15

ESTRELLAS, OCULTAD VUESTRO FUEGO

Estrellas, ocultad vuestro fuego. No permitáis que ninguna luz vea mis oscuros y profundos deseos.

SHAKESPEARE, Macbeth

Cónsul Wayland:

Le escribo sobre un asunto de la mayor importancia. Uno de los cazadores de sombras de mi Instituto, William Herondale, se halla en camino hacia Cadair Idris mientras escribo. En el trayecto ha descubierto una indicación inconfundible del paso de la señorita Gray. Adjunto su carta para que la lea, pero estoy segura de que usted estará de acuerdo en que el paradero de Mortmain resulta evidente y que, a toda prisa, debemos reunir las fuerzas que podamos y marchar inmediatamente sobre Cadair Idris. En el pasado, el Magíster ha demostrado una remarcable habilidad para escapar de las redes que le tendemos. Debemos aprovechar la ventaja de este momento y atacar con toda la fuerza y presteza posible. Espero su pronta respuesta.

Charlotte Branwell

Hacía frío en la habitación. El fuego hacía rato que se había apagado en la chimenea, y el viento en el exterior aullaba por las esquinas del Instituto y hacía temblar los vidrios de las ventanas. La luz de la lámpara de la mesilla era tenue, y Tessa temblaba en el sillón junto a la cama, a pesar del chal con el que se había envuelto los hombros.

En la cama, Jem dormía, con la cabeza sobre la mano. Respiraba justo lo suficiente para mover levemente las mantas, aunque su rostro estaba tan blanco como la almohada.

Tessa se puso en pie, y el chal se le cayó de los hombros. Llevaba puesto el camisón, igual que el día que lo había conocido, cuando entró en su dormitorio y lo encontró tocando el violín junto a la ventana. «¿Will? —había preguntado él—. ¿Will, eres tú?».

Él se removió y murmuró mientras ella se metía en la cama con él, y tapaba a ambos con las mantas. Ella le cubrió las manos con las suyas y las colocó unidas entre ambos. Cruzó los pies con los de él y le besó en la fría mejilla, calentándole la piel con el aliento. Lentamente, notó que él se movía junto a ella, como si su presencia le estuviera retornando a la vida.

Abrió los ojos y miró en los de ella. Eran azules, dolorosamente azules, el azul del cielo donde se encuentra con el mar.

¿Tessa? —dijo Will, y ella se dio cuenta de que era Will quien estaba entre sus brazos, Will el que estaba muriendo, Will exhalando su último aliento, y tenía sangre en la camisa, sobre el corazón, un mancha roja que se extendía

Tessa se sentó de golpe en la cama, sin resuello. Por un momento, miró alrededor, desorientada. La pequeña habitación oscura, la manta mohosa envolviéndola, su ropa mojada y su cuerpo magullado le parecían ajenos a ella. Entonces, el recuerdo volvió de golpe, y con él, la náusea.

Añoraba el Instituto intensamente, de un modo que nunca había añorado su casa de Nueva York. Añoraba la voz mandona y cariñosa de Charlotte, el trato comprensivo de Sophie, las cosillas que hacía Henry, y claro, sin poder evitarlo, añoraba a Jem y a Will. Estaba aterrorizada por su prometido, por su salud, pero también temía por el otro. La batalla en el patio había sido sangrienta, cruel. Cualquiera de ellos podía haber resultado herido o muerto. ¿Qué significado tendría su sueño, Jem convirtiéndose en Will? ¿Estaría Jem enfermo, correría peligro la vida de Will? Rogó en silencio porque no le pasara nada a ninguno de ellos. «Por favor, prefiero morir antes de que nada malo le ocurra a ninguno de los dos».

Un ruido la sacó de su ensoñación, un repentino roce seco que le produjo un violento escalofrío. Se quedó inmóvil. Seguramente no habría sido más que una rama rascando contra la ventana. Pero, no; ahí estaba de nuevo. Un ruido de roce y de arrastre.

