12

FANTASMAS EN LA CARRETERA

¡Oh, siempre hermosa, siempre amable!, dime,

¿acaso amar demasiado bien es, en el cielo, un crimen?

¿Tener el corazón demasiado tierno, o demasiado firme?

¿Hacer el papel de romano o de amante?

¿No hay en el cielo una restitución brillante

para los de magnífico pensamiento o valerosa muerte?

ALEXANDER POPE, «Elegía en memoria de una desafortunada dama».

Will estaba en la cima de una suave colina, con las manos en los bolsillos, mirando impaciente el plácido paisaje de Bedfordshire.

Había partido de Londres cabalgando a toda la velocidad que Balios y él podían resistir, hacia la Carretera del Gran Norte. Salir con el alba tan próxima había representado encontrarse con las calles bastante vacías mientras atravesaba Islington, Holloway y Highgate; había adelantado a unos cuantos vendedores ambulantes con sus carros y a un peatón o dos, pero no había habido mucho más que lo retrasara, y como Balios no se cansaba como un caballo corriente, Will pronto había llegado a Barnet y había podido lanzarse al galope por South Mimms y London Colney.

A Will le encantaba galopar pegado al cuello del caballo, con el viento en el cabello, y los cascos de Balios tragándose el camino. Ya fuera de Londres, sentía tanto un dolor desgarrador como una extraña libertad. Era raro sentir ambas cosas al mismo tiempo, pero no podía evitarlo. Cerca de Colney había estanques; tuvo que detenerse para dar de beber a Balios antes de seguir el viaje.

Y en ese momento, a casi cincuenta kilómetros de Londres, no pudo evitar recordar que ése era, a la inversa, el camino que había recorrido para ir al Instituto todos esos años atrás. Había montado uno de los caballos de sus padres parte del camino desde Gales, pero lo había vendido en Staffordshire, cuando se dio cuenta de que no tenía dinero para pagar el peaje de los caminos. Ahora sabía que le habían timado en el precio; también le había costado mucho despedirse de Herngroen, el caballo que había montado durante toda su infancia, y aún le había costado más recorrer a pie la distancia que todavía lo separaba de la capital. Había llegado al Instituto con los pies sangrando, y las manos también, por los arañazos de haberse caído en la carretera.

En ese momento se miró las manos, con el recuerdo de aquellas otras manos sobreponiéndosele. Manos delgadas de largos dedos; todos los Herondale las tenían así. Jem siempre había dicho que era una pena que Will careciera totalmente de talento para la música, porque sus manos estaban hechas para abarcar las teclas del piano. Pensar en su parabatai le producía el mismo efecto que si le clavaran una aguja; Will apartó el recuerdo y volvió con Balios. Se había detenido ahí no sólo para dar de beber al animal sino también para que comiera un puñado de avena, buena para la velocidad y la resistencia, y para dejarlo descansar un rato. A menudo había oído hablar del cuerpo de la caballería galopando hasta reventar a sus monturas, pero por muy desesperado que estuviera por encontrar a Tessa, no se imaginaba haciendo algo tan cruel.

El tráfico era bastante denso: carros, caballos de tiro con carromatos de destilerías, carretas de leche, incluso algún que otro ómnibus tirado por caballos. La verdad, ¿toda esa gente tenía que ir de aquí para allá un miércoles, atestando los caminos? Al menos no había salteadores; el tren, los caminos de peaje y una policía adecuada habían puesto fin a los asaltos habituales unas décadas antes. Will habría odiado tener que perder el tiempo matando a alguien.

Había bordeado Saint Albans, y ni se había molestado en parar a comer en su prisa por llegar a Watling Street, la antigua vía romana que en esos tiempos se dividía en Wroxeter; una rama iba hacia Escocia y la otra atravesaba Inglaterra hasta el puerto de Holyhead, en Gales. Había fantasmas en la carretera; en el viento, Will captó murmullos en el antiguo idioma anglosajón, que llamaban a la carretera Wœcelinga Strœt y hablaban de la última resistencia de las tropas de Boadicea, a las que los romanos habían derrotado en esa carretera muchos años antes.

En ese momento, con las manos en los bolsillos, mirando el paisaje (eran las tres de la tarde y el cielo estaba comenzando a oscurecerse, lo que significaba que Will pronto tendría que encontrar una posada donde alojarse, descansar el caballo y dormir), no pudo evitar recordar la vez que le había dicho a Tessa que Boadicea había demostrado que las mujeres también podían ser guerreros. No le había dicho que había leído sus cartas, que ya amaba el alma de guerrera que había en ella, oculta tras esos tranquilos ojos grises.

Recordó un sueño que había tenido, de cielos azules y Tessa sentada junto a él en una colina verde. «Siempre serás la primera en mi corazón». Una feroz rabia estalló en su alma. ¿Cómo se atrevía Mortmain a tocarla? Era una de ellos. No pertenecía a Will, era demasiado ella misma para pertenecer a nadie, ni siquiera a Jem, pero aun así su lugar estaba con todos ellos, y en silencio maldijo al Cónsul por no verlo.

La encontraría. La encontraría y la llevaría de vuelta a casa, y aunque ella nunca lo amara, lo daría por bien empleado; había hecho eso por ella, por sí mismo. Se volvió hacia Balios, que lo miró enfadado, y subió a la silla.

—Vamos, viejo amigo —dijo—. El sol se está poniendo, y deberíamos llegar a Hockliffe antes de la noche, porque parece que va a llover. —Le clavó los talones en los flancos, y el animal, como si hubiera entendido sus palabras, salió disparado al galope.

—¿Se ha ido a Gales solo? —preguntó Charlotte—. ¿Cómo has podido dejarle hacer algo tan… tan estúpido?

Magnus se encogió de hombros.

—No es mi responsabilidad, ni nunca será mi responsabilidad, controlar a cazadores de sombras descarriados. La verdad es que no estoy seguro de por qué me culpas a mí. Me he pasado toda la noche en la biblioteca, esperando en vano a que Will viniera a hablar conmigo. Al final, me he quedado dormido en la sección de Rabia y Licantropía. Woolsey a veces muerde, y me preocupa.

