SÓLO NOBLE SER BUENO
Como sea que sea, me parece a mí que es sólo noble ser bueno. Buen corazón mejor que coronitas, y la fe simple mejor que la sangre normanda.
ALFRED, LORD TENNYSON, «Lady Clara Vere de Vere»
Charlotte tenía la cabeza inclinada sobre una carta cuando Gabriel entró en el salón. Hacía fresco en la sala; el fuego se había extinguido en la chimenea. El chico se preguntó por qué Sophie no lo habría alimentado; demasiado tiempo entrenando. Su padre no hubiera tenido paciencia con eso. Le gustaba que los sirvientes estuvieran entrenados para luchar, pero prefería que adquirieran esos conocimientos antes de entrar a su servicio.
La directora alzó la mirada.
—Gabriel —dijo.
—¿Querías verme? —Él hizo todo lo que pudo por mantener la voz neutra. No podría evitar sentir que los oscuros ojos de la mujer podían ver a través de él, como si estuviera hecho de vidrio. La mirada se le fue hacia el papel que había sobre el escritorio—. ¿Qué es eso?
Ella vaciló un instante.
—Una carta del Cónsul. —Tenía un gesto tenso e infeliz en la boca. Miró el papel de nuevo y suspiró—. Lo único que siempre he querido era dirigir este Instituto como lo hizo mi padre. Nunca pensé que pudiera ser tan difícil. Le volveré a escribir, pero… —Se interrumpió, con una sonrisa tensa y falsa—. Pero no te he llamado para hablarte de mí —dijo—. Gabriel, estos últimos días pareces muy cansado y tenso. Sé que todos estamos alterados, y me temo que en medio de toda esta preocupación, nos hemos olvidado de tu… situación.
—¿Mi situación?
—Tu padre —aclaró ella, mientras se alzaba de la silla y se acercaba a él—. Debes de estar de duelo por él.
—¿Y qué hay de Gideon? —preguntó Gabriel—. También era su padre.
—Gideon ya pasó el duelo por tu padre hace tiempo —contestó ella, y Gabriel se sorprendió al verla junto a él—. Para ti, debe de ser reciente y doloroso. No quería que pensaras que me había olvidado.
—Después de todo lo que ha pasado —repuso, y comenzó a notar un nudo en la garganta de perplejidad, y de algo más en lo que no quería pensar demasiado—, después de Jem, y Will, y Jessamine, y Tessa; después de que tu casa se haya quedado reducida casi a la mitad, ¿no quieres que piense que te has olvidado de mí?
Ella le puso una mano sobre el brazo.
—Todas esas pérdidas no hacen que la tuya sea menos…
—Esto no puede ser así —replicó él—. No puedes querer consolarme. Me pediste que descubriera si seguía siendo leal a mi padre, o al Instituto…
—Gabriel, no. Nada de eso.
—No puedo darte la respuesta que quieres —planteó—. No puedo olvidar que él se quedó conmigo. Mi madre murió, y Gideon se marchó, y Tatiana es una tonta inútil, y nunca hubo nadie más, nadie más que me educara, y yo no tenía nada, sólo a mi padre, los dos solos, y ahora tú, tú y Gideon, esperáis que le desprecie, pero no puedo. Era mi padre y yo… —Se le quebró la voz.
—Le querías —concluyó Charlotte con dulzura—. ¿Sabes?, recuerdo cuando eras sólo un niño, y recuerdo a tu madre. También recuerdo a tu hermano, siempre a tu lado. Y la mano de tu padre en tu hombro. Si sirve de algo, creo que él también te quería.
—No importa. Porque yo maté a mi padre —dijo Gabriel con voz trémula—. Le clavé una flecha en el ojo, derramé su sangre. Parricidio…
—No fue un parricidio. Ya no era tu padre.
—Si eso no era mi padre, si no acabé con la vida de mi padre, entonces ¿dónde está? —susurró Gabriel—. ¿Dónde está mi padre? —Y notó que Charlotte lo abrazaba, como haría una madre, y lo sujetaba mientras él se apoyaba en su hombro, con el sabor de las lágrimas en la garganta, pero incapaz de derramarlas—. ¿Dónde está mi padre? —repitió, y cuando ella le abrazó más fuerte, él notó su fuerza, la mano de hierro con que lo sujetaba, y se preguntó cómo había podido pensar alguna vez que esa mujer era débil.
Para: Charlotte Branwell
De: Cónsul Josiah Wayland
Mi querida señora Branwell:
¿Un informador del que, en este momento, no puede revelar la identidad? Me atrevería a aventurar que no existe tal informador y que todo esto es de su propia invención, un plan para convencerme de que tiene razón.
