TEMEROSO DE LA NOCHE
Aunque mi alma se ponga en tinieblas, se alzará en perfecta luz; he amado mucho las estrellas para ser temeroso de la noche.
SARAH WILLIAMS, «El viejo astrónomo»
—¿Will?
Después de tanto rato de silencio, de sólo oír la respiración de Jem, inhalando y espirando trabajosamente, Will pensó por un momento que estaba imaginando la voz de su mejor amigo hablándole desde la penumbra. Pero Jem le estaba soltando la muñeca, y Will se dejó caer en el sillón junto a la cama. El corazón le golpeaba dentro del pecho, tanto por alivio como por un miedo espantoso.
Jem volvió la cabeza hacia él, apoyada en la almohada. Tenía los ojos oscurecidos, su color plata absorbido por el negro. Por un momento, los dos jóvenes se miraron. Era como la calma justo antes de la tempestad, pensó Will, cuando el pensamiento desaparecía y la inevitabilidad lo reemplazaba.
—Will —repitió Jem, y tosió, llevándose la mano a la boca. Cuando la apartó, tenía sangre en los dedos—. ¿Acaso he… he estado soñando?
Su amigo se puso recto. La voz de Jem había sonado tan clara, tan segura. «¿Qué quería decir Magnus al preguntarte si yo sabía que estás enamorado de Tessa?». Pero era como si ese momento de fuerza hubiera desaparecido, y sólo pareciera mareado y confuso.
¿Realmente habría oído lo que le había dicho Magnus? Y en tal caso, ¿existía la posibilidad de hacerlo pasar por un sueño, por una febril alucinación? Esa idea provocó en Will una mezcla de alivio y decepción.
—¿Soñando con qué?
Jem se miró la mano ensangrentada, y lentamente la cerró en un puño.
—La pelea en el patio. La muerte de Jessamine. Y se la han llevado, ¿verdad? A Tessa.
—Sí —susurró Will, y repitió las palabras que Charlotte le había dicho antes—. Sí, pero no creo que le hagan daño. Recuerda, Mortmain la quería ilesa.
—Debemos encontrarla. Lo sabes, Will. Debemos… —Jem se sentó trabajosamente, y al instante comenzó a toser. La sangre salpicó la blanca colcha. Will sujetó a Jem por los frágiles hombros hasta que acabó el acceso; luego cogió una de las toallitas húmedas de la mesilla de noche y comenzó a limpiarle las manos. Cuando fue a limpiarle la sangre del rostro, Jem le arrebató la toallita de la mano y lo miró muy serio—. No soy un niño, Will.
—Lo sé. —Will apartó las manos. No se las había lavado desde la pelea en el patio, y la sangre seca de Jessamine se le mezcló con la fresca de Jem en los dedos.
Jem respiró hondo. Tanto Will como él esperaron a ver si tenía otro ataque de tos, y cuando no fue así, habló:
—Magnus ha dicho que estás enamorado de Tessa. ¿Es cierto?
—Sí —contestó Will, con la sensación de estar cayendo por un barranco—. Sí, es cierto.
Los ojos de Jem se veían grandes y luminosos en la penumbra.
—¿Y ella te ama?
—No. —A Will se le quebró la voz—. Le dije que la amaba, y ella no vaciló ni un momento. Es a ti a quien ama.
Jem relajó la mano con la que había estado agarrando con fuerza la colcha.
—Le dijiste que estabas enamorado de ella.
—Jem…
—¿Cuándo fue, y a qué excesos de desesperación te podría haber llevado?
—Fue antes de que os prometierais. El día que descubrí que no estaba maldito. —Will hablaba a trompicones—. Fui a verla y le dije que la amaba. Ella fue tan amable como pudo al decirme que te amaba a ti y no a mí, y que estabais prometidos. —Will bajó la mirada—. No sé si esto te sirve de algo, Jem, pero la verdad es que no tenía ni idea de que tú la amabas. Estaba totalmente obsesionado con mis propios sentimientos.
Jem se mordisqueó el labio inferior, y su blanca piel ganó algo de color.
—Y… perdóname por preguntártelo: ¿no es un enamoramiento pasajero, un aprecio temporal? —Se interrumpió al ver el rostro de Will—. No —murmuró—. Ya veo que no.
