13

LA MENTE TIENE MONTAÑAS

¡Oh, la mente! La mente tiene montañas; peñascos de caída espantosa, lisa, inimaginable para el hombre. Despreciarlos puede el que nunca colgó de allí. Ni por largo rato nuestra pequeña resistencia soporta lo empinado o profundo. ¡Aquí!, arrástrate, desgraciado, bajo un consuelo escondido en un torbellino: toda vida la muerte acaba y todo día muere al dormir.

GERARD MANLEY HOPKINS, «No peor, no lo hay».

Tessa nunca llegaría a recordar si había gritado al precipitarse. Sólo recordaba una caída larga y silenciosa, el río y las rocas que se aproximaban, el cielo a sus pies. El viento le golpeaba el rostro y el cabello, mientras se revolvía en el aire, y notó un seco tirón en la garganta.

Las manos se le fueron hacia arriba. Su colgante del ángel le estaba subiendo por la cabeza, como si una enorme mano hubiera surgido del cielo para quitárselo. Una desenfocada mancha metálica la envolvía, un par de grandes alas se abrían como verjas, y algo la cogió, deteniendo su caída. Abrió los ojos sorprendida; era imposible, inimaginable, pero su ángel, su ángel mecánico, había crecido de algún modo hasta alcanzar el tamaño de un ser humano y flotaba sobre ella, con las grandes alas mecánicas cortando el aire. Vio un rostro impasible y hermoso, el rostro de una estatua hecha de metal, tan inexpresivo como siempre; pero el ángel tenía manos, tan articuladas como las suyas propias, y con ellas la estaba sujetando, aguantándola mientras las alas batían, batían, batían, y ella caía lentamente, con suavidad, como una semilla de diente de león llevada por el viento.

«Quizá me estoy muriendo —pensó Tessa y—: Esto no puede ser». Pero el ángel la sujetaba, y juntos fueron bajando a tierra, el suelo se fue haciendo cada vez más visible y enfocado. Pudo distinguir las diferentes rocas junto a la orilla del torrente, las corrientes de éste, el reflejo del sol en el agua. La sombra de las alas se recortó sobre el suelo y se fue haciendo cada vez más grande mientras Tessa caía hacia ella, caía dentro de la sombra, y ella y el ángel bajaron juntos hacia el suelo y aterrizaron sobre la blanda tierra y las rocas que salpicaban los márgenes del torrente.

Tessa ahogó un grito al aterrizar, más por la impresión que por el golpe, y alzó las manos, como si pudiera amortiguar la caída del ángel con su cuerpo; pero éste ya estaba encogiéndose, se hacía más y más pequeño, las alas se plegaban sobre sí mismas, hasta que dio contra el suelo a su lado, de nuevo del tamaño de un adorno. Tessa extendió una mano temblorosa y lo cogió. Estaba tumbada sobre pedruscos irregulares, medio dentro, medio fuera del agua helada; ésta ya le había empapado las faldas. Tessa cogió su colgante, acabó de subir la orilla del torrente con lo que le restaba de fuerzas y se desplomó por fin sobre el suelo seco con el ángel apretado contra el pecho y su familiar tictac contra el corazón.

Sophie se hallaba sentada en el sillón junto a la cama de Jem que siempre había sido el sitio de Will, y lo observaba dormir.

Había habido un tiempo, pensó, cuando casi habría agradecido esa oportunidad, una ocasión para estar cerca de él, para ponerle compresas frías en la frente cuando se removía y murmuraba, ardiendo de fiebre. Y aunque ya no lo amaba como antes, de esa forma como se ama a alguien que no se conoce, con admiración y distancia, el corazón aún se le encogía al verlo así.

Una de las chicas del pueblo en el que se había criado Sophie había muerto de tuberculosis, y ella recordaba que todos habían dicho que la enfermedad la había vuelto más hermosa antes de matarla, la hacía más pálida y esbelta, y le cubría las mejillas con un agitado rubor rosado. En ese momento, Jem tenía esa fiebre en las mejillas, mientras se removía contra las almohadas; su cabello plateado era como la escarcha, y sus dedos se movían sin parar sobre la colcha. De vez en cuando, hablaba, pero las palabras eran en mandarín, y ella no las entendía. Jem llamaba a Tessa. «Wo ai ni, Tessa. Bu lu run, he qing kuang fa sheng, wo men dou hui zai yi qi». Y también a Will, «sheng si zhi jiao», de un modo que hacía que la chica quisiera cogerle la mano y sujetársela, aunque cuando fue a tocarlo, él estaba ardiendo de fiebre y Sophie se echó hacia atrás en el sillón, chillando y preguntándose si debería llamar a Charlotte.