Le rogaría que dejara de imitar a un loro, repitiendo sin sentido «Marchen sobre Cadair Idris inmediatamente» a todas horas del día, y muéstreme en su lugar que está cumpliendo sus obligaciones de directora del Instituto de Londres. De otro modo, me temo que deberé suponer que no es capaz de cumplir esa función y me veré obligado a relevarla de su cargo inmediatamente.
Como prueba de su conformidad, debo pedirle que cese de hablar de este asunto por completo, y que no implore a los miembros del Enclave que se unan a usted en su fútil intento. Si oigo que ha sacado este tema ante cualquier otro nefilim, lo consideraré una grave desobediencia y actuaré en consecuencia.
Josiah Wayland, Cónsul de la Clave
Sophie le había llevado la carta a Charlotte a la mesa del desayuno. Ésta la había abierto con el cuchillo de la mantequilla, había roto el sello de Wayland (una herradura con el C de Cónsul abajo), y casi la rompió en su ansia por leerla.
El resto la observó. Henry con la preocupación patente en su rostro franco y brillante, mientras dos puntos rojos iban apareciendo lentamente en las mejillas de Charlotte al ir pasando la vista por las palabras. Los otros permanecieron quietos en sus asientos, sin comer, y Cecily no pudo evitar pensar en lo raro que era, en cierto sentido, ver a un grupo de hombres pendientes de la reacción de una mujer.
Aunque era un grupo de hombres menor de lo que debería haber sido. La ausencia de Will y Jem era como una herida abierta, un corte limpio y blanco al que aún no había llegado la sangre, la impresión todavía demasiado reciente como para sentir el dolor.
—¿Qué ocurre? —preguntó Henry, inquieto—. Charlotte, querida…
Ésta leyó en voz alta las palabras del mensaje con el ritmo carente de emoción de un metrónomo. Cuando acabó, apartó la carta, sin dejar de mirarla.
—Es que no puedo… —comenzó—. No lo entiendo.
Su marido se había puesto rojo bajo las pecas.
—¿Cómo se atreve a escribirte así? —exclamó, con inesperada ferocidad—. ¿Cómo osa dirigirse a ti de esa manera, quitar todo valor a tus preocupaciones…?
—Quizá tenga razón. Quizá esté loco. Quizá todos lo estemos —repuso Charlotte.
—¡No lo estamos! —exclamó Cecily, rotunda, y vio que Gabriel la miraba de reojo. Su expresión era difícil de interpretar. Ya estaba pálido al entrar en el comedor, y casi no había comido ni hablado; sólo miraba fijamente el mantel como si éste tuviera la respuesta a todas las preguntas del universo—. El Magíster está en Cadair Idris. Estoy segura.
Gideon fruncía el cejo.
—Te creo —aseveró—. Todos te creemos, pero sin el Cónsul, el asunto no se puede presentar ante el Consejo, y sin el Consejo, nadie nos puede ayudar.
—El portal está casi listo para usarse —intervino Henry—. Cuando funcione, podremos transportar tantos cazadores de sombras como necesitemos a Cadair Idris en un momento.
—Pero no habrá cazadores de sombras a los que transportar —replicó su mujer—. Mira, el Cónsul me prohíbe hablar de este asunto con el Enclave. Su autoridad es superior a la mía. Si contravengo una orden así… podríamos perder el Instituto.
—¿Y? —preguntó Cecily acalorada—. ¿Acaso te importa más tu puesto que Will o Tessa?
—Señorita Herondale —comenzó Henry, pero Charlotte le hizo callar con un gesto. Parecía muy cansada.
—No, Cecily, no es eso. Pero el Instituto nos brinda protección. Sin él, nuestra capacidad para ayudar a Will y a Tessa se ve seriamente cortada. Como directora del Instituto, puedo proporcionarles la ayuda que me estaría vedada como simple cazadora de sombras…
—No —replicó Gabriel. Había apartado su plato, y gesticulaba con sus finos dedos, tensos y blancos—. No puedes.
—¿Gabriel? —dijo Gideon en un tono de pregunta.
—No me voy a callar —repuso éste, y se puso en pie, como si pretendiera o bien soltar un discurso o bien salir corriendo de la mesa. Volvió una mirada angustiada hacia Charlotte—. El día que el Cónsul vino aquí, cuando se nos llevó a mi hermano y a mí para interrogarnos, nos amenazó hasta que le prometimos espiar para él.
