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PARABATAI

Callad, que no está muerto ni dormido; despertó ya del sueño de la vida. Perdidos en visiones tempestuosas, sostenemos contra espectros una contienda estéril, y en delirio loco, el puñal del espíritu clavamos en el vacío invulnerable. Decaemos como crueles despojos sepultos; el temor y la angustia nos crispan y consumen día a día, y frías esperanzas serpentean cual gusanos en el barro que somos.

PERCY BYSSHE SHELLEY, «Adonais: Una elegía por la muerte de John Keats».

El patio del Green Man Inn era un lodazal pisoteado cuando Will detuvo su agotado caballo y descendió de su amplio lomo. Estaba cansado, agarrotado y dolorido de la silla, y con el mal estado de los caminos y la extenuación de Balios y la suya, había podido avanzar muy poco en las últimas horas. Ya había oscurecido, y Will se sintió aliviado al ver al mozo de cuadra corriendo hacia él, con las botas salpicadas de barro hasta la rodilla y una lámpara en la mano que proyectaba un cálido resplandor amarillo.

—¡Vaya una noche húmeda, señor! —exclamó el mozo alegremente mientras se acercaba. Parecía un muchacho humano corriente, pero había algo travieso y un poco como de diablillo en él; la sangre de hada, a veces, pasada de generación en generación, podía expresarse en humanos e incluso en cazadores de sombras en la curva de un ojo o en el brillante fulgor de una pupila. Naturalmente, el mozo tenía la Visión. El Green Man era una parada bien conocida en el submundo. Will había esperado poder llegar allí antes de que fuera noche cerrada. Estaba cansado de fingir delante de mundanos, cansado de rodearse de un glamour, cansado de ocultarse.

—¿Húmeda? ¿Eso crees? —masculló Will mientras el agua le caía del cabello y se le enganchaba en las pestañas. Tenía la mirada clavada en la puerta principal de la posada, por la que salía una acogedora luz amarilla. Por encima, casi toda la luz había desaparecido del cielo. Nubes negras y amenazantes lo cubrían, con la promesa de más lluvia.

El mozo cogió a Balios por la brida.

—Tiene uno de esos caballos mágicos —exclamó.

—Sí. —Will palmeó el costado del animal—. Necesita un buen cepillado, con especial cuidado.

El chico asintió.

—Usted es un cazador de sombras, ¿no? No nos vienen muchos por aquí. Uno no hace demasiado, pero era viejo y desagradable…

—Dime —preguntó Will—, ¿hay habitaciones libres?

—No estoy seguro de si queda alguna individual.

—Bueno, pues voy a querer una individual, así que será mejor que haya. Y un establo para el caballo durante la noche, y un baño y la cena. Vete y acomoda al caballo, y yo veré lo que tiene que decir tu jefe.

El posadero fue de lo más servicial y, a diferencia del mozo, no hizo ningún comentario sobre las Marcas que se le veían a Will en las manos o el cuello, y sólo le formuló las preguntas generales de rigor.

—¿Desea cenar en un salón privado o en la sala común, señor? ¿Y querrá el baño antes de la cena o después?

Will, que se notaba rebozado en barro, optó por bañarse primero, aunque aceptó cenar en la sala común. Había llevado con él cierta cantidad de dinero mundano, pero un salón privado para cenar era un gasto innecesario, sobre todo cuando no importaba lo que se comía. Los alimentos eran combustible para el viaje, nada más.

Aunque el posadero no parecía haberse fijado demasiado en que era un cazador de sombras, hubo otros en la sala común que sí lo hicieron. Mientras él se apoyaba en el mostrador, un grupo de licántropos jóvenes, que habían estado consumiendo cerveza barata durante todo el día, mascullaron entre sí cerca de la chimenea. Will trató de no fijarse en ellos mientras pedía botellas de agua caliente para él y un preparado de salvado para el caballo, como cualquier joven caballero arrogante, pero notaba los ávidos ojos de los licántropos sobre él, fijándose en todos los detalles, desde su cabello empapado y las botas llenas de barro hasta el pesado abrigo que no dejaba adivinar si llevaba el habitual cinturón de armas de los nefilim.