Ésta querría saber si Jem estaba empeorando. Estaba a punto de ponerse en pie cuando de repente él ahogó un grito y abrió los ojos. Sophie volvió a dejarse caer en el sillón, mirándolo fijamente. Los iris eran de una plata tan clara que parecían casi blancos.

—¿Will? —llamó Jem—. ¿Will, eres tú?

—No —contestó la sirvienta, casi temerosa de moverse—. Soy Sophie.

Jem exhaló suavemente y volvió la cabeza hacia ella sobre la almohada. La chica lo vio enfocar la mirada en su rostro con un esfuerzo, y luego, increíblemente, Jem sonrió, esa sonrisa de gran dulzura que fue lo primero que se había ganado el corazón de Sophie.

—Claro —dijo él—. Sophie. Will no está… He hecho que Will se fuera.

—Ha ido a buscar a Tessa —explicó ella.

—Bien. —Las largas manos de Jem agarraron la colcha y se cerraron en puños una vez, luego las relajó—. Me… me alegro.

—Lo echa usted de menos —dijo Sophie.

Jem asintió lentamente.

—Lo noto… en la distancia, como un cordón en mi interior muy, muy tenso. No me esperaba eso. No nos habíamos separado desde que nos convertimos en parabatai.

—Cecily ha dicho que lo ha enviado usted.

—Sí —contestó él—. Me ha costado convencerle. Creo que si él no estuviera también enamorado de Tessa, no habría logrado hacerle marchar.

Sophie se quedó boquiabierta.

—¿Usted lo sabía?

—No hace mucho —contestó Jem—. No, no habría sido tan cruel. De haberlo sabido, nunca me habría declarado. Me habría contenido. No lo sabía. Y, sin embargo, ahora, mientras todo se aleja de mí, todo se me aparece bajo una luz tan clara que creo que lo habría llegado a saber, incluso si no me lo habría dicho. Cuando acabara todo, lo habría sabido. —Sonrió levemente al ver la expresión compungida de Sophie—. Me alegro de no haber tenido que esperar hasta el final.

—¿No está enfadado?

—Estoy contento —contestó él—. Así podrán cuidarse mutuamente cuando yo ya no esté, o al menos puedo tener esa esperanza. Will dice que ella no lo ama, pero… seguro que llegará a amarlo con el tiempo. Es fácil querer a Will, y él le ha entregado todo su corazón. Lo veo. Espero que ella no se lo rompa.

A Sophie no se le ocurría nada que decir. No sabía qué se podía decir ante un amor así; tanta paciencia, tanto aguante, tanta esperanza… Durante esos últimos meses, en muchas ocasiones había lamentado haber pensado alguna vez mal de Will Herondale; sobre todo cuando veía cómo se quedaba atrás y permitía a Tessa y a Jem ser felices juntos, y ella sabía el sufrimiento por el que ésta pasaba, junto a la alegría, al ser consciente de que estaba hiriendo a Will. Sólo Sophie sabía que Tessa a veces llamaba a Will mientras dormía; sólo ella sabía que la cicatriz que tenía la chica en la palma de la mano no era debida a un encuentro accidental con el atizador de la chimenea, sino una herida deliberada, que se había infligido para poder, de algún modo, igualar con dolor físico el dolor emocional que había sentido al rechazar a Will. Sophie había sujetado a Tessa mientras ésta lloraba y se arrancaba del cabello las flores que eran del color de los ojos de Will, y también la sirvienta había cubierto con polvos las pruebas de las lágrimas y las noches en vela.

¿Debería decírselo? Sophie se lo preguntaba. ¿Sería un favor decirle: «Sí, Tessa también lo ama; ha tratado de que no fuera así, pero lo es»? ¿Podía algún hombre realmente querer oír eso de la muchacha con la que se iba a casar?

