SÓLO POR ESTO
Sólo por esto sobre la muerte descargo la rabia que almacena mi corazón; ha separado tanto nuestras vidas que ya no nos oímos hablar.
ALFRED, LORD TENNYSON, In Memoriam A. H. H.
Tessa se hallaba al borde de un precipicio en un lugar que desconocía. Las colinas eran verdes, y caían bruscamente formando acantilados que desembocaban en un mar azul. Las gaviotas volaban y graznaban sobre ella. Un sendero gris serpenteaba por el borde del acantilado. Ante ella, en el sendero, se hallaba Will.
Llevaba un traje de combate negro, y sobre él un largo abrigo de jinete, con el bajo salpicado de barro, como si hubiera recorrido un largo camino a pie. No llevaba guantes, y el viento marino le había revuelto el oscuro cabello. El viento también le alzaba el cabello a Tessa, y llevaba el olor a sal y salmuera, a cosas mojadas que crecían en la orilla del mar, un olor que le recordaba a su travesía por mar en el Main.
—Will —llamó. Había algo tan solitario en su aspecto, como Tristán observando el mar de Irlanda en espera del barco que le devolvería a Isolda. Will no se volvió al oírla, sólo alzó los brazos, el abrigo agitándose al viento ante él como alas.
El temor inundó el corazón de Tessa. Isolda había llegado en busca de Tristán, pero había sido demasiado tarde. Él había muerto de pena.
—Will —llamó de nuevo.
Él dio un paso adelante, hacia el vacío. Ella corrió hasta el borde y miró hacia abajo, pero no había nada, sólo una profunda agua de color gris azul y espuma blanca. La marea parecía llevarle la voz de Will con cada ola. «Despierta, Tessa. Despierta».
—Despierte, señorita Gray. ¡Señorita Gray!
Tessa se incorporó sobresaltada. Se había quedado dormida en la silla que había junto a la chimenea de su pequeña prisión; una áspera manta blanca la cubría, aunque ella no recordaba haberla cogido. La habitación ardía con la luz de las antorchas y el fuego estaba reducido a brasas. Era imposible saber si era de día o de noche.
Mortmain estaba ante ella, y junto a él había un autómata. Era uno de los más humanoides que Tessa había visto. Incluso estaba vestido, cosa que no era frecuente, con una túnica militar y pantalones. La ropa hacía que la cabeza que se alzaba sobre el tieso cuello fuera aún más inquietante, con sus rasgos demasiado finos y el cráneo metálico sin pelo. Y los ojos, que Tessa sabía que eran de vidrio y cristal, con los iris rojos bajo la luz del hogar, se clavaban en ella de una manera…
—Tiene frío —dijo Mortmain.
Tessa dejó escapar el aire, y el aliento le salió como una nubecilla blanca.
—El calor de su hospitalidad deja mucho que desear —replicó ella.
Él sonrió, con los labios apretados.
—Muy ocurrente. —Mortmain llevaba un pesado abrigo de astracán sobre el traje gris, siempre el auténtico hombre de negocios—. Señorita Gray, no la despierto porque sí. He venido porque deseo que vea lo que su amable ayuda con los recuerdos de mi padre me ha permitido lograr. —Hizo un orgulloso gesto hacia el autómata que tenía al lado.
—¿Otro autómata? —preguntó Tessa sin interés.
—Qué descortesía por mi parte. —Mortmain miró un instante a la criatura—. Preséntate.
Ésta abrió la boca; Tessa captó un destello de latón.
—Soy Armaros —dijo—. Durante mil millones de años he cabalgado los vientos de los grandes abismos entre los mundos. Luché contra Jonathan Cazador de Sombras en las llanuras de Brocelind. Durante mil años más permanecí atrapado en la Pyxis. Ahora mi amo me ha liberado, y yo le sirvo.
Tessa se puso en pie, y la manta se le resbaló hasta los pies sin que se diera cuenta. El autómata la observaba. Sus ojos… sus ojos estaban cargados de una oscura inteligencia, una conciencia que ningún androide de los muchos que había visto antes había poseído.
—¿Qué es? —preguntó en un susurro.