—Tranquilos, chicos —dijo el más alto del grupo. Estaba sentado apartado del fuego, con el rostro cubierto de pesadas sombras, aunque el fuego le dibujó la silueta de los largos dedos mientras sacaba una elegante pitillera de porcelana y daba unos pensativos golpecitos al cierre—. Lo conozco.

—¿Lo conoces? —preguntó incrédulo uno de los lobos más jóvenes—. ¿A ese nefilim? ¿Es amigo tuyo, Scott?

—Oh, amigo no. No exactamente. —Woolsey Scott encendió el cigarro con una cerilla y observó al chico desde el otro lado de la sala por encima de la pequeña llama; una sonrisa le asomaba a la boca—. Pero es muy interesante que esté aquí. Muy interesante, sin duda.

—¡Tessa! —La voz le reverberó en el oído, un grito desgarrado. Se irguió hasta sentarse en la orilla del torrente con el cuerpo temblándole.

—¿Will? —Se puso en pie y miró alrededor.

La luna había pasado tras una nube. El cielo era como mármol gris oscuro, atravesado de venas negras. El río corría ante ella, gris en la penumbra, y al mirar alrededor vio sólo árboles retorcidos, el escarpado barranco por el que había caído, un amplio paisaje que se extendía en la otra dirección, con campos y vallas de piedra, y alguna que otra granja o casa distante. No podía vislumbrar nada semejante a una ciudad o un pueblo, ni siquiera un grupo de luces que pudiera indicar una pequeña aldea.

—Will —susurró de nuevo, mientras se rodeaba con los brazos. Estaba segura de que había sido su voz la que había dicho su nombre. No había otra voz que sonara igual. Pero era ridículo. Él no estaba allí. No podía estarlo. Tal vez, igual que Jane Eyre, que había oído la voz de Rochester llamándola por los páramos, estaría medio soñando.

Al menos era un sueño que la había sacado de la inconsciencia. El viento era como un cuchillo frío que le atravesaba la ropa y le helaba la piel; sólo llevaba un fino vestido de interior, ni abrigo ni sombrero. Tenía la falda aún mojada del agua del río; el vestido y las medias rajados y manchados de sangre. El ángel le había salvado la vida, pero no había evitado que se hiriera.

Lo tocó, esperando algún tipo de guía, pero estaba tan quieto y silencioso como siempre. Mientras apartaba la mano del cuello, oyó la voz de Will en su cabeza: «A veces, cuando tengo que hacer algo y no sé qué hacer, imagino que soy un personaje de un libro. Es más fácil saber qué harían ellos».

«El personaje de un libro —pensó Tessa—, uno bueno y razonable, seguiría el torrente. Un personaje de libro sabría que las residencias humanas y los pueblos se suelen construir cerca del agua, y buscaría ayuda en vez de adentrarse en los bosques». Decidida, se abrazó y comenzó a caminar río abajo.

Cuando Will, ya bañado, afeitado y con una camisa y un cuello limpio, volvió a la sala común para cenar, la estancia estaba llena de gente.

Bueno, no exactamente gente. Mientras lo acompañaban a una mesa, anduvo entre otras en las que los trols se apiñaban sobre pintas de cerveza; podrían pasar por ancianos resecos excepto por los colmillos que les sobresalían de la mandíbula inferior. Un delgado brujo con el cabello castaño y un tercer ojo en el centro de la frente estaba dedicado a una chuleta de ternera. En una mesa junto al fuego se apiñaba un grupo: licántropos, notó Will, por su actitud de manada. La sala olía a humedad, ascuas y comida, y a Will le rugió el estómago; no se había dado cuenta de lo hambriento que estaba.

Estudió un mapa de Gales mientras bebía su vino (agrio, avinagrado), comía lo que le habían servido (un duro corte de venado con patatas) y hacía lo que podía para ignorar las miradas de los otros clientes. Supuso que el mozo de establo tenía razón; no pasaban muchos nefilim por ahí. Se sentía como si las Marcas estuvieran brillándole como sellos. Cuando le recogieron los platos, sacó papel y redactó una carta.

Charlotte:

Lamento haber dejado el Instituto sin tu permiso. Te pido que me perdones; me pareció que no había otra opción.