—La señorita Gray tiene un gran aprecio por el señor Herondale, y creo que no querría romper ningún corazón —dijo finalmente—. Pero me gustaría que usted no hablara como si su muerte fuera inevitable, señor Carstairs. Incluso ahora, la señora Branwell y los demás tienen esperanzas de encontrar una cura. Creo que vivirá para envejecer junto a la señorita Gray, y ambos serán muy felices.

Él sonrió como si supiera algo que ella no sabía.

—Es muy amable por tu parte decir eso, Sophie. Sé que soy un cazador de sombras, y no dejamos fácilmente esta vida. Luchamos hasta el final. Venimos del reino de los ángeles y, no obstante, lo tememos. Pero creo que uno puede enfrentarse al fin y no tener miedo sin haber tenido que inclinarse ante la muerte. La muerte nunca me dominará.

Sophie lo miró algo preocupada; le parecía que Jem deliraba un poco.

—¿Señor Carstairs? ¿Voy a buscar a Charlotte?

—Dentro de un momento, pero, Sophie… en tu expresión, justo antes, cuando te he dicho… —Se inclinó hacia ella—. Entonces ¿es cierto?

—¿Qué es cierto? —preguntó ella con un hilillo de voz, pero sabía cuál sería la pregunta, y no podía mentirle a Jem.

Will estaba de un humor de perros. El día había amanecido cubierto de niebla, húmedo y horrible. Se había despertado con el estómago revuelto, y casi no había sido capaz de tragarse los huevos gomosos y el beicon que la esposa del posadero le había servido en el salón de aire viciado; todo su cuerpo le pedía regresar al camino y continuar el viaje.

Varios chubascos lo habían dejado temblando bajo su ropa a pesar del abundante empleo de las runas de calor, y a Balios no le gustaba el barro, que le pegaba los cascos al suelo mientras trataban de apresurarse por la carretera, con Will pensando torvamente en cómo era posible que la niebla se le pudiera condensar hasta dentro de la ropa. Al menos había llegado a Northamptonshire, lo que ya era algo, pero sólo había cubierto unos treinta kilómetros y se negaba a detenerse, aunque su caballo lo miró como suplicante cuando atravesaban Towcester, como si le pidiera un lugar cálido en un establo y un poco de avena, y Will estuvo casi dispuesto a dárselo. Una sensación de impotencia le calaba los huesos igual que el frío y la recurrente lluvia. ¿Qué creía estar haciendo? ¿Realmente creía que encontraría a Tessa de ese modo? ¿Acaso era estúpido?

Además, en ese momento estaban atravesando una desagradable zona, donde el lodo hacía que el rocoso camino resultara muy traicionero. Una gran pared de tierra se elevaba a un lado del camino y tapaba el cielo. Al otro lado, el camino daba a un precipicio tapizado con afiladas piedras. La distante agua de un torrente lodoso brillaba tenuemente en el fondo del barranco. Will mantenía la cabeza de Balios bien apartada del despeñadero, pero el caballo aún parecía nervioso y temeroso de la caída. El chico iba con la cabeza gacha, resguardada todo lo posible en el cuello de la chaqueta para evitar la fría lluvia; fue sólo por casualidad que, mirando un momento hacia el lado, captó el destello de algo verde brillante y dorado en medio de las rocas que bordeaban el camino.

Al instante había detenido a Balios, y desmontaba con tal rapidez que casi se resbaló en el barro. La lluvia caía con más fuerza en ese momento, mientras se acercaba y se arrodillaba para examinar la cadena de oro que se había quedado enganchada en la aguda punta de una roca. La cogió con cuidado. Era un colgante de jade, circular, con caracteres estampados en negro. Sabía perfectamente qué decían.

«Cuando dos personas son una en lo más profundo de su corazón, quiebran incluso la fuerza del hierro o el bronce».

El regalo de compromiso que Jem le había hecho a Tessa. Will apretó la mano sobre él. Recordó estar ante ella en la escalera; la cadena del colgante de jade le envió un destello desde el cuello de Tessa como un cruel recordatorio de Jem mientras ella le decía: «Dicen que no se puede dividir el corazón y, sin embargo…».

—¡Tessa! —gritó de repente, y su voz resonó entre las rocas. «¡Tessa!».