—La amo tanto que cuando me aseguró que ella sería feliz contigo, me juré a mí mismo que nunca volvería hablar de ello, nunca le expresaría mi amor ni de palabra ni de obra, nunca ni una acción ni una frase estropearía su felicidad. Mis sentimientos no han cambiado, y os quiero lo suficiente a ti y a ella como para no decir nada que pudiera amenazar lo que habíais encontrado. —Las palabras le brotaban de los labios; no parecía haber ninguna razón para retenerlas. Si Jem iba a odiarle, le odiaría por la verdad, no por una mentira.
Jem parecía anonadado.
—Lo siento tanto, Will… Lo siento mucho, mucho. Ojala lo hubiera sabido.
Will se hundió en el sillón.
—¿Y qué habrías hecho?
—Podría haber roto el compromiso…
—¿Y romperos también el corazón a ambos? ¿En qué me habría beneficiado? Eres como la mitad de mi alma, Jem. No podría ser feliz si tú eres infeliz. Y Tessa… te ama a ti. ¿Qué clase de monstruo horrible sería yo, si disfrutara causando un gran dolor a las dos personas que más amo sólo para tener la satisfacción de saber que si Tessa no puede ser mía, no sería de nadie?
—Pero eres mi parabatai. Si tú sufres, yo quiero evitarlo…
—Esto —repuso Will— es una de las pocas cosas en la que no me puedes ayudar.
Jem negó con la cabeza.
—Pero ¿cómo no lo he notado? Te dije que veía que los muros que te rodeaban el corazón estaban cayendo. Pensé… pensé que sabía por qué; te dije que siempre había cargado con un peso, y sabía que habías ido a ver a Magnus. Pensé que quizá habrías empleado su magia para librarte de alguna culpa imaginaria. Si hubiera sabido que era por Tessa, debes saberlo, Will, nunca le habría dado a conocer mis sentimientos.
—¿Y cómo ibas a imaginártelo? —Aunque se sentía muy desgraciado, también se sentía libre, como si se hubiera quitado un gran peso de encima—. Hice todo lo que pude para ocultarlo y negarlo. Tú… tú nunca ocultas tus sentimientos. En retrospectiva, era evidente y, sin embargo, no lo vi nunca. Me quedé de piedra cuando Tessa me dijo que estabais prometidos. En mi vida, siempre has sido la fuente de lo bueno. Nunca pensé que podrías ser una fuente de dolor, y así, equivocadamente, nunca se me ocurrió pensar en tus sentimientos. Y por eso estuve tan ciego.
Jem cerró los ojos. Los párpados tenían sombras azuladas.
—Sufro por tu dolor —admitió—. Pero me alegro de que la ames.
—¿Te alegras?
—Lo hace más fácil —contestó Jem—. Pedirte que hagas lo que deseo que hagas: déjame y ve a buscar a Tessa.
—¿Ahora? ¿Así?
Increíblemente, Jem sonrió.
—¿No era lo que ibas a hacer cuando te he cogido la mano?
—Pero… no creía que recuperarías la conciencia. Esto es diferente. No puedo dejarte así, no para que te enfrentes solo a lo que sea que tengas que enfrentarte…
Jem alzó la mano y, por un momento, Will pensó que iba a cogerle la suya, pero en vez de eso le agarró por la manga.
—Eres mi parabatai —dijo—. Has dicho que te podía pedir lo que fuera.
—Pero juré quedarme contigo. «Si algo excepto la muerte nos separa a ti y a mí…»
—La muerte nos separará.
—Sabes que la palabras del juramento forman parte de un pasaje más largo —remarcó Will—: «No me ruegues que te deje, o que regrese de buscarte; porque a donde tú vayas, yo iré».
—¡No puedes ir a donde yo voy! —gritó Jem con las fuerzas que le quedaban—. ¡Ni querría que lo hicieras!
—¡Tampoco puedo marcharme y dejarte morir!
Por fin. Will ya lo había dicho, había dicho la palabra, había admitido la posibilidad. Morir.
—Nadie más puede encargarse de esto. —Jem tenía los ojos brillantes, febriles, casi enloquecidos—. ¿Crees que no sé que si tú no vas tras ella nadie lo hará? ¿Crees que no me mata no poder ir, o al menos, acompañarte? —Se inclinó hacia Will. Su piel estaba tan pálida como el nácar de la pantalla de la lámpara, e igual que la lámpara, la luz parecía brillar a través de él desde una fuente interior. Deslizó la mano sobre la colcha—. Cógeme las manos, Will.
