20

LOS ARTEFACTOS INFERNALES

Igual que autómatas guiados por hilos, las siluetas de secos esqueletos se deslizaban en una lenta cuadrilla, y luego, tomados de la mano, bailaban una majestuosa zarabanda; su risa era un eco claro y agudo.

OSCAR WILDE, «La casa de la ramera»

—Es hermoso —susurró Henry.

Los cazadores de sombras del Instituto de Londres, junto con Magnus Bane, se hallaban formando un amplio círculo en la cripta, mirando una de las desnudas paredes de piedra, o más exactamente, a algo que había aparecido en una de las desnudas paredes de piedra.

Era una arcada, de unos tres metros de alto, y quizá la mitad de ancho. No estaba tallada en la piedra, sino que estaba hecha de runas resplandecientes que se entrelazaban unas con otras como las viñas de un emparrado. La runas no eran del Libro Gris, Gabriel las habría reconocido de haber sido así, sino runas que no había visto nunca antes. Tenían el aspecto extranjero de otro idioma; sin embargo, cada una era distinta y hermosa, y susurraba una bella canción de viajes y espacios, de un espacio oscuro rodante, y de la distancia entre los mundos.

Brillaban verdes en la oscuridad, pálidas y ácidas. En el espacio interior cerrado por las runas, la pared no era visible, sólo oscuridad, impenetrable, como un gran pozo oscuro.

—Es realmente asombroso —exclamó Magnus.

Todos excepto el brujo iban vestidos con los trajes de combate y cargados de armas; la espada favorita de Gabriel, larga y de doble filo, le colgaba a la espalda, y estaba ansioso por poner la mano enguantada en su empuñadura. Aunque le gustaban el arco y las flechas, había sido entrenado en el uso del mandoble por un instructor que podía trazar la línea de sus maestros hasta Lichteneauer, y Gabriel consideraba el mandoble su especialidad. Además, un arco y flechas serían de mucha menos utilidad contra los autómatas que una arma que pudiera cortarlos en sus partes componentes.

—Todo gracias a ti, Magnus —dijo Henry. Estaba radiante, o, pensó Gabriel, quizá fuera el reflejo de las runas en su rostro.

—En absoluto —repuso el brujo—. De no ser por tu genio, esto nunca se habría creado.

—Aunque disfruto con este intercambio de halagos —bromeó Gabriel, al ver que Henry estaba a punto de responder—, quedan unas cuantas cuestiones, muy importantes, sobre este invento.

Henry lo miró como si no lo comprendiera.

—¿Como cuáles?

—Creo, Henry, que está preguntando si esta… puerta… —comenzó Charlotte.

—La hemos llamado Portal —explicó Henry. Que la palabra iba con mayúscula quedaba claro por su tono.

—… si funciona —concluyó Charlotte—. ¿La habéis probado?

El inventor pareció abatido.

—Bueno, no. No ha habido tiempo. Pero te aseguro que nuestros cálculos han sido perfectos.

Todos, menos Henry y Magnus, miraron el Portal con una nueva alarma.

—Henry… —comenzó Charlotte.

—Bueno, creo que Henry y Magnus deben ir primero —propuso Gabriel—. Ellos han inventado esta maldita cosa.

Todos se volvieron hacia él.

—Es como si hubiera reemplazado a Will —observó Gideon, alzando las cejas—. Dicen las mismas cosas.

—¡No soy como Will! —saltó Gabriel.

—Espero que no —repuso Cecily, aunque tan bajo que Gabriel dudó de que la hubiera oído nadie más que él.

Cecily estaba especialmente bonita ese día, aunque él no tenía ni idea de por qué. Iba vestida con el mismo sencillo traje negro de combate que Charlotte; el cabello recogido y asegurado recatadamente en la nuca, y el colgante de rubí reluciéndole sobre la piel del cuello. Sin embargo, Gabriel se recordó con firmeza, ya que lo más seguro era que estuvieran a punto de dirigirse todos ellos a un peligro mortal, que cavilar acerca de si Cecily era bonita no tenía que ser su principal pensamiento. Se ordenó parar inmediatamente.

—No me parezco en nada a Will Herondale —insistió Gabriel.