Durante un momento se quedó parado, estremeciéndose, al borde del camino. No sabía lo que había esperado… ¿una respuesta? Era difícil que pudiera estar ahí, escondida entre las escasas rocas. Sólo se oía el silencio, y el ruido del viento y la lluvia. Aun así, sabía sin la más mínima duda que ése era el colgante de su amada. Quizá se lo hubiera arrancado del cuello y lo hubiera tirado por la ventana del carruaje para marcarle el camino a él, como Hansel y Gretel con las migas de pan. Eso sería lo que haría una heroína de libro y, por consiguiente, lo que haría Tessa. Quizá habría más señales, si seguía adelante. Por primera vez, la esperanza le fluyó por las venas.

Con un nuevo ímpetu fue hacia Balios y subió a la silla. No pararía; llegaría a Staffordshire esa noche. Mientras volvía la cabeza de su montura hacia el camino, se metió el colgante en el bolsillo, donde sus palabras de amor y compromiso parecieron quemarle como un hierro de marcar.

Charlotte nunca se había sentido tan cansada. El hijo que esperaba la agotaba más de lo que había pensado al principio, y había estado despierta toda la noche y corriendo todo el día. Tenía manchas en el vestido de la cripta de Henry, y le dolían los tobillos de subir y bajar la escalera de la casa y las escalerillas de mano de la biblioteca. Sin embargo, cuando abrió la puerta del cuarto de Jem y lo vio no sólo despierto sino sentado y hablando con Sophie, olvidó todo su cansancio y notó que se le dibujaba en el rostro una sonrisa de alivio.

—¡James! —exclamó—. Me preguntaba… digo, me alegro de que estés despierto.

La sirvienta, que estaba curiosamente sonrojada, se puso en pie.

—¿Debo irme, señora Branwell?

—Oh, sí, por favor, Sophie. Bridget tiene uno de sus días; dice que no puede encontrar el Ban Mary, y yo no tengo ni la más remota idea de lo que está hablando.

Sophie casi sonrió; lo habría hecho si el corazón no le estuviera latiendo a toda prisa por saber que quizá acabara de hacer algo terrible.

—El bain-marie —explicó—. Yo se lo buscaré. —Fue hacia la puerta, se detuvo y le lanzó por encima del hombro una mirada muy peculiar a Jem, que volvía a reposar sobre las almohadas, muy pálido, pero compuesto. Antes de que Charlotte pudiera decir nada, ella ya se había marchado, y Jem estaba indicando a la directora que se acercara con una cansada sonrisa.

—Charlotte, si no te importa… ¿podrías traerme el violín?

—Claro. —Fue a la mesa que se hallaba junto a la ventana, donde el violín estaba guardado en su funda de palisandro, con el arco y una cajita redonda de resina ámbar. Lo cogió y lo llevó a la cama, donde Jem lo tomó con cuidado. Charlotte se sentó, agradecida, en el sillón junto a él—. Oh… —exclamó un momento después—. Lo siento. He olvidado el arco. ¿Querías tocar?

—No pasa nada. —Pulsó con suavidad las cuerdas con los dedos, y produjo un sonido vibrante y agradable—. Eso es un pizzicato; lo primero que mi padre me enseñó a hacer cuando aprendía a tocar el violín. Me recuerda a cuando era niño.

«Y sigues siendo un niño», quiso decir Charlotte, pero no lo hizo. Después de todo, sólo le faltaban unas semanas para cumplir los dieciocho años, y aunque cuando ella lo miraba aún veía al niño de cabello negro que había llegado de Shanghái aferrando su violín, con unos ojos enormes en un rostro pálido, eso no quería decir que no hubiera crecido.

Cogió la caja de yin fen que estaba en la mesilla de noche. Sólo había un pálido resto en el fondo, apenas una cucharadita de postre. Intentó tragar el nudo que tenía en la garganta, puso el polvo en el fondo de un vaso, vertió agua de la botella y dejó que el polvo se disolviera como el azúcar. Cuando se lo pasó a Jem, él dejó el instrumento a un lado y cogió el vaso. Lo miró fijamente con ojos pensativos.

—¿Es lo último que queda? —preguntó.

—Magnus está trabajando para lograr una cura —explicó Charlotte—. Todos lo estamos haciendo. Gabriel y Cecily están comprando ingredientes para una medicina que te mantendrá fuerte, y Sophie, Gideon y yo hemos estado investigando. Se está haciendo todo lo posible. Todo.

Jem pareció sorprendido.

—No lo sabía.

