16

LA PRINCESA MECÁNICA

¡Oh, amor!, que lamentas

la fragilidad de todas las cosas.

¿Por qué eliges la más frágil

para tu cuna, tu casa y tu ataúd?

PERCY BYSSHE SHELLEY, «Líneas: Cuando se rompe la lámpara».

Para: Cónsul Josiah Wayland

De: Charlotte Branwell

Querido Cónsul Wayland:

En este mismo momento acabo de recibir unas noticias que son de la mayor importancia, y que me apresuro a comunicarle. Un informante, cuyo nombre no puedo revelar en este momento, pero del que doy fe de su fiabilidad, me ha hecho partícipe de ciertos detalles que sugieren que la señorita Gray no es un simple capricho de Mortmain, sino la clave de su principal objetivo: la destrucción absoluta de todos nosotros.

Mortmain planea construir unos artefactos de un poder mayor de cualquiera de los que hemos visto, y me temo que las habilidades únicas de la señorita Gray le serán de gran ayuda para llevar a cabo sus intenciones. Ella nunca querría dañarnos voluntariamente, pero no sabemos qué amenazas puede llevar a cabo Mortmain o a qué indignidades puede someterla. Es imperativo que se proceda a su rescate inmediatamente, tanto para ayudarla a ella como para salvarnos nosotros.

A la luz de esta nueva información, de nuevo le imploro que reúna las fuerzas que pueda y marche sobre Cadair Idris.

Suya atentamente, y con auténtico temor, Charlotte Branwell

Tessa se despertó lentamente, como si la conciencia se hallara al final de un largo y oscuro pasillo y ella caminara hacia él a paso de tortuga, con la mano extendida. Finalmente, lo alcanzó y abrió la puerta para ver…

Una luz cegadora. Era una luz dorada, no pálida como la luz mágica. Se sentó y miró alrededor.

Se hallaba en una sencilla cama de latón, con un colchoncillo de plumas colocado sobre un segundo colchón y un pesado edredón encima. La habitación en la que estaba parecía haber sido tallada en una cueva. Había una cómoda alta y un lavamanos con una jarra azul; también, un armario, con las puertas lo suficientemente entreabiertas para que Tessa pudiera ver las prendas de ropa colgadas. La estancia no tenía ventanas, aunque sí una chimenea en la que ardía un alegre fuego. A ambos lados de ella colgaban retratos.

Bajó de la cama e hizo una mueca cuando tocó la fría piedra con los pies descalzos. Aunque no fue tan doloroso como se había esperado, dado su agotado estado. Se miró a sí misma y tuvo dos rápidas sorpresas: la primera fue que no llevaba nada más que una bata de seda negra, que le iba grande; la segunda, que la mayoría de sus cortes y morados parecían haber desaparecido. Aún se sentía un poco dolorida, pero la piel, pálida contra la seda negra, no tenía marcas. Se tocó el cabello y notó que lo tenía limpio y suelto sobre los hombros, no revuelto ni hecho un pegote de barro y sangre.

Eso planteaba la pregunta de quién la habría bañado, curado las heridas y acostado en esa cama. Tessa no recordaba nada más allá de haberse resistido a los autómatas en la pequeña granja mientras la señora Negro reía. Finalmente, uno de ellos la había estrangulado hasta que perdió la conciencia y una misericordiosa oscuridad se la tragó. Aun así, la idea de que la señora Negro la hubiera desnudado y bañado le resultaba horrible, aunque quizá no tanto como que lo hubiera hecho el propio Mortmain.

La mayor parte del mobiliario de la habitación estaba agrupado en un lado. El otro lado estaba casi desnudo, aunque podía ver el negro rectángulo de una salida recortado en la pared del fondo. Después de echar una rápida mirada alrededor, fue hacia allí…

Pero a mitad de camino, algo la detuvo violentamente. Se tambaleó hacia atrás, y se envolvió más en la bata, con la frente dolorida donde se había golpeado contra alguna cosa. Con cuidado, extendió la mano y palpó el aire que tenía enfrente.