—Estoy totalmente dispuesto a ir primero —aseguró Magnus, con el aire de sufrimiento de un maestro en una aula llena de alumnos revoltosos—. Necesito unas cuantas cosas. Esperamos que Tessa esté allí; Will también. Me gustaría algún equipo y armas extras para llevar allí. Planeo, claro, esperaros en el otro lado, pero si hubiera alguna… novedad inesperada, siempre va bien ir preparado.

Charlotte asintió.

—Sí… claro. —Bajó la vista durante un momento—. No puedo creer que nadie haya venido a ayudarnos. Pensé que, después de mi carta, al menos unos cuantos… —Se interrumpió y tragó saliva, luego alzó la barbilla—. Déjame que llame a Sophie. Ella puede prepararte lo que necesitas, Magnus. Y Cyril, Bridget y ella van a reunirse con nosotros en breve. —Desapareció por la escalera. Henry se la quedó mirando con preocupado cariño.

Gabriel no podía culparle. Evidentemente, era un fuerte golpe para ella que nadie hubiera respondido a su llamada y hubiera llegado para ayudarlos, aunque él le podría haber dicho que no lo harían. La gente era intrínsecamente egoísta, y muchos odiaban ya la idea de que una mujer dirigiera el Instituto. No se arriesgarían por ella. Hacía sólo unas pocas semanas, él mismo habría dicho eso. En esos momentos, conociendo a Charlotte, se dio cuenta, sorprendido, de que la idea de arriesgarse por ella parecía un honor, como sería para muchos ingleses arriesgarse por la reina.

—¿Y cómo funciona el Portal? —preguntó Cecily, mientras observaba, con su castaña cabeza inclinada hacia un lado, la reluciente arcada como si fuera un cuadro en un museo.

—Te transportará al instante de un lugar a otro —contestó Henry—. Pero el truco es… bueno, esa parte es magia. —Dijo la palabra con un ligero nerviosismo.

—Necesitas estar visualizando el lugar al que quieres ir —explicó Magnus—. No servirá para llevarte a un lugar en el que nunca has estado y no puedes imaginar. En este caso, para llegar a Cadair Idris, vamos a necesitar a Cecily. Cecily, ¿cómo de cerca de Cadair Idris crees que nos puedes llevar?

—A la misma cima —respondió la chica con seguridad—. Hay varios senderos que llevan a lo alto de la montaña, y he recorrido dos de ellos con mi padre. Puedo recordar la cima de la montaña.

—¡Excelente! —celebró Henry—. Cecily, te pondrás delante del Portal y visualizarás nuestro lugar de destino…

—Pero no va a ir primero, ¿verdad? —inquirió Gabriel. En cuanto acabó de decirlo, se sorprendió. No había querido hacerlo. «Ah, bueno, de perdidos, al río», pensó—. Quiero decir, ella es la que tiene menos entrenamiento de todos; no sería seguro.

—Puedo cruzar la primera —repuso Cecily, que no parecía agradecer en absoluto el apoyo de Gabriel—. No veo ninguna razón para no…

—¡Henry! —gritó Charlotte, reapareciendo al pie de la escalera. Tras ella estaban los criados del Instituto, todos con trajes de entrenamiento; Bridget, como si fuera a dar un paseo matutino; Cyril, preparado y decidido, y Sophie, cargando con una gran bolsa de cuero.

Tras ellos había tres hombres más. Hombres altos, con túnicas de pergamino, que se movían de un modo muy peculiar, como si se deslizaran.

Hermanos Silenciosos.

Sin embargo, a diferencia de cualquier otro Hermano Silencioso que Gabriel hubiera visto antes, éstos iban armados. Alrededor de la cintura, sobre los hábitos, llevaban atados cinturones de armas, y de ellos colgaban largas espadas curvas, las empuñaduras hechas de reluciente adamas, el mismo material que se empleaba para las estelas y los cuchillos serafines.

Henry apartó la mirada, perplejo, y luego como culpable, del Portal y miró a los Hermanos. Su rostro pecoso palideció.

—Hermano Enoch —exclamó—. Yo…

¡Cálmate! La voz del Hermano Silencioso resonó en la cabeza de todos. No hemos venido a advertirte de cualquier posible quebrantamiento de la Ley, Henry Branwell. Hemos venido a luchar con vosotros.

—¿A luchar con nosotros? —Gideon parecía asombrado—. Pero los Hermanos Silenciosos no… quiero decir, no son guerreros…

Eso no es correcto. Fuimos cazadores de sombras y cazadores de sombras seremos, incluso Cambiados para devenir Hermanos. Nos fundó el propio Jonathan Cazador de Sombras, y aunque vivimos por el libro, podemos morir por la espada si tal elegimos.