—Pues claro que lo estamos haciendo —insistió Charlotte—. Eres de la familia; haríamos lo que fuera por ti. Por favor, no pierdas la esperanza. Jem, necesito que conserves la fuerza.

—Toda la fuerza que tengo es tuya —afirmó él crípticamente. Se tomó la solución de yin fen y le devolvió el vaso vacío—. ¿Charlotte?

—¿Sí?

—¿Ya has ganado la discusión sobre cómo llamar al niño?

Ella soltó una sorprendida carcajada. Parecía raro pensar en el niño en ese momento, pero ¿por qué no? «En la muerte, estamos vivos». Era algo en lo que pensar distinto a la enfermedad, o la desaparición de Tessa, o la peligrosa misión de Will.

—Aún no —respondió—. Henry insiste en llamarle Buford.

—Ganarás tú —aseguró Jem—. Siempre lo haces. Serías una Cónsul excelente, Charlotte.

Ésta arrugó la nariz.

—¿Una mujer Cónsul? ¡Después de todos los líos que he tenido sólo por dirigir el Instituto!

—Siempre tiene que haber una primera vez —repuso Jem—. No es fácil ser el primero, y tampoco es siempre satisfactorio, pero es importante. —Agachó la cabeza—. Llevas contigo una de las pocas cosas que lamento.

Lo miró confusa.

—Me gustaría haber visto al bebé. —Era un deseo simple, pero se le clavó a Charlotte en el corazón como un trozo de cristal. Comenzó a llorar, las lágrimas le surcaban las mejillas.

—Charlotte —dijo Jem, como tratando de consolarla—. Siempre me has cuidado. Serás increíble cuidando a ese niño. Serás una madre maravillosa.

—No puedes rendirte, Jem —imploró ella en una voz ahogada—. Cuando te trajeron conmigo, al principio dijeron que sólo vivirías un año o dos. Ya has vivido casi seis. Por favor, vive aunque sólo sean unos días más. Unos días más por mí.

Jem la miró muy serio.

—He vivido por ti —contestó—. Y he vivido por Will, y luego he vivido por Tessa, y por mí, porque quería estar con ella. Pero no puedo vivir eternamente por otras personas. Nadie puede decir que la muerte encontró en mí un camarada voluntario, o que me fui sin luchar. Si dices que me necesitas, me quedaré todo lo que pueda por ti. Viviré por ti y por los tuyos, y me iré luchando contra la muerte hasta que no quede de mí más que huesos y pellejo. Pero no será mi elección.

—Entonces… —Charlotte lo miró vacilante—. ¿Cuál sería tu elección?

Jem tragó saliva, y bajó la mano para tocar el violín.

—He tomado una decisión —respondió—. La tomé cuando le dije a Will que se fuera. —Agachó la cabeza y luego la alzó para mirar a la directora; le clavó los ojos en el rostro como si quisiera hacer que lo entendiera—. Quiero acabar. Dices que todos estáis buscando una cura para mí. Sé que le di permiso a Will, pero quiero que dejéis de buscar, Charlotte. Se ha acabado.

Ya estaba oscureciendo cuando Cecily y Gabriel llegaron al Instituto. Estar por la ciudad con alguien que no fuera Charlotte o su hermano había sido una experiencia excepcional para la chica, y estaba sorprendida de la buena compañía que Gabriel Lightwood había resultado ser. La había hecho reír, aunque ella había hecho lo posible por disimularlo, y había cargado caballerosamente con todos los paquetes, aunque ella había esperado que protestara por ser tratado como si fuera un mozo de carga.

Era cierto que seguramente no debería haber lanzado a aquel ser mágico por la ventana, o al canal de Limehouse después. Pero no podía culparle. Ella sabía perfectamente bien que lo que le había encendido no era que el sátiro le hubiera enseñado a ella imágenes inapropiadas, sino que le recordara a su padre.

Resultaba extraño, pensó Cecily mientras subía los escalones de entrada del Instituto, lo diferente que era de su hermano. Gideon le había caído bien desde que lo había conocido al llegar a Londres, pero lo encontraba callado y contenido. No hablaba mucho, y aunque a veces ayudaba a Will a entrenarla, se mostraba distante y serio con todos excepto con Sophie. Con ella era posible verle destellos de humor. Podría sacar un humor irónico cuando quería, y tenía un carácter observador compatible con su alma tranquila.