Tessa se puso en pie de un salto, aún envuelta en la manta. El terror era como algo material en su interior. Todos los cuentos que había oído sobre monstruos en los densos bosques parecían pelearse por conseguir un espacio en su cabeza. Cerró los ojos, respiró hondo y vio a los alargados autómatas en los escalones del Instituto, sus sombras largas y grotescas, como seres humanos deformados.

Se apretó más la manta sobre los hombros, y los dedos se le cerraron espasmódicamente sobre la tela. Los autómatas habían ido a por ella en los escalones del Instituto. Pero no eran muy inteligentes; podían obedecer órdenes sencillas, reconocer a ciertos seres humanos. Aun así, no podían pensar por sí mismos. Eran máquinas, y a las máquinas se las podía engañar.

La manta estaba hecha de diferentes retales, como si la hubiera cosido una mujer, una mujer que hubiera vivido en esa casa. Tessa tragó aire y se «introdujo» dentro de la manta, buscando alguna chispa de su propietaria, la firma de cualquier espíritu que la hubiera creado y poseído. Era como meter la mano en agua turbia y palpar en busca de un objeto. Después de lo que le pareció una eternidad buscando, dio con ello: una chispa en la oscuridad, la solidez de una alma.

Se concentró en eso; se envolvió en ello como en la manta. El Cambio ya le resultaba más fácil, menos doloroso. Vio sus dedos torcerse y cambiar; se convirtieron en las manos gruesas y artríticas de una anciana. Le aparecieron manchas de edad en la piel, se le encorvó la espalda y el vestido comenzó a colgarle de su consumido cuerpo. Cuando le cayó el cabello ante los ojos, era blanco.

Oyó de nuevo el ruido de roce. Una voz le resonó en el fondo de la cabeza, la quejumbrosa voz de una anciana que exigía saber quién estaba en la casa. Tessa caminó torpemente hasta la puerta, falta de aliento, con el corazón sacudiéndosele dentro del pecho, y fue a la sala.

Durante un instante no vio nada. Tenía los ojos casi opacos, con cataratas: las formas eran borrosas y distantes. Luego algo se alzó junto a la chimenea, y Tessa tuvo que contener un grito.

Era un autómata. Éste estaba construido para parecer casi humano. Tenía un cuerpo grueso, vestido con un traje gris, pero los brazos que sobresalían por los puños eran delgados como palos, y acababan en manos con forma de espátula, y la cabeza que se alzaba por encima del cuello de la camisa era plana y ovoide. Dos ojos bulbosos se veían en la cabeza, pero la máquina no tenía más rasgos.

—¿Quién eres? —preguntó Tessa con la voz de la anciana, mientras blandía el afilado pincho que había cogido antes—. ¿Qué estás haciendo en mi casa, monstruo?

La cosa hizo un ruido metálico, como un clic, evidentemente confusa. Un momento después se abrió la puerta y entró la señora Negro. Iba envuelta en su capa negra; el blanco rostro brillaba bajo la capucha.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó—. ¿Has encontrado…? —Se interrumpió, mirando a Tessa.

—¿Qué está pasando? —inquirió Tessa, y la voz era el quejido de la anciana—. Yo debería preguntarle eso… entrar en la casa de la gente decente… —Parpadeó, como para dejar claro que no veía muy bien—. Salga de aquí, y llévese a su amigo con usted. —Pinchó el aire con el objeto que sujetaba («Un gancho limpiacascos», dijo la voz de la anciana en su cabeza, «se usa para limpiar los cascos de los caballos, tonta»)—. No encontrarán nada que valga la pena robar.

Por un momento, Tessa pensó que su truco había funcionado. La señora Negro la miró inexpresiva; luego dio un paso hacia ella.

—No habrá visto a una joven por aquí, ¿verdad? —preguntó la señora Negro—. Bien vestida, cabello castaño, ojos grises. Parecería perdida. Su gente la está buscando y ofrecen una buena recompensa.

—Vaya una trola, buscar una chica desaparecida. —Tessa intentó sonar lo más malhumorada posible; no le resultó difícil. Tenía la sensación de que la anciana cuyo rostro portaba había sido irascible—. ¡He dicho que se vayan!

El autómata chirrió. De repente, la señora Negro apretó los labios, como si estuviera conteniendo la risa.