Nadie respondió a esa información, aunque Charlotte pareció más preocupada que nunca. Había sido un desayuno tranquilo, con unos cuantos ausentes en la mesa. La ausencia de Will no había resultado sorprendente. Había supuesto que estaba al lado de su parabatai. Y así había sido hasta que Cyril había irrumpido en el comedor, jadeante y acalorado, para informar de que Balios no estaba en el establo; entonces había comenzado la alarma.

Una búsqueda por el Instituto halló a Magnus Bane dormido en un rincón de la biblioteca. Charlotte lo había despertado, y al preguntarle dónde creía que podía estar Will, el brujo había contestado con toda inocencia que suponía que el chico ya habría partido hacia Gales, con la intención de encontrar a Tessa y llevarla de vuelta al Instituto, ya fuera de forma sigilosa o a pura fuerza bruta. Para su sorpresa, esa información había hecho que a la mujer le entrara el pánico, y había convocado una reunión en la biblioteca, a la que todos los cazadores del Instituto, excepto Jem, debían asistir, incluso Gideon, que había llegado cojeando y apoyándose en un bastón.

—¿Sabe alguien cuándo se ha marchado Will? —preguntó la directora, que se hallaba a la cabecera de una larga mesa donde los demás estaban sentados.

Cecily, con las manos descansando recatadamente en el regazo, de repente mostró un gran interés por el dibujo de la alfombra.

—Llevas una joya muy bonita, Cecily —comentó Charlotte, mientras miraba con ojos entrecerrados el rubí que colgaba del cuello de la chica—. No recuerdo que tuvieras ese collar ayer. La verdad es que recuerdo a Will llevándolo. ¿Cuándo te lo ha dado?

Cecily cruzó los brazos sobre el pecho.

—No diré nada. Las decisiones de Will son suyas, y ya hemos tratado de explicar al Cónsul lo que hay que hacer. Como la Clave no nos va a ayudar, mi hermano ha decidido intervenir por su cuenta. No sé cómo podíais esperar que fuera de otra forma.

—No creía que fuera a dejar a Jem —explicó Charlotte, y luego pareció sorprendida de haberlo dicho—. Ni siquiera puedo imaginarme cómo se lo diremos cuando se despierte.

—Jem ya lo sabe… —comenzó Cecily indignada pero, para su sorpresa, Gabriel la interrumpió.

—Claro que lo sabe —afirmó él—. Will sólo está cumpliendo con su deber hacia su parabatai. Está haciendo lo que Jem haría si pudiera. Ha ido en lugar de él. Es lo que un parabatai debe hacer.

—¿Estás defendiendo a Will? —exclamó Gideon—. ¿Después de cómo lo has tratado siempre? ¿Después de decir a Jem miles de veces que tenía un gusto terrible por tener ese parabatai?

—Will puede ser una persona censurable pero, al menos, no es censurable como cazador de sombras —contestó Gabriel, y luego, al ver la mirada de Cecily, añadió—: Y quizá tampoco sea una persona censurable. No del todo.

—Una afirmación muy magnánima, Gideon —dijo Magnus.

—Soy Gabriel.

Magnus hizo un gesto de disculpa con la mano.

—A mí, todos los Lightwood me parecen iguales…

—Ejem —interrumpió Gideon, antes de que su hermano pudiera coger algo para tirárselo al brujo—. Aparte de las cualidades personales de Will o de la incapacidad de algunos de diferenciar a un Lightwood de otro, la cuestión sigue siendo la misma: ¿vamos tras él?

—Si Will hubiera querido ayuda, no se habría ido en mitad de la noche sin decírselo a nadie —indicó Cecily.

—Sí —repuso Gideon—, porque Will es bien conocido por su reflexión mesurada y sus prudentes decisiones.

—Ha robado el caballo más veloz —indicó Henry—. Eso indica de algún modo cierta planificación.

—No podemos permitir que Will vaya solo a combatir a Mortmain. Lo masacrarán —replicó Gideon—. Si realmente se marchó en plena noche, aún podríamos alcanzarlo en la carretera.

—El caballo más rápido —recordó Henry, y Magnus soltó un resoplido.

—La verdad, no es una muerte inevitable —repuso Gabriel—. Podríamos ir tras Will, sin duda, pero la verdad es que una fuerza así, contra el Magíster, se notará más que un solo muchacho a caballo. Lo mejor que puede ocurrirle a Will es que pase desapercibido. Después de todo, no cabalga hacia la guerra. Va a salvar a Tessa. El sigilo y el secreto es lo que más cuenta en una misión así…

Charlotte dio una palmada en la mesa con tal fuerza que el sonido reverberó por toda la sala.

—Callaos todos —ordenó, en un tono tan autoritario que hasta Magnus pareció alarmarse—. Gabriel, Gideon, ambos tenéis razón. Es mejor para Will que no le sigamos, pero no podemos permitir que perezca uno de los nuestros. También es cierto que el Magíster está fuera de nuestro alcance; el Consejo se reunirá para decidir sobre ese asunto. Por ahora, no podemos hacer nada. Por lo tanto, debemos dedicar todas nuestras energías en salvar a Jem. Se está muriendo, pero aún no está muerto. Parte de la fuerza de Will depende de él, y es uno de los nuestros. Por fin nos ha dado permiso para buscar una cura y, por tanto, eso es lo que debemos hacer.

—Pero… —comenzó Gabriel.

—Silencio —lo acalló Charlotte—. Soy la directora del Instituto; recuerda quién te salvó de tu padre y muéstrame respeto.

—Eso es poner a Gideon en su lugar, sin duda —soltó Magnus, satisfecho.

La mujer se volvió hacia él con los ojos en llamas.

—Y tú también, brujo; Will puede haberte llamado aquí, pero permaneces por mi buena voluntad. Según tengo entendido, por lo que me has contado esta mañana, has prometido a Will hacer todo lo posible por encontrar una cura para Jem mientras él no está. Les indicarás a Gabriel y a Cecily dónde se halla la tienda en la que procurarse los ingredientes que necesites. Gideon, como estás herido, te quedarás en la biblioteca y buscarás los libros que Magnus necesite; si precisas ayuda, Sophie o yo te la prestaremos. Henry, quizá Magnus pueda usar tu cripta como laboratorio, a no ser que tengas algún proyecto entre manos que lo impida. —Miró a su marido con una ceja alzada.