Y notó una dureza sólida ante ella, como si un cristal perfectamente transparente la separara del otro lado de la habitación. Apoyó las manos planas sobre él. Podía ser invisible, pero era duro e implacable. Movió las manos hacia arriba, preguntándose hasta qué altura llegaría…

—Yo no me molestaría —dijo una voz fría y conocida desde la puerta—. La configuración abarca toda la cueva, de pared a pared y del suelo al techo. Estás completamente encerrada en ella.

Tessa había estado estirándose hacia arriba; al oír la voz, bajó y retrocedió un paso.

Mortmain.

Era exactamente como ella lo recordaba. Un hombre fibroso, no alto, con el rostro curtido y una barba cuidadamente recortada. Extraordinariamente corriente, excepto por los ojos, tan fríos y grises como una ventisca de invierno. Llevaba un traje gris claro, no demasiado de vestir, del tipo que un caballero llevaría una tarde en su club. Los zapatos estaban lustrados hasta brillar.

Tessa no dijo nada, sólo se cerró más aún la bata, que era voluminosa y le ocultaba todo el cuerpo, pero sin la camisola y el corsé, las medias y el polisón, se sentía desnuda y expuesta.

—No se asuste —continuó Mortmain—. No puede alcanzarme a través del muro, pero yo tampoco a usted. No sin deshacer el hechizo que lo ha creado, y eso llevaría su tiempo. —Calló un instante—. Me gustaría que se sintiera más segura.

—Si desea que me sienta segura, debería haberme dejado en el Instituto. —El tono de Tessa era glacial.

El Magíster no dijo nada, sólo inclinó la cabeza y la miró con los ojos entrecerrados, como un marinero mirando el horizonte.

—Mi pésame por la muerte de su hermano. Nunca quise que eso ocurriera.

Ella notó que la boca se le retorcía en una mueca terrible. Hacía ya dos meses que Nate había muerto en sus brazos, pero no lo había olvidado, ni perdonado.

—No quiero su compasión. O sus buenos deseos. Usted lo convirtió en un instrumento de sus deseos y entonces murió. Fue culpa de usted, tanto como si le hubiera disparado en plena calle.

—Supongo que no servirá de mucho decirle que fue él quien vino a buscarme.

—Era sólo un muchacho —replicó Tessa. Quería dejarse caer de rodillas, quería golpear la barrera invisible con los puños, pero se mantuvo tan tiesa y fría como pudo—. No tenía ni veinte años.

Mortmain metió las manos en los bolsillos.

—¿Sabe cómo fue para mí, cuando era joven? —preguntó, en un tono tan tranquilo como si estuviera sentado junto a ella en una cena y tuviera que darle conversación.

Tessa recordó las imágenes que había visto en la mente de Aloysius Starkweather.

El hombre era alto y de hombros anchos…, y con una piel tan verdosa como la de un lagarto. Tenía el cabello negro. El niño que cogía de la mano, en contraste, parecía tan normal como puede ser un niño: pequeño, de piel rosada y manos regordetas.

Tessa supo el nombre del hombre, porque Starkweather lo sabía.

John Shade.

Shade se subió al niño a hombros mientras de la puerta de la casa surgían varias criaturas extrañas, como muñecos infantiles articulados, pero de tamaño humano y con la piel de brillante metal. No tenían rostro. Aunque, curiosamente, estaban vestidas, algunas con el basto mono de trabajo de un granjero de Yorkshire, otras con sencillos vestidos de muselina. Los autómatas se cogieron de las manos y comenzaron a girar, como si ejecutaran una danza en un baile de pueblo. El niño reía y aplaudía.

Míralo bien, hijo —le indicó el hombre de piel verdosa—, porque algún día gobernaré un reino mecánico de criaturas así, y tú serás su príncipe.

—Sé que sus padres adoptivos eran brujos —comunicó Tessa—. Sé que le querían. Sé que su padre inventó las criaturas mecánicas de las que está usted tan enamorado.

—Y sabe lo que les ocurrió.

… una habitación destrozada, ruedas dentadas, levas, engranajes y trozos de metal por todas partes; fluido goteando tan negro como la sangre, y el hombre de piel verdosa y la mujer de cabello azul muertos entre las ruinas.

Tessa apartó la mirada.

