamos atrapados en esta montaña.
Cecily soltó un gritito ahogado. No había pensado en eso. El corazón le lanzó un duro mensaje a las venas: «Vamos a morir. Todos vamos a morir». ¿Por qué había escogido eso? Dios, ¿qué había hecho? Alzó la cabeza, vio un destello de azul y negro con el rabillo del ojo… ¿Will? El azul le recordó a algo, las chispas que se alzaban por encima del humo…
—Bridget —llamó—. Trae a Magnus.
La doncella negó con la cabeza.
—Si les dejo, estarán muertos en cinco minutos —contestó. Y como si fuera para demostrar lo que decía, dio un tajo a un autómata como si estuviera cortando leña. La criatura cayó hacia ambos lados, cortado por la mitad en dos partes iguales.
—No lo entiendes —insistió Cecily—. Necesitamos a Magnus.
—Aquí estoy. —Y ahí estaba; apareció sobre Cecily tan de repente y de una forma tan silenciosa que ella tuvo que contener un grito. Tenía un largo corte en el cuello, poco profundo, pero sangrante. Al parecer, la sangre de los brujos era tan roja como la de los humanos. Magnus miró a Henry, y una tristeza terrible e inconmensurable le cruzó el rostro. Era la expresión de un hombre que había visto morir a cientos, que había perdido, y perdido, y perdido, y se enfrentaba a una nueva pérdida.
—Dios —susurró—. Era un buen hombre.
—No —intervino Charlotte—. Te digo que le noto el pulso; no hables de él como si ya no estuviera…
El brujo se puso de rodillas y tendió la mano para tocarle los párpados a Henry. Cecily se preguntó si pensaría decir «Ave atque vale», la despedida requerida para los cazadores de sombras, pero en vez de eso echó la mano hacia atrás y entrecerró los ojos. En un momento, sus dedos estaban sobre el cuello del hombre. Masculló algo en un idioma que Cecily no entendió, luego se acercó más y alzó la mano para sujetarle el mentón.
—Despacio —dijo, como para sí mismo—, despacio, pero su corazón está latiendo.
Charlotte soltó un desgarrado aliento.
—Te lo he dicho.
Magnus la miró un momento.
—Es cierto. Perdona por no escucharte. —De nuevo miró a Henry—. Ahora, todos callados. —Alzó la mano que no tenía en el cuello de éste y chasqueó los dedos. Al instante, el aire que los rodeaba pareció espesarse y envolverlos como cristal viejo. Una cúpula sólida apareció sobre ellos, y encerró a Henry, a Charlotte, a Cecily y a Magnus en una brillante burbuja de silencio. A través de ella, Cecily aún podía ver la sala que los rodeaba, los autómatas combatiendo, Bridget causando destrozos a derecha e izquierda con su espada manchada de negro. Dentro, todo era silencio.
Lanzó una rápida mirada a Magnus.
—Ha creado una pared protectora.
—Sí —respondió éste, con la atención fija en Henry—. Muy bien.
—¿No podría hacer una alrededor de todos y dejarnos dentro? ¿Dejarnos protegidos?
El brujo negó con la cabeza.
—La magia requiere energía, pequeña. Podría mantener una protección así sólo un momento, y cuando cayera, ellos se abalanzarían sobre nosotros. —Se inclinó al frente murmurando algo, y una chispa azul saltó de sus dedos a la piel del inventor. El pálido fuego azul pareció hundirse en ella, y envió una especie de fuego por las venas de éste, como si Magnus hubiera acercado una cerilla al extremo de un reguero de pólvora; rastros de fuego le ardieron por los brazos y le recorrieron el cuello y el rostro. Charlotte, que lo sujetaba, ahogó un grito mientras el cuerpo de su marido sufría un espasmo y la cabeza se le iba hacia adelante.
Henry abrió los ojos. Estaban tintados con el mismo fuego azul que ardía por sus venas.
—Yo… —Su voz era áspera—. ¿Qué ha pasado?
Charlotte rompió a llorar.
—¡Henry! ¡Oh, mi querido Henry! —Le agarró con fuerza y le besó con frenesí, y él le hundió los dedos en el cabello y la sujetó así. Tanto Magnus como Cecily apartaron la mirada.
Cuando finalmente Charlotte soltó a su esposo, aún acariciándole el cabello y murmurando, él trató de sentarse, pero se cayó hacia atrás. Sus ojos buscaron los de Magnus. Éste apartó la mirada, bajó los párpados con agotamiento y algo más, algo que hizo que a Cecily se le encogiera el corazón.