Charlotte sonreía radiante.

—Se han enterado de mi mensaje —dijo—. Han venido. El hermano Enoch, el hermano Micah y el hermano Zachariah.

Los dos Hermanos detrás de Enoch inclinaron la cabeza en silencio. Gabriel contuvo un estremecimiento. Los Hermanos Silenciosos siempre le habían resultado muy inquietantes, aunque sabía que eran una parte integral de la vida de los cazadores de sombras.

—El hermano Enoch también me ha explicado por qué no ha venido nadie más —dijo Charlotte, y la sonrisa se le borró del rostro—. El cónsul Wayland ha convocado una reunión del Consejo esta mañana, aunque no nos ha dicho nada. La asistencia de todos los cazadores de sombras era obligada por la Ley.

Henry soltó un siseo entre dientes.

—Ese m… mal hombre —replicó, con una rápida mirada a Cecily, que puso los ojos en blanco—. ¿Sobre qué es la reunión del Consejo?

—Para reemplazarnos como directores del Instituto —contestó Charlotte—. Aún cree que Mortmain va a atacar Londres, y que aquí se necesita un líder fuerte para luchar contra el ejército mecánico.

—¡Señora Branwell! —Sophie, que estaba entregando a Magnus la bolsa que llevaba, casi la dejó caer—. ¡No pueden hacer eso!

—Oh, sí que pueden —repuso Charlotte. Miró alrededor a los rostros de todos, y alzó la barbilla. En ese momento, a pesar de su tamaño, Gabriel pensó que parecía más alta que el Cónsul—. Todos sabíamos que esto iba a llegar —continuó—. No importa. Somos cazadores de sombras, y nuestro deber es hacia los demás y hacia lo que creemos correcto. Creemos a Will y creemos en Will. La fe nos ha llevado hasta aquí; nos llevará aún un poco más lejos. El Ángel nos protege, y saldremos victoriosos.

Todos guardaron silencio. Gabriel miró los rostros de sus compañeros: decisión en todos, e incluso Magnus parecía, si no conmovido o convencido, al menos considerado y respetuoso.

—Charlotte —dijo Gabriel finalmente—. Si el cónsul Wayland no te considera una líder es que es un imbécil.

Charlotte inclinó la cabeza hacia él.

—Gracias —repuso—. Pero no debemos perder más tiempo; tenemos que irnos, y rápido, porque este asunto no puede esperar más.

Henry miró durante un momento a su esposa, y luego a Cecily.

—¿Estás preparada?

La hermana de Will asintió y se puso delante del Portal. La radiante luz de éste proyectó las sombras de las desconocidas runas sobre su decidido rostro.

—Visualiza —indicó Magnus—. Imagínate tanto como puedas que estás mirando la cima de Cadair Idris.

La chica apretó los puños en los costados. Mientras miraba fijamente, el Portal comenzó a moverse y las runas a ondear y a cambiar. La oscuridad del interior de la arcada se iluminó. De repente, Gabriel ya no vio sombras. Estaba mirando el dibujo de un paisaje que podría haber estado pintado dentro del Portal: la verde curva de la cima de una montaña, un lago tan azul y profundo como el cielo.

Cecily ahogó un grito y, entonces, sin que indicaran nada, avanzó y se desvaneció al pasar a través de la arcada. Fue como ver borrarse un dibujo. Primero le desaparecieron las manos dentro del Portal, luego los brazos extendidos y finalmente el cuerpo.

Y ya no estaba.

Charlotte lanzó un gritito.

—¡Henry!

Gabriel notó un pitido en los oídos. Oyó al inventor tranquilizar a su esposa, diciéndole que era así como debía funcionar el Portal, que nada extraño había pasado, pero era como una canción que sonara en otra sala, las palabras a un ritmo sin sentido. Lo único que sabía era que Cecily, más valiente que todos ellos, había atravesado la desconocida puerta y había desaparecido. Y él no podía dejarla ir sola.

Avanzó. Oyó a su hermano llamarle, pero no le hizo caso; lo apartó, llegó ante el Portal y lo cruzó.

Durante un momento sólo hubo negrura. Luego una enorme mano pareció salir de la oscuridad y agarrarle, y fue arrastrado dentro del negro torbellino.