Como perdido, éste hizo lo que le pedía. Se imaginó que podía notar un pequeño dolor en la runa de parabatai que tenía en el pecho, como si ésta supiera lo que él no y le estaba advirtiendo del dolor inminente, un dolor tan grande que no podía imaginar soportarlo y vivir. «Jem es mi gran pecado», le había dicho a Magnus, y ése iba a ser su castigo. Había pensado que perder a Tessa sería su penitencia, no se había planteado cómo sería cuando los hubiera perdido a los dos.
—Will —habló Jem—, durante todos estos años he tratado de darte lo que tú no podías darte a ti mismo.
Will apretó las manos de su amigo, tan delgadas que le recordaron a un puñado de ramitas.
—¿Y qué es?
—La fe —contestó Jem—, porque eras mejor de lo que creías ser. El perdón, porque no era necesario que te castigaras eternamente. Siempre te he querido, Will, hicieras lo que hicieses. Y ahora necesito que hagas por mí lo que yo no puedo hacer. Que seas mis ojos cuando no los tenga. Que seas mis manos cuando no pueda usar las mías. Que seas mi corazón cuando el mío haya cesado de latir.
—No —replicó Will, desesperado—. No, no, no. No seré nada de eso. Tus ojos verán, tus manos sentirán, tu corazón continuará latiendo.
—Pero si no, Will…
—Si pudiera partirme por la mitad, lo haría; una mitad se quedaría aquí contigo y la otra mitad seguiría a Tessa…
—La mitad de ti no nos serviría a ninguno de los dos —repuso Jem—. No puedo confiar en nadie más para que vaya a buscarla, nadie más me daría su vida, como yo lo haría, por ella. Te habría pedido que te hicieras cargo de esta misión incluso si no hubiera conocido tus sentimientos, pero al estar seguro de que la amas tanto como yo… Will, confío en ti por encima de todo, y creo en ti por encima de todo, ya que sé que tu corazón está entrelazado con el mío en este asunto. Wo men shi jie bai xiong di; somos más que hermanos, Will. Emprende este viaje y lo harás no por ti solo, sino por los dos.
—No puedo dejarte para que te enfrentes sólo a una muerte sin rostro —susurró Will, pero sabía que estaba vencido; se había agotado la arena de su voluntad.
Jem tocó la runa parabatai en el pecho de Will por encima de la fina tela del pijama.
—No estoy solo —respondió—. Dondequiera que estemos, somos uno.
Will se puso en pie lentamente. No podía creer lo que estaba haciendo, pero era evidente que lo hacía, tan evidente como el borde dorado alrededor de los negros ojos de Jem.
—Si existe una vida después de ésta —habló—, déjame encontrarte en ella, James Carstairs.
—Habrá otras vidas. —Jem le tendió la mano, y por un momento se las estrecharon, como habían hecho durante el ritual de parabatai, atravesando dos anillos de fuego para entrelazar los dedos—. El mundo es una rueda —aseveró Jem—. Cuando nos alcemos o caigamos, lo haremos juntos.
Will le apretó la mano a Jem.
—Bien —repuso con un nudo en la garganta—, ya que dices que habrá otra vida para mí, roguemos juntos para que no la fastidie tan colosalmente como ésta.
Jem le sonrió, esa sonrisa que siempre, incluso en los días más negros de Will, le había tranquilizado.
—Creo que aún hay alguna esperanza para ti, Will Herondale.
—Intentaré aprender a buscarla, sin ti para enseñarme.
—Tessa —dijo Jem—. Conoce la desesperación, y también la esperanza. Os podéis enseñar mutuamente. Encuéntrala, Will, y dile que siempre la he amado. Os bendigo a los dos, por lo que eso pueda valer.
Durante un momento se miraron a los ojos. Will no tuvo corazón para despedirse ni para nada en absoluto. Sólo apretó la mano de Jem una última vez y se la soltó; acto seguido, fue hacia la puerta y salió.