—Lo tengo —informó Henry con una ligera vacilación—, pero también podría aplicarse para ayudar a Jem, y agradecería la colaboración del señor Bane. A cambio, claro que podrá hacer uso de mis aparatos científicos.

Magnus lo miró con curiosidad.

—¿En qué está trabajando, exactamente?

—Bueno, señor Bane, ya sabe que nosotros no hacemos magia —contestó Henry, encantado de que alguien mostrara interés por sus experimentos—, pero estoy trabajando en un artefacto que sería un poco como la versión científica de un hechizo de transporte. Abrirá una puerta en cualquier lugar que se desee…

—¿Incluso quizá en un almacén lleno de yin fen en la China? —preguntó el brujo, con los ojos brillantes—. Eso parece muy interesante, muy interesante de verdad.

—No, no lo parece —masculló Gabriel.

Charlotte le lanzó una mirada asesina.

—Ya basta, señor Lightwood. Creo que ya tienes tu misión asignada. Ve y cúmplela. No deseo oír nada más de vosotros hasta que me traigáis un informe de los progresos realizados. Estaré con Jem. —Y, acto seguido, salió de la biblioteca.

—¡Qué respuesta más satisfactoria! —exclamó la señora Negro.

Tessa se la quedó mirando. Estaba agazapada en el rincón del carruaje, tan lejos como le era posible de la espantosa visión de la criatura que en un tiempo había sido la señora Negro. Había gritado al verla, y aunque se había tapado la boca con la mano rápidamente, había sido demasiado tarde. La señora Negro estaba de lo más complacida con su aterrorizada reacción.

—Te cortaron la cabeza —dijo Tessa—. ¿Cómo puedes estar viva? ¿Así?

—Magia —contestó ella—. Fue tu hermano quien sugirió a Mortmain que, en mi forma actual, le podría ser de utilidad. Fue tu hermano el que derramó la sangre que hizo posible continuar mi existencia. Vidas por mi vida.

Esbozó una horrible sonrisa, y Tessa pensó en su hermano, muriendo en sus brazos. «No sabes todo lo que he llegado a hacer, Tessie». Tragó bilis. Después de la muerte de su hermano, había tratado de Cambiar en él, para descubrir información sobre Mortmain que pudiera hallar en sus recuerdos, pero sólo había encontrado un gris torbellino de rabia, amargura y ambición, nada sólido. Sintió un renovado odio hacia Mortmain, que había descubierto las debilidades de su hermano y las había explotado. El Magíster, que retenía el yin fen de Jem en un intento cruel de que los cazadores de sombras bailaran a su ritmo. Incluso la señora Negro, en cierto modo, era prisionera de sus manipulaciones.

—Estás obedeciendo a Mortmain porque crees que te dará un cuerpo —expuso Tessa—. No esa… esa cosa que tienes, sino un cuerpo real, humano.

—Humano. —La señora Negro lanzó una especie de carcajada—. Espero algo mejor que humano. Pero mejor que esto también, algo que me permita estar entre los mundanos sin que se fijen en mí y practicar mi arte de nuevo. En cuanto al Magíster, sé que tendrá el poder de hacerlo, gracias a ti. Pronto será omnipotente, y tú le ayudarás a lograrlo.

—Eres estúpida si confías en que te recompense.

La señora Negro removió los labios alegremente.

—Oh, lo hará. Lo ha jurado, y yo he hecho todo lo que le he prometido. Y le voy a entregar a su novia perfecta, ¡entrenada por mí! Por Azazel, recuerdo cuando bajaste del barco que te traía de América. Parecías tan simplemente mortal, tan completamente inútil, que casi desesperé de poder entrenarte para que fueras de alguna utilidad. Pero con la suficiente brutalidad todo se puede arreglar. Ahora, le serás muy útil.

—No todo lo que es mortal es inútil.

Un resoplido burlón.

—Lo dices por tu asociación con los nefilim. Llevas demasiado tiempo estando con ellos en vez de con los tuyos.

—¿Qué míos? No tengo míos. Jessamine me dijo que mi madre era una cazadora de sombras…

—Ella era una cazadora de sombras —admitió la señora Negro—. Pero tu padre no.

Tessa notó que le corazón el daba un brinco.

—¿Era un demonio?

—No era ningún ángel —respondió la horripilante dama con una sonrisita—. El Magíster te lo explicará todo, en su momento: lo que eres, por qué vives y para qué fuiste creada. —Se recostó con un crujido de sus articulaciones mecánicas—. Tengo que decir que casi me impresionó cuando te escapaste con aquel chico cazador de sombras, ¿sabes? Demostraste tener mucho valor. Lo cierto es que ha resultado ser una ventaja para el Magíster que hayas pasado tanto tiempo con los nefilim. Ahora conoces el submundo, y has demostrado ser digna de él. Te has visto obligada a emplear tu don en circunstancias difíciles. Las pruebas que yo habría podido crear para ti no habrían resultado ser un desafío igual y no te habrían dado el mismo grado de conocimientos y confianza. Puedo ver que eres diferente. Serás una buena novia para el Magíster.

Tessa hizo un ruido de incredulidad.

—¿Por qué? Me obliga a casarme. ¿Qué más dará si tengo valor o conocimientos? ¿Qué le puede importar al Magíster?

—Oh, pero vas a ser más que su esposa, señorita Gray. Vas a ser la ruina de los nefilim. Por eso se te creó. Y cuanto mejor los conozcas, cuanto más los aprecies, más efectiva serás como arma para aniquilarlos.

Tessa se sintió como si se hubiera quedado sin aire.

—No me importa lo que haga Mortmain. No cooperaré para hacer daño a los cazadores de sombras. Antes moriré o me torturarán.

—No importa lo que tú quieras. Descubrirás que te será imposible ejercer ninguna resistencia a su voluntad que te sirva de algo. Además, no hace falta que hagas nada para destruir a los nefilim, basta con lo que eres. Y estar casada con Mortmain, lo que no requiere ninguna acción por tu parte.