—Ya veo —dijo—. ¿Puedo decirle que lleva un colgante muy elegante, vieja?

Tessa se llevó la mano al pecho, pero ya era demasiado tarde. El ángel mecánico estaba ahí, claramente visible, con su sutil tictac.

—Cógela —ordenó la señora Negro con una voz aburrida, y el autómata avanzó para coger a Tessa. Ésta dejó caer la manta y retrocedió, blandiendo su gancho. Consiguió abrir una larga brecha en el autómata, pero éste le golpeó en el brazo. La improvisada arma resonó contra el suelo, y Tessa gritó de dolor justo cuando la puerta se abría y un torrente de autómatas entraban en la estancia, con los brazos tendidos hacia ella y las manos metálicas cerrándose sobre su piel. Sabía que la superaban, sabía que no servía de nada, pero finalmente se permitió gritar.

Will se despertó al notar el sol en la cara. Parpadeó y fue abriendo los ojos lentamente.

Cielo azul.

Se volvió y se estiró agarrotado hasta conseguir sentarse. Estaba en la ladera de una colina verde, cerca de la carretera que iba de Shrewsbury a Welshpool. No podía ver nada alrededor excepto algunas granjas diseminadas en la distancia; sólo había pasado unas cuantas aldeas pequeñas durante su enloquecida cabalgada desde el Green Man, sin detenerse hasta que había resbalado del lomo de Balios por el agotamiento y se había golpeado contra el suelo con fuerza suficiente para romperse los huesos. Medio andando, medio arrastrándose, había dejado que su agotado caballo lo empujara con el morro fuera de la carretera y a un pequeño hueco en el suelo, donde se había acurrucado y se había dormido, sin notar la fría llovizna que seguía cayendo.

En algún momento entre entonces y su despertar, el sol se había alzado, y le había secado la ropa y el cabello, aunque seguía estando sucio, y tenía la camisa cubierta de barro seco y sangre. Se puso en pie con todo el cuerpo dolorido. La noche anterior no se había molestado en ponerse ningún tipo de runa curativa. Había vuelto a la posada, dejando una marca de lluvia y barro tras él, sólo para coger sus cosas; después había regresado a los establos para soltar a Balios y salir disparado en medio de la noche. Las heridas que había recibido en su pelea contra la manada de Woolsey aún le dolían, igual que el golpe que se había propinado al caerse del caballo. Cojeó agarrotado hasta donde Balios estaba pastando, cerca de la sombra de un gran roble. Su búsqueda por las alforjas le proporcionó una estela y un puñado de fruta seca. La primera la empleó para dibujarse runas analgésicas y curativas mientras iba consumiendo la segunda.

Los acontecimientos de la noche anterior parecían haber quedado muy lejos. Recordaba haber luchado contra los lobos, el quebrar de huesos y el sabor de su propia sangre, el barro y la lluvia. Recordaba el dolor de la separación de Jem, aunque ya no lo sentía. En lugar de dolor lo que notaba era vacío. Como si una gran mano hubiera bajado y hubiera arrancado de su interior todo lo que lo convertía en humano, dejando sólo una cáscara hueca.

Cuando acabó su desayuno, volvió a meter la estela en la alforja, se quitó la destrozada camisa y se puso una limpia. Al hacerlo, no pudo evitar mirarse la runa de parabatai que tenía en el pecho.

Ya no era negra, sino de un blanco plateado, como una cicatriz antigua. Will oía la voz de Jem en su cabeza, firme, seria y conocida: «“Y sucedió… que el alma de Jonathan se entrelazó con el alma de David, y Jonathan lo amó como a su propia alma… Luego, Jonathan y David hicieron un pacto, porque él lo amaba como a su propia alma.” Eran dos guerreros y sus almas estaban entrelazadas por el Cielo, y de eso Jonathan Cazador de sombras sacó la idea de los parabatai, e incluyó la ceremonia en la Ley».