—Un cuerpo de autómata animado por el espíritu de un demonio. Los subterráneos ya tenían modos de capturar las energías demoníacas y emplearlas. Yo las había usado ya para alimentar a los demonios mecánicos que usted ha ido viendo. Pero Armaros y sus hermanos son diferentes. Son demonios con el caparazón de los autómatas. Pueden pensar y razonar. No es fácil ser más listo que ellos. Y cuesta mucho matarlos.
Armaros se pasó un brazo ante el cuerpo. Tessa notó que se movía con fluidez, sin los movimientos sincopados de las criaturas que había visto antes. Se movía como una persona. Desenfundó la espada que le colgaba al costado y se la entregó al Magíster. La hoja estaba cubierta con las runas con las que Tessa se había familiarizado durante los últimos meses, las runas que decoraban las hojas de las armas de los cazadores de sombras. Las runas que eran letales para los demonios. Amaros casi ni debería poder mirar esa hoja, mucho menos sujetarla.
Se le hizo un nudo en el estómago. El demonio le entregó la espada a Mortmain, que la cogió con la precisión de los largos años como oficial naval. Blandió la espada, la lanzó hacia adelante y la hundió en el pecho del demonio.
Se oyó un ruido como de metal al romperse. Tessa estaba acostumbrada a ver a los autómatas desmoronarse cuando se les atacaba, o soltar fluido negro, o tambalearse. Pero éste se mantuvo en pie, sin pestañear ni moverse, como un lagarto al sol. Mortmain retorció el puño salvajemente, luego arrancó la espada.
La hoja del arma se deshizo como cenizas, como un leño consumido por el fuego.
—¿Ve? —dijo Mortmain—. Son un ejército diseñado para destruir a los cazadores de sombras.
Armaros era el único autómata al que Tessa había visto sonreír; si siquiera sabía que sus caras tuvieran la capacidad de cumplir tal propósito.
—Han destruido a muchos de los míos —expuso el demonio—, será un placer para mí matarlos a todos.
Tessa tragó saliva con fuerza, pero trató de que el Magíster no lo viera. Éste iba pasando la mirada de ella al demonio autómata, y le resultó difícil decidir a quién parecía más encantado de ver. Tuvo ganas de gritar, de tirarse sobre él y arañarle el rostro. Pero el muro invisible se alzaba entre ellos, con un leve resplandor, y supo que no podría llegar a él.
«Oh, pero va a ser más que su prometida, señorita Gray —le había dicho la señora Negro—. Será la ruina de los nefilim. Por eso la crearon».
—No podrás acabar con los cazadores de sombras tan fácilmente —replicó ella—. Los he visto hacer pedazos a tus autómatas. Quizá no puedan derribarlos con sus armas con runas, pero cualquier buena hoja puede atravesar el metal y cortar cables.
Mortmain se encogió de hombros.
—Los cazadores de sombras no están acostumbrados a luchar contra criaturas con las que sus armas con runas son inútiles. Los hará más lentos. Y hay incontables autómatas de éstos. Será como tratar de detener la marea. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Ve ahora el genio de lo que he inventado? Pero debo agradecérselo a usted, señorita Gray, por esa última pieza del rompecabezas. Pensaba que quizá hasta usted… admiraría… lo que hemos creado juntos.
¿Admirar? Ella lo miró a los ojos buscando algo de burla, pero sólo encontró una pregunta sincera, curiosidad mezclada con frialdad. Tessa pensó en el largo tiempo que debía de haber pasado desde que otro ser humano lo elogiara, y respiró hondo.
—Sin duda es usted un gran inventor —reconoció finalmente.
Mortmain sonrió satisfecho.
Tessa notaba la mirada del demonio mecánico sobre ella, su tensión y disposición a la lucha, pero notaba aún más a Mortmain. El corazón le golpeaba con fuerza dentro del pecho. Parecía estar, igual que en su sueño, al borde de un precipicio. Hablar al Magíster así era arriesgado, y podía acabar cayendo o volando. Pero debía correr ese riesgo.
—Ya veo por qué me ha traído aquí —continuó—. Y no es sólo debido a los secretos de su padre.
Vio rabia en los ojos de su captor, pero también cierta confusión. Tessa no se estaba comportando como él esperaba.
—¿Qué quiere decir?