Charlotte palideció. Henry comenzó a alzarse de la mesa. Gideon alargó la mano pidiendo calma.
—Charlotte —intervino—, no lo hicimos. Nunca le dijimos nada. Al menos, nada que fuera cierto —corrigió, mirando al resto de los ocupantes de la sala, que lo miraban fijamente a él—. Algunas mentiras. Pistas falsas. Dejó de preguntarnos después de sólo dos cartas. Se dio cuenta de que no servía de nada.
—Es cierto, señora —dijo una vocecita desde el rincón de la sala. Sophie. Cecily casi ni se había fijado que estaba allí, pálida bajo su cofia.
—¡Sophie! —exclamó Henry, totalmente asombrado—. ¿Estabas al corriente de esto?
—Sí, pero… —A la sirvienta le temblaba la voz—. El Cónsul había amenazado a Gideon y a Gabriel de una forma espantosa, señora Branwell. Les dijo que borraría a los Lightwood de los registros de los cazadores de sombras, que echaría a Tatiana a la calle. Y, aun así, ellos no le dijeron nada. Cuando él dejó de preguntarles, pensé que se habría percatado de que no había nada que encontrar y se habría dado por vencido. Lo siento mucho. Yo sólo…
—Sophie no quería hacerte daño —clamó Gideon desesperado—. Por favor, Charlotte, no culpes a Sophie de esto.
—No la culpo —contestó Charlotte; sus oscuros ojos se movían rápidamente entre Gideon, Gabriel y Sophie—. Pero me imagino que la historia no acaba aquí, ¿verdad?
—La verdad es que eso es todo… —comenzó Gideon.
—No —le interrumpió Gabriel—. No lo es. Hermano, cuando te dije que el Cónsul ya no quería que le informáramos sobre Charlotte, era mentira.
—¿Qué? —Gideon parecía horrorizado.
—Me llevó aparte, el día del ataque al Instituto —explicó Gabriel—. Me dijo que si le ayudaba a descubrir alguna falta que Charlotte hubiera cometido, nos devolvería la casa de los Lightwood, devolvería el honor a nuestro nombre, encubriría lo que hizo nuestro padre… —Respiró hondo—. Y le dije que lo haría.
—¡Gabriel! —rugió Gideon, y hundió el rostro entre las manos. Su hermano parecía a punto de vomitar, moviéndose inquieto. Cecily no sabía si sentir pena u horror, recordando la noche en la sala de entrenamiento, cuando le había dicho que tenía fe en que él tomaría las decisiones correctas.
—Por eso parecías tan asustado esta mañana cuando te llamé para hablar contigo —señaló Charlotte, mirando fijamente a Gabriel—. Pensabas que lo había descubierto.
Henry comenzó a ponerse en pie, su rostro franco y agradable oscurecido por una furia que Cecily no creía haberle visto nunca.
—Gabriel Lightwood —dijo—, mi esposa ha sido siempre amable contigo, y ¿así se lo pagas?
Charlotte le puso una mano en el brazo para detenerlo.
—Henry, espera —medió ella—. Gabriel. ¿Qué has hecho?
—Escuché tu conversación con Aloysius Starkweather —contestó éste en una voz vacía—. Después escribí una carta al Cónsul diciéndole que basabas tu petición de marchar sobre Gales en las palabras de un loco, que eras crédula y demasiado obstinada…
Los ojos de Charlotte parecieron clavarse en Gabriel. Cecily pensó que no querría, nunca en su vida, ser la receptora de esa mirada.
—La escribiste —dijo ésta—. Pero ¿la enviaste?
Gabriel respiró muy hondo.
—No —contestó, y se metió la mano en la manga. Sacó un papel doblado y lo tiró sobre la mesa. Cecily lo miró. Estaba manoseado y curvado en las puntas, como si lo hubiera doblado y desdoblado muchas veces—. No pude hacerlo. No le dije nada en absoluto.
Cecily dejó escapar el aire que no sabía que había estado conteniendo.
Sophie hizo un ruidito; fue hacia Gideon, que parecía estar recuperándose de un puñetazo en el estómago. Charlotte siguió tan aparentemente tranquila como lo había estado durante todo el rato. Cogió la carta, la miró y luego la volvió a dejar sobre la mesa.
—¿Por qué no la enviaste? —preguntó.
Gabriel la miró, y ambos compartieron una extraña mirada por un instante.
—Tuve mis razones para reconsiderarlo —respondió.