Durante años, esa Marca y la presencia de Jem habían sido todo lo que Will había tenido en la vida para asegurarse de que alguien lo amaba. Todo lo que tenía para saber que era real y existía. Se pasó los dedos sobre el borde de su desvaída runa de parabatai. Había pensado que lo odiaría, que odiaría la visión del sol, y se sorprendió al ver que no era así. Se alegraba de que la runa de parabatai no se hubiera desvanecido de su piel. Una Marca que indicaba una pérdida seguía siendo una Marca, un recuerdo. No se podía perder nada que no se hubiera tenido.

Sacó de la alforja el cuchillo que Jem le había regalado: una hoja estrecha con un mango de plata de intrincada talla. Bajo la sombra del roble, se cortó en la palma de la mano y observó cómo la sangre caía al suelo, empapando la tierra. Luego se arrodilló y hundió la hoja en ese suelo ensangrentado. Arrodillado, vaciló un momento con una mano en la empuñadura.

—James Carstairs —dijo en voz alta, y tragó saliva. Siempre era así; cuando más necesitaba de las palabras era cuando menos podía encontrarlas. Las frases del juramento bíblico de parabatai le vinieron a la cabeza: «No me ruegues que te deje, o que regrese cuando te estoy siguiendo, porque a donde tú vayas, yo iré, y donde tú habites, yo habitaré. Tu gente será mi gente, y tu Dios, mi Dios. Donde mueras, yo moriré, y ahí seré enterrado. El Ángel me haga esto, y mucho más, si nada más que la muerte nos separa a ti y a mí».

Pero no. Eso era lo que se decía cuando se unían, no cuando se rompía la unión. David y Jonathan también fueron separados por la muerte. Separados pero no divididos.

—Ya te lo había dicho, Jem, que no me dejarías —dijo Will, con la mano ensangrentada en el mango de la daga—. Y aún estás conmigo. Cuando respire, pensaré en ti, porque sin ti hace años que estaría muerto. Cuando me despierte y cuando duerma, cuando alce las manos para defenderme o cuando yazca para morir, tú estarás conmigo. Dices que nacemos una y otra vez. Yo digo que es un río lo que separa a los muertos de los vivos. Lo que sé es que si nacemos de nuevo, te encontraré en esa otra vida, y que si hay un río, me esperarás en la orilla a que llegue a ti, para que podamos cruzarlo juntos. —Will respiró hondo y soltó el cuchillo. Apartó la mano. El corte ya estaba curándose a resultas de la docena de iratzes que llevaba en la piel—. ¿Me has oído, James Carstairs? Estamos unidos, tú y yo, por encima de la separación de la muerte, por todas las generaciones que puedan venir. Para siempre.

Se puso en pie y miró el cuchillo. Éste era de Jem, la sangre era suya. Ese punto en el suelo, tanto si podía volver a encontrarlo como si no, tanto si vivía para intentarlo como si no, sería de los dos.

Fue caminando hacia Balios, hacia Gales y Tessa. No miró atrás.

Para: Charlotte Branwell

De: Cónsul Josiah Wayland Entregada en mano

Mi querida señora Branwell:

No estoy seguro de haber entendido bien su misiva. Parece increíble que una mujer sensata como usted dé tanto crédito a la simple palabra de un chico tan sabidamente temerario y poco digno de confianza como William Herondale ha demostrado ser en repetidas ocasiones. Yo no tengo intención de hacerlo. El señor Herondale, como muestra su propia carta, se ha lanzado a una alocada persecución sin ponerlo previamente en su conocimiento. Es absolutamente capaz de mentir para beneficiar su causa. No enviaré una fuerza importante de mis cazadores de sombras por el capricho y la descuidada palabra de un muchacho.

Le ruego que cese sus perentorios gritos de llevarnos a Cadair Idris. Trate de recordar que yo soy el Cónsul. Yo tengo el mando de los ejércitos de cazadores de sombras, señora, no usted. Concentre mejor sus esfuerzos en tratar de mantener a raya a sus cazadores de sombras.

Suyo,

Josiah Wayland, Cónsul

—Hay un hombre aquí que desea verla, señora Branwell.

Charlotte miró con cansancio a Sophie, que se hallaba en la puerta. También parecía cansada, como todos; el inconfundible rastro de las lágrimas bajo los ojos. Charlotte conocía las señales; las había visto en su propio espejo esa misma mañana.