—Se siente usted solo —contestó ella—. Se ha rodeado de criaturas que no son reales. Que no viven. Vemos nuestra propia alma en los ojos de los demás. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que vio usted que tenía alma?
Mortmain entrecerró los ojos.
—Tenía alma. Se consumió por aquello a lo que he dedicado mi vida: la búsqueda de la justicia y la compensación.
—No busque venganza y la llame justicia.
El demonio soltó una risita cargada de desdén, como si estuviera viendo los juegos de un gatito.
—¿Va a dejar que le hable así, amo? —preguntó—. Le puedo cortar la lengua, si así lo desea, silenciarla para siempre.
—No serviría de nada mutilarla. Tiene poderes que tú desconoces —respondió Mortmain, sin apartar los ojos de Tessa—. En China hay un viejo proverbio, quizá usted lo conozca por su querido prometido; dice: «Un hombre no puede vivir bajo el mismo cielo que el asesino de su padre». Yo borraré a los cazadores de sombras bajo este cielo; no seguirán viviendo en la Tierra. No trate de apelar a lo mejor de mí, Tessa, porque no existe.
La chica no pudo evitarlo: pensó en Historia de dos ciudades, cuando Lucy Manette trataba de apelar a lo mejor de Sydney Carton. Siempre había pensado en Will como Sydney, consumido por la culpa y la desesperación a pesar de lo que sabe, a pesar de sus propios deseos. Pero Will era un buen hombre, un hombre mucho mejor de lo que Carton hubiera sido nunca. Y Mortmain casi ni era un hombre. No era a lo mejor de él a lo que ella apelaba sino a su vanidad: todos los hombres pensaban de sí mismos que eran buenos en el fondo; nadie querría ser un villano. Tessa respiró hondo.
—Sin duda eso no es así; seguro que podría usted volver a ser bueno y noble. Ha hecho lo que se había propuesto hacer. Le ha dado la vida y la inteligencia a esos… a esos Artefactos Infernales suyos. Ha creado aquello que puede destruir a los cazadores de sombras. Toda su vida ha buscado justicia porque creía que los cazadores de sombras eran corruptos y crueles. Ahora, si frena la mano, conseguirá una gran victoria. Mostrará que es mejor que ellos.
Tessa escrutó el rostro de Mortmain con la mirada. ¿Seguro que había cierta vacilación? Sin duda los finos labios temblaban casi inapreciablemente. ¿Era cierto que se vislumbraba la tensión de la duda en sus hombros?
El Magíster esbozó una tensa sonrisa.
—Entonces ¿usted cree que puedo ser un hombre mejor? Y si hiciera lo que usted dice y frenara mi mano, ¿me hará creer que usted se quedaría conmigo por admiración, que no regresará con los cazadores de sombras?
—Pues claro, señor Mortmain. Lo juro. —Tessa tragó para calmar la amargura que sentía en la garganta. Si tenía que quedarse con Mortmain para salvar a Will y a Jem, para salvar a Charlotte, a Henry y a Sophie, entonces lo haría—. Creo que puede recuperar lo mejor de usted mismo; creo que todos podemos.
Los finos labios de Mortmain se elevaron en las comisuras.
—Ya es por la tarde, señorita Gray. No he querido despertarla antes. Venga conmigo, fuera de la montaña. Venga a ver el trabajo de este día, porque hay algo que deseo mostrarle.
Un dedo helado le recorrió la espalda a Tessa. Se irguió.
—¿Y qué es?
La sonrisa de Mortmain se hizo más amplia.
—Lo que he estado esperando.
Para: Cónsul Josiah Wayland
De: Inquisidor Victor Whitelaw
Josiah:
Perdona mi informalidad, pero te escribo con prisas. Estoy seguro de que ésta no será la única carta que recibas sobre el tema; de hecho, posiblemente no sea ni la primera. Yo mismo ya he recibido muchas. Todas tocan la misma cuestión que me inquieta: ¿es correcta la información de Charlotte Branwell? Porque en tal caso, me parece que es mucho más que probable que el Magíster esté ciertamente en Gales. Sé que dudas de la veracidad de William Herondale, pero ambos conocimos a su padre. Una alma precipitada y demasiado guiada por sus pasiones, pero resultaría imposible encontrar un hombre más honesto. No creo que el joven Herondale sea un embustero.