La sala del Consejo estaba llena de gente gritando.

Sobre el estrado del centro se hallaba el cónsul Wayland, mirando a la ruidosa muchedumbre con una expresión de furiosa impaciencia en el rostro. Sus negros ojos recorrían a los cazadores de sombras congregados ante él: George Penhallow estaba enzarzado en una pelea a gritos con Sora Kadou, del Instituto de Tokio. Vijay Malhotras le clavaba un delgado dedo en el pecho a Japheth Pangborn, que esos días inusualmente había dejado su mansión en el campo de Idris, y que se había puesto tan rojo como un tomate ante toda esa indignidad. Dos de los Blackwell habían arrinconado a Amalia Morgenstern, que les replicaba en alemán. Aloysius Starkweather, vestido de negro, estaba junto a uno de los bancos de madera, sus enjutas extremidades casi dobladas hasta las orejas mientras miraba fijamente al podio con penetrantes ojos viejos.

El Inquisidor, junto al cónsul Wayland, golpeó el suelo con su bastón de madera con fuerza suficiente para romperlo.

—¡YA BASTA! —rugió—. Todos vais a guardar silencio, y lo vais a guardar ya. ¡SENTAOS!

Una oleada de sorpresa recorrió la sala, y ante el evidente pasmo del Cónsul, todos se sentaron. No en silencio, pero se sentaron, al menos los que tenían sitio para hacerlo. La cámara estaba llena a rebosar; tantos cazadores de sombras raramente aparecían en una reunión. Había representantes de todos los Institutos: Nueva York, Bangkok, Ginebra, Bombay, Kioto, Buenos Aires. Sólo los cazadores de sombras de Londres, Charlotte Branwell y su séquito, estaban ausentes.

Al final, únicamente Aloysius Starkweather permaneció en pie, con la vieja capa batiéndose ante él como las alas de un cuervo.

—¿Dónde está Charlotte Branwell? —exigió saber—. El mensaje que enviasteis daba a entender que ella estaría aquí para explicar el contenido de su mensaje al Consejo.

—Yo explicaré el contenido de su mensaje —dijo el Cónsul con los dientes apretados.

—Yo preferiría oírlo de ella —intervino Malhotra, mientras miraba al Cónsul y luego al Inquisidor con sus penetrantes ojos negros. El inquisidor Whitelaw parecía demacrado, como si últimamente hubiera pasado muchas noches en vela; la boca se le tensaba en las comisuras.

—Charlotte Branwell ha tenido una reacción exagerada —afirmó el Cónsul—. Asumo toda la responsabilidad por haberla puesto al mando del Instituto de Londres. Nunca debería haberlo hecho. Ya ha sido cesada de su cargo.

—He tenido la ocasión de reunirme y hablar con la señora Branwell —expuso Starkweather con su cerrado tono de Yorkshire—. No me parece alguien que exagere con facilidad.

El Cónsul pareció recordar por qué se había alegrado tanto de que Starkweather hubiera dejado de asistir a las reuniones.

—Está delicada —replicó el Cónsul con voz tensa—. Y creo que ha resultado… sobrepasada.

Charla y confusión. El Inquisidor miró a Wayland con disgusto. El Cónsul le devolvió la mirada con otra semejante. Era evidente que ambos hombres habían estado discutiendo. El Cónsul estaba rojo de rabia, y la mirada que le lanzó al Inquisidor estaba cargada de traición. Resultaba obvio que Whitelaw no estaba de acuerdo con las palabras del Cónsul.

Una mujer se puso en pie entre los atestados bancos. Tenía el cabello blanco, recogido en alto sobre la cabeza, y una pose imperiosa. El Cónsul parecía estar gruñendo por dentro. Callida Fairchild, la tía de Charlotte Branwell.

—Si estás sugiriendo —dijo la mujer en un tono glacial— que mi sobrina está tomando decisiones histéricas e irracionales porque está embarazada de uno de la siguiente generación de cazadores de sombras, Cónsul, te aconsejo que lo pienses de nuevo.

Éste rechinó los dientes.

—No hay ninguna prueba de que la afirmación de Charlotte Branwell de que Mortmain se halla en Gales contenga alguna verdad —se defendió el Cónsul—. Todo surge de los informes de Will Herondale, que no sólo es un niño, sino un irresponsable al que habría que castigar. Todas las pruebas, incluyendo los diarios de Benedict Lightwood, apuntan a un ataque en Londres, y ahí es donde debemos concentrar nuestras fuerzas.