Se hallaba sentada ante el escritorio del salón, mirando la carta que tenía en la mano. No se había esperado que al cónsul Wayland le complacieran las noticias, pero tampoco ese claro desdén y esa rotunda negación. «Yo tengo el mando de los ejércitos de cazadores de sombras, señora, no usted. Concentre mejor sus esfuerzos en tratar de mantener a raya a sus cazadores de sombras».

«Mantenerlos a raya». Charlotte estaba furiosa. Como si todos fueran niños, y ella nada mejor que su institutriz o su niñera, haciéndolos desfilar delante del Cónsul recién lavados y vestidos, y ocultándolos en el cuarto de juegos el resto del tiempo para que no lo molestaran. Eran cazadores de sombras, y ella también. Y si él no creía que Will fuera de fiar, era un estúpido. Sabía lo de la maldición; ella misma se lo había explicado. La locura de Will siempre había sido como la de Hamlet, mitad juego y mitad temeridad, y todo dirigido hacia un fin concreto.

El fuego crepitaba en la chimenea; en el exterior, la lluvia caía a raudales y dibujaba líneas de plata en los cristales. Esa mañana había pasado ante el dormitorio de Jem, la puerta abierta, la cama sin sábanas, las posesiones guardadas. Podría haber sido la habitación de cualquiera. Toda prueba de los años que Jem había pasado allí había desaparecido con el gesto de una mano. Se había apoyado contra la pared del pasillo, con la frente sudorosa y los ojos ardiendo.

«Raziel, ¿he hecho lo correcto?».

En ese momento, se pasó una mano por los ojos.

—¿Justamente ahora? No será el cónsul Wayland, ¿verdad?

—No, señora. —Sophie negó con la cabeza—. Es Aloysius Starkweather. Dice que es un asunto de la mayor urgencia.

—¿Aloysius Starkweather? —suspiró la directora. Había días que llevaban un horror tras otro—. Bueno, entonces, déjalo pasar.

Dobló la carta que había escrito como respuesta al Cónsul, y la acababa de sellar cuando la sirvienta regresó e hizo pasar a Aloysius Starkweather antes de retirarse. Charlotte no se levantó de la silla. Starkweather estaba más o menos igual que la última vez que lo había visto. Parecía haberse calcificado, como si aunque no pudiera rejuvenecer, tampoco pudiera envejecer. Su rostro era un mapa de arrugas, enmarcado en una barba y un cabello blancos. Tenía la ropa seca; Sophie debía de haberle colgado el abrigo abajo. El traje que llevaba estaba unos diez años pasado de moda, y él mismo olía levemente a naftalina.

—Por favor, señor Starkweather, siéntese —dijo Charlotte con toda la cortesía que pudo emplear con alguien que sabía que no la apreciaba y que había odiado a su padre.

Pero él no se sentó. Se sujetaba las manos a la espalda, y al volverse, mientras recorría con la mirada la sala, Charlotte vio, con cierta alarma, que tenía uno de los puños de la chaqueta salpicado de sangre.

—Señor Starkweather —dijo Charlotte, y decidió levantarse—. ¿Está usted herido? ¿Debo llamar a los Hermanos?

—¿Herido? —ladró él—. ¿Y por qué iba a estar herido?

—Su manga —señaló ella.

Él sacó el brazo y se lo miró antes de soltar una seca carcajada.

—No es mi sangre —informó—. Antes he tenido una pelea. Él se ha molestado…

—¿Se ha molestado con qué?

—Con que le cortara todos los dedos y luego le rebanara el cuello —contestó Starkweather, mirándola a los ojos. Los suyos eran gris negruzco, del color de la piedra.

—Aloysius. —La mujer prescindió de la cortesía—. Los Acuerdos prohíben ataques sin provocación a los subterráneos.