—Henry —preguntó Charlotte, un poco asustada—. ¿Te duele mucho? ¿Puedes ponerte en pie?
—Casi no me duele —contestó él—. Pero no puedo ponerme en pie. No me noto las piernas en absoluto.
Magnus seguía con la cabeza gacha.
—Lo siento —se disculpó—. Hay algunas cosas que la magia no puede hacer, algunas heridas que no puede tocar.
La expresión del rostro de Charlotte era penosa de ver.
—Henry…
—Aún puedo crear el Portal —la interrumpió éste. Un hilillo de sangre le manaba por la comisura de la boca; se la limpió con la manga—. Podemos escapar de aquí. Debemos retirarnos. —Trató de volverse, de mirar alrededor e hizo una mueca de dolor, palideciendo—. ¿Qué está pasando?
—Nos superan mucho en número —explicó Cecily—. Todos están luchando por su vida…
—¿Por su vida, no para ganar? —preguntó Henry.
Magnus negó con la cabeza.
—No podemos ganar. No hay ninguna esperanza. Hay demasiados.
—¿Y Tessa y Will?
—Will la ha encontrado —respondió Cecily—. Están aquí en esta sala.
Henry cerró los ojos y respiró profundamente; luego los abrió. El tono azul había comenzado a desvanecerse.
—Entonces, debemos crear el Portal. Pero primero debemos advertir a todos; separarnos de los autómatas para que no sean absorbidos también y acabemos todos en el Instituto. Lo último que queremos es a esos Artefactos Infernales corriendo por Londres. —Miró al brujo—. Mete la mano en el bolsillo de mi abrigo.
Mientras éste lo hacía, Cecily vio que la mano le temblaba ligeramente. Era evidente que el esfuerzo de mantener la barrera de protección alrededor de ellos estaba comenzando a pasarle factura.
Finalmente sacó la mano del bolsillo de Henry. En ella tenía una pequeña caja plateada sin ningún gozne ni mecanismo de apertura visible.
Éste habló con esfuerzo.
—Cecily… cógela, por favor. Cógela y tírala. Tan lejos y fuerte como puedas.
Magnus le pasó la caja a Cecily con dedos temblorosos, quien la notó caliente en la mano, aunque no hubiera podido decir si era por algún calor que manaba del interior o simplemente el resultado de haber estado en el bolsillo de Henry.
Miró a Magnus; éste tenía el rostro macilento.
—Voy a bajar la barrera —anunció éste—. Tírala, Cecily.
Magnus alzó la mano. Saltaron chispas; la pared titiló y desapareció. La chica echó el brazo hacia atrás y lanzó la caja.
Durante un instante no ocurrió nada. Luego hubo una implosión apagada, como si el sonido fuera engullido, como si todo en la sala estuviera siendo engullido por un enorme desagüe. Cecily notó un pequeño estallido en los oídos, y se dejó caer al suelo con las manos apretadas contra las orejas. Magnus también estaba de rodillas, y el pequeño grupo se apiñó mientras lo que parecía ser un fuerte viento barría la sala.
El viento rugió, y a su sonido se le unió el ruido del metal crujiendo y rajándose mientras las criaturas mecánicas comenzaron a tambalearse y a caer. Cecily vio como Gabriel se apartaba mientras un autómata caía a sus pies y empezaba a sacudirse convulsivamente, con las extremidades de hierro agitándose en todas direcciones como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. Luego sus ojos fueron a Will y al Hermano Silencioso que luchaba a su lado, cuya capucha había caído hacia atrás. Incluso en medio de todo lo que estaba ocurriendo, Cecily sintió una fuerte impresión. El hermano Zachariah era… Jem. Había sabido, todos habían sabido, que Jem se había ido a la Ciudad Silenciosa para convertirse en un Hermano Silencioso o morir en el intento, pero que estuviera ahí con ellos, luchando junto a Will como solía hacer, que tuviera la fuerza necesaria…
Se oyó un estruendo cuando un monstruo de relojería se desplomó entre Will y Jem, obligándolos a saltar uno hacia cada lado. El aire olía como antes de una tormenta.
—Henry… —El viento hacía bailar el cabello de Charlotte por delante de su rostro.
Éste tenía una tensa expresión de dolor.