De todos modos, como resultado del mensaje de Charlotte, la Clave está sumida en el caos. Insisto en que debemos reunir al Consejo para tratar el tema inmediatamente. De no hacerlo, la confianza de los cazadores de sombras en su Cónsul y su Inquisidor resultará irreparablemente dañada. Dejo en tus manos el anuncio de la reunión, pero esto no es una petición. Envía la llamada al Consejo, o dimitiré de mi cargo y haré saber el porqué.
Victor Whitelaw
A Will le despertaron los gritos.
Sus años de entrenamiento se hicieron patentes al instante: estaba en el suelo en posición de ataque incluso antes de estar del todo despierto. Miró alrededor y vio que en la pequeña habitación de la posada sólo se hallaba él, y los muebles (una estrecha cama y una sencilla mesa, casi invisible entre las sombras) seguían donde siempre.
De nuevo se oyeron gritos, más fuertes. Provenían del exterior de la ventana. Will se puso en pie, cruzó la habitación sin hacer ruido y apartó ligeramente una de las cortinas para mirar afuera.
Casi ni recordaba haber llegado a ese pueblo, guiando a Balios por las riendas, y éste caminando despacio por el agotamiento. Un pequeño pueblo galés, como cualquier otro pequeño pueblo galés, sin nada especial. Había encontrado con facilidad la posada y había entregado a Balios al cuidado del mozo de establo, pidiendo que lo cepillaran y le dieran de comer una papilla caliente de salvado para revivirlo. Que hablara galés pareció tranquilizar al posadero, y de inmediato lo habían acompañado a una habitación privada, donde se había desplomado sobre la cama, totalmente vestido, y había dormido sin sueños.
Una brillante luna estaba en lo alto; su posición indicaba que aún no era tarde. Una neblina gris parecía colgar sobre el pueblo. Por un momento, Will pensó que era niebla, pero luego, al inhalar, se dio cuenta de que se trataba de humo. Manchas de un rojo brillante se alzaban entre las casas del pueblo. Entrecerró los ojos. Entre las sombras, distinguió siluetas que corrían de un lado a otro. Más gritos; un destello que sólo podía ser de una cuchilla…
En menos de un segundo, ya salía por la puerta con las botas a medio atar, cuchillo serafín en mano. Bajó a toda prisa la escalera y entró en la sala principal de la posada. Estaba oscura y fría; no había fuego en la chimenea, y varias ventanas estaban rotas, dejando entrar el frío aire de la noche. Los vidrios cubrían el suelo como trozos de hielo. La puerta estaba abierta, y mientras Will la cruzaba, vio que los goznes superiores estaban fuera de sitio, como si alguien hubiera tratado de arrancarla…
Salió afuera y rodeó la posada, hacia donde se hallaban los establos. El olor a humo era allí más intenso. Will corrió hacia adelante…, y tropezó con un cuerpo que yacía en el suelo. Se dejó caer de rodillas. Era el mozo del establo, con el cuello rebanado; el suelo bajo él estaba empapado en sangre. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada, y la piel ya fría. Will se tragó la bilis y se incorporó.
Fue mecánicamente hacia los establos, mientras en su cabeza barajaba con rapidez las posibilidades. ¿Un ataque de demonios? ¿O había caído en medio de algo no sobrenatural, alguna riña entre gentes del pueblo, o Dios sabría qué? Nadie parecía estarle buscando a él en concreto, eso resultaba evidente.
Oyó los inquietos relinchos de Balios al entrar en el establo. Éste parecía intacto, desde el techo enyesado hasta el suelo de adoquines atravesado por pequeños canales de drenaje. No había otros caballos allí esa noche, lo que era una suerte, porque en el momento en que le abrió el compartimento, Balios salió a toda prisa, casi arrollándolo. Will sólo tuvo tiempo de tirarse a un lado mientras el caballo pasaba a toda prisa junto a él y salía por la puerta.
—¡Balios! —Will renegó, y salió tras su montura, corriendo por el costado de la posada hasta la calle principal del pueblo.