—¿Sin provocación? Yo diría que éste ha sido provocado. Su gente asesinó a mi nieta. Mi hija casi murió de pena. La casa de los Starkweather destruida…

—¡Aloysius! —Charlotte estaba seriamente alarmada—. Tu casa no está destruida. Aún hay Starkweather en Idris. No pretendo quitar importancia a tu pena, porque algunas pérdidas nos acompañan siempre. —«Jem», pensó, inesperadamente, y el dolor del recuerdo la empujó de nuevo a la silla. Apoyó los codos sobre la mesa, el rostro entre las manos—. ¿No has visto las runas que hay en la puerta del Instituto? Para nosotros, éste es un momento de gran pesar…

—¡He venido a decírtelo porque es importante! —Aloysius se encendió—. Tiene que ver con Mortmain, y Tessa Grey.

Charlotte bajó las manos.

—¿Qué sabes de ella?

Aloysius se había dado la vuelta. Se quedó mirando el fuego; su larga sombra se proyectaba sobre la alfombra persa del suelo.

—No soy un hombre que tenga una gran opinión de los Acuerdos —afirmó—. Ya lo sabes; has estado en el Consejo conmigo. Me criaron para creer que todo lo tocado por demonios era sucio y corrupto. Que los cazadores de sombras tenían el derecho de sangre de matar a esas criaturas y de quedarse sus posesiones como botín y tesoro. La sala de botines del Instituto de York quedó a mi cargo, y la mantuve llena hasta el día en que aprobaron la nueva Ley. —Frunció el cejo.

—Déjame adivinarlo —dijo Charlotte—. No te detuviste ahí.

—Claro que no —replicó el anciano—. ¿Qué son las Leyes de los hombres para los Ángeles? Sé cómo se deben hacer bien las cosas. Lo hacía sin que se notara mucho, pero no cesé de apoderarme de botines, o de destruir a los subterráneos que se cruzaban en mi camino. Uno de ésos fue John Shade.

—El padre de Mortmain.

—Los brujos no pueden tener hijos —gruñó Starkweather—. Algún humano que encontraron y entrenaron. Shade le enseñó sus sacrílegos manejos. Se ganó su confianza.

—Sería raro que los Shade hubieran robado a Mortmain a sus padres —consideró Charlotte—. Probablemente sería un niño que de otro modo habría muerto en un hospicio.

—Era antinatural. Los brujos no deben criar a hijos humanos. —Aloysius miró las rojas ascuas del fuego—. Por eso asaltamos la casa de Shade. Lo matamos a él y a su mujer. El chico escapó. El «príncipe mecánico» de Shade. —Bufó—. Nos llevamos varios objetos suyos de vuelta al Instituto, pero ninguno de nosotros pudimos encontrarles ni pies ni cabeza. Eso era todo lo que fue: un ataque de rutina. Todo según el plan. Es decir, hasta que nació mi nieta, Adele.

—Sé que murió en la ceremonia de su primera runa —dijo Charlotte, e inconscientemente se llevó la mano al vientre—. Lo siento. Es una gran pena tener un niño enfermo…

—¡Ella no nació enferma! —ladró Aloysius—. Fue un bebé sano. Hermosa, con los ojos de mi hijo. Todo el mundo la adoraba, hasta que una mañana, mi nuera nos despertó al gritar. Insistía en que el bebé que estaba en la cuna no era su hija, aunque era exactamente igual. Juraba que conocía a su hija, y que ésa no era. Pensamos que se había vuelto loca. Incluso cuando los ojos del bebé cambiaron de azules a grises; bueno, eso pasa mucho a los bebés. No fue hasta que tratamos de dibujarle la primera Marca cuando me di cuenta de que mi nuera había tenido razón. Adele… El dolor le resultó insufrible. Gritó y gritó, y se retorció. La piel se le quemaba donde la estela la tocaba. Los Hermanos Silenciosos hicieron todo lo que pudieron, pero a la mañana siguiente estaba muerta.

Aloysius calló y miró el fuego en silencio durante un largo rato, como si le fascinara.

—Mi nuera casi se volvió loca. No podía soportar quedarse en el Instituto. Yo sí lo hice. Sabía que ella había tenido razón; Adele no era mi nieta. Oí rumores de hadas y otros subterráneos que alardeaban de haberse vengado de los Starkweather, de haberse llevado uno de sus niños y haberlo reemplazado por un humano enfermizo. Ninguna de mis investigaciones reveló nada concreto, pero estaba decidido a descubrir adónde había ido a parar mi nieta. —Se apoyó en la repisa de la chimenea—. Casi me había dado por vencido cuando Tessa Gray fue a mi Instituto acompañada por dos de tus cazadores de sombras. Podría haber sido el fantasma de mi nuera, por lo mucho que se le parecía. Pero se decía que no tenía ninguna sangre de cazador de sombras. Era un misterio, pero uno que investigué.