—Es una… especie de Pyxis. Se supone que separa las almas demoníacas de sus cuerpos. Antes de morir. No he tenido tiempo de… perfeccionarla. Pero me ha parecido que valía la pena intentarlo.
Magnus se puso en pie con dificultad. Su voz se alzó sobre el sonido del metal retorciéndose y los gritos de los demonios.
—¡Venid aquí! ¡Todos! ¡Agrupaos, cazadores de sombras!
Bridget mantuvo su posición, aún luchaba contra dos autómatas, cuyos movimientos se habían vuelto sincopados e irregulares, pero los otros comenzaron a correr hacia ellos: Will, Jem, Gabriel… excepto Tessa. ¿Dónde estaba Tessa? Cecily vio que Will se daba cuenta de la ausencia de la muchacha al mismo tiempo que ella; se volvió, con la mano sobre el brazo de Jem, y recorrió la sala con los ojos. Cecily le vio formar la palabra «Tessa» con los labios, aunque no podía oír nada por encima del creciente estruendo del viento, las sacudidas del metal…
—¡Basta!
Un rayo de luz plateada descendió, como una centella bifurcada, desde lo alto de la cúpula, y estalló en la sala como las chispas de un cohete de artificio. El viento se calmó y acabó por desaparecer, dejando la sala en un resonante silencio.
Cecily alzó la mirada. En la galería a medio camino de la cúpula se hallaba un hombre en un traje oscuro de corte impecable, un hombre que reconoció al instante.
Mortmain.
—¡Basta!
La voz resonó en toda la caverna, e hizo estremecer a Tessa. Mortmain. Conocía su forma de hablar, su voz, aunque no pudiera ver nada más allá del pilar de piedra que ocultaba el recoveco hasta donde Amaros la había arrastrado. El demonio autómata la había estado sujetando firmemente, incluso cuando una apagada explosión había hecho estremecer el lugar, seguida de un feroz viento que había soplado más allá de donde ellos se encontraban, pasándolo por alto.
Se había hecho el silencio, y Tessa deseó desesperadamente soltarse de los brazos de metal que la retenían, correr hasta la sala y ver si alguno de sus amigos, a los que quería, había resultado herido, o muerto. Pero luchar con él era como luchar contra una pared. De todas formas le dio varias patadas mientras la voz de Mortmain resonaba de nuevo en la estancia.
—¿Dónde está la señorita Gray? Traédmela.
Armaros hizo un ruido sordo y comenzó a moverse. Alzó a Tessa por los brazos y la sacó del recoveco hacia la sala principal.
Era una escena caótica. Los autómatas estaban inmóviles, mirando a su señor. Muchos estaban hechos pedazos o tirados por el suelo, resbaladizo por una mezcla de sangre y aceite.
En el centro de la sala, en un círculo, se hallaban los cazadores de sombras y sus compañeros. Cyril estaba arrodillado, con un ensangrentado vendaje en la pierna. Cerca de él se hallaba Henry, medio sentado, medio tumbado en brazos de Charlotte. Estaba pálido, muy pálido… Tessa encontró la mirada de Will cuando éste levantó la cabeza y la vio. Una expresión de desaliento le cruzó el rostro, y comenzó a ir hacia ella. Jem le cogió por la manga. Él también miraba a Tessa, con ojos desorbitados, oscuros y cargados de horror.
Ella apartó la mirada de ambos, y la dirigió hacia Mortmain. Éste se hallaba en el balcón de la galería sobre ellos, como un predicador en su púlpito, y sonrió desagradablemente.
—Señorita Gray —dijo—. Muy amable por su parte el unirse a nosotros.
Tessa escupió y notó sangre en la boca, que le bajaba del arañazo que el autómata le había hecho en la mejilla.
Mortmain alzó las cejas.
—Déjala en el suelo —ordenó a Armaros—. Ponle las manos en los hombros.
El demonio obedeció con una grave risita. En cuanto las botas de la chica tocaron el suelo, se irguió, alzó la barbilla y miró con odio al Magíster.
—Da mala suerte ver a la novia antes del día de la boda —le advirtió.
—Sin duda —replicó Mortmain—. Pero ¿mala suerte para quién?
Ella no miró alrededor. Ver tantos autómatas y el heterogéneo grupo de cazadores de sombras, que era todo lo que se oponía a ellos, resultaba demasiado doloroso.
—Los nefilim ya han penetrado en su fortaleza —anunció Tessa—. Habrá otros tras ellos. Superarán a sus autómatas y los destruirán. Ríndase y quizá pueda salvar la vida.