—Déjeme que le hable de mi infancia —dijo Mortmain—. Padres adoptivos, los llama, pero eran más mis padres de lo que cualquier cantidad de sangre pudiera certificar. Me criaron con cuidado y amor, igual que los suyos. —Hizo un gesto hacia la chimenea, y Tessa se dio cuenta con una vaga sorpresa de que los retratos que colgaban a ambos lados del hogar eran los de sus propios padres: su rubia madre, y su pensativo padre con los ojos castaños y la corbata torcida—. Y entonces los mataron los cazadores de sombras. Mi padre quería crear esos hermosos autómatas, esas criaturas mecánicas, como usted las llama. Soñaban con que fueran las mejores máquinas jamás inventadas, y protegerían a los subterráneos contra los cazadores de sombras, que de modo rutinario los mataban y les robaban. Usted vio el botín en el Instituto de Starkweather. —Escupió el nombre—. Vio trozos de mis padres. Starkweather guardó la sangre de mi madre en un tarro.

Y los restos de los brujos. Manos momificadas con garras, como las de la señora Negro. Una calavera desnuda, totalmente carente de carne, con aspecto humano excepto porque tenía unos dientes demasiado afilados. Viales de sangre con aspecto pastoso.

Tessa tragó saliva. «La sangre de mi madre en un tarro». No podía decir que no entendiera su rabia. Y, sin embargo… pensó en Jem, en sus padres muriendo ante él, en su propia vida destruida y, aun así, nunca había buscado la venganza.

—Sí, eso fue horrible —afirmó Tessa—. Pero no excusa lo que usted ha hecho.

Un destello de algo en lo profundo de los ojos de Mortmain: ira, controlada rápidamente.

—Déjeme que le diga lo que he hecho —dio él—. He creado un ejército. Un ejército que, cuando la última pieza del rompecabezas esté en su lugar, será invencible.

—Y la pieza final del rompecabezas…

—Es usted —dijo Mortmain.

—Dice eso una y otra vez y, sin embargo, se niega a explicármelo —replicó Tessa—. Exige mi cooperación, pero no me cuenta nada. Me ha encerrado aquí, señor, pero no puede obligarme a hablar con usted o a tener buena disposición, si elijo no dársela…

—Es usted medio cazadora de sombras, medio demonio —explicó Mortmain—. Eso es lo primero que debe saber.

Tessa, que ya le estaba dando la espalda, se quedó parada.

—Eso no es posible. Los descendientes de cazadores de sombras y demonios nacen muertos.

—Sí, así es —repuso Mortmain—. Así es. La sangre de un cazador de sombras y las runas en el cuerpo de un cazador de sombras son la muerte para el feto brujo en el vientre. Pero ¡su madre no tenía Marcas!

—¡Mi madre no era una cazadora de sombras! —Tessa miró desesperada el retrato de Elizabeth Gray que había sobre la chimenea—. ¿O está usted diciendo que mintió a mi padre, que mintió a todos durante toda su vida…?

—No lo sabía —contestó Mortmain—. Los cazadores de sombras no lo sabían. No había nadie que pudiera decírselo. Mi padre construyó el ángel mecánico. Iba a ser un regalo para mi madre. Contiene en su interior un poco del espíritu de un ángel, algo muy raro, algo que él había llevado consigo desde las Cruzadas. El propio mecanismo debía estar en sintonía con la vida de mi madre, de forma que siempre que su vida se viera amenazada, el ángel intervendría para protegerla. No obstante, mi padre nunca tuvo la oportunidad de terminarlo. Lo asesinaron antes. —Mortmain comenzó a caminar de un lado a otro—. Es cierto que mis padres no fueron asesinados por un motivo especial. Starkweather y los de su calaña disfrutaban matando a subterráneos y enriqueciéndose con el botín, y sólo hacía falta la más mínima excusa para que cayeran sobre ellos. Porque lo que odiaba era a la comunidad de los subterráneos. Fueron las hadas del campo las que me ayudaron a escapar cuando mataron a mis padres, las que me ocultaron hasta que los cazadores de sombras dejaron de buscarme. —Inspiró trémulamente—. Años después, cuando decidieron vengarse, les ayudé. Los Institutos están protegidos contra la entrada de subterráneos, pero no contra la de los mundanos, y no, claro, contra los autómatas.

Esbozó una sonrisa terrible.