No obstante, no es por eso por lo que envío esta carta. Junto a la carretera he encontrado pruebas del paso de Tessa. De algún modo ha conseguido tirar su colgante de jade por la ventanilla del carruaje, creo que para que podamos seguirla. Ahora lo tengo conmigo. Es una prueba irrefutable de que nuestras suposiciones sobre el paradero de Mortmain eran correctas. Debe de estar en Cadair Idris. Tienes que escribir al Cónsul y exigir que envíe una fuerza completa a la montaña.

Will Herondale

Después de sellar la carta, Will llamó al posadero y se aseguró de que, por media corona, el mozo la llevaría al carruaje nocturno del correo para que fuera entregada. Después de pagar, se recostó en su asiento, meditando si debía obligarse a beber otro vaso de vino para estar seguro de dormir; en ese momento, notó un dolor agudo que le atravesaba el pecho. Era como si le hubieran disparado una flecha, y se sacudió hacia atrás. El vaso de vino se estrelló contra el suelo y se rompió. Will se puso en pie de un salto y apoyó ambas manos en la mesa. Era vagamente consciente de las miradas y de la ansiosa voz del posadero en el oído, pero el dolor era demasiado intenso para pensar, casi tan intenso incluso como para respirar.

La opresión en su pecho, la que había considerado como el extremo del cordón que lo ataba a Jem, se había tensado tanto que le estaba estrangulando el corazón. Se tambaleó apartándose de la mesa, se abrió paso a empujones entre el montón de clientes cerca del bar y cruzó hacia la puerta principal de la posada. Sólo podía pensar en aire, en meterse aire en los pulmones para respirar.

Empujó la puerta para abrirla y salió medio tambaleándose a la noche. Por un instante, el dolor en el pecho disminuyó, y Will se desplomó contra la pared de la posada. Estaba cayendo una cortina de lluvia, que le empapó el cabello y la ropa. Ahogó un grito, mientras el corazón se le encogía con una mezcla de terror y desesperación. ¿Era sólo la distancia de Jem lo que le estaba afectando? Nunca había sentido nada parecido, incluso cuando su parabatai había estado en sus peores momentos, incluso cuando había estado herido y Will sufría por un dolor simpático.

El cordón se rompió.

Por unos segundos, todo se le volvió blanco, como bañado en ácido. A Will se le doblaron las rodillas y vomitó su cena en el barro. Cuando pasaron los espasmos, se puso en pie como pudo y se alejó a trompicones de la posada, como si estuviera tratando de correr más que su dolor. Fue a dar contra la pared de los establos, junto al abrevadero de los caballos. Se dejó caer de rodillas, metió las manos en el agua helada y vio su reflejo. Veía su rostro, tan blanco como la muerte, la camisa y una mancha roja que se le iba extendiendo por delante.

Con las manos mojadas, se cogió la camisa y se la abrió. Bajo la tenue luz que salía de la posada, vio que su runa de parabatai, justo sobre el corazón, estaba sangrando.

Tenía las manos cubiertas de sangre, sangre mezclada con lluvia, la misma lluvia que hacía desaparecer la sangre del pecho y dejaba al descubierto la runa que comenzaba a difuminarse, pasando del negro al plata, transformando todo lo que había tenido sentido en la vida de Will en un sinsentido.

Jem había muerto.

Tessa llevaba horas caminando, y los finos zapatos estaban rajados por las ásperas piedras del lecho del río. Había comenzado casi corriendo, pero el agotamiento y el frío habían podido con ella, y en ese momento cojeaba lentamente, aunque sin vacilar, río abajo. La tela empapada de las faldas era como una ancla que la estaba arrastrando al fondo de algún mar terrible.

No había visto ni una señal de residencia humana, y comenzaba a desesperar de su plan, cuando se abrió un claro. Había empezado a caer una ligera llovizna, pero incluso a través de ella pudo ver la silueta de un edificio bajo de piedra. A medida que se acercaba, vio lo que parecía ser una casita, con techo de paja y un sendero lleno de matojos que llevaba a la puerta.

Aceleró el paso, casi corriendo, pensando en una amable pareja de granjeros, del tipo que en los libros acogían a una joven y la ayudaban a contactar con su familia, como los Rivers habían hecho por Jane en Jane Eyre. Sin embargo, al acercarse, captó la suciedad, las ventanas rotas y la hierba que crecía en el techo de paja. El corazón se le cayó a los pies. La casa estaba abandonada.