Mortmain echó la cabeza atrás y rió.
—Muy valiente, señorita —reconoció—. Está rodeada de derrota y exige mi rendición.
—No estamos derrotados… —empezó Will, y el hombre siseó con los dientes apretados, muy audible en la resonante sala. Al unísono, todos los autómatas de la sala volvieron la cabeza hacia Will; una sincronía aterradora.
—Ni una palabra, nefilim —ordenó Mortmain—. La próxima vez que hables será la última que respires.
—Déjelos marchar —le pidió Tessa—. Esto no tiene nada que ver con ellos. Déjelos marchar y quédese conmigo.
—Negocia sin nada en las manos —repuso Mortmain—. Se equivoca si cree que los otros cazadores de sombras vendrán a ayudarlos. En este mismo momento, una parte importante de mi ejército está haciendo trizas su Consejo. —Tessa oyó el grito ahogado de Charlotte, un ruido corto y apagado—. Muy inteligente por parte de los nefilim reunirse en un sitio, para que yo pueda borrarlos del mapa de una sola tacada.
—Por favor —insistió Tessa—. Aparte su mano de ellos. Sus quejas contra los nefilim son justas. Pero si todos están muertos, ¿quién aprenderá de esta venganza? ¿Quién podrá expiar esa culpa? Si no queda nadie para aprender del pasado, entonces no hay nadie que pueda traspasar sus lecciones. Déjeles vivir. Déjeles llevar lo que usted les ha enseñado hacia el futuro. Pueden ser su legado.
Él asintió pensativo, como si estuviera considerando sus palabras.
—Les perdonaré la vida; los mantendré aquí, como nuestros prisioneros. Su cautiverio hará que usted esté complacida y le hará ser obediente —su voz se endureció—, porque usted los ama, y si alguna vez trata de escapar, los mataré a todos. —Calló un momento—. ¿Qué me dice, señorita Gray? He sido generoso y ahora me debe un agradecimiento.
Lo único que Tessa oía en la gran sala era el crujir de los autómatas y su propia sangre latiéndole en los oídos. En ese momento se dio cuenta de lo que la señora Negro había querido decirle en el carruaje. «Y cuanto mejor los conozcas, cuanto más los aprecies, más efectiva serás como arma para aniquilarlos». Tessa se había convertido en uno de los cazadores de sombras, aunque no fuera del todo como ellos. Le importaban y los quería, y Mortmain iba a servirse de esa preocupación y ese cariño para forzarle la mano. Al salvar a los que amaba, los condenaría a todos. Y, sin embargo, condenar a Will y Jem, a Charlotte y a Henry, a Cecily y a los demás a la muerte era impensable.
—Sí. —Oyó a Jem, ¿o era Will?, hacer un ruido ahogado—. Sí. Acepto ese trato. —Alzó la mirada—. Dígale al demonio que me suelte, e iré con usted.
Vio que Mortmain entrecerraba los ojos.
—No —contestó ése—. Armaros, tráemela.
El demonio le apretó las manos en los brazos. Tessa se mordió el labio por el dolor. Como por simpatía, el ángel mecánico de su cuello se movió.
«Pocos pueden decir que tienen un ángel que los guarda sólo a ellos. Tú sí».
La mano se le fue al cuello. Él ángel parecía latir bajo sus dedos, como si respirara, como si estuviera tratando de comunicarle algo. Apretó más la mano sobre él, las puntas de las alas rasgándole la palma. Pensó en su sueño.
«¿Es éste tu aspecto?
»Aquí sólo ves una fracción de lo que soy. En mi auténtica forma, soy la gloria mortal».
Armaros cerró las manos sobre los brazos de Tessa.
«Tu ángel mecánico contiene un poco del espíritu de un ángel», le había dicho Mortmain. Pensó en la marca como una estrella blanca que el ángel mecánico le había dejado en el hombro a Will. Pensó en el hermoso rostro del ángel, suave e impasible, las frías manos que la habían sujetado cuando había caído desde el carruaje de la señora Negro a las revueltas aguas del fondo del barranco.
El demonio comenzó a alzarla.
Tessa pensó en su sueño.