Los caballos se guardaban en el establo detrás del Instituto; el territorio de Cyril durante el día, donde los demás pocas veces se aventuraban. El establo había sido antes la vieja casa parroquial, y el suelo era de piedras irregulares, siempre barrido de forma escrupulosa. Los compartimentos se disponían en los muros, aunque sólo había dos ocupados: uno por Balios y el otro por Xanthos, ambos profundamente dormidos, sacudiendo la cola un poco, como sueñan los equinos. Tenían los comederos llenos de heno fresco, y brillantes aperos se alineaban en las paredes, pulidos hasta relucir. Will decidió que si regresaba vivo de esa misión, se aseguraría de que Charlotte le dijera a Cyril que estaba haciendo un trabajo excelente.
Will despertó a Balios con suaves murmullos y lo sacó de su compartimento. De pequeño le habían enseñado a ensillar un caballo y ponerle la brida, incluso antes de llegar al Instituto, así que dejó que su mente vagara mientras lo hacía, ajustando los estribos con las correas, comprobando ambos lados de la silla y pasando la mano bajo el vientre del animal para sujetar la cincha.
No había dejado ninguna nota tras él, ningún mensaje para nadie del Instituto. Jem les diría adónde había ido, y Will había descubierto que, en esos momentos, cuando más las necesitaba, las palabras, que normalmente le brotaban con facilidad, se le volvían esquivas. No acababa de creerse que estuviera diciendo adiós, así que repasó una y otra vez lo que había guardado en las alforjas: un traje de combate, una camisa y un cuello limpios (quién sabía cuándo necesitaría parecer un caballero), dos estelas, todas las armas que le habían cabido, pan, queso, fruta seca y dinero mundano.
Mientras Will ataba la cincha, Balios alzó la cabeza y relinchó. El chico volvió rápidamente la cabeza. Una silueta pequeña y femenina se hallaba en la puerta de los establos. Mientras Will la miraba, ésta alzó la mano derecha, y la luz mágica se encendió e iluminó el rostro de la mujer.
Era Cecily, envuelta en una capa de terciopelo azul, con el cabello suelto y libre alrededor del rostro. Los pies, descalzos, le sobresalían por debajo de la capa. Will se irguió.
—Cecy, ¿qué estás haciendo aquí?
Ella dio un paso al frente, y luego se detuvo en el umbral, mirándose los pies.
—Yo podría preguntarte lo mismo.
—Me gusta hablar a los caballos por la noche. Son una buena compañía. Y no deberías salir por ahí en camisón. Hay chicos Lightwood rondando por esos corredores.
—Muy gracioso. ¿Adónde vas, Will? Si vas a buscar más yin fen, llévame contigo.
—No voy a buscar más yin fen.
En los ojos, Will vio que había adivinado la respuesta.
—Vas a buscar a Tessa. Vas a Cadair Idris.
Su hermano asintió.
—Llévame —le rogó ella—. Llévame contigo, Will.
Él no podía mirarla; fue a coger el bocado y la brida, aunque las manos le temblaban cuando lo hizo y volvió hacia Balios.
—No puedo llevarte. No puedes montar a Xanthos, no tienes el entrenamiento necesario, y un caballo normal sólo nos haría ir más lentos.
—Los caballos del carruaje son autómatas. No puedes esperar alcanzarlos…
—No lo espero. Balios puede ser el caballo más rápido de Inglaterra, pero necesita descansar y dormir. Ya me resigno. No alcanzaré a Tess en el camino. Mi única esperanza es llegar a Cadair Idris antes de que sea demasiado tarde.
—Entonces, déjame ir tras de ti, y no te preocupes si te adelantas…
—¡Se razonable, Cecy!
—¿Razonable? —se encendió la joven—. ¡Lo único que veo es a mi hermano marchándose de nuevo! ¡Han pasado años, Will! ¡Años! Vine a Londres a buscarte, y ahora que volvemos a estar juntos, ¡tú te marchas!
Balios se removió inquieto cuando Will le ajustó el bocado y le pasó las riendas sobre la cabeza. A Balios no le gustaban los gritos. Will lo tranquilizó con una mano en el cuello.
—Will. —Cecily parecía peligrosa—. Mírame, o tendré que ir a casa para detenerte. Te juro que lo haré.
Will apoyó la cabeza en el cuello del animal y cerró los ojos. Notaba el olor a heno y caballos, a tela y sudor, y a algo del aroma del humo que aún seguía impregnado en su ropa, de la chimenea de Jem.