—Estoy prometida a otra persona —soltó Tessa—. James Carstairs.

—Oh, vaya —exclamó la señora Negro—. Me temo que el compromiso con el Magíster desbanca el otro. Además, James Carstairs ya estará muerto el martes. Mortmain ha comprado todo el yin fen de Inglaterra y ha impedido que lleguen nuevos envíos. Quizá deberías haber pensado en esta clase de cosas antes de enamorarte de un adicto. Aunque yo pensaba que sería el de los ojos azules —comentó—. ¿Las chicas no suelen enamorarse de quien las rescata?

A Tessa todo aquello le parecía irreal. No podía creer que estuviera allí, atrapada en ese carruaje con la señora Negro, y que la bruja pareciera satisfecha discutiendo las tribulaciones románticas de Tessa. Ésta se volvió hacia la ventanilla. La luna estaba en lo alto, y la chica podía ver que avanzaban por una estrecha carretera; veía sombras alrededor del carruaje, y abajo, un barranco rocoso caía hacia la oscuridad.

—Hay muchas formas de ser rescatada.

—Bueno —repuso la señora Negro, y los dientes le destellaron al sonreír—. Puedes estar segura de que esta vez nadie vendrá a rescatarte.

«Vas a ser la ruina de los nefilim».

—Entonces, tendré que rescatarme sola —replicó Tessa. La bruja frunció las cejas, confusa, mientras volvía la cabeza hacia la chica con un leve zumbido y un clic. Pero ésta ya estaba reuniendo toda su energía en las piernas y el cuerpo, del modo que le habían enseñado, de forma que cuando se lanzó hacia la puerta del carruaje, lo hizo con todas sus fuerzas.

Oyó que se rompía la cerradura de la puerta, y la señora Negro gritó, un agudo gemido de rabia. Un brazo de metal arañó a Tessa en la espalda y le cogió el cuello del vestido, que se rompió, por lo que pudo escapar. De repente, se encontró cayendo, golpeándose contra las rocas junto a la carretera, cayendo, resbalando y rodando por el barranco rocoso mientras el carruaje seguía avanzando por la carretera y la señora Negro gritaba al cochero que se detuviera. El viento ululó en los oídos de Tessa mientras caía, sacudiendo los brazos como aspas en el espacio vacío que la rodeaba, y perdía cualquier esperanza de que el despeñadero fuera poco profundo o de que pudiera sobrevivir a la caída. Mientras se precipitaba, captó en el fondo el brillo de un estrecho torrente, que se retorcía entre serradas rocas, y supo que se quebraría contra el suelo como frágil porcelana.

Cerró los ojos y deseó que el fin le llegase de prisa.

Will se hallaba en la cresta de una alta colina verde y miraba hacia el mar. Tanto el cielo como el mar eran de un azul tan intenso que parecían fundirse en uno, en una ausencia de horizonte. Gaviotas y charranes revoloteaban y chillaban sobre él, y un viento salado le revolvía el cabello. Hacía tanto calor como en verano, y su chaqueta yacía olvidada sobre la hierba; iba en mangas de camisa y tirantes, y tenía las manos bronceadas por el sol

¡Will!

Éste se volvió al reconocer la voz y vio a Tessa subiendo por la colina hacia él. Había un pequeño sendero que recorría la pendiente de la colina, flanqueado de flores blancas que desconocía, y Tessa parecía también una flor, con un vestido blanco como el que había llevado al baile la noche que él la había besado en el balcón de Benedict Lightwood. Su largo cabello castaño ondeaba al viento. Se había quitado el sombrero y lo sujetaba en una mano, que agitaba hacia él sonriendo, como si se alegrara de verlo allí. Más que alegrarse. Como si verlo fuera la mayor felicidad de su corazón.

Su propio corazón dio un brinco al verla. «Tess», la llamó, y estiró la mano como si pudiera tirar de ella hacia sí. Pero ella aún estaba a mucha distancia; parecía al mismo tiempo muy cerca y muy lejos. Will veía cada detalle de su hermoso rostro alzado, pero no podía tocarla, así que se quedó esperando y deseando, y su corazón parecía batir unas alas dentro del pecho.

Finalmente, ella llegó allí, lo suficientemente cerca para que él pudiera ver cómo la hierba y las flores se inclinaban bajo sus pasos. Él tendió las manos hacia ella, y ella hacia él. Cuando se aferraron, y por un momento se sonrieron, él notó el calor de los dedos de ella.

«He estado esperándote», dijo Will, y ella lo miró con una sonrisa que se desvaneció de su rostro cuando le resbalaron los pies y se fue hacia el borde del precipicio. Las manos se soltaron de las de él y, de repente, Will estaba cogiendo aire y ella caía, alejándose, caía en silencio, una mancha blanca contra el horizonte azul.

Will se sentó de repente en la cama, con el corazón golpeándole dentro del pecho. Su habitación en el White Horse estaba medio iluminada por la luna, que dibujaba con claridad las siluetas de los muebles ajenos: el lavamanos; la mesilla de noche con su copia sin tocar de Sermones para mujeres jóvenes, de Fordyce; el sillón tapizado junto a la chimenea, en la que las llamas se habían reducido a ascuas. Las sábanas de la cama eran frías, pero él estaba sudando; se levantó y fue a la ventana.

En el alféizar, había un tieso ramo de flores secas en un jarrón. Lo apartó y soltó el pestillo de la hoja con dedos entumecidos. Le dolía todo el cuerpo. Nunca había cabalgado tan lejos ni con tanta intensidad, y estaba cansado y dolorido de la silla. Iba a necesitar unos iratzes antes de ponerse en camino a la mañana siguiente.

La ventana se abría hacia afuera, y el frío aire le golpeó el rostro y el cabello, enfriándole la piel. Notaba un dolor por dentro, bajo las costillas, que no tenía nada que ver con cabalgar. Pero no supo decir si era debido a su separación de Jem o a su ansiedad por encontrar a Tessa. Seguía viéndola caer, alejándose de él, sus manos no encontraban dónde agarrarse. Nunca había sido de los que creía que había algo profético en los sueños y, sin embargo, no lograba deshacer el nudo tenso y gélido que tenía en el estómago, o regular su agitada respiración.