La puerta estaba ya entreabierta, la madera hinchada por la humedad. Había algo inquietante en la casa vacía, pero Tessa necesitaba desesperadamente un lugar donde refugiarse de la lluvia y de cualquier perseguidor que Mortmain pudiera enviar tras ella. Se aferró a la esperanza de que la señora Negro pensara que había muerto en la caída, pero dudaba de que el Magíster pudiera perder su pista tan fácilmente. Después de todo, si alguien sabía lo que podía hacer su ángel mecánico, era él.

La hierba crecía entre las losas del suelo del interior de la casa, y la chimenea estaba sucia, con un caldero requemado aún colgando sobre los restos de un fuego y las paredes encaladas llenas de hollín evidenciaban el paso del tiempo. Cerca de la puerta, había un revoltijo de lo que parecían herramientas de granja. Una parecía un palo de metal con un gancho al final, aún afilado. Como sabía que podría necesitar algún medio de defensa, lo cogió; luego fue a la entrada de la otra única habitación que tenía la casa: un pequeño dormitorio en el que vio, encantada, que había una mohosa manta sobre la cama.

Se miró impotente el mojado vestido. Tardaría mucho en quitárselo sin la ayuda de Sophie, y necesitaba desesperadamente calor. Se envolvió en la manta, aún con la ropa mojada, y se acurrucó en el colchón relleno de punzante heno. Olía a moho y seguramente había ratones viviendo en él, pero en ese momento le pareció a Tessa la cama más lujosa en la que nunca se había tumbado.

Sabía que lo más inteligente era permanecer despierta. Pero, a pesar de todo, no podía resistir más las exigencias de su cuerpo, golpeado y exhausto. Con el arma de metal apretada contra el pecho, se sumergió en el sueño.

—¿Así que es éste? ¿El nefilim?

Will no sabía cuánto tiempo llevaba sentado contra la pared del establo, cada vez más empapado, cuando una voz rugiente le llegó desde la oscuridad. Alzó la cabeza, demasiado tarde para esquivar la mano que iba a por él. En un segundo lo había agarrado por el cuello de la camisa y lo obligaba a ponerse en pie.

Miró a través de unos ojos cegados por la lluvia y el dolor a un grupo de licántropos que lo rodeaban en un semicírculo. Quizá fueran unos cinco, incluido el que lo tenía sujeto contra la pared del establo, con un puño agarrándole la camisa ensangrentada. Todos iban vestidos de un modo muy parecido, de un negro tan mojado por la lluvia que brillaba como lona encerada. Todos iban con la cabeza descubierta, y el cabello, largo como lo llevaban los licántropos, se les pegaba al cráneo.

—Sácame las manos de encima —ordenó Will—. Los Acuerdos prohíben tocar a un nefilim sin que medie provocación…

—¿Sin provocación? —El licántropo que lo sujetaba lo tiró hacia adelante y luego lo volvió a estrellar contra la pared. En circunstancias normales, seguramente eso le habría dolido, pero ésas no eran circunstancias normales. El dolor físico que le había provocado la runa de parabatai había desaparecido, pero sentía todo el cuerpo seco y vacío, todo el sentido extraído de su centro—. Yo diría que es provocado. Si no fuera por vosotros, nefilim, el Magíster nunca habría venido tras nosotros con sus drogas asquerosas y sus sucias mentiras…

Will miró a los licántropos con una emoción que rozaba la hilaridad. ¿Realmente creían que podían hacerle daño, después de lo que acababa de perder? Durante cinco años había sido su verdad absoluta. Jem y Will. Will y Jem. Will Herondale vive, por tanto, Jem Carstairs también vive. Quod erat demostrandum. Imaginaba que perder una pierna o un brazo sería doloroso, pero perder la verdad central de la vida era… fatal.

—Drogas asquerosas y sucias mentiras —repitió Will arrastrando las palabras—. Eso suena de lo más antihigiénico. Aunque, dime, ¿es cierto que en vez de bañaros, los licántropos os laméis una vez al año?

La mano que lo sujetaba se tensó aún más.

—Deberías ser un poco más respetuoso, cazador de sombras.

—No —replicó Will—. La verdad es que no.

—Hemos oído hablar de ti, Will Herondale —habló uno de los otros licántropos—. Siempre arrastrándote ante los subterráneos en busca de ayuda. Nos gustaría verte arrastrándote ahora.