Se quedó de piedra. La calle era un caos. Había cadáveres por el suelo, tirados a ambos márgenes de la carretera como si fueran basura. Casas con las puertas arrancadas, las ventanas rotas. La gente corría de un lado a otro entre las sombras desordenadamente, gritando y llamándose unos a otros. Varias casas ardían. Mientras Will contemplaba horrorizado el panorama, vio a una familia salir por la puerta de una de ellas en llamas; el padre en camisón, tosiendo y ahogándose; una mujer detrás cogía de la mano a una niña pequeña.
Casi ni había salido a la calle cuando unas formas emergieron de entre las sombras. La luz de la luna destelló sobre el metal.
Autómatas.
Se movían con fluidez, sin sacudidas ni tambaleos. Iban vestidos; una mezcla de uniformes militares, algunos que Will reconoció, otros no. Pero los rostros eran de metal liso, como las manos, que sujetaban espadas de larga hoja. Había tres; uno, con una rasgada túnica militar roja, fue por delante, riendo (¿riendo?) mientras el padre de la familia trataba de poner a su esposa y a su hija tras él, y avanzaban tambaleantes sobre los ensangrentados adoquines de la calle.
Todo acabó en un instante, demasiado rápido incluso para Will. Un destello de espadas, y tres cadáveres más se unieron a los montones de las calles.
—Eso es —dijo el autómata de la túnica—. Quemar las casas y hacer salir a las ratas con el humo. Matadlos mientras corren… —Alzó la cabeza y pareció ver al chico. Incluso a través del espacio que los separaba, éste notó la intensidad de esa mirada.
Entonces alzó su cuchillo serafín.
—Nakir.
La brillante hoja se encendió e iluminó la calle, un rayo de luz blanca entre las llamas rojas. A través de la sangre y el fuego, Will vio al autómata de la túnica roja ir hacia él. En la mano izquierda enarbolaba una larga espada. La mano era de metal, articulada; se curvaba sobre la empuñadura de la espada como una mano humana.
—Nefilim —habló la criatura, mientras se detenía a un metro escaso de él—. No esperaba a los de tu especie aquí.
—Evidentemente —repuso Will. Dio un paso y le clavó el cuchillo serafín en el pecho.
Se oyó un tenue chisporroteo, como de beicon friéndose en una sartén. Mientras el autómata se miraba el pecho tranquilamente, Nakir se deshacía en cenizas, y dejaba a Will agarrando un mango vacío.
El autómata soltó una risita y lo miró. Sus ojos estaban cargados de vida e inteligencia. Y Will supo, mientras se le caía el corazón a los pies, que estaba viendo algo que nunca antes había visto: no sólo una criatura que podía convertir en cenizas un cuchillo serafín, sino una clase de máquina que tenía la voluntad, la inteligencia y la estrategia suficientes para quemar un pueblo hasta los cimientos y para matar a sus habitantes mientras huían.
—Y ahora ya ves —dijo el demonio, porque eso era, ante Will—. Nefilim, todos estos años nos habéis expulsado de este mundo con vuestras armas con runas. Ahora tenemos cuerpos en los que no funcionan vuestras armas, y este mundo será nuestro.
El cazador de sombras tragó aire cuando el demonio alzó la larga espada. Dio un paso atrás… La espada subió y bajó… La esquivó, justo cuando algo se lanzó a su lado desde la carretera, algo grande y negro, que se alzó, coceó y tiró al autómata al suelo.
Balios.
Will alzó la mano, buscando a tientas la crin del caballo. El demonio se levantó del barro y saltó hacia él, con la espada en alto, justo cuando Balios salía disparado y Will saltaba a su lomo. Galoparon por las calles, el chico agachado sobre su montura, con el viento tirándole del cabello y secando la humedad de su rostro; una humedad que no sabía si era de lágrimas o de sangre.
Tessa estaba sentada en el suelo de la fortaleza de Mortmain, mirando el fuego.
Las llamas jugaban sobre sus manos y sobre el vestido azul que llevaba. Unas y otro estaban manchados de sangre. No sabía cómo había pasado; tenía la piel de la muñeca rasgada, y recordaba vagamente que el autómata la había cogido por ahí, rasgándole la piel con sus afilados dedos de metal mientras ella trataba de escaparse.