—¿Por qué no acudiste a mí? —quiso saber Gideon—. Gabriel, eres mi hermano…
—No puedes tomar todas las decisiones por mí, Gideon. A veces, tengo que tomar las mías. Como cazadores de sombras, se supone que debemos ser altruistas. Morir por los mundanos, por el Ángel, y sobre todo unos por otros. Ésos son nuestros principios. Charlotte basa su vida en ellos; nuestro padre nunca lo hizo. Me di cuenta de que me había equivocado al ser leal a mi sangre por encima de nuestros principios, por encima de todo. Y me di cuenta de que el Cónsul se equivoca con Charlotte. —Gabriel calló de golpe; tenía los labios apretados formando una línea fina y blanca—. Se equivocaba. —Miró a Charlotte—. No puedo borrar lo que he hecho en el pasado, o lo que estuve pensando hacer. Sé que no puedo compensarte por mis dudas sobre tu autoridad o por mi ingratitud. Lo único que puedo hacer es decirte lo que sé: que no puedes esperar una aprobación del cónsul Wayland que nunca llegará. Él nunca marchará sobre Cadair Idris por ti, Charlotte. No quiere aceptar ningún plan que tenga tu sello de autoridad. Desea echarte del Instituto. Reemplazarte.
—Pero fue él quien me puso aquí —replicó ella—. Él me apoyó…
—Porque pensó que serías débil —explicó Gabriel—. Porque cree que las mujeres son débiles y fáciles de manipular, pero tú has demostrado que no lo eres, y le has estropeado todos sus planes. No sólo quiere desacreditarte; necesita hacerlo. Fue muy claro conmigo al decirme que si no podía descubrir nada que pudiera relacionarte con cualquier falta, me daba permiso para inventarme cualquier mentira que te condenara. Mientras fuera una convincente.
Charlotte apretó los labios.
—Entonces, nunca ha tenido fe en mí —susurró—. Nunca.
Henry le apretó el brazo.
—Pero debería haberla tenido —afirmó—. Te ha infravalorado, y eso no es ninguna tragedia. Que hayas demostrado ser mejor, más inteligente y más fuerte de lo que cualquiera se esperaba, Charlotte… es un triunfo.
La mujer tragó saliva, y Cecily se preguntó, sólo un momento, cómo sería tener a alguien que la mirara como Henry miraba a Charlotte, como si fuera una maravilla de la naturaleza.
—¿Qué hago ahora?
—Lo que consideres mejor, querida —contestó su marido.
—Tú eres la líder del Enclave, y del Instituto —dijo Gabriel—. Tenemos fe en ti, aunque no la tenga el Cónsul. —Agachó la cabeza—. Tienes toda mi lealtad de hoy en adelante. Si te sirve de algo.
—Me sirve de mucho —repuso Charlotte, y había algo en su voz, una tranquila autoridad que hizo que Cecily tuviera ganas de levantarse y proclamar su propia lealtad, sólo para ganarse el bálsamo de la aprobación de esa mujer. Cecily no podía imaginar sentir eso por el Cónsul.
«Y por eso el Cónsul la odia —pensó—. Porque es una mujer y, sin embargo, sabe cómo ganarse la lealtad de un modo que él nunca podría».
—Actuaremos como si el Cónsul no existiera —continuó Charlotte—. Si está decidido a apartarme de mi puesto aquí, entonces no tengo nada que proteger. Es simplemente cuestión de hacer lo que debemos hacer antes de que tenga la oportunidad de detenernos. Henry, ¿cuánto tardarás en poner a punto tu invento?
—Mañana —respondió el aludido al instante—. Trabajaré toda la noche…
—Será la primera vez que se usa —señaló Gideon—. ¿No resulta un poco arriesgado?
—No tenemos otro modo de llegar a Gales a tiempo —contestó Charlotte—. En cuanto envíe mi mensaje, tendremos muy poco tiempo antes de que llegue el Cónsul para echarme de mi cargo.
—¿Qué mensaje? —preguntó Cecily, perpleja.
—Voy a enviar un mensaje a todos los miembros de la Clave —reveló Charlotte—. Ahora mismo. Y no del Enclave, sino de la Clave.
—Pero sólo el Cónsul tiene el poder… —comenzó Henry, pero en seguida cerró la boca—. Ah.
—Les explicaré la situación tal y como es, y les pediré su ayuda —continuó la directora—. No estoy segura de qué respuesta podemos esperar, pero seguramente algunos nos apoyarán.
—Yo os apoyaré —afirmó Cecily.
—Y yo, claro —aseveró Gabriel. Su expresión era resignada, nerviosa, pensativa, decidida. A Cecily nunca le había gustado más.