»El hada que he interrogado hoy me ha dado las últimas piezas del rompecabezas. Cuando era un bebé, mi nieta fue cambiada por una niña humana a la que raptaron, una criatura enfermiza que murió cuando se le pusieron las Marcas porque no era nefilim. —La voz se le quebró, una grieta en la piedra—. A mi nieta la dejaron con una familia humana para que la criase; reemplazaron a su enfermiza Elizabeth, elegida porque tenía un parecido con Adele, con nuestra niña sana. Ésa fue la venganza de la Corte. Creían que yo había matado a los suyos, así que mataron a la mía. —Sus ojos eran fríos al mirar a Charlotte—. Adele, Elizabeth, llegó a ser una mujer en una familia mundana, sin saber lo que era. Y luego se casó. Con un hombre mundano. Su nombre era Richard. Richard Gray.

—¿Tu nieta —preguntó Charlotte muy despacio— era la madre de Tessa? ¿Elizabeth Gray? ¿La madre de Tessa era una cazadora de sombras?

—Sí.

—Eso son crímenes, Aloysius. Deberías llevar esto ante el Consejo…

—A ellos no les importa Tessa Gray —replicó él con aspereza—. Pero a ti sí. Y por eso vas a escuchar mi historia, y por eso tal vez me ayudes.

—Tal vez —repuso Charlotte—, si es lo correcto. Pero aún no entiendo qué tiene que ver Mortmain con esta historia.

El anciano se movió inquieto.

—Mortmain se enteró de lo que había pasado y decidió que usaría a Elizabeth Gray, una cazadora de sombras que no sabía que lo era. Creo que Mortmain se ganó a Richard Gray cuando era su empleado para conseguir acceso a Elizabeth. Creo que a mi nieta la engañó llevándole a un demonio Eidolon con la forma de su marido, y que lo hizo para que tuviera a Tessa. Ella fue siempre el objetivo. La hija de una cazadora de sombras y un demonio.

—Pero la descendencia de demonios y cazadores de sombras siempre nace muerta —repuso Charlotte automáticamente.

—¿Incluso si el cazador de sombras no sabe que lo es? —sugirió Starkweather—. ¿Incluso si no lleva ninguna runa?

—Yo… —Charlotte cerró la boca. No tenía ni idea de cuál era la respuesta; por lo que sabía, esa situación jamás se había dado. A los cazadores de sombras los marcaban de niños, tanto a los varones como a las hembras, a todos.

Pero no a Elizabeth Gray.

—Sé que la chica es una cambiante —continuó Starkweather—. Pero creo que no es por eso por lo que la quiere. Hay algo más que quiere de ella. Algo que sólo ella puede hacer. Ella es la clave.

—¿La clave de qué?

—Fueron las últimas palabras que me dijo el hada esta tarde. —Miró la sangre que tenía en la manga—. Dijo: «Ella será nuestra venganza por todas vuestras muertes inútiles. Ella será la ruina de los nefilim, y Londres arderá, y cuando el Magíster gobierne en todo, no seréis más que ganado en un cercado». Aunque el Cónsul no quiera ir en busca de Tessa por ti, deberían buscarla para evitar eso.

—Si lo creen —repuso Charlotte.

—Si sale de tus labios, deberán creerlo —afirmó Starkweather—. Si lo digo yo, se reirán de mí pensando que no soy más que un viejo, como han hecho durante años.

—Oh, Aloysius. Sobrevaloras la confianza que el Cónsul tiene en mí. Dirá que soy una mujer tonta y crédula. Dirá que el hada te ha mentido; bueno, no pueden mentir, pero sí retorcer la verdad, o repetir lo que creen que es la verdad.

El anciano apartó la mirada, moviendo la boca.