No podía quitarse de la cabeza las imágenes que la poblaban: los recuerdos de la destrucción del pueblo del valle. La habían llevado allí con los ojos vendados, en brazos del autómata, que la había depositado sin ceremonias sobre un grupo de rocas grises desde donde se veía directamente el pueblo.
—Mire —le había dicho Mortmain, sin mirarla, sólo disfrutando—, mire, señorita Gray, y luego hábleme de redención.
Tessa estaba aprisionada; un autómata la cogía por detrás y le tapaba la boca con la mano. Mortmain murmuraba por lo bajo las cosas que le haría si se atrevía a apartar la mirada. Tuvo que contemplar impotente cómo los autómatas marchaban sobre el pueblo, matando a hombres y a mujeres inocentes por las calles. La luna se había alzado teñida de rojo mientras el ejército mecánico había ido incendiando metódicamente una casa tras otra, y masacrando a las familias cuando salían de ellas en medio de la confusión y el terror.
Y Mortmain reía.
—Ya lo ve —había dicho—. Esas criaturas, esas creaciones, son capaces de pensar, razonar y planear. Como los humanos. Y, sin embargo, son indestructibles. Mire, allí, a ese estúpido con una escopeta.
Tessa no había querido mirar, pero no había tenido elección. Había visto, seria y con los ojos secos, a un hombre en la distancia que alzaba una escopeta para defenderse. El disparo había tirado a algunos autómatas al suelo, pero no los había inutilizado. Habían seguido avanzando hacia él, le habían arrebatado la escopeta de las manos y lo habían perseguido por la calle.
Después lo habían despedazado.
—Demonios —había murmurado Mortmain—. Son salvajes y les encanta la destrucción.
—Por favor —le rogó Tessa con voz ahogada—. Por favor, ya basta, ya basta. Haré lo que desee, pero, por favor, deje el pueblo.
Mortmain soltó una risa seca.
—Las criaturas mecánicas no tienen corazón, señorita Gray —aseveró—. No tienen piedad, no más que la que tiene el fuego o el agua. Es lo mismo que si pidiera a una riada o a un incendio que cesara su destrucción.
—No se lo estoy rogando a ellos —dijo ella. Con el rabillo del ojo le pareció ver un caballo negro galopando por las calles del pueblo, con un jinete a la espalda. Rezó por que fuera alguien que escapaba de la carnicería—. Se lo ruego a usted.
Él volvió los fríos ojos hacia ella, tan vacíos como el cielo.
—Tampoco hay piedad en mi corazón. Usted ha apelado, tediosamente, a lo mejor de mí. La he traído aquí para mostrarle la futilidad de tal acto. No tengo nada mejor en mí a lo que apelar; hace años que se consumió.
—Pero yo he hecho lo que me pidió —replicó ella desesperada—. Esto es innecesario, no por mí…
—Esto no es por usted —repuso él y apartó la mirada de ella—. Tenía que probar los autómatas antes de enviarlos a luchar. Esto es simple ciencia. Ahora tienen inteligencia. Estrategia. Nada puede detenerlos.
—Entonces, se volverán contra usted.
—No lo harán. Sus vidas están unidas a la mía. Si yo muero, ellos se destruyen. Deben protegerme para mantenerse. —Su mirada era fría y lejana—. Ya basta. La he traído aquí para mostrarle que soy lo que soy, y que usted lo aceptará. Su ángel mecánico le protege la vida, pero la vida de otros inocentes está en mis manos… en sus manos. No me pruebe, y no habrá un segundo pueblo. No quiero oír más tediosas protestas.
«Su ángel mecánico le protege la vida». En ese momento, ante la chimenea, Tessa cubrió su ángel con la mano, y notó el familiar tictac bajo los dedos. Cerró los ojos, pero las terribles imágenes seguían vivas en ellos. Vio a los nefilim huyendo de los autómatas como habían hecho los habitantes del pueblo; a Jem destrozado por los monstruos de relojería; a Will atravesado por cuchillas de metal. Henry y Charlotte ardiendo…
Apretó la mano salvajemente alrededor del ángel, se lo arrancó del cuello y lo tiró al irregular suelo de piedra justo cuando un leño caía en el fuego y se alzaba una columna de chispas. Con esa iluminación se vio la palma de la mano izquierda, se vio la cicatriz de la quemadura con la que se había castigado el día que le había dicho a Will que estaba prometida a Jem.