Por las cosas que había oído a Tessa, a Will y a Charlotte, Cecily había reconstruido la historia de los Lightwood y comenzaba a entender por qué Gideon era tan callado. En cierto modo, al igual que Will y ella misma, había dado la espalda a su familia de una forma deliberada, y cargaba con el dolor de esa pérdida. La elección de Gabriel había sido diferente. Se había quedado al lado de su padre, y había observado el lento deterioro de su cuerpo y mente. ¿Qué debía de haber pensado mientras eso ocurría? ¿En qué momento se había dado cuenta de que había tomado la decisión incorrecta?

Gabriel abrió la puerta del Instituto, y Cecily entró; los recibió la voz de Bridget bajando por la escalera.

Oh, ¿no ves tú ese estrecho sendero, cubierto de espesas espinas y zarzas? Es el sendero de la virtud, aunque por él pocos preguntan. ¿Y no ves tú aquel camino ancho, ancho, junto al lago de lirios? Es el camino de la maldad, aunque algunos le llaman el camino al Cielo.

—Está cantando —dijo Cecily mientras comenzaba a subir—. Otra vez.

Gabriel, sujetando ágilmente los paquetes, emitió un sonido de ecuanimidad.

—Estoy hambriento. Me pregunto si me conseguirá un poco de pollo frío y pan de la cocina si le digo que no me molestan sus canciones.

—A todo el mundo le molestan sus canciones. —Cecily lo miró de reojo; tenía un perfil encantador. Gideon era guapo también, pero Gabriel era todo ángulos, barbilla y pómulos, lo que Cecily consideraba más elegante—. No es culpa suya, ¿sabe? —soltó ella de golpe.

—¿Que no es culpa mía? —Torcieron desde la escalera hacia el pasillo del primer piso. A Cecily le pareció oscuro; las luces mágicas estaban bajas. Oía a Bridget, que seguía cantando.

Era una noche oscura, oscura, sin ninguna estrella, y vadearon en sangre roja hasta la rodilla; porque toda la sangre que se derrama en la tierra corre por los arroyos de ese país.

—Su padre —contestó Cecily.

Gabriel tensó el rostro. Por un momento, Cecily pensó que iba a replicarle enfadado, pero no fue así.

—Quizá no sea culpa mía —fue lo que dijo—, pero escogí no ver sus crímenes. Creí en él cuando era un error hacerlo, y él ha hecho que el nombre de Lightwood caiga en desgracia.

Cecily permaneció en silencio durante un momento.

—Yo vine aquí porque creía que los cazadores de sombras eran monstruos que se habían llevado a mi hermano. Lo creía porque mis padres lo creían. Pero se equivocaban. No somos nuestros padres, Gabriel. No tenemos que cargar con el peso de sus errores o sus pecados. Usted puede hacer que el nombre Lightwood brille de nuevo.

—Ésa es la diferencia entre usted y yo —repuso él, con amargura—. Usted eligió venir aquí. A mí me echaron de mi casa, perseguido por un monstruo que en un tiempo fue mi padre.

—Bueno —dijo Cecily con amabilidad—, no perseguido hasta aquí. Sólo hasta Chiswick, me parece.

—¿Qué…?

Ella le sonrió.

—Soy la hermana de Will Herondale. No puede esperar que esté seria todo el rato.

La expresión de Gabriel al oír eso fue tan cómica que la chica soltó una risita; aún estaba riendo cuando empujaron la puerta de la biblioteca y entraron, y ambos se quedaron parados de golpe.

Charlotte, Henry y Gideon estaban sentados a una de las largas mesas. Magnus se hallaba a cierta distancia, junto a la ventana, con las manos a la espalda. Estaba rígido y tenso. Henry parecía demacrado y cansado. Charlotte tenía rastros de lágrimas. El rostro de Gideon era una máscara.

La risa de Cecily murió en sus labios.

—¿Qué pasa? ¿Ha habido noticias? ¿Will está…?

—No es Will —respondió Charlotte—. Es Jem.

Cecily se mordió el labio, mientras su corazón recuperaba su ritmo normal con un alivio culpable. Primero había pensado en su hermano, pero claro que era su parabatai el que estaba en peligro inminente.

—¿Jem? —susurró.