Un murmullo recorrió la sala, con las palabras «ataque en Londres» repetidas una y otra vez. Amalia Morgenstern se abanicó con un pañuelo de encaje, mientras que Lilian Highsmith, que acariciaba el mango de una daga que le sobresalía de un guante, parecía encantada.

—Pruebas —repuso Callida—. La palabra de mi sobrina es prueba suficiente…

Otro murmullo, y una joven se puso en pie. Llevaba un brillante vestido verde y mostraba una expresión desafiante. La última vez que el Cónsul la había visto, había sido sollozando en esa misma sala, pidiendo justicia. Tatiana Blackthorn, Lightwood de soltera.

—¡El Cónsul tiene razón sobre Charlotte Branwell! —exclamó—. ¡Charlotte Branwell y Will Herondale son la razón por la que mi esposo está muerto!

—¡Oh! —Era el Inquisidor Whitelaw, en un tono cargado de sarcasmo—. ¿Y quién mató exactamente a su esposo? ¿Fue Will?

Hubo un murmullo de perplejidad. Tatiana parecía indignada.

—No fue culpa de mi padre…

—Al contrario —la interrumpió el Inquisidor—. Esto se había mantenido en secreto, señora Blackthorn, pero me obliga a desvelarlo. Abrimos una investigación sobre la muerte de su esposo, y se determinó que fue su padre el culpable, y del modo más grave. De no ser por los actos de sus hermanos, y de William Herondale y Charlotte Branwell, junto con los demás del Instituto de Londres, el nombre de Lightwood habría sido borrado de los registros de los cazadores de sombras y usted viviría el resto de su vida como una mundana sin amigos.

Tatiana se puso roja como un tomate y apretó los puños.

—William Herondale ha… me ha insultado de un modo imperdonable en una dama…

—No veo por qué eso está relacionado con el tema que nos ocupa —observó el Inquisidor—. Se puede ser grosero en la vida personal, pero también correcto cuando se trata de asuntos más amplios.

—¡Usted se quedó con mi casa! —gritó Tatiana—. Me veo obligada a confiar en la generosidad de la familia de mi esposo como una pordiosera hambrienta…

Los ojos de Whitelaw brillaban tanto como las piedras de sus anillos.

—Su casa fue confiscada, señora Blackthorn, no robada. Registramos la casa familiar de los Lightwood —continuó, alzando la voz—. Estaba plagada de pruebas de la conexión del señor Lightwood padre con Mortmain, diarios detallando actos viles, sucios e indecibles. El Cónsul cita los diarios de ese hombre como prueba de que habrá un ataque en Londres, pero para cuando Benedict Lightwood murió, estaba loco por la viruela demoníaca. No resulta probable que el Magíster le hubiera confiado sus auténticos planes, incluso si hubiera estado cuerdo.

El cónsul Wayland le interrumpió, con una expresión casi de desesperación.

—El asunto de Benedict Lightwood está cerrado y resulta irrelevante. ¡Estamos aquí para discutir el asunto de Mortmain y el Instituto! Primero, como Charlotte Branwell ha sido destituida de su cargo y la situación a la que nos enfrentamos se centra sobre todo en Londres, es necesario designar un nuevo líder del Enclave de Londres. Dejo la puerta abierta a sugerencias. ¿Alguien desea presentarse para ocupar el cargo?

Hubo susurros y movimientos. George Penhallow había comenzado a levantarse cuando el Inquisidor estalló furioso:

—Esto es ridículo, Josiah. No existe aún ninguna prueba de que Mortmain no esté donde dice Charlotte. Ni siquiera hemos empezado a hablar de enviar refuerzos tras ella…

—¿Tras ella? ¿Qué quieres decir con «tras ella»?

El Inquisidor señaló a la gente dibujando un arco con el brazo.

—No está aquí. ¿Dónde crees que están los habitantes del Instituto de Londres? Han ido a Cadair Idris, detrás del Magíster. Y, sin embargo, en vez de discutir si debemos ayudarles, ¿convocamos una reunión para hablar del reemplazo de Charlotte?

El Cónsul perdió los nervios.