Respiró hondo. No sabía si lo que estaba a punto de hacer era posible o pura locura. Mientras Armaros la levantaba con las manos, ella cerró los ojos y buscó con la mente, buscó en el interior del ángel mecánico. Durante un momento dio tumbos por un espacio negro, y luego por un limbo gris, tratando de encontrar aquella luz, aquella chispa del espíritu, aquella vida…
Y ahí estaba, una repentina llamarada, una hoguera, más brillante que cualquier chispa que hubiera visto antes. Fue a por ella, se envolvió en ella, espirales de fuego blanco que le abrasaban la piel. Gritó en alto…
Y Cambió.
Un fuego blanco le recorrió las venas. Comenzó a crecer, su traje se rasgó y cayó en pedazos; la luz brillante la rodeaba. Era fuego. Era una estrella errante. Los brazos de Armaros se le separaron del cuerpo; en silencio, se derritió y se disolvió, abrasado por el fuego celestial que ardía en Tessa.
Estaba volando, volando hacia arriba. No, se estaba alzando, creciendo. Los huesos se le estiraron, como un entramado que se extendiera hacia afuera y hacia arriba mientras crecía de un modo imposible. La piel se le había vuelto de oro, y se estiró y rompió mientras ella seguía creciendo como la mata de judías del viejo cuento, y donde se le rasgaba la piel, icor dorado manaba de la herida. Rizos como virutas de metal calentado al blanco le brotaron de la cabeza, y le rodearon el rostro. Y de la espalda le surgieron alas, unas alas enormes, mayores que las de cualquier pájaro.
Supuso que debería estar aterrorizada. Miró hacia abajo y vio a los cazadores de sombras mirándola boquiabiertos. Toda la sala estaba cubierta de una luz cegadora, una luz que manaba de ella. Se había convertido en Ithuriel. El fuego divino de los ángeles ardía en ella, abrasándole los huesos, quemándole los ojos. Pero sólo sentía una calma férrea.
Había alcanzado los seis metros. Estaba a la altura de Mortmain, que se había quedado paralizado de terror, aferrando la baranda del balcón. El ángel mecánico, después de todo, había sido el regalo que él le había hecho a la madre de Tessa. Nunca debía de haberse imaginado que se podría emplear así.
—No es posible —rugió con voz ronca—. No es posible…
—Has encerrado a un ángel del Cielo —dijo Tessa, aunque no era su voz la que hablaba sino la de Ithuriel a través de ella. La voz resonó por todo su cuerpo como un gong. De un modo distante, se preguntó si le latiría el corazón; ¿los ángeles tenían corazón? ¿La mataría eso? Si lo hacía, habría valido la pena—. Has tratado de crear vida. La vida es sólo competencia del Cielo. Y al Cielo no le gustan los usurpadores.
Mortmain se volvió para salir corriendo. Pero era lento, lento como todos los humanos. Tessa tendió la mano, la mano de Ithuriel, y la cerró rodeándolo mientras corría, alzándolo del suelo. El hombre gritó cuando la mano del ángel le quemó. Comenzó a retorcerse, quemándose, y Tessa hizo más fuerza, aplastándole el cuerpo hasta dejar una masa de sangre escarlata y huesos blancos.
Tessa abrió la mano. El cuerpo aplastado de Mortmain cayó y se estrelló contra el suelo entre sus propios autómatas. Se notó una sacudida, un gran grito quebrado de metal, como de un edificio al derrumbarse, y los autómatas comenzaron a caer, uno a uno, al suelo, inertes al no tener al Magíster que los animara. Un jardín de flores metálicas, marchitándose y muriendo una a una. Y los cazadores de sombras en medio de todos ellos, mirándose maravillados.
Y entonces, Tessa se dio cuenta de que aún tenía un corazón, porque le saltó de alegría al verlos vivos y a salvo. No obstante, cuando tendió hacia ellos sus manos doradas, una manchada de rojo, la sangre de Mortmain mezclada con el icor dorado de Ithuriel, ellos se apartaron de la llamarada de luz que la rodeaba.
«No, no —quiso decir—, nunca os haría daño». Pero las palabras no salían. No podía hablar; el ardor era demasiado intenso. Trató de encontrar el camino hacia sí misma, de Cambiar de nuevo a Tessa, pero estaba perdida en el resplandor del fuego, como si hubiera caído en el corazón del sol. Una agonía de llamas explotó en ella, y notó que comenzaba a caer mientras el ángel mecánico se tornaba un lazo al rojo vivo en el cuello.
«Por favor», pensó, pero todo era fuego y ardor, y cayó, inconsciente, hacia la luz.