—Fui yo, con la ayuda de uno de los inventos de mi padre, quien se coló en el Instituto de York y cambió el bebé en la cuna por uno mundano. La nieta de Starkweather, Adele.

—Adele —murmuró Tessa—. Vi un retrato suyo.

Una niña de largo cabello rubio, con vestido infantil pasado de moda y una gran cinta rodeándole la cabecita. Tenía el rostro delgado, pálido y enfermizo, pero los ojos eran brillantes.

—Murió cuando le pusieron las primeras runas —explicó Mortmain con deleite—. Murió gritando, como tantos subterráneos habían muerto antes a manos de los cazadores de sombras. Entonces, mataron a uno que había llegado a querer. Una adecuada venganza.

Tessa lo miró horrorizada. ¿Cómo podía alguien pensar que la horrible muerte de una niña inocente era una venganza adecuada? Pensó en Jem de nuevo, en sus suaves manos sobre el violín.

—Elizabeth, su madre, creció sin saber que era una cazadora de sombras. No se le puso ninguna runa. Seguí su progreso, claro, y cuando se casó con Richard Gray, me aseguré de contratarlo. Creía que el que su madre no tuviera runas en el cuerpo significaba que podría dar a luz una criatura medio demonio, medio cazador de sombras, y para probar esa teoría le envié un demonio con la forma de su padre. No notó la diferencia.

Sólo el vacío que Tessa tenía en el estómago le impidió vomitar.

—¿Hizo… qué… a mi madre? ¿Un demonio? ¿Soy medio demonio?

—Era un Demonio Mayor, si eso le consuela. La mayoría de ellos fueron ángeles en un tiempo. Su aspecto real era bastante agradable. —Mortmain sonrió de medio lado—. Antes de que su madre se quedara embarazada, yo había trabajado durante años para acabar el ángel mecánico de mi padre. Lo acabé, y después de que fuera usted concebida, lo sintonicé con su vida. Mi mayor invención.

—Pero ¿por qué mi madre estaba dispuesta a llevarlo?

—Para salvarla a usted —contestó el Magíster—. Cuando se quedó embarazada, su madre se dio cuenta de que algo no iba bien. Llevar un feto de brujo no es lo mismo que llevar un feto humano. Entonces, la visité y le di el ángel mecánico. Le dije que llevarlo salvaría la vida de su bebé. Me creyó. Yo no le mentía. Es usted inmortal, jovencita, pero no invulnerable. Se la puede matar. El ángel está sintonizado a su vida; está diseñado para salvarla si está muriendo. Puede que le haya salvado cientos de veces antes de nacer usted, y la ha salvado desde entonces. Piense en todas las veces que ha estado cerca de la muerte. Piense en el modo en que el ángel ha intervenido.

Tessa recordó: el modo en que el ángel había volado contra el autómata que la estaba estrangulando, en que había desviado las afiladas hojas de la criatura que la había atacado en Ravenscar Manor, en que había evitado que se destrozara contra las rocas del despeñadero.

—Pero no me salva de la tortura, ni de las heridas.

—No. Porque ésas son parte de la naturaleza humana.

—También lo es la muerte —replicó Tessa—. No soy humana, y dejó que las Hermanas Oscuras me torturaran. Nunca podré perdonarle eso. Incluso si me convenciera de que la muerte de mi hermano fue por su propia culpa, de que la muerte de Thomas estuvo justificada, de que su odio era razonable, nunca podré perdonarle eso.

Mortmain alzó una caja que tenía a los pies y la volcó. Se oyó un estrépito metálico cuando un montón de piezas cayeron de ella: ruedas dentadas, levas, engranajes y otros trozos salpicados de fluido negro, y al final, rebotando sobre el resto de la basura como la pelota roja de un niño, una cabeza cortada.

La de la señora Negro.

—La he destruido —dijo Mortmain—. Por usted. Deseo mostrarle que soy sincero, señorita Gray.

—¿Sincero en qué? —preguntó Tessa—. ¿Por qué ha hecho todo esto? ¿Por qué me creó?

Los labios de Mortmain le tironearon ligeramente; no era una sonrisa, no de verdad.

—Por dos razones. La primera para que pudiera tener hijos.