En el oscuro vidrio de la ventana vio el reflejo de su rostro. Rozó el vidrio con los dedos y quedaron marcas en la condensación. Se preguntó qué le diría a Tessa cuando la encontrara, cómo le iba a explicar por qué era él quien había ido a buscarla, y no Jem. Si había piedad en el mundo, quizá al menos pudieran sufrir juntos. Si ella nunca llegaba a creerse realmente que él la amaba, si nunca le correspondía en su afecto, al menos, la piedad podría concederles compartir la tristeza. Casi incapaz de soportar la idea de lo mucho que necesitaba la silenciosa fuerza de Tessa, cerró los ojos y apoyó la frente en el frío cristal.

Mientras recorrían las intrincadas calles del East End, desde Limehouse Station hasta Gill Street, Gabriel no podía evitar notar la presencia de Cecily a su lado. Estaban protegidos por un glamour, lo cual resultaba muy útil, porque su aparición en esa zona pobre de Londres sin duda habría despertado muchos comentarios, y quizá se habrían visto obligados a entrar en la tienda de algún intermediario para mirar las mercancías que ofrecía. De todas formas, Cecily sentía una intensa curiosidad, y se detenía a menudo para contemplar escaparates, y no sólo de los sombrereros, sino también de tiendas que vendían de todo, desde betún y libros hasta juguetes y soldaditos de plomo. Gabriel tenía que recordarse que la joven era de campo y que, seguramente, nunca había visto un próspero mercado de ciudad, y menos de una como Londres. Deseó poder llevarla a algún lugar adecuado para una dama de su posición: las tiendas de Burlington Arcade o Piccadilly, no esas callejas oscuras y estrechas.

No sabía qué esperar de la hermana de Will Herondale. ¿Que fuera tan desagradable como él? ¿Que no tuviera un parecido tan desconcertante con él y, al mismo tiempo, fuera extraordinariamente bonita? Pocas veces había mirado a Will a la cara sin querer golpearle, pero el rostro de Cecily era infinitamente fascinante. Se encontró deseando escribir poemas sobre cómo sus ojos azules eran como el mar al atardecer y su cabello oscuro como el anochecer, porque «atardecer» y «anochecer» rimaban, pero tenía la sensación de que el poema no resultaría muy bueno, y lo cierto era que Tatiana le había hecho perder el gusto por la poesía. Además, había cosas que, de todas formas, no se podían poner en un poema, como la forma en que, cuando cierta chica curvaba la boca de cierta manera, deseabas inclinarte y…

—Señor Lightwood —Cecily le sacó de sus ensoñaciones hablándole en un tono impaciente que indicaba que no era la primera vez que había tratado de captar la atención de Gabriel—, creo que ya hemos pasado la tienda.

Gabriel maldijo por lo bajo y dio la vuelta. Sí que habían pasado el número que Magnus les había dado; desanduvieron un trecho hasta que se encontraron ante un establecimiento oscuro y desagradable con las ventanas enturbiadas. A través del sucio cristal, Gabriel fue capaz de ver estantes en los que reposaban una variedad de objetos peculiares: tarros en los que flotaban serpientes muertas, con los ojos blancos y abiertos; muñecas cuya cabeza había sido cambiada por pequeñas jaulas doradas, y montones de brazaletes hechos de dientes humanos.

—¡Oh, vaya! —exclamó Cecily—. ¡Qué desagradable!

—¿No quiere entrar? —Gabriel se volvió hacia ella—. Podría entrar yo…

—¿Y dejarme esperando en la fría acera? Qué poco galante. Claro que no. —Cogió el pomo y abrió la puerta, lo que hizo sonar una pequeña campanilla—. Después de mí, por favor, señor Lightwood.

Gabriel entró tras ella, parpadeando bajo la tenue luz de la tienda. El interior no resultaba más agradable que el exterior. Los vidrios de las ventanas parecían haber sido cubiertos por algún ungüento oscuro que impedía el paso a la mayor parte de la luz del sol. Largas filas de estantes polvorientos llevaban hacia un sombrío mostrador al fondo. Esos mismos estantes eran una masa confusa: campanas de latón con mangos con forma de hueso, gruesas velas cuya cera estaba rellena de insectos y flores, una bonita corona dorada con una forma y un diámetro tan peculiar que nunca podía colocarse sobre una cabeza humana. También había cuchillos, cuencos de cobre y piedras con curiosas manchas marrones. Había pilas de guantes de todos los tamaños, algunos con más de cinco dedos en cada mano. Un esqueleto humano completo colgaba de un fino cordón en la parte delantera del establecimiento, girando en el aire, aunque no había ninguna brisa.

Gabriel miró rápidamente a Cecily para ver si se había acobardado, pero no era así. En todo caso, parecía irritada.

—Alguien debería quitar el polvo —anunció, y fue hacia el fondo de la tienda, con las pequeñas flores de su sombrero botando. Gabriel meneó la cabeza.

La alcanzó justo cuando ella bajaba su enguantada mano sobre la campanilla de latón que había sobre el mostrador y la hacía sonar impacientemente.

—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien?

—Directamente delante de usted —contestó una voz irritada, hacia abajo y hacia la izquierda. Tanto Cecily como Gabriel se inclinaron sobre el mostrador. Justo bajo el borde vieron la coronilla de un hombrecillo. No, no un hombre exactamente, pensó Gabriel mientras el glamour se desvanecía: un sátiro. Llevaba chaleco y pantalones, aunque no camisa, y tenía las pezuñas y los cuernos retorcidos de una cabra. También tenía una barba recortada, una barbilla puntiaguda y los ojos de pupila rectangular de una cabra, medio ocultos tras unos anteojos.

—Vaya —exclamó Cecily—. Usted debe de ser el señor Sallows.

—Nefilim —observó el dueño de la tienda tristemente—. Detesto a los nefilim.

—Hum —repuso Cecily—. Encantado, estoy segura.

Gabriel decidió que era el momento de intervenir.

—¿Cómo sabe que somos cazadores de sombras? —soltó.

Sallows alzó las cejas.

—Sus Marcas, señor, se ven claramente en las manos y el cuello —contestó él, como si hablara a un niño—, y en cuanto a la chica, es clavada a su hermano.