—Cecily —dijo—, necesito saber que estás aquí y tan a salvo como puedes estar, o no podré marcharme. No puedo estar padeciendo por Tessa delante y por ti detrás, o el temor me aplastará. Ya hay en peligro demasiadas personas a las que quiero.
Se hizo un largo silencio. Will podía oír el latido del corazón de Balios en su oído, pero nada más. Se preguntó si su hermana se habría marchado mientras él hablaba, quizá para despertar a los de la casa. Alzó la cabeza.
Pero no, ella seguía sin moverse, con la luz mágica ardiendo en la mano.
—Tessa dijo que me llamaste una vez —lo informó ella—. Cuando estabas enfermo. ¿Por qué a mí, Will?
—Cecily —la palabra era una especie de suspiro—, durante años fuiste mi… mi talismán. Pensaba que había matado a Ella. Abandoné Gales para que estuvieras a salvo. Mientras pudiera imaginarte feliz y contenta, el dolor de añorar a madre, a padre y a ti valía la pena.
—Nunca entendí por qué te marchaste —reconoció Cecily—. Y pensaba que los cazadores de sombras eran monstruos. No comprendía por qué tenías que venir aquí, y pensé, siempre pensé, que cuando fuera lo suficientemente mayor, vendría y fingiría querer ser una cazadora de sombras hasta que pudiera convencerte de volver a casa. Cuando me enteré de lo de la maldición, ya no supe qué pensar. Comprendí por qué habías venido, pero no por qué te habías quedado.
—Jem…
—Pero incluso si muere —prosiguió ella, y él se encogió—, no volverás a casa con mamá y papá, ¿verdad? Eres un cazador de sombras, de pies a cabeza. Padre nunca fue así. Por eso te has obcecado tanto en lo de no escribirles. No sabes cómo pedirles perdón al mismo tiempo que les dices que no volverás a casa.
—No puedo volver a casa, Cecily o, al menos, ya no es mi casa. Soy un cazador de sombras, lo llevo en la sangre.
—Sabes que soy tu hermana, ¿no? —preguntó ella—. También lo llevo en la sangre.
—Has dicho que estabas fingiendo. —Le escrutó el rostro un momento y luego añadió lentamente—: Pero no es cierto, ¿verdad? Te he visto, entrenando, luchando. Lo sientes igual que yo. Como si el suelo del Instituto fuera la primera tierra firme bajo tus pies. Como si hubieras hallado tu verdadero lugar. Eres una cazadora de sombras.
Cecily no dijo nada.
Will notó que se le formaba una sonrisa de medio lado.
—Me alegro —continuó—. Me alegro de que haya un Herondale en el Instituto, aunque yo…
—¿Aunque tú no regreses? Will, déjame ir contigo, déjame ayudarte…
—No, Cecily. ¿No es suficiente que acepte que vas a escoger esta vida, una vida de lucha y peligro, aunque siempre haya deseado que estuvieras a salvo? No, no puedo dejarte venir conmigo, aunque me odies por eso.
Ella suspiró.
—No seas tan dramático, Will. ¿Siempre debes insistir en que la gente te odia cuando es evidente que no?
—Soy dramático —le concedió su hermano—. De no haber sido cazador de sombras, habría hecho carrera en el escenario. No dudo de que me habrían recibido con grandes aplausos.
Cecily no pareció encontrarlo divertido. Él supuso que no podía culparla.
—No estoy interesada en tu interpretación de Hamlet —replicó Cecily—. Si no me dejas ir contigo, entonces prométeme que si te vas ahora… prométeme que volverás.
—No puedo prometértelo —repuso Will—. Pero si puedo volver contigo, lo haré. Y si vuelvo, escribiré a padre y a madre. Eso sí puedo prometerlo.
—No —negó Cecily—. Nada de cartas. Prométeme que si vuelves, regresarás conmigo a ver a madre y a padre, y les explicarás por qué te fuiste, y que no los culpas a ellos, y que aún los quieres. No te pido que te quedes en casa. Ni tú ni yo volveremos nunca más a casa para quedarnos, pero consolarlos es muy poco pedir. Y no me digas que va contra las reglas, Will, porque sé muy bien que disfrutas saltándotelas.
—¿Lo ves? —dijo él—. A fin de cuentas, sí que conoces un poco a tu hermano. Te doy mi palabra, si las condiciones se cumplen haré lo que me pides.