—Pero los brujos no…

—No —admitió Mortmain—. Pero usted no es una bruja corriente. En usted, la sangre de los demonios y la sangre de los ángeles han mantenido su propia lucha en el Cielo, y los ángeles han salido victoriosos. No es una cazadora de sombras, pero tampoco una bruja. Es algo nuevo, algo totalmente diferente. Cazadores de sombras —escupió—. Todos los cazadores de sombras y los demonios híbridos mueren, y los nefilim se enorgullecen de ello, se alegran de que su sangre nunca pueda ensuciarse, de que su linaje no se mancille con la magia. Pero usted… usted puede hacer magia. Puede tener hijos como cualquier otra mujer. Aún tardará unos años, cuando alcance su total madurez. Los más grandes brujos vivos me lo han asegurado. Juntos iniciaremos una nueva raza, con la belleza de los cazadores de sombras y sin marcas de brujo. Será una raza que acabará con la arrogancia de los cazadores de sombras al reemplazarlos en esta tierra.

A Tessa le fallaron las piernas. Se desplomó sobre el suelo, con la bata alrededor como un charco de agua negra.

—¿Quie… quiere usarme para que le dé hijos?

De nuevo, él esbozó una sonrisa maliciosa.

—No soy un hombre sin honor —contestó—. Le ofrezco el matrimonio. Siempre ha sido mi plan. —Hizo un gesto señalando la triste pila de metal roto y carne que había sido la señora Negro—. Si cuento con su participación voluntaria, lo preferiré. Y puedo prometerle que trataré así a todos sus enemigos.

«Mis enemigos». Pensó en Nate, su mano cerrándose sobre la de ella mientras moría, sangrando, en su regazo. Volvió a pensar en Jem, en cómo nunca se había quejado de su destino, sino que se había enfrentado a él con valentía; pensó en Charlotte, que había llorado la muerte de Jessamine, aunque ésta la había traicionado, y pensó en Will, que había tendido su corazón para que Jem y ella lo pisaran, porque les amaba más que a sí mismo.

Había bondad humana en el mundo, pensó; escondida entre deseos y sueños, lamentos y amargura, resentimiento y poderes, pero la había, aunque Mortmain jamás la vería.

—Usted nunca lo entenderá —dijo ella—. Dice que construye, que inventa, pero yo conozco a un inventor, Henry Branwell, y usted no se parece en nada a él. Él da vida a las cosas, usted sólo las destruye. Y ahora me trae otro demonio muerto, como si fueran flores y no más muerte. No tiene sentimientos, señor Mortmain, ni empatía hacia nadie. Si no lo hubiera sabido ya, me lo habría dejado absolutamente claro al usar la enfermedad de James Carstairs para obligarme a venir aquí. Aunque se está muriendo por su culpa, no quería permitirme venir, no pensaba aceptar su yin fen. Así de bien se comporta la gente.

Vio la mirada en su rostro. Decepción. Aunque sólo la mostró un momento, antes de dar paso a una mirada astuta.

—¿No le permitía venir? —preguntó—. Así que no me equivoqué al juzgarla; usted lo habría hecho. Habría venido a mí, aquí, por amor.

—No por amor a usted.

—No —repuso él, pensativo—, no a mí. —Y sacó del bolsillo un objeto que Tessa reconoció al instante.

Miró al reloj que le tendía él, colgando de la cadena de oro. Se veía que no tenía cuerda. Las manecillas se habían detenido hacía mucho, como si el tiempo se hubiera quedado congelado a media noche. Tenía las iniciales J.T.S. grabadas en el reverso en una elegante letra.

—He dicho que la había creado por dos razones —prosiguió él—. Ésta es la segunda. Hay cambiantes en el mundo: demonios y magos que pueden adoptar la apariencia de otros. Pero sólo usted puede ser otro. Este reloj era de mi padre. John Thaddeus Shade. Le pido que lo coja y Cambie en mi padre para que pueda hablar con él una vez más. Si lo hace, enviaré todo el yin fen que tengo en mi posesión, y es una cantidad considerable, a James Carstairs.

—No lo cogeré —respondió Tessa inmediatamente.

—¿Por qué no? —Su tono era razonable—. Ya no es usted una condición para obtener la droga. Es un regalo, que le doy voluntariamente. Sería una tontería rechazarlo, y no serviría para nada. Mientras que si hace esta cosita por mí, podría salvarle la vida. ¿Qué dice a esto, Tessa Gray?