—¿Y cómo conoce usted a mi hermano? —preguntó ella, alzando la voz.

—Por aquí no vienen muchos de ustedes —contestó Sallows—. Es remarcable cuando pasa. Su hermano Will vino a menudo hace unos dos meses, haciendo recados para el brujo Magnus Bane. También estuvo en el Cross Bones, molestando a la Vieja Mol. Will Herondale es bien conocido en el submundo, aunque no acostumbra a meterse en líos.

—Ésa es una noticia sorprendente —comentó Gabriel.

Cecily lo miró mal.

—Estamos aquí bajo la autoridad de Charlotte Branwell —anunció ella—. Directora del Instituto de Londres.

El sátiro agitó una mano.

—No me importan mucho las jerarquías de los cazadores de sombras, ¿saben?; a ninguno de los seres mágicos nos importan. Así que díganme qué quieren, y les haré un precio justo.

Gabriel desenrolló el papel que Magnus les había dado.

—Cuchillos, vinagre, raíz de cabeza de murciélago, belladona, angélica, hoja damiana, escamas de sirena en polvo y seis clavos del ataúd de una virgen.

—Bueno —repuso Sallows—. Por aquí no nos suelen pedir mucho esa clase de cosas. Tendré que mirar en la trastienda.

—Bueno, si no les suelen pedir mucho esa clase de cosas, ¿qué les suelen pedir? —preguntó Gabriel, perdiendo la paciencia—. Esto no parece ser una floristería.

—Señor Lightwood —le riñó Cecily en voz baja, pero no tan baja como para que Sallows no la oyera, y sus anteojos le botaron sobre la nariz.

—¿Señor Lightwood? —inquirió—. ¿El hijo de Benedict Lightwood?

Gabriel notó que la sangre le calentaba las mejillas. No había hablado con casi nadie sobre su padre desde la muerte de éste, y eso aceptando que la cosa que había muerto en el jardín italiano fuera su padre. En un tiempo habían sido él y su familia contra el mundo, los Lightwood por encima de todo, pero en esos momentos… había tanta vergüenza en el nombre de Lightwood como antes había habido orgullo, y Gabriel no sabía cómo hablar de eso.

—Sí —contestó finalmente—. Soy el hijo de Benedict Lightwood.

—Maravilloso. Tengo aquí algunos de los pedidos de su padre. Comenzaba a preguntarme si alguna vez vendría a recogerlos. —El sátiro corrió hacia la trastienda, y Gabriel se dedicó a estudiar la pared. Había dibujos de paisajes y mapas, pero al mirar con más cuidado, no eran ni dibujos ni mapas de ningún lugar que conociera. Estaba Idris, claro, con el Bosque de Brocelind y Alacante sobre su colina, pero otro mapa mostraba continentes que no había visto antes, ¿y era eso el Mar de Plata? ¿Las Montañas Espinosas? ¿Qué clase de país tenía un cielo lila?

—Gabriel —dijo Cecily a su lado, en voz baja. Era la primera vez que usaba su nombre de pila para dirigirse a él, y Gabriel comenzaba a volverse hacia ella cuando Sallows emergió de la trastienda. En una mano llevaba un paquete atado, que le entregó a Gabriel. Mostraba bastantes bultos, sin duda eran las botellas con los ingredientes de Magnus. En la otra mano, Sallows sujetaba una pila de papeles, que dejó sobre el mostrador.

—El pedido de su padre —informó con una mueca.

Gabriel miró los papeles y se quedó boquiabierto de horror.

—¡Cielos! —exclamó Cecily—. Sin duda eso no es posible, ¿no?

El sátiro torció el cuello para ver qué estaba mirando la joven.

—Bueno, no con una persona, pero con un demonio Vetis y una cabra, sin duda. —Se volvió hacia Gabriel—. Bien, ¿tiene el dinero para esto o no? Su padre se ha retrasado en los pagos, y no puede comprar a cuenta eternamente. ¿Qué va a ser, Lightwood?

—¿Le ha preguntado alguna vez Charlotte si usted querría ser una cazadora de sombras? —preguntó Gideon.

A medio camino de la escalerilla, con un libro en la mano, Sophie se quedó helada. Gideon estaba sentado a una de las largas mesas de la biblioteca, cerca de un ventanal que daba al patio. Había libros y papeles esparcidos ante él, y Sophie y él habían pasado varias horas muy agradables buscando en ellos listas e historias de hechizos, detalles sobre el yin fen y peculiaridades de las hierbas. Aunque la pierna de Gideon sanaba con rapidez, la tenía apoyada sobre dos sillas, y Sophie se había ofrecido alegremente a subir y bajar de la escalera para llegar a los libros que estaban más altos. En ese momento sujetaba uno llamado Pseudomonarchia Daemonum, que tenía una cubierta en apariencia pringosa y que ella estaba deseando dejar, aunque la pregunta de Gideon la había sorprendido lo suficiente como para detenerla unos segundos a medio bajar.

—¿Qué quiere decir? —repuso ella, mientras reanudaba el descenso—. ¿Por qué iba la señora Branwell a preguntarme algo así?

Gideon estaba pálido, o quizá tan sólo fuera el reflejo de la luz mágica en el rostro.

—Señorita Collins —contestó—. Es usted una de las mejores luchadoras que he entrenado, incluidos los nefilim. Por eso lo pregunto. Me parece una vergüenza desperdiciar tanto talento. Aunque quizá no quiera serlo.

Sophie dejó el libro sobre la mesa y se sentó frente a Gideon. Sabía que debía vacilar, parecer pensarse la pregunta, pero la respuesta estaba en sus labios antes de poder detenerla.

—Ser una cazadora de sombras es lo que más he querido desde siempre.

Gideon se inclinó hacia ella, y la luz mágica se le reflejó en los ojos, arrebatándoles el color.

—¿Y no le preocupa el peligro? Cuanto mayor es uno al Ascender, más arriesgado es el proceso. He oído hablar sobre reducir a catorce o incluso a doce años la edad máxima para Ascender.

Sophie meneó la cabeza.