—Tessa Gray es la clave del plan de Mortmain —aseveró—. No sé cómo, pero lo es. Es en parte demonio. Recuerdo lo que en el pasado hice a cosas que eran parte demonio o sobrenaturales.

—Tessa no es una cosa —replicó Charlotte—. Es una chica; la han raptado y seguramente está aterrorizada. ¿No crees que si se me hubiera ocurrido un modo de salvarla, no lo habría hecho ya?

—En el pasado, he actuado mal —reconoció Aloysius—. Quiero hacer esto bien. Mi sangre corre por las venas de esa chica, incluso si también lo hace la sangre de un demonio. Es mi bisnieta. —Alzó la barbilla; sus ojos pálidos y acuosos estaban enrojecidos—. Sólo te pido una cosa, Charlotte. Cuando encuentres a Tessa Gray, y la encontrarás, dile que el nombre de Starkweather le da la bienvenida.

«No me hagas arrepentirme de haber confiado en ti, Gabriel Lightwood».

Gabriel estaba sentado al escritorio de su dormitorio, con la pluma en la mano y papel de carta extendido ante él. Las lámparas del cuarto no estaban encendidas, y las sombras de los rincones eran espesas y largas sobre el suelo.

Para: Cónsul Josiah Wayland

De: Gabriel Lightwood

Honorable Cónsul:

Hoy por fin le escribo con las noticias que me pidió. Había esperado que llegaran de Idris, pero la casualidad ha querido que su fuente fuera mucho más próxima a casa. Hoy, Aloysius Starkweather, director del Instituto de Yorkshire, ha visitado a la señora Branwell.

Gabriel dejó la pluma y respiró hondo. Había oído sonar la campanilla del Instituto, y había visto desde la escalera a Sophie acompañar al anciano por la casa hacia el salón. Después de eso, le había resultado fácil colocarse en la puerta y escuchar todo lo que se decía en la sala.

Es un viejo enloquecido de pesar, y como tal ha creado una elaborada fantasía en la que se explica a sí mismo su gran pérdida. Sin duda merece nuestra compasión, pero no que se le tome en serio: las decisiones del Consejo no se deben basar en las palabras de los poco fiables o los locos.

Las tablas del suelo crujieron; Gabriel alzó la cabeza de golpe. El corazón comenzó a latirle acelerado. Si era Gideon…, Gideon se horrorizaría al saber lo que estaba haciendo. Todos lo harían. Pensó en la mirada traicionada que aparecería en el pequeño rostro de Charlotte si lo supiera. En la perpleja rabia de Henry. Y sobre todo pensó en un par de ojos azules en un rostro con forma de corazón, mirándolo decepcionados.

«Quizá, Gabriel Lightwood, tenga fe en usted».

Cuando volvió a apoyar la pluma en la carta, lo hizo con tanta ferocidad que la plumilla atravesó el papel.

Lamento informarle de esto, pero hablaban del Consejo y del Cónsul con una gran falta de respeto. Es evidente que la señora Branwell se resiente de lo que considera interferencias innecesarias en sus planes. Se enfrentó a las absurdas afirmaciones de Starkweather, tales como que Mortmain ha hecho criar a demonios dragones y cazadores de sombras, con total credulidad. Al parecer usted tenía razón, y ella es demasiado terca y fácilmente influenciable para dirigir un Instituto de forma correcta.

Gabriel se mordió el labio y se obligó a no pensar en Cecily; en vez de eso pensó en Lightwood House; en la seguridad de su hermano y su hermana. En realidad no estaba haciendo daño a Charlotte. Sólo era una cuestión de su posición, no de su seguridad. El Consejo no tenía ningún oscuro plan para ella. Sin duda sería más feliz en Idris, o en alguna casita de campo, vigilando a sus niños correr por la verde hierba y sin preocuparse constantemente por el destino de los cazadores de sombras.

Aunque la señora Branwell le exhortara a enviar una fuerza de cazadores de sombras a Cadair Idris, cualquiera que toma la opinión de un loco histérico como la piedra angular de su política carece de la objetividad necesaria para confiar en ella.

De ser necesario, juraré por la Espada Mortal que todo esto es cierto.

Suyo en nombre de Raziel,

Gabriel Lightwood