«Will. Will, despierta».

Era la voz de Tessa, inconfundible, e hizo que Will se irguiera al instante sobre la silla. Agarró la crin de Balios para equilibrarse y miró alrededor con ojos somnolientos.

Verde, gris, azul. El paisaje del campo galés se extendía ante él. Había pasado por Welshpool y la frontera entre Gales e Inglaterra en algún momento del amanecer. Recordaba poco del viaje, sólo una progresión continua y tortuosa de lugares: Norton, Atcham, Emstrey, Weeping Cross, desviarse de Shrewsbury y finalmente, finalmente, la frontera y las colinas de Gales en la distancia. Bajo la luz del amanecer, habían parecido fantasmales, cubiertas por una neblina que se había ido disipando lentamente a medida que el sol se alzaba.

Supuso que estaba en algún lugar cerca de Llangadfan. Era una bonita carretera, sobre una antigua vía romana, pero estaba casi deshabitada, excepto por alguna que otra granja, y parecía eternamente larga, más larga que el cielo gris que se extendía en lo alto. En el hotel Cann Office se había obligado a parar y comer algo, pero sólo un rato. El viaje era lo importante.

Ya en Gales, podía notar cómo el lugar donde había nacido tiraba de su sangre. A pesar de todo lo que había dicho Cecily, él no había sentido esa conexión hasta ese instante, respirando el aire de Gales, viendo los colores de Gales: el verde de las colinas, el gris de la pizarra y del cielo, la palidez de las casas de piedra encaladas, los puntos marfileños de las ovejas entre la hierba. Pinos y robles eran oscuras esmeraldas en la distancia, en lo alto, pero cerca de la carretera la vegetación era verde grisácea y ocre.

Al adentrarse en el corazón del país, las onduladas colinas verdes fueron tornándose más inhóspitas, el camino con mayor pendiente, y el sol comenzó a ponerse tras la cresta de las distantes montañas. Will supo dónde se encontraba, sabía que había entrado en el Dify Valley, y que las montañas ante él se alzaban inhóspitas y quebradas. El pico de Car Afron quedaba a su izquierda, un revuelto de pizarra gris y grava como una telaraña rota. La carretera era empinada y larga, y mientras Will espoleaba a Balios para subirla, él se dejó caer en la silla y, contra su voluntad, se quedó dormido. Soñó con Cecily y Ella corriendo de arriba abajo por colinas no muy diferentes de ésas, llamándolo: «¡Will! ¡Ven a correr con nosotras, Will!». Y soñó con Tessa, y ella le tendió las manos, y él supo que no podía parar, no podía detenerse hasta llegar a ella. Aunque ella nunca lo miraba así estando despierto, aunque la dulzura de su mirada fuera para otra persona. Y a veces, como en ese momento, inconscientemente, Will metía la mano en el bolsillo y agarraba el colgante de jade.

Algo le golpeó con fuerza desde el costado; soltó el colgante y cayó, dolorosamente, sobre las piedras y la hierba del borde del camino. Un dolor le subió por el brazo, y rodó hacia un lado justo a tiempo de evitar que Balios cayera sobre él. Jadeante, tardó unos segundos en darse cuenta de que no los estaban atacando. El caballo, demasiado agotado para dar otro paso, se había desplomado bajo él.

Will logró ponerse de rodillas y se arrastró hasta su negra montura. Estaba cubierta de sudor y sacaba espuma por la boca; alzó los ojos tristemente hacia Will cuando éste se le acercó y le rodeó el cuello con el brazo. Comprobó con alivio que el pulso del caballo era firme y fuerte.

Balios, Balios —susurró Will, mientras le acariciaba la crin—. Lo siento; no debería haberte forzado así.

Recordó cuando Henry había comprado los caballos y estaba tratando de decidir cómo llamarlos. Había sido Will quien le había sugerido los nombres: Balios y Xanthos, como los caballos inmortales de Aquiles. «Ambos podemos volar tan rápido como Céfiro, que dicen que es el viento más veloz de todos».

Pero aquellos caballos habían sido inmortales, y Balios no lo era. Era más fuerte que uno corriente, y más rápido, pero toda criatura tenía sus límites. Will se tumbó con la cabeza dándole vueltas, y se quedó mirando el cielo, que era como una sábana gris tensada, salpicada aquí y allí con restos de nubes negras.