—Y yo —se sumó Gideon—, aunque… —su mirada, al pasar sobre su hermano, era de preocupación—, sólo seis de nosotros, y uno casi sin entrenamiento, contra la fuerza que ha reunido Mortmain… —Por un lado Cecily se sintió muy complacida de que la contara como a uno de ellos, pero le molestó que dijera que casi no tenía entrenamiento—. Podría ser una misión suicida.
Se oyó de nuevo la suave voz de Sophie:
—Quizá sólo tengan seis cazadores de sombras de su parte, pero al menos tienen nueve luchadores. Yo también tengo entrenamiento, y me gustaría luchar con ustedes. Lo mismo digo por Bridget y Cyril.
Charlotte pareció entre complacida y sorprendida.
—Pero, Sophie, sólo has comenzado tu entrenamiento…
—Llevo más tiempo entrenando que la señorita Herondale —replicó la chica.
—Cecily es una cazadora de sombras…
—La señorita Collins tiene un talento natural —intervino Gideon. Habló despacio, con el conflicto que sentía visible en el rostro. No quería a Sophie en la lucha, en medio del peligro, sin embargo, no iba a mentir respecto a sus habilidades—. Deberíais permitirle Ascender y convertirse en cazadora de sombras.
—Gideon… —comenzó Sophie, sorprendida, pero Charlotte ya le estaba clavando una penetrante mirada.
—¿Es eso lo que quieres, Sophie, querida? ¿Ascender?
Ésta tartamudeó.
—Yo… es… es lo que siempre he querido, señora Branwell, pero no si eso significa dejar su servicio. Ha sido tan buena conmigo que no quiero pagarle abandonándola…
—Tonterías —exclamó Charlotte—. Puedo encontrar otra doncella, pero no puedo encontrar otra Sophie. Si ser una cazadora de sombras es lo que quieres, mi niña, ojalá me lo hubieras dicho. Podría haber ido al Consejo antes de estar a malas con ellos. De todas formas, cuando volvamos…
Se interrumpió, y Cecily oyó la frase bajo las palabras: «Si volvemos».
—Cuando volvamos, te presentaré para la Ascensión.
—Y yo también hablaré en su favor —se ofreció Gideon—. Después de todo, tengo el lugar de mi padre en el Consejo; sus amigos me escucharán, aún deben lealtad a mi familia, y además, ¿cómo, si no, podríamos casarnos?
—¿Qué? —exclamó Gabriel con un brusco movimiento que lanzó el plato más cercano al suelo, donde se hizo añicos.
—¿Casarse? —preguntó Henry—. ¿Te vas a casar con los amigos de tu padre en el Consejo? ¿Con cuál?
Gideon se había puesto de un color verdoso; era evidente que no había pretendido que se le escapara eso, y que no sabía qué hacer. Estaba mirando a Sophie aterrorizado, pero no parecía que ella pudiera ayudarle demasiado. Parecía tan perpleja como un pez que se encontrara de repente en tierra.
Cecily se puso en pie y dejó caer la servilleta en el plato.
—Muy bien —dijo, haciendo todo lo posible para imitar el tono autoritario que empleaba su madre cuando necesitaba que se hiciera algo en la casa—. Todo el mundo fuera de aquí.
Charlotte, Henry y Gideon comenzaron a levantarse. Cecily alzó las manos.
—Tú no, Gideon Lightwood —dijo—. ¡La verdad! Pero tú —señaló a Gabriel—, deja de mirar así. Y ven. —Lo cogió por la chaqueta y lo sacó medio a rastras del comedor, con Henry y Charlotte pisándoles los talones.
El momento en que salieron del comedor, Charlotte se fue directa hacia el salón con el propósito que había anunciado de preparar un mensaje para la Clave, con Henry a su lado. (Se detuvo en la esquina del pasillo para mirar a Gabriel con una mueca divertida en el rostro, pero Cecily sospechó que él no la llegó a ver). De todos modos, Cecily dejó de pensar en ella rápidamente. Estaba demasiado ocupada en poner la oreja contra la puerta del comedor para oír lo que pasaba dentro.
Gabriel, después de un momento, se apoyó en la pared junto a la puerta. Estaba pálido y sonrojado por igual, con las pupilas dilatadas por la sorpresa.
—No debería hacer eso —dijo finalmente—. Escuchar conversaciones ajenas es un comportamiento muy incorrecto, señorita Herondale.
—Es su hermano —susurró Cecily, con la oreja sobre la puerta. Oía murmullos en el interior, pero nada definitivo—. Me imaginaba que querría saber qué pasa.