—Entonces, tendréis que cortarme por las rodillas.

—Eso —repuso el hombre lobo que sujetaba a Will— podría arreglarse.

Will se puso en acción. Estrelló la cabeza contra el rostro del licántropo que tenía delante. Oyó y sintió el desagradable crujido de la nariz de éste al romperse, y la sangre caliente comenzó a cubrirle el rostro mientras el hombre lobo se tambaleaba por el patio y se desplomaba de rodillas sobre los adoquines. Se apretaba el rostro con las manos, tratando de contener la sangre.

Una mano le agarró por el hombro, las garras atravesaron la tela de la mojada camisa de Will. Éste se volvió para enfrentarse a los lobos y vio en la mano de este segundo, plateado bajo la luna, el destello de un cuchillo. Los ojos de su atacante brillaban bajo la lluvia, verde dorados y amenazadores.

«No han salido aquí para burlarse de mí o herirme —se dio cuenta Will—. Han venido para matarme».

Por un triste momento, Will estuvo tentado de dejarles que lo hicieran. La idea le pareció un enorme alivio: el fin del dolor, el fin de la responsabilidad, una simple sumersión en la muerte y el olvido. Se quedó sin moverse mientras el cuchillo iba hacia él. Todo parecía estar sucediendo muy lentamente: el borde del cuchillo de hierro moviéndose hacia él, el guiño de burla en el rostro del licántropo, oscurecido por la lluvia.

La imagen que había soñado el día anterior se le apareció ante los ojos: Tessa, corriendo por un sendero verde hacia él. Tessa. Automáticamente, alzó la mano, le agarró la muñeca al hombre lobo mientras esquivaba el golpe y pasó por debajo del brazo. Se lo retorció con fuerza, y el brazo se rompió en astillas. El licántropo gritó, y un oscuro rayo de regocijo atravesó a Will. La daga cayó sobre los adoquines mientras Will le doblaba las piernas a su oponente y le clavaba el codo en la sien. El lobo cayó desmadejado y no volvió a moverse.

Will cogió la daga y se volvió para enfrentarse a los demás. Sólo quedaban tres en pie, y parecían mucho menos seguros de sí mismos que antes. Will sonrió de medio lado, frío y terrible, y notó el gusto metálico de la lluvia y la sangre en la boca.

—Venid a matarme —los retó—. Venid a matarme si creéis que podéis. —Dio una patada al lobo inconsciente que yacía a sus pies—. Tendréis que hacerlo mejor que vuestros amigos.

Se lanzaron sobre él, con las garras extendidas, y Will cayó sobre el suelo, golpeándose la cabeza contra los adoquines. Unas uñas corvas le arañaron en el hombro; él rodó hacia un lado bajo una lluvia de golpes y blandió la daga hacia arriba. Se oyó un gañido de dolor que acabó en un gemido, y el peso que Will tenía encima, que se había estado moviendo y debatiendo, se quedó sin fuerza. Will rodó de lado y se puso en pie de un salto mientras daba la vuelta.

El lobo al que había apuñalado yacía con los ojos abiertos, muerto en medio de un charco cada vez más grande de sangre y lluvia. Los dos licántropos que quedaban estaban poniéndose en pie, cubiertos de lodo y empapados de agua. Will sangraba en el hombro, donde uno de ellos le había abierto unas profundas heridas con las garras; el dolor era glorioso. Rió entre la sangre y el barro mientras la lluvia le limpiaba la sangre de la hoja de la daga.

—Otra vez —dijo, y casi ni reconoció su propia voz, tensa, quebrada, letal—. Otra vez.

Uno de los hombres lobo giró en redondo y salió huyendo. Will rió de nuevo y fue hacia el último de ellos, que se había quedado paralizado, aunque el chico no estaba seguro si era por valor o por terror, pero tampoco le importaba. La daga era como una extensión de su muñeca, parte del brazo. Un buen golpe y un tirón hacia arriba, y cortaría el hueso y el cartílago, atravesando el corazón…

—¡Deteneos! —La voz era dura, autoritaria, conocida. Will miró en la dirección de donde procedía. Atravesando el patio, con los hombros encorvados contra la lluvia y una expresión de furia, estaba Woolsey Scott—. ¡Os ordeno, a ambos, que os detengáis en este mismo instante!