Cecily relajó el rostro y los hombros. Parecía pequeña e indefensa una vez su furia se hubo extinguido, aunque él sabía que no lo era.
—Y Cecy —añadió él a media voz—: antes de irme, quiero darte algo más.
Metió la mano dentro de la camisa y se sacó por la cabeza el colgante que Magnus le había dado. Éste se balanceó, emitiendo destellos de un rojo rubí bajo las tenues luces de los establos.
—¿Tu collar de mujer? —bromeó Cecily—. Bueno, confieso que no te sienta muy bien.
Will se acercó a su hermana y le pasó la brillante cadena por la cabeza. El rubí le cayó sobre el cuello como si estuviera hecho para ella. La chica miró a Will con ojos serios.
—Llévalo siempre. Te avisará cuando se acerquen los demonios —le explicó éste—. Te ayudará a mantenerte a salvo, que es lo que yo quiero, y también a ser una guerrera, si es eso lo que tú quieres.
Ella le puso la mano en la mejilla.
—Da bo ti, Gwilym. Byddaf yn dy golli di.
—Y yo a ti —repuso él. Sin mirarla de nuevo, se volvió hacia Balios y subió a la silla. Ella se apartó mientras él guiaba el caballo hacia la puerta del establo y, con la cabeza inclinada contra el viento, se alejó galopando en la noche.
Entre sueños de sangre y monstruos de metal, Tessa se despertó sobresaltada.
Yacía encogida como un bebé sobre el asiento de un carruaje grande, con las ventanas cubiertas por completo por gruesas cortinas de terciopelo. El asiento era duro e incómodo, con muelles que se le clavaban en los costados a través de la tela del vestido, que estaba manchado y roto. Se le había soltado el cabello y le caía en lacios mechones alrededor del rostro. Frente a ella, acurrucada en la esquina opuesta del carruaje, se hallaba una figura inmóvil, totalmente cubierta de una gruesa capa de viaje negra, con la capucha bajada.
Tessa trató trabajosamente de incorporarse, y tuvo que contener un acceso de mareo y náuseas. Se llevó las manos al vientre y trató de respirar hondo, aunque el aire fétido del interior del vehículo hizo poco por calmarle el estómago. Alzó las manos hasta el pecho y notó que el sudor le resbalaba bajo el cuerpo del vestido.
—No irás a vomitar, ¿verdad? —preguntó una voz oxidada—. A veces, el cloroformo tiene ese efecto secundario.
La capucha se volvió hacia ella, y Tessa vio el rostro de la señora Negro. En la escalera del Instituto se había quedado demasiado impresionada para poder observar realmente el rostro de su captora, pero en ese momento, al verlo de cerca, se estremeció. La piel tenía un tono verdoso, los ojos inyectados de venas negras y unos labios caídos que no ocultaban su lengua gris.
—¿Adónde me llevas? —quiso saber Tessa. Siempre era lo primero que preguntaban las heroínas de las novelas góticas cuando las raptaban, y siempre le había molestado, pero en ese momento se dio cuenta de que tenía sentido. En una situación así, lo primero que querías saber era adónde ibas.
—Con Mortmain —contestó la señora Negro—. Y ésa es toda la información que me vas a sacar, muchacha. He recibido órdenes muy estrictas.
No era nada que Tessa no se hubiera esperado, pero de todos modos notó un nudo en la garganta y le faltó el aire. De forma impulsiva, se apoyó lo más lejos posible de la señora Negro y abrió la cortina de la ventanilla.
Fuera estaba oscuro, con una luna medio escondida. El paisaje era sinuoso y angular, sin ningún punto de luz visible que significara habitantes. Negros montones de rocas salpicaban el terreno. Con tanto disimulo como pudo, Tessa cogió el pomo de la puerta y probó a abrirla; estaba cerrada con llave.
—No te molestes —dijo la Hermana Oscura—. No puedes abrir la puerta, y si huyes, te atraparé. Soy mucho más rápida ahora de lo que recuerdas.
—¿Así fue como desapareciste en la escalera? —preguntó Tessa—. ¿En el Instituto?
La señora Negro esbozó una sonrisa de superioridad.
—Desaparecí para ti; en realidad, sólo me aparté con rapidez y luego volví. Mortmain me ha concedido