Él se pasó las manos por el cabello y exhaló como alguien que hubiera estado corriendo una larga distancia. Entonces, se volvió hacia ella y sacó una estela del bolsillo del chaleco. Se dibujó una runa en la muñeca, luego colocó la mano plana sobre la puerta.
—La verdad es que sí.
La mirada de Cecily fue de la mano de Gabriel a su pensativa expresión.
—¿Los puede oír? —preguntó ella—. ¡Oh, eso no es justo!
—Todo es muy romántico —comenzó Gabriel, y luego frunció el cejo—. O lo sería, si mi hermano pudiera decir una palabra sin sonar como una rana afónica. Me temo que no pasará a la historia como uno de los grandes cortejadores de mujeres.
Cecily cruzó los brazos, irritada.
—No sé por qué se pone usted tan difícil —se lamentó—. ¿O le molesta que su hermano quiera casarse con una criada?
La expresión con la que la miró Gabriel fue feroz, y de repente la muchacha lamentó haberle tomado el pelo después de lo que acababa de pasar.
—No se me ocurre nada que pueda hacer Gideon peor de lo que hizo mi padre. Al menos, le gustan las mujeres humanas.
Y, sin embargo, era tan difícil no tomarle el pelo… Era tan pesado…
—Eso no es decir mucho de una gran mujer como Sophie.
Gabriel parecía estar a punto de replicarle con algún comentario cortante, pero luego lo pensó mejor.
—No quería decir eso. Es una gran chica y será una buena cazadora de sombras cuando Ascienda. Honrará nuestra familia, y el Ángel sabe que lo necesitamos.
—Pues yo creo que usted también honrará a su familia —apuntó Cecily a media voz—. Lo que acaba de hacer, lo que le ha confesado a Charlotte… hace falta valor.
Él se quedó parado durante un segundo. Luego le tendió la mano.
—Cójame la mano —dijo—. Así también podrá oír lo que pasa en el comedor, a través de mí, si quiere.
Tras un momento de vacilación, Cecily le cogió la mano a Gabriel. La notó cálida y áspera en la suya. Notaba el movimiento de la sangre bajo la piel, extrañamente reconfortante, y sí, a través de él, como si tuviera la oreja contra la puerta, podía oír el murmullo bajo de las palabras: la voz suave y vacilante de Gideon con la delicada de Sophie. Cecily cerró los ojos y escuchó.
—¡Oh! —exclamó Sophie débilmente mientras se sentaba en una de las sillas—. ¡Oh, Dios!
No podía evitar sentarse; notaba las piernas como de mantequilla. Gideon, mientras tanto, estaba junto al aparador, con expresión de pánico. Tenía el rubio cabello muy alborotado, como si se hubiera estado pasando las manos por él.
—Mi querida señorita Collins —comenzó.
—Esto es… —habló ella al mismo tiempo—. Yo no… Eso es de lo más inesperado.
—¿Lo es? —Gideon se alejó del aparador y se apoyó en la mesa; llevaba la camisa un poco arremangada, y Sophie se encontró mirándole las muñecas, cubiertas de un fino vello rubio y señaladas con los blancos recuerdos de las Marcas—. Sin duda habrá sido capaz de ver el respeto y el aprecio que siento por usted. La admiración.
—Bueno —repuso Sophie—. Admiración. —Consiguió que sonara como algo muy poco importante.
Gideon se sonrojó.
—Mi querida señorita Collins —comenzó de nuevo—. Es cierto que lo que siento por usted va mucho más allá de la admiración. Yo lo describiría como el afecto más ardiente. Su bondad, su belleza, la generosidad de su corazón; todo esto me ha confundido, y es sólo a eso a lo que puedo achacar mi comportamiento de esta mañana. No sé qué me ha ocurrido, para expresar en voz alta los deseos más cercanos a mi corazón. Por favor, no se sienta obligada a aceptar mi petición sólo porque ha sido hecha en público. Cualquier incomodidad que genere este asunto debe ser y será para mí.
Sophie lo miró. El color le iba y venía de las mejillas, mostrando su clara agitación.
—Pero usted no me lo ha pedido.
Gideon pareció sobresaltarse.
—Yo… ¿Qué?
—Usted no me ha pedido matrimonio —repuso Sophie con ecuanimidad—. Usted ha anunciado a todos los presentes su intención de casarse conmigo, pero eso no es una petición. Eso es sólo una afirmación. Una petición será cuando me lo pregunte a mí.
—Bueno, eso sí que es poner a mi hermano en su lugar —dijo Gabriel, que parecía encantado de esa manera que los hermanos pequeños disfrutan cuando sus hermanos o hermanas reciben un chasco.