—Nunca he temido al riesgo. Lo asumiría con alegría. Es sólo que me temo… me temo que si lo solicitara, la señora Branwell consideraría que no le agradezco todo lo que ha hecho por mí. Me salvó la vida y me cuidó. Me dio seguridad y un hogar. No le pagaría todo eso abandonando su servicio.

—No. —Gideon negó con la cabeza—. Sophie… señorita Collins… usted es una criada libre en un hogar de cazadores de sombras. Tiene la Visión. Ya sabe todo lo que hay que saber sobre el submundo y los nefilim. Es la candidata perfecta para la Ascensión. —Colocó las manos sobre el libro de demonología—. Tengo voz en el Consejo. Podría hablar por usted.

—No puedo —replicó Sophie con un hilillo de voz. ¿Acaso no entendía lo que le estaba ofreciendo, la tentación?—. Y sobre todo no ahora.

—No, ahora no, claro, con James tan enfermo —se apresuró a decir Gideon—. Pero ¿y en el futuro? ¿Tal vez? —Le escrutó el rostro con la mirada, y ella notó que comenzaba a sonrojarse. La manera más habitual y evidente para que un mundano pudiera acceder a la Ascensión a cazador de sombras era contraer matrimonio con un cazador de sombras. Se preguntó qué significaría que él pareciera tan decidido a no mencionar eso—. Cuando se lo he preguntado, me ha contestado con tanta firmeza… Ha dicho que ser una cazadora de sombras era lo que siempre había querido. ¿Por qué? Puede ser una vida brutal.

—Toda vida puede ser brutal —respondió Sophie—. Mi vida antes de venir al Instituto no era tampoco agradable. Supongo que, en parte, deseo ser una cazadora de sombras porque si algún otro hombre se me acerca con un cuchillo en la mano, como hizo mi antiguo señor, podré matarlo allí mismo. —Se tocó la mejilla al hablar, un gesto inconsciente que no pudo evitar, y notó la rugosa cicatriz bajo los dedos.

Vio la expresión de Gideon, sorpresa mezclada con incomodidad, y bajó la mano.

—No sabía que fuera así como resultó usted herida —confesó él.

Sophie apartó la mirada.

—Ahora dirá que no es tan fea, o que ni siquiera la nota, o algo por el estilo.

—La veo —admitió Gideon en voz baja—. No soy ciego, y nosotros somos gente con muchas cicatrices. La veo, pero no es fea. Es otra parte hermosa de la mujer más hermosa que jamás he visto.

Entonces Sophie sí que se sonrojó; notó que le ardían las mejillas, y mientras el chico se inclinaba sobre la mesa, con los ojos de un intenso verde bañado por la tormenta, ella respiró hondo tomando una decisión. Él no era como su antiguo señor. Era Gideon. Esta vez no lo alejaría.

La puerta de la biblioteca se abrió. Charlotte apareció en el umbral, con aspecto de estar exhausta; tenía manchas húmedas en su vestido azul pálido, y los ojos ensombrecidos. Sophie se puso de pie al instante.

—¿Señora Branwell?

—Oh, Sophie —suspiró la mujer—. Esperaba que pudieras sentarte un rato con Jem. No se ha despertado todavía, pero Bridget tiene que hacer la cena, y creo que sus horribles canciones le deben de estar provocando pesadillas al enfermo.

—Naturalmente. —Sophie se apresuró a ir hacia la puerta, sin mirar a Gideon; aunque cuando la puerta se cerró tras ella, estuvo casi segura de que lo había oído maldecir con gran frustración por lo bajo en español.

—¿Sabe? —dijo Cecily—, la verdad es que no tenía por qué tirar a ese hombre por la ventana.

—No era un hombre —repuso Gabriel, mientras miraba ceñudo el montón de objetos que llevaba en los brazos. Había cogido el paquete con los ingredientes de Magnus que Sallows había hecho para ellos, y unos cuantos objetos más, con aspecto de ser útiles, de los estantes. Significativamente, había dejado todos los papeles que su padre había pedido sobre el mostrador, donde los había puesto el sátiro; después Gabriel lo había tirado a través de una de las ventanas de turbios cristales. Le había resultado muy satisfactorio, con añicos por todas partes. La fuerza que había empleado incluso había tirado el esqueleto colgante, que se había desmontado en medio de un estruendo de huesos revueltos—. Era un ser fantástico de la Corte Unseelie. Uno de los malos.

—¿Por eso lo ha perseguido por la calle?

—No tenía por qué enseñar imágenes como aquélla a una dama —masculló Gabriel, aunque se tenía que reconocer que la dama en cuestión ni había parpadeado, y parecía más molesta con Gabriel por su reacción que impresionada por su caballerosidad.

—Y creo que ha sido excesivo tirarlo al canal.

—Flotará.

A Cecily le tironeaban las comisuras de la boca.

—Ha estado muy mal.

—Se está usted riendo —exclamó Gabriel, sorprendido.

—No es cierto. —Ella alzó la barbilla y volvió el rostro, pero no antes de que Gabriel viera como una sonrisa pícara se le dibujaba en la boca. Estaba perplejo. Después de todo el desdén que le había mostrado, su descaro y sus réplicas, había estado bastante seguro de que ese último arranque suyo haría que Cecily le fuera con el cuento a Charlotte en cuanto regresaran al Instituto. Pero en vez de eso, la joven parecía divertirse. Meneó la cabeza mientras regresaban a Garnet Street. Nunca entendería a los Herondale.

—¿Me pasaría ese vial que está allí en la repisa, por favor, señor Bane? —pidió Henry.

Magnus así lo hizo. Se hallaba en medio del laboratorio de Henry, mirando todos los brillantes objetos que había en las mesas alrededor.

—¿Qué son todos esos artilugios, si puedo preguntar?

Henry, que llevaba dos pares de gafas protectoras al mismo tiempo, uno sobre la cabeza y otro sobre los ojos, pareció tan nervioso como satisfecho de que se lo preguntara. (Magnus suponía que llevar dos pares de gafas protectoras era fruto de un despiste, pero por si tal vez era una cuestión de moda, decidió no preguntar). Henry cogió un objeto cuadrado de latón con muchos botones.