Como entonces, su mano fue hacia el atizador. Lo alzó y notó su peso. El fuego estaba más alto. Vio el mundo a través del dorado resplandor mientas alzaba el atizador y lo descargaba sobre el ángel mecánico.
Aunque el atizador era de hierro, saltó hecho polvo de metal, una nube de brillantes filamentos que cayeron al suelo y cubrieron el ángel mecánico, que permanecía intacto sobre el suelo ante las rodillas de Tessa.
Y luego el ángel comenzó a moverse y a cambiar. Las alas temblaron, y los cerrados párpados se abrieron mostrando trocitos de cuarzo blanquecino. De ellos salieron rayos de una luz blancuzca. Como en los dibujos de la estrella sobre Belén, la luz se alzó y se alzó, radiando picas de luz. Lentamente comenzaron a cobrar forma, la forma de un ángel.
Era una mancha de una luz tan brillante que resultaba difícil mirarlo directamente. Tessa vio, entre la luz, la tenue silueta de algo parecido a un hombre. Vio ojos que no tenían iris ni pupila; trozos de cristal insertados que relucían bajo la luz del fuego. Las alas del ángel eran amplias, y se le abrían desde los hombros, cada pluma acabada en radiante metal. Tenía las manos sobre el pomo de una elegante espada.
Los ojos vacíos y resplandecientes la miraron.
¿Por qué tratas de destruirme? Su voz era dulce, y resonaba dentro de su cabeza como música. Yo te protejo.
De repente, Tessa pensó en Jem, apoyado en las almohadas de la cama, con el rostro pálido y reluciente. «Hay más en la vida que vivir».
—No es a ti a quien busco destruir, sino a mí misma.
¿Y por qué harías eso? La vida es un regalo.
—Trato de hacer lo correcto —contestó Tessa—. Al mantenerme con vida, estás permitiendo que exista una gran maldad.
Maldad. La voz musical era pensativa. Llevo tanto tiempo en mi cárcel mecánica que he olvidado el bien y el mal.
—¿Cárcel mecánica? —susurró Tessa—. ¿Y cómo se puede encarcelar a un ángel?
Fue John Thaddeus Shade quien me encarceló. Atrapó mi alma en un hechizo y la encerró en este cuerpo mecánico.
—Como una Pyxis —comentó Tessa—. Sólo que reteniendo a un ángel en vez de a un demonio.
Soy un ángel de lo divino, explicó el ángel, flotando ante ella. Soy hermano de los Sijil, Kurabi y los Zurah, los Fravashis y Dakinis.
—Y… ¿es ésta tu auténtica forma? ¿Es éste tu aspecto?
Aquí sólo ves una fracción de lo que soy. En mi auténtica forma, soy la gloria mortal. Mía era la libertad del Cielo, antes de ser atrapado y ligado a ti.
—Lo siento —murmuró Tessa.
Tú no eres la culpable. Tú no me encarcelaste. Nuestros espíritus están ligados, eso es cierto, pero incluso cuando ya te protegía en el vientre de tu madre, sabía que a ti no podía culparte.
—Mi ángel de la guarda.
Pocos pueden decir que tienen un ángel que los guarda sólo a ellos. Tú sí.
—Yo no quiero tenerte —repuso Tessa—. Quiero morir a mi manera, no que Mortmain me obligue a vivir.
No puedo dejarte morir. La voz del ángel estaba cargada de pesar. A Tessa le recordó el violín de Jem, interpretando la música de su vida. Es mi encomienda.
Tessa alzó la cabeza. La luz del fuego atravesaba el ángel como el sol un cristal, y proyectaba un color radiante contra las paredes de la cueva. Eso no era ningún artefacto maligno; eso era bondad, retorcida y sometida a la voluntad de Mortmain, pero de naturaleza divina.
—Cuando eras un ángel —preguntó—, ¿qué nombre tenías?
Mi nombre, contestó el ángel, era Ithuriel.