—¡Oh, silencio! —susurró Cecily, apretándole la mano con fuerza—. ¡Quiero oír lo que dice el señor Lightwood!
—Muy bien —repuso Gideon, del mismo modo decidido (y ligeramente aterrorizado) que tendría san Jorge partiendo para enfrentarse al dragón—. Entonces será una petición.
Sophie le siguió con la mirada mientras él cruzaba el comedor y se arrodillaba ante ella. La vida era algo incierto, y había algunos momentos que se deseaban recordar, grabar en la memoria para poder recuperarlos más tarde, como una flor guardada entre las páginas de un libro, para poder admirar y rememorar de nuevo.
Sophie sabía que no querría olvidar la forma en que Gideon le cogió la mano con las suyas temblorosas, o el modo en que se mordisqueó el labio antes de hablar.
—Mi querida señorita Collins —comenzó otra vez—, perdóneme por mi inadecuado arrebato. Es sencillamente que siento tal… tal intensa estimación… no, no estimación, adoración, por usted que creo que debe brillar en mí en todos los momentos del día. Desde que llegué a esta casa, cada día que ha pasado me he ido sintiendo más cautivado por su belleza, su valor y su nobleza. Sería un honor que nunca llegaré a merecer, pero al que aspiro con todas mis fuerzas, si usted aceptara ser mía… es decir, si usted consintiera convertirse en mi esposa.
—¡Dios! —exclamó Sophie, sorprendida más allá de todo límite—. ¿Ha estado usted practicando eso?
Gideon parpadeó.
—Le aseguro que ha sido totalmente espontáneo.
—Bueno, pues ha sido maravilloso. —Sophie le apretó las manos—. Y sí. Sí, te amo, y sí, me casaré contigo, Gideon.
Una brillante sonrisa iluminó el rostro del mayor de los Lightwood, y los sorprendió a ambos alzándose y besándola en la boca. Ella le tomó el rostro entre las manos mientras se besaban; él sabía levemente a hojas de té, y sus labios eran suaves, y el beso totalmente dulce. Sophie flotó en él, en el prisma de ese instante, sintiéndose segura del resto del mundo.
Hasta que la voz de Bridget, que llegaba lúgubre desde la cocina, irrumpió en su felicidad.
Se casaron un martes y el viernes estaban muertos y los enterraron juntos ante la iglesia oh, mi amor, y los enterraron juntos ante la iglesia.
Sophie se apartó de Gideon a regañadientes, se puso en pie y se sacudió el vestido.
—Por favor, perdóneme, mi querido señor Lightwood…, quiero decir, Gideon, pero debo ir a matar a la cocinera. Regresaré en seguida.
—¡Oooh! —susurró Cecily emocionada—. ¡Eso ha sido tan romántico…!
Gabriel apartó la mano de la puerta y le sonrió. Su rostro cambiaba al sonreír: todas las marcadas líneas se suavizaban, y los ojos pasaban de ser del color del hierro al de las hojas verdes bajo el sol del verano.
—¿Está llorando, señorita Herondale?
Ella parpadeó con las pestañas húmedas, y de repente se dio cuenta de que seguía teniendo la mano bajo la de él; podía notarle el firme pulso en la muñeca. Él se inclinó hacia ella, y Cecily captó el olor matutino de él: té y jabón de afeitar…
Se apartó rápidamente al mismo tiempo que le soltaba la mano.
—Gracias por permitirme escuchar —dijo—. Debo… tengo que ir a la biblioteca. Hay algo que he de hacer antes de mañana.
Él arrugó el rostro, confuso.
—Cecily…
Pero ella ya se alejaba apresuradamente por el pasillo sin mirar atrás.
Para: Edmund y Branwen Herondale
Ravenscar Manor
West Riding, Yorkshire
Queridos mamá y papá:
He comenzado esta carta muchas veces, pero nunca he llegado a enviarla. Al principio era por la culpa. Sabía que me había comportado como una niña caprichosa y desobediente al dejaros, y no podía enfrentarme a la prueba de mi mal comportamiento en forma de palabras sobre una página.
Después fue la añoranza. Os echaba mucho de menos a los dos. Añoraba las colinas verdes que se alzan desde la casa, y el brezo tan lila en verano, y a mamá cantando en el jardín. Aquí hacía frío, todo negro, marrón y gris; niebla como sopa de guisantes y aire asfixiante. Pensé que moriría de soledad, pero ¿cómo podía contaros eso? A fin de cuentas, era lo que yo había elegido.