—Aún vive —repuso Henry, respondiendo a la pregunta que no había llegado a formular Cecily.

—Entonces, bien. Lo tenemos todo —anunció Gabriel mientras ponía los paquetes sobre la mesa—. Todo lo que Magnus nos pidió: la damiana, la raíz de cabeza de murciélago…

—Gracias. —El brujo habló desde la ventana, sin volverse.

—Sí, gracias —repitió Charlotte—. Habéis hecho todo lo que os he pedido, y os lo agradezco. Pero me temo que el viaje habrá sido en vano. —Miró el paquete, y luego volvió a alzar la vista. Resultaba evidente que le estaba costando un gran esfuerzo hablar—. Jem ha tomado una decisión —explicó—. Quiere que dejemos de buscar una cura. Se ha bebido lo último que quedaba de yin fen; no hay más, y ahora es cuestión de horas. He llamado a los Hermanos Silenciosos. Ha llegado el momento de despedirnos.

La sala de entrenamiento estaba oscura. Las sombras se alargaban sobre el suelo, y la luz de la luna entraba por las altas ventanas de arco. Cecily estaba sentada en uno de los gastados bancos y miraba los dibujos que ésta creaba sobre el astillado suelo de madera.

Sin pensarlo, con la mano derecha se toqueteaba el colgante rojo que llevaba al cuello. No podía evitar pensar en su hermano. Parte de su cabeza estaba en el Instituto, pero el resto estaba con Will: sobre el caballo, inclinado hacia el viento, cabalgando como alma que lleva el diablo por los caminos que separaban Londres de Dolgellau. Se preguntó si tendría miedo. Se preguntó si volvería a verlo.

Estaba tan perdida en sus pensamientos que se sobresaltó al oír el crujido de la puerta al abrirse. Una larga sombra se proyectó sobre el suelo, y cuando Cecily alzó los ojos vio a Gabriel Lightwood mirándola sorprendido.

—¿Se está escondiendo aquí? —preguntó—. Es… incómodo.

—¿Por qué? —Cecily se sorprendió de lo normal que le sonaba la voz, casi tranquila.

—Porque yo también tenía la intención de esconderme aquí.

Cecily permaneció en silencio durante un momento. Lo cierto era que el chico parecía un poco inseguro; se le hacía extraño, por lo general era tan seguro de sí mismo… Aunque su confianza era más frágil que la de su hermano. Estaba demasiado oscuro para verle el color de los ojos o del cabello, y por primera vez, Cecily pudo ver el parecido entre los dos Lightwood. Tenían la misma barbilla decidida, los mismos ojos separados y el mismo porte.

—Puede esconderse conmigo —concedió ella—, si quiere.

Él asintió y cruzó la sala hasta donde estaba ella, pero en vez de acercarse fue hacia la ventana y miró afuera.

—El carruaje de los Hermanos Silenciosos está aquí —informó.

—Sí —contestó Cecily. Sabía, de leer el Códice, que los Hermanos Silenciosos eran tanto los médicos como los sacerdotes en el mundo de los cazadores de sombras; era de esperar encontrarlos junto a los moribundos, los enfermos y las parturientas, por igual—. He pensado que debería ir a ver a Jem. Por Will. Pero no… no he tenido valor. Soy una cobarde —añadió como si se le acabara de ocurrir. No era algo que hubiera pensado antes de sí misma.

—Entonces, yo también lo soy —replicó él. La luz de la luna le iluminaba un lado del rostro, por lo que daba la impresión de llevar media máscara—. Sinceramente, he venido aquí para estar solo, para estar lejos de los Hermanos, porque me producen escalofríos. He pensado que podía hacer un solitario. Pero si quieres, podemos jugar a la brisca.

—Como Pip y Estella en Grandes Esperanzas —señaló Cecily divertida—. Pero, no… no sé jugar a las cartas. Mi madre siempre ha intentado que no hubiera naipes en casa, porque mi padre… tenía cierta debilidad por ellos. —Miró a Gabriel—. ¿Sabe?, en cierto modo somos iguales. Nuestros hermanos se marcharon, y nos quedamos solos sin hermanos ni hermanas, con un padre que estaba deteriorándose. El mío se volvió un poco loco después de que Will se marchara y Ella muriera. Le costó cinco años recuperarse, y mientras tanto, perdimos nuestra casa. Igual que usted ha perdido Chiswick.