De inmediato, el licántropo dejó caer las manos y sus garras desaparecieron. Agachó la cabeza en el clásico gesto de sumisión.

—Maestro…

Una oleada de rabia cubrió a Will, y le borró toda racionalidad, toda sensatez, todo excepto la furia. Agarró al licántropo y lo tiró hacia él, le rodeó el cuello con un brazo y le puso la daga al cuello. Woolsey, a sólo unos pasos, se detuvo de golpe, sacando chispas por los ojos.

—Acércate más —amenazó Will—, y le cortaré el cuello a tu lobezno.

—He dicho que paréis —repuso el líder de los Preator Lupus en tono mesurado. Llevaba, como siempre, un traje perfectamente cortado, con una chaqueta de montar de brocado encima, todo bien empapado de lluvia. Su cabello rubio, pegado al cuello, y el rostro parecía incoloro a causa de lo mojado que estaba—. Ambos.

—Pero ¡yo no tengo por qué escucharte! —gritó Will—. ¡Estaba ganando! ¡Ganando! —Miró por el patio a los tres cuerpos de los hombres lobo con los que había luchado: dos inconscientes y uno muerto—. Tu manada me ha atacado sin provocación. Han violado los Acuerdos. Me estaba defendiendo. ¡Han violado la Ley! —Alzó la voz, dura e irreconocible—. Se me debe su sangre, y ¡la tendré!

—Sí, sí, cubos de sangre —replicó Woolsey—. Y ¿qué harías si la tuvieras? Ese licántropo no te importa nada. Déjalo ir.

—No.

—Al menos suéltalo para que pueda luchar contra ti —insistió el líder.

Will vaciló, luego soltó al hombre lobo, que miró a su jefe, aterrorizado. Woolsey chasqueó los dedos en dirección a él.

—Corre, Conrad —le ordenó—. De prisa, y ya.

El licántropo no necesitó que se lo repitiera; dio la vuelta, salió a toda velocidad y desapareció detrás de los establos. Will se volvió hacia Woolsey con una mueca en el rostro.

—Así que los de tu manada son todos unos cobardes —sentenció—. ¿Cinco contra un cazador de sombras? ¿Es así como va?

—No les he dicho que salieran aquí a por ti. Son jóvenes. Y estúpidos e impetuosos. Y la mitad de su manada murió por culpa de Mortmain. Culpan a los tuyos. —Woolsey se acercó un poco más; miró a Will de arriba abajo, tan frío como hielo verde—. Entonces, supongo que tu parabatai ha muerto —añadió con una sorprendente naturalidad.

Will no estaba preparado para oír esas palabras, nunca estaría preparado. La pelea le había aclarado el dolor de la cabeza por el momento, pero ahora amenazaba con regresar, omnipresente y terrorífico. Ahogó un grito como si Woolsey le hubiera golpeado, y dio un involuntario paso atrás.

—Y tú estás intentando que te maten por eso, ¿no, chico nefilim? ¿Eso es lo que está pasando?

Will se apartó el cabello mojado de la cara y miró a Woolsey con odio.

—Quizá sí.

—¿Es así como respetas su memoria?

—¿Qué importa? —replicó el otro—. Está muerto. Nunca sabrá lo que hago o dejo de hacer.

—Mi hermano está muerto —explicó Woolsey—. Aún me esfuerzo por cumplir sus deseos, por continuar el Preator Lupus en su memoria, y en vivir como él habría querido que viviese. ¿Crees que soy la clase de persona que estaría en un lugar como éste, comiendo bazofia y bebiendo vinagre, hasta las rodillas de barro, contemplando como un tedioso niñato cazador de sombras destruye aún más mi ya menguada manada, si no fuera porque estoy al servicio de algo más importante que mis propios deseos y penas? Y tú también, cazador de sombras. Tú también.

—¡Oh, Dios! —La daga cayó de la mano de Will y aterrizó en el barro a sus pies—. ¿Y qué hago ahora? —susurró.

No tenía ni idea de por qué se lo estaba preguntando a Woolsey, excepto que no había nadie más en el mundo a quien preguntárselo. Ni siquiera cuando creía estar maldito se había sentido tan solo.

El licántropo lo miró como si nada.

—Haz lo que tu hermano habría querido que hicieras —contestó, y luego se fue de vuelta hacia la posada.