Y luego vino la pena. Había planeado venir aquí y llevarme a Will de vuelta conmigo, hacerle ver cuál era su obligación y regresar con él a casa. Pero Will tiene sus propias ideas sobre la obligación y el honor, y las promesas que ha hecho. Y llegué a ver que no podía llevar alguien a casa cuando ya estaba en casa. Y no sabía cómo explicaros eso.
Y luego fue la felicidad. Eso os puede parecer muy extraño, como me lo pareció a mí, pero no era capaz de regresar a casa porque aquí me sentía satisfecha. Mientras me entrenaba para ser una cazadora de sombras, noté que la sangre me tiraba hacia aquí, la misma sensación de la que mamá siempre hablaba cuando, volviendo de Welshpool, veíamos ya Dyfi Valley. Con un cuchillo serafín en la mano, soy más que Cecily Herondale, la pequeña de tres hermanos, la hija de unos buenos padres, que algún día haría un buen matrimonio y traería hijos al mundo. Soy Cecily Herondale, cazadora de sombras, y la mía es una posición elevada y gloriosa.
«Gloria». Una palabra tan rara, algo que se supone que las mujeres no deben desear, pero ¿acaso no es nuestra reina triunfante? ¿No llamaron a la reina Bess, Gloriana?
Pero ¿cómo podía explicaros que he elegido la gloria por encima de la paz? ¿Una paz tan cara que, para poder ofrecérmela, dejasteis la Clave? ¿Cómo podía deciros que era feliz como cazadora de sombras sin causaros una gran infelicidad? Ésta es la vida de la que os apartasteis, la vida de cuyos peligros quisisteis protegernos a Will, a Ella y a mí. ¿Qué podía deciros que no os partiera el corazón?
Ahora… ahora es la comprensión. He llegado a darme cuenta de lo que significa amar a alguien más que a ti mismo. Me doy cuenta ahora de que todo lo que siempre quisisteis no era que os quisiera, sino que fuera feliz. Y me permitisteis, nos permitisteis, elegir. Veo a los que han crecido en la Clave, y los que nunca pudieron elegir lo que querían ser, y os agradezco lo que hicisteis. Haber elegido esta vida es muy diferente que haber nacido en ella. La vida de Jessamine Lovelace me lo ha enseñado.
En cuanto a Will, y lo de llevarlo a casa: lo sé, mamá, temías que los cazadores de sombras le arrebataran todo el amor a tu dulce muchacho. Pero lo aman y ama. No ha cambiado. Y también os ama, igual que yo. Recordadme, porque yo siempre os recordaré.
Vuestra amante hija, Cecily
Para: Miembros de la Clave de los nefilim
De: Charlotte Branwell
Mis queridos hermanos y hermanas en armas:
Es mi triste deber relataros a todos que, a pesar de que he presentado al cónsul Wayland pruebas irrefutables, proporcionadas por uno de mis cazadores de sombras, de que Mortmain, la peor amenaza a la que los nefilim se han enfrentado en nuestro tiempo, reside en Cadair Iris, en Gales, nuestro apreciado Cónsul ha decidido misteriosamente no hacer caso de mi información. Yo considero que conocer la localización de nuestro enemigo y tener la oportunidad de hacer fracasar sus planes para destruirnos es de la mayor importancia.
Por un medio que me ha proporcionado mi esposo, el reputado inventor Henry Branwell, los cazadores de sombras a mi disposición en el Instituto de Londres vamos a proceder a trasladarnos con la mayor urgencia a Cadair Idris, donde arriesgaremos la vida tratando de detener a Mortmain. Lamento mucho dejar el Instituto sin protección, pero si el cónsul Wayland es capaz de iniciar algún tipo de acción, se le agradecerá que envíe guardias para defender un edificio desierto. Sólo somos nueve, tres de los cuales ni siquiera son cazadores de sombras, sino valientes mundanos entrenados por nosotros en el Instituto, que se han ofrecido voluntarios para luchar a nuestro lado. No puedo decir que tengamos muchas esperanzas de éxito, pero creo que debemos intentarlo.
Es evidente que no puedo obligar a nada a ninguno de vosotros. Como el cónsul Wayland se ha encargado de recordarme, en mi posición, no puedo dar órdenes a las fuerzas de los cazadores de sombras, pero me sentiría muy agradecida si los que estáis de acuerdo conmigo en que hay que luchar contra Mortmain, y hay que luchar ya, acudierais al Instituto de Londres mañana al mediodía para prestarnos vuestra ayuda.
Sinceramente vuestra,
Charlotte Branwell, directora del Instituto de Londres