—Bueno, esto de aquí es un Sensor. Indica cuándo hay demonios cerca. —Se acercó a Magnus, y el Sensor emitió un fuerte ruido de alarma.

—¡Impresionante! —exclamó el brujo, complacido. Alzó una prenda de tela con un gran pájaro muerto colgado arriba—. ¿Y qué es esto?

—El Sombrero Letal —contestó Henry.

—¡Ah! —repuso Magnus—. En momentos de necesidad, una dama puede sacar armas de él con las que derrotar a sus enemigos.

—Bueno, no —reconoció Henry—. Aunque eso parece una idea mejor. Me gustaría que usted hubiera estado allí cuando se me ocurrió la idea. Por desgracia, este sombrero se enreda en la cabeza del enemigo y lo asfixia, suponiendo, claro, que lo esté llevando en ese momento.

—Imagino que no resultaría fácil convencer a Mortmain para que se lo pusiera —observó Magnus—. Aunque ese color le sentaría muy bien.

Henry se echó a reír.

—Muy agudo, señor Bane.

—Por favor, llámame Magnus.

—¡Lo haré! —Tiró el sombrero por encima del hombro y cogió un tarro redondo de vidrio que contenía una sustancia chispeante—. Esto es un polvo que cuando se lanza al aire hace que los fantasmas resulten visibles —explicó.

Magnus inclinó el tarro de contenido brillante ante la lámpara, admirándolo, y cuando Henry sonrió animándole, sacó el tapón.

—Me parece muy bien —dijo, y por impulso, se vertió un poco en la mano. Le recubrió la oscura piel, y le envolvió la mano en una reluciente luminiscencia—. Y además de los usos prácticos, parece tener una función cosmética. Este polvo haría que la piel me brillara eternamente.

Henry frunció el cejo.

—No eternamente —repuso, pero luego se animó—. Pero te podría preparar otra remesa cuando quisieras.

—¡Podría brillar a voluntad! —Magnus sonrió al hombre—. Todo esto es fascinante, señor Branwell. Usted ve el mundo de una forma diferente que cualquier otro nefilim que haya conocido. Confieso que pensaba que a su gente le faltaba imaginación, aunque les sobrase drama personal, pero ¡usted me ha hecho cambiar de opinión completamente! Sin duda la comunidad de los cazadores de sombras debe honrarle y tenerlo en la más alta estima como a un caballero que de verdad ha hecho avanzar a su raza.

—No —repuso Henry tristemente—. Sobre todo desearían que parara de sugerirles nuevas invenciones y dejara de prender fuego a las cosas.

—Pero ¡toda invención tiene un riesgo! —exclamó Magnus—. Yo he visto la transformación que ha causado al mundo el invento de la máquina de vapor y la proliferación de los materiales impresos; las fábricas y los telares han cambiado la faz de Inglaterra. Los mundanos han cogido el mundo en sus manos y lo han convertido en algo maravilloso. Durante los siglos, los brujos han ideado y perfeccionado distintos hechizos para construirse un mundo diferente. ¿Serán los cazadores de sombras los únicos que permanecerán estancados e inamovibles y, por tanto, estarán condenados? ¿Cómo pueden volver la cabeza ante el genio que usted ha demostrado? Es como volverse hacia las sombras y alejarse de la luz.

Henry se puso escarlata. Era evidente que nunca nadie le había alabado por sus inventos, excepto quizá Charlotte.

—Me adula, señor Bane.

—Magnus —le recordó el brujo—. Y ahora, ¿puedo ver su trabajo sobre ese portal que estaba describiendo? ¿La invención que transporta seres vivos de un lugar a otro?

—Claro. —Sacó una pesada pila de papeles con notas de una esquina de su atestada mesa, y la colocó ante Magnus. Éste la cogió y fue pasando las páginas con interés. Cada una de ellas estaba cubierta de una escritura puntiaguda e inclinada, y de docenas y docenas de ecuaciones, y mezclaba las matemáticas y las runas con una sorprendente armonía. El brujo notó que el corazón se le aceleraba al ir pasando las páginas: eso era genial, realmente genial. Sólo había un problema.

—Veo lo que está tratando de hacer —dijo finalmente—. Y es casi perfecto, pero…

—Sí, casi. —Henry se pasó los dedos por el pelirrojo cabello, haciendo saltar las gafas—. Se puede abrir el portal, pero no hay forma de dirigirlo. No hay modo de saber si alcanzarás el lugar de destino deseado en este mundo o en otro completamente diferente, o incluso en el propio infierno. Es demasiado arriesgado y, por tanto, inútil.

—No puede hacerlo con esas runas —observó Magnus—. Necesita runas diferentes de las que está usando.

Henry negó con la cabeza.

—Sólo podemos emplear las runas del Libro Gris. Cualquier otra cosa es magia. Y la magia no es cosa de los nefilim. Es algo que no podemos hacer.

Magnus miró pensativo a Henry durante un largo rato.

—Pero es algo que yo puedo hacer —afirmó, y se acercó más la pila de papeles.

A los seres fantásticos de la Corte Unseelie no les gustaba demasiado la luz. Lo primero que había hecho Sallows (cuyo nombre real no era ése) al regresar a su tienda había sido cubrir con papel encerado la ventana que el chico nefilim le había roto. Tampoco tenía los anteojos, perdidos en las aguas del Limerhouse Cut. Y nadie, al parecer, iba a pagarle los caros periódicos que había pedido para Benedict Lightwood. En conjunto había sido un día muy malo.

Alzó la vista irritado cuando sonó la campanilla de la tienda, avisándole de que la puerta se abría, y frunció el cejo. Pensaba que la había cerrado con llave.

—¿Has vuelto, nefilim? —soltó—. ¿Has decidido tirarme al río no una, sino dos veces? Te hago saber que tengo amigos poderosos…

—No dudo de que los tengas, farsante. —La figura alta y encapuchada que había en el umbral cerró la puerta tras de sí—. Y estoy muy interesado en saber más sobre ellos. —Un cuchillo de frío hierro destelló en la penumbra, y el sátiro se estremeció de terror—. Quiero hacerte unas preguntas —dijo el hombre de la puerta—. Y yo que tú no intentaría huir. No si quieres conservar los dedos como parte del cuerpo…