Una vez, en el breve intervalo entre que se había librado de la «maldición» y se había enterado de que Jem y Tessa se acababan de prometer, había pensado en llevar a Tessa a Gales y enseñarle los lugares donde había estado de niño. Había pensado en llevarla hasta Pembrokeshire, en caminar alrededor de Saint David’s Head y ver allí las flores que crecían en lo alto del acantilado, contemplar el cielo azul desde Tenbry y buscar conchas en la playa con la marea baja. En ese momento, todo eso le parecían los distantes sueños de un niño. Sólo existía el camino que llevaba hacia adelante, seguir cabalgando, más agotamiento, y probablemente la muerte al final de todo ello.

Con otra tranquilizadora palmada al cuello del caballo, Will se puso de rodillas y luego en pie. Se sentía mareado; cojeó hasta la cresta de la colina y miró hacia abajo.

Ante él se abría un pequeño valle, y en su interior se acurrucaba un minúsculo pueblo de piedra, poco mayor que una aldea. Will sacó la estela del cinturón y se dibujó una runa de Visión en la muñeca izquierda. Le dio suficiente poder para ver que el pueblo tenía una plaza y una pequeña iglesia. Sin duda habría algún tipo de establecimiento público en el que podría descansar durante la noche.

Todo en su interior le gritaba que siguiera adelante, que «acabara con eso»; no podían separarle más de unos treinta kilómetros de su objetivo, pero seguir significaría matar a Balios y llegar a Cadair Idris en un estado en el que no podría pelear. Volvió junto al animal y, con una juiciosa cantidad de insistencia y puñados de avena, logró que se pusiera en pie. Cogió las riendas con la mano y, mientras miraba hacia el ocaso, comenzó a guiarlo colina abajo hacia el pueblo.

La silla en la que Tessa se hallaba sentada tenía un respaldo de madera alto y tallado, tachonado con enormes clavos, cuyos bordes romos le molestaban en la espalda. Ante ella había un amplio escritorio sobre el que, además de muchos libros, también había una hoja de papel en blanco, un tintero y una pluma. Junto al papel se hallaba el reloj de bolsillo de John Shade.

A ambos lados de ella había dos enormes autómatas. Poco esfuerzo se había realizado para hacer que se parecieran a los humanos. Ambos eran casi triangulares, con gruesos brazos que partían de los lados del cuerpo, y cada brazo acabado en una afilada cuchilla. Daban bastante miedo, pero Tessa no podía evitar pensar que, si Will estuviera allí, habría comentado que parecían nabos, y quizá habría hecho alguna canción con ello.

—Coja el reloj —dijo Mortmain—. Y Cambie.

Él estaba sentado frente a ella, en una silla similar, con el mismo respaldo tallado. Se hallaban en otra habitación de la cueva, adonde la habían llevado los autómatas; la única luz procedía de una enorme chimenea encendida, donde se podría asar una vaca entera. El rostro de Mortmain quedaba entre las sombras, con los dedos bajo la barbilla.

Tessa alzó el reloj. Lo notaba pesado y frío en las manos. Cerró los ojos.

Sólo tenía la palabra de Mortmain de que enviaría el yin fen, pero le creía. Después de todo, no tenía razón para no hacerlo. ¿Qué podía importarle si Jem Carstairs vivía un poco más? Únicamente había sido una moneda de cambio para atrapar a Tessa, y ahí estaba ella, con yin fen o sin él.

Oía la respiración de Mortmain silbarle entre los dientes, y apretó los dedos sobre el reloj. De repente, pareció palpitar en su mano, del mismo modo que el ángel mecánico hacía algunas veces, como si tuviera vida propia en su interior. Notó que se le sacudía la mano y, de repente, el Cambio le sobrevino, sin tener que forzarlo o buscarlo como solía hacer. Un dolor le subió por el brazo, y soltó el reloj. Éste dio un golpe seco en el escritorio, pero el Cambio era imparable. Se le ensancharon los hombros bajo la bata, los dedos se le volvieron verdes y el color se le fue extendiendo por el cuerpo como el verdín sobre el cobre.