—Ithuriel —susurró Tessa, y tendió la mano hacia el ángel, como si pudiera tocarlo, consolarlo de algún modo. Pero sus dedos sólo encontraron el vacío. El ángel destelló y se desvaneció, dejando sólo un brillo, una estrella fugaz de luz en los ojos de la chica.
Una ola gélida la cubrió, y la chica se incorporó de golpe, con los ojos muy abiertos. Estaba medio tumbada sobre el frío suelo de piedra delante de un fuego casi extinguido. La sala estaba oscura, apenas iluminada por las ascuas rojizas de la chimenea. El atizador estaba donde antes. Se llevó la mano al cuello, y tocó el ángel mecánico.
«Un sueño». A Tessa se le cayó el corazón a los pies. Todo había sido un sueño. No había ángel que la hubiera bañado en luz. Sólo estaban esa fría estancia, la oscuridad invasora y el ángel mecánico, que marcaba con su tictac los minutos hasta el fin de todo en el mundo.
Will se hallaba en lo alto de Cadair Idris, con las riendas del caballo en la mano.
Mientras cabalgaba hacia Dolgellau, había visto la enorme pared de Cadair Idris sobre el estuario de Mawddach, y se había quedado sin aliento; había llegado. Había subido a esa montaña antes, de niño, con su padre, y esos recuerdos siguieron con él mientras abandonaba la carretera de Dina Mawddey y galopaba hacia la montaña a lomos de Balios, que aún parecía estar huyendo de las llamas del pueblo que habían dejado atrás. Había seguido por un lago de montaña lleno de algas, con el mar plateado visible en una dirección y el pico del Snowdon en la otra, hacia el valle de Nat Cadair. El pueblo de Dolgellay abajo, salpicado de algunas luces, era un bonito paisaje, pero Will no estaba contemplando las vistas. La runa de Visión Nocturna que se había dibujado le permitía seguir el rastro de las criaturas mecánicas. Había tantas que el suelo estaba machacado allí por donde habían bajado la montaña, y él siguió, con el corazón latiéndole con fuerza, el sendero de destrucción hacia el pico de la montaña.
El rastro le llevó más allá de un desprendimiento de enormes peñascos, que recordaba que llamaban la morrena. Formaban una muralla parcial que protegía Cwn Cau, un pequeño valle en lo alto de la montaña, en cuyo corazón se hallaba Llyn Cau, un lago glacial. El rastro del ejército mecánico llegaba al borde del lago…
Y desaparecía.
Will se quedó mirando las aguas fías y claras. Durante el día, recordaba, esa vista era impresionante: Llyn Cau de un azul puro, rodeado de una masa verde, y el sol acariciando los afilados picos de Mynydd Pencoed, los acantilados que rodeaban el lago. Se sintió a un millón de kilómetros de Londres.
El reflejo de la luna le lanzaba su resplandor desde el agua. Suspiró. El agua rozaba suavemente la orilla del lago, pero no podía borrar las marcas del rastro de los autómatas. Era evidente de dónde habían salido. Volvió hacia atrás y le palmeó el cuello a Balios.
—Espérame aquí —le ordenó—. Y si no vuelvo, regresa solo al Instituto. Se alegrarán de volver a verte, viejo amigo.
El caballo relinchó con suavidad y le mordió la manga, pero Will sólo respiró largamente y se metió en el Llyn Cau. El frío líquido le lamió las botas y los pantalones, empapándolos para helarle la piel. Ahogó un grito ante la impresión.
—Otra vez mojado —dijo tristemente, y se lanzó al gélido lago. Éste pareció absorberlo, como arenas movedizas; casi ni tuvo tiempo de coger aire antes de que las heladas aguas lo arrastraran hacia la oscuridad.
Para: Charlotte Branwell
De: Cónsul Wayland
Señora Branwell:
Se le releva de su cargo como directora del Instituto. Podría hablarle de mi decepción, o de la mutua falta de fe que sentimos el uno por el otro. Pero las palabras, a la vista de una traición de tal magnitud como la que me ha brindado, son inútiles. A mi llegada a Londres mañana, espero que usted y su esposo ya hayan abandonado el Instituto y retirado sus pertenencias. El incumplimiento de esta petición se responderá con el castigo más severo permitido por la Ley.
Josiah Wayland, Cónsul de la Clave