—¡No habrá ayuda! —bramó—. Nunca habrá ayuda para los que…

Pero el Consejo nunca supo quién estaba destinado a no tener ayuda, porque en ese momento, una hoja de acero, letalmente afilada, cortó el aire detrás del Cónsul y le separó limpiamente la cabeza del cuerpo.

El Inquisidor saltó hacia atrás, y cogió su bastón mientras la sangre le salpicaba; el cadáver del Cónsul cayó al suelo en dos partes: el cuerpo se desplomó sobre el suelo manchando de sangre el estrado, mientras que la cabeza cortada rodaba como una pelota. Al caer, dejó ver tras de sí a un autómata, tan descarnado como un esqueleto humano, vestido con los raídos restos de una túnica militar roja. Sonrió como una calavera mientras apartaba su espada empapada en sangre, y miraba a la silenciosa y anonadada multitud de cazadores de sombras.

El único otro sonido en la sala partió de Aloysius Starkweather, que estaba riendo, continua y suavemente, al parecer para sí.

—Ella os lo dijo —resolló—. Ella os dijo que esto pasaría…

Un instante después, el autómata había avanzado, su garra directa hacia el cuello de Aloysius. La sangre manó del cuello del anciano mientras la criatura lo alzaba del suelo, aún sonriendo. Los cazadores de sombras comenzaron a gritar, y entonces las puertas se abrieron y una riada de criaturas mecánicas inundó la estancia.

—Bueno —dijo una voz muy animada—. Esto sí que es inesperado.

Tessa se sentó al instante, tapándose con la pesada colcha. A su lado, Will se despertó, se alzó sobre los hombros y abrió los ojos lentamente.

—¿Qué…?

La habitación estaba muy iluminada. Las antorchas ardían con toda su intensidad, y era como si la luz del día hubiera entrado. Tessa vio el desorden que habían dejado por la habitación: su ropa estaba esparcida por el suelo y la cama, la alfombra delante de la chimenea estaba hecha un boñigo, y ellos se encontraban entre la revuelta ropa de cama. Al otro lado de la pared invisible se hallaba un conocido vestido en un elegante traje, con el pulgar colgado de la cintura de los pantalones. Sus ojos de gato brillaban de regocijo.

Magnus Bane.

—Quizá queráis levantaros —dijo el brujo—. Todos estarán aquí muy pronto para rescataros, y tal vez prefiráis estar vestidos cuando lleguen. —Se encogió de hombros—. Yo lo prefería, pero claro, ya se sabe que soy muy tímido.

Will soltó una palabrota en galés. Ya estaba sentado, con la sábana por la cintura, y había hecho todo lo posible para escudar a Tessa de la mirada de Magnus. Iba sin camisa, por supuesto, y bajo la brillante luz Tessa vio dónde el bronceado de las manos y el rostro se fundían con la palidez del pecho y los hombros. La marca blanca en forma de estrella del hombro le brillaba bajo la luz, y Tessa vio que Magnus dirigía la mirada hacia ella y entrecerraba los ojos.

—Interesante —comentó.

Will hizo un incoherente sonido de protesta.

—¿Interesante? Por el Ángel, Magnus…

El brujo le lanzó una mirada irónica. Había algo en ella… algo que hizo que Tessa pensara que él sabía algo que ellos no.

—Si yo fuera otro, tendría muchísimo que decir en este momento —les hizo saber.

—Aprecio tu discreción.

—Pronto no lo harás —replicó Magnus, cortante. Luego alzó la mano como si fuera a llamar a una puerta y dio unos golpecitos a la pared invisible que había entre ellos. Fue como ver a alguien meter la mano en el agua; se formaron ondas que se propagaron desde el punto en el que Magnus lo había tocado, y de repente la pared se deslizó y desapareció, en medio de una lluvia de chispas azules.

—Tomad —dijo el brujo, y lanzó una bolsa de cuero atada al pie de la cama—. He traído equipo. He pensado que podríais necesitar algo de ropa, pero no sabía que la ibais a necesitar tanto.

Tessa lo miró fijamente por encima del hombro de Will.

—¿Cómo nos ha encontrado? ¿Cómo sabía… quiénes de los otros están con usted? ¿Se encuentran bien?