La cabeza se le alzó de golpe. Se notaba pesada, como si tuviera encima una carga enorme. Al mirarse, vio que tenía los musculosos brazos de un hombre, la piel oscura con un tono verde, las manos grandes y curvadas. Una sensación de pánico se despertó en su interior, pero era sólo una pequeña chispa en medio de un inmenso golfo de oscuridad. Nunca antes había estado tan perdida dentro de un Cambio.

Mortmain estaba tieso en su asiento. La miraba fijamente, con los labios apretados y los ojos brillando con una luz oscura.

—Padre —dijo.

Tessa no contestó. No pudo. La voz que salió de su interior no era la suya; era la de Shade.

—Mi príncipe mecánico —repuso Shade.

La luz en los ojos de Mortmain se hizo más intensa. Se inclinó hacia adelante y empujó, impaciente, los papeles que había sobre la mesa hacia Tessa.

—Padre —repitió—. Necesito tu ayuda, y en seguida. Tengo una Pyxis. Tengo los medios para abrirla. Tengo los autómatas. Sólo necesito el hechizo que creaste, el hechizo de sujeción. Escríbemelo y tendré la última pieza del rompecabezas.

La pequeña chispa de pánico estaba creciendo y extendiéndose en el interior de Tessa. No era una emotiva reunión entre padre e hijo. Ese encuentro era algo que Mortmain quería, que necesitaba del brujo John Shade. La chica comenzó a resistirse, a tratar de salirse del Cambio, pero éste la sujetó como con una mano de acero. Nunca desde que las Hermanas Oscuras la habían entrenado había sido incapaz de salirse de un Cambio, pero aunque John Shade estaba muerto, Tessa notó la voluntad de acero del brujo sometiéndola, aprisionándola en su propio cuerpo y obligándolo a moverse. Horrorizada, vio su propia mano coger la pluma, mojar la plumilla en el tintero y comenzar a escribir.

La pluma rascaba el papel. Mortmain se inclinó hacia adelante. Su respiración era jadeante, como si estuviera corriendo. Tras él, el fuego crepitaba, alto y naranja en la chimenea.

—Eso es —dijo Mortmain, mientras se pasaba la lengua por el labio inferior—. Ya veo cómo podría funcionar, sí. Por fin. Eso es exactamente.

Tessa miró. Lo que salía de la pluma que ella sujetaba le resultaba un galimatías. De nuevo trató de resistirse, y sólo consiguió manchar el papel. La mano que sujetaba la pluma temblaba violentamente, pero los símbolos continuaron fluyendo. Tessa comenzó a morderse el labio, con fuerza, luego con aún más fuerza. Notó el sabor de sangre en la boca. Un poco de sangre cayó sobre el papel. La pluma continuó escribiendo por encima y lo embadurnó con el fluido escarlata.

—Eso es —exclamó Mortmain—. Padre…

La plumilla se quebró, con un estruendo como un disparo, que resonó en las paredes de la cueva. La pluma rota cayó de la mano de Tessa, y ella se desplomó sobre el respaldo de la silla, exhausta. El verde estaba desapareciendo de su piel, el cuerpo estaba encogiéndosele, su propio cabello castaño le caía suelto sobre los hombros. Notaba el sabor de la sangre en la boca.

—No —jadeó, y trató de coger los papeles—. No…

Pero el dolor y el Cambio hacían lentos sus movimientos, y Mortmain fue más rápido. Riendo, le quitó los papeles de debajo de las manos y se puso en pie.

—Muy bien —dijo—. Gracias, mi pequeña brujita. Me has dado todo lo que necesitaba. Autómatas, escoltad a la señorita Gray a su habitación.

Una mano de metal se cerró sobre el cuello de la bata de Tessa y la hizo ponerse en pie. La cabeza le daba vueltas, pero llegó a ver a Mortmain cogiendo el reloj de oro, que había caído sobre la mesa.

Él sonrió hacia ella, una sonrisa cruel y animal.

—Haré que te sientas orgulloso de mí, padre —dijo—. No lo dudes nunca.

Tessa, que ya no soportaba mirar, cerró los ojos.

«¿Qué he hecho? —pensó mientras los autómatas la empujaban hacia su habitación—. Dios mío, ¿qué he hecho?».