—Chiswick nos lo han arrebatado —puntualizó Gabriel con ácido destello de amargura—. Y para ser sincero, me da pena y no lo hace. Mis recuerdos de ese lugar… —Se estremeció—. Mi padre llevaba encerrado dos semanas en su estudio cuando vine aquí a pedir ayuda. Debería haber venido antes, pero era demasiado orgulloso. No quería admitir que me había equivocado con él. Durante esas dos semanas casi no dormí. Golpeé la puerta del estudio y le rogué que saliera, que me hablara, pero sólo oía ruidos inhumanos. Por la noche cerraba mi puerta con llave y por las mañanas solía haber sangre en la escalera. Me dije que los criados habían huido. Pero sabía que no. Así que no, no somos iguales, Cecily, porque tú te marchaste. Fuiste valiente. Yo me quedé hasta que no tuve más remedio que irme. Me quedé incluso sabiendo que era un error.

—Eres un Lightwood —repuso Cecily—. Te quedaste porque eras leal al nombre de tu familia. Eso no es cobardía.

—¿No? ¿Acaso la lealtad es una cualidad encomiable cuando va en la dirección errónea?

Cecily abrió la boca, y la volvió a cerrar. Gabriel la estaba mirando, con los ojos brillantes por la luz de la luna. Parecía realmente desesperado por oír su respuesta. Se preguntó si él tendría alguien más con quien hablar. Podía entender que le aterrorizara acudir a Gideon con escrúpulos morales; éste parecía tan firme, como si nunca se hubiera cuestionado nada en toda su vida y no pudiera entender a los que lo hacían.

—Creo —comenzó ella, eligiendo las palabras con cuidado— que cualquier buen impulso puede retorcerse para que sea algo malo. Mira al Magíster. Hace lo que hace porque odia a los cazadores de sombras, por lealtad a sus padres, que lo cuidaron y a los que mataron. No es algo que no se pueda alcanzar a comprender. Y, sin embargo, nada excusa el resultado. Creo que cuando tomamos una decisión, y cada decisión es independiente de las decisiones que hemos tomado antes, debemos examinar no sólo nuestras razones para tomarla, sino qué resultados puede tener, y si haremos daño a gente buena con ella.

Hubo un silencio.

—Eres muy sabia, Cecily Herondale —concluyó Gabriel finalmente.

—No lamentes demasiado las decisiones que tomaste en el pasado, Gabriel —repuso ella, consciente de que se estaban tuteando desde hacía un momento, pero incapaz de evitarlo—. Sólo toma las correctas en el futuro. Somos capaces de cambiar, y capaces de ser lo mejor que podemos ser, siempre.

—Eso —replicó Gabriel— no sería ser lo que mi padre quería que fuera, y a pesar de todo, me doy cuenta de que soy reacio a prescindir de la esperanza de su aprobación.

Cecily suspiró.

—Sólo podemos esforzarnos, Gabriel. Yo traté de ser la niña que mis padres querían, la mujer que deseaban que fuera. Me marché para devolverles a Will porque pensé que era lo correcto. Sabía que les dolía que hubiera escogido un camino diferente, pero es el correcto para él, aunque llegara a él de una forma extraña. Es su camino. No elijas el camino que tu padre habría elegido o el camino que tu hermano elegiría. Sé el cazador de sombras que deseas ser.

—¿Cómo sabes que voy a tomar la decisión correcta? —preguntó él y en ese momento pareció muy joven.

Al otro lado de la ventana, los cascos de los caballos resonaron sobre los adoquines del patio. Los Hermanos Silenciosos marchándose. «Jem», pensó Cecily, con una punzada de dolor en el corazón. Su hermano siempre lo había considerado como una especie de estrella polar, una brújula que siempre indicaba la decisión correcta. Ella nunca había pensado antes en su hermano como una persona afortunada, y sin duda no esperaba hacerlo ese día, y, sin embargo… sin embargo, en cierto sentido, lo había sido. Tener siempre alguien a quien poder acudir para saber dónde estaba el norte, y no preocuparse constantemente de estar mirando a la estrella equivocada.

Trató de que su voz fuera lo más fuerte y firme posible, por ella misma tanto como por el chico de la ventana.

—Quizá, Gabriel Lightwood, tengo fe en ti.