—Sí. Unos cuantos están aquí, corriendo por este lugar, buscándote. Y ahora, vestíos —les ordenó, y se puso de espaldas para darles intimidad. Tessa, avergonzada, cogió el saco, rebuscó en él hasta encontrar su traje de combate y luego se puso en pie envuelta en la sábana y corrió detrás de un biombo chino que se hallaba en un rincón de la habitación.

No miró a Will; no se atrevía. ¿Cómo podía mirarle sin pensar en lo que habían hecho? Se preguntó si él estaría horrorizado; si no podría creer que ambos hubieran hecho eso después de que Jem…

Tiró del traje con rabia. Dio gracias porque el traje de combate, a diferencia de los vestidos, se pudiera colocar sobre el cuerpo sin la ayuda de nadie. A través del biombo, oyó a Magnus explicar a Will que Henry y él habían conseguido, por medio de una combinación de magia e invención, crear un Portal que los transportara de Londres a Cadair Idris. Tessa sólo podía distinguir las siluetas, pero vio a Will asentir aliviado mientras el hombre le decía quién había llegado con él: Henry, Charlotte, los hermanos Lightwood, Cecily, Cyril, Sophie, Bridget y un grupo de Hermanos Silenciosos.

Al oír mencionar a su hermana, Will comenzó a apresurarse más con la ropa, y cuando Tessa salió de detrás del biombo, él ya estaba totalmente vestido con el traje de combate, las botas atadas y las manos agarrando el cinturón de armas. Al verla, Will esbozó una insegura sonrisa.

—Los otros se han repartido por los túneles para buscarte —explicó Magnus—. Se supone que debíamos buscar durante media hora y luego reunirnos en la cámara central. Os doy un momento para… serenaros. —Sonrió burlón, y señaló la puerta—. Estaré en el pasillo.

En cuanto ésta se cerró, Tessa estuvo en brazos de Will, rodeándole el cuello con las manos.

—Oh, por el Ángel —exclamó—. Esto ha sido de lo más bochornoso.

El chico le pasó las manos por el cabello y la besó; le besó en los párpados, las mejillas y luego en la boca, con rapidez, pero con fervor y concentración, como si no hubiera nada más importante.

—Escúchate —dijo—. Has dicho «por el Ángel». Como un cazador de sombras. —La besó en la comisura de la boca—. Te amo. Dios, te amo.

Ella le puso las manos sobre la cintura, sujetándolo, el material del traje áspero bajo los dedos.

—Will —preguntó vacilante—. ¿No lo… lamentas?

—¿Lamentarlo? —La miró sin creerla—. Nage ddim… Estás loca si crees que puedo lamentarlo. —Le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. Hay tanto, tanto más que quiero decirte…

—No —bromeó ella—. ¿Cómo? ¿Will Herondale tiene algo más que decir?

Él no le hizo caso.

—Pero ahora no es el momento; no con Mortmain a dos pasos, seguramente, y Magnus al otro lado de la puerta. Ahora es el momento de acabar con esto. Pero cuando se acabe, Tess, te diré todo lo que siempre he querido decirte. Pero por ahora… —La besó en la sien y la soltó mirándola fijamente—. Necesito saber que me crees cuando digo que te amo. Eso es todo.

—Creo todo lo que dices —respondió Tessa sonriendo, mientras bajaba las manos de su cintura hasta el cinturón de armas. Cerró la mano sobre el mango de una daga, y la sacó del cinturón, sonriendo mientras él la miraba sorprendido—. Después de todo —añadió ella—, no mentías sobre ese tatuaje del dragón de Gales, ¿verdad?

La sala recordó a Cecily el interior de la cúpula de Saint Paul, que Will le había llevado a visitar en uno de sus días menos desagradables, después de su llegada a Londres. Era el edificio más grande en el que había estado. Habían probado el eco de sus voces en el interior de la Galería de los Susurros y habían leído la inscripción dejada por Christopher Wren: «Si monumentum requiris, circumspice». «Si buscas un monumento, mira alrededor».

Will le había explicado lo que significaba: que Wren prefería ser recordado por las obras que había construido en vez de por cualquier lápida. Toda la catedral era un monumento a su arte, como, en cierto sentido, todo el laberinto bajo la montaña, y esa estancia en particular, era un monumento al de Mortmain.

Ahí también había una cúpula, aunque no ventanas, sólo un agujero en la piedra hacia arriba. Una galería circular rodeaba la parte superior de dicha cúpula, y en ella había una plataforma, desde la que, seguramente, se podía estar de pie y mirar al suelo, que era de piedra lisa.

Ahí también había una inscripción en la pared. Cuatro frases, grabadas en la pared de destellante cuarzo:

LOS ARTEFACTOS INFERNALES CARECEN DE PIEDAD.

LOS ARTEFACTOS INFERNALES CARECEN DE REMORDIMIENTOS.

LOS ARTEFACTOS INFERNALES CARECEN DE NÚMERO.

LOS ARTEFACTOS INFERNALES NUNCA DEJARÁN DE LLEGAR.

Sobre el suelo de piedra, alineados en filas, había cientos de autómatas. Iban vestidos con una mezcolanza de uniformes militares y estaban totalmente inmóviles. Soldaditos de plomo, pensó Cecily, ampliados a tamaño humano. Los Artefactos Infernales. La gran creación de Mortmain, un ejército creado para ser imparable, para asesinar a los cazadores de sombras y seguir adelante sin remordimiento.

Sophie había sido la primera en descubrir esa sala; había gritado, y los otros habían corrido para averiguar por qué. La habían encontrado de pie, temblando, en medio de la inmóvil masa de criaturas de relojería. Uno de ellos estaba tirado a sus pies; ella le había cortado las piernas con un tajo de la espada, y el artefacto se había desplomado como un títere al que le hubieran cortado las cuerdas. Los demás no se habían movido ni despertado a pesar del destino de su semejante, lo que había dado a los cazadores de sombras la osadía de avanzar entre ellos.

Henry estaba de rodillas, junto a la carcasa de uno de los inmóviles autómatas; le había rajado el uniforme y abierto el pecho de metal, y estudiaba lo que había en el interior. Los Hermanos Silenciosos estaban junto a él, al igual que Charlotte, Sophie y Bridget. Gideon y Gabriel habían regresado también, y su exploración no había dado ningún fruto. Sólo faltaban por regresar Cyril y Magnus. Cecily no podía controlar su creciente inquietud, no por la presencia de los autómatas, sino por la ausencia de su hermano. Nadie había dado con él aún. ¿Podría ser que no estuviera ahí para encontrarlo? Sin embargo, no dijo nada. Se había prometido a sí misma que, como cazadora de sombras, no se quejaría, ni gritaría, pasara lo que pasase.

—Mirad esto —murmuró Henry. Dentro del pecho de la criatura mecánica había un lío de cables y lo que a Cecily le pareció una caja de metal, de las que podrían contener tabaco. Grabado en el exterior de la caja podía verse el símbolo de la serpiente comiéndose la cola—. El uróboro. El símbolo de la contención de las energías demoníacas.

—Como en la Pyxis —asintió Charlotte.

—Que Mortmain nos robó —confirmó Henry—. Me preocupaba que fuera esto lo que Mortmain estaba intentando.

—¿Qué era lo que estaba intentando? —preguntó Gabriel. Estaba sonrojado y los ojos verdes le brillaban. Bendito fuera, pensó Cecily, por preguntar siempre justo lo que ella tenía en la cabeza.

—Animar a los autómatas —contestó Henry, despistado mientras iba a coger la caja—. Darles conciencia, incluso voluntad…

Calló cuando, al tocar la caja con los dedos, ésta despidió una intensa luz. Luz, como la iluminación de una piedra de luz mágica, que salía del recipiente a través del uróboro. Henry se echó hacia atrás con un grito, pero era demasiado tarde. El autómata se sentó, veloz como un rayo, y lo cogió. Charlotte chilló y se lanzó hacia adelante, pero no fue lo suficientemente rápida. El autómata, con el pecho todavía colgándole grotescamente, cogió al inventor por debajo los brazos y lo sacudió como si su cuerpo fuera un látigo.

Se oyó un horrible ruido de algo al quebrarse, y Henry se quedó inmóvil. El autómata lo tiró a un lado, se volvió y golpeó brutalmente a Charlotte en la cara. Ésta se desplomó junto a su esposo mientras la criatura mecánica daba un paso adelante y agarraba al hermano Micah. El Hermano Silencioso le golpeó la mano con el bastón, pero el autómata ni pareció notarlo. Con un ruido de maquinaria que parecía una risa, extendió la mano y le abrió el cuello al Hermano Silencioso.

La sangre salió disparada por la sala, y Cecily hizo exactamente lo que se había prometido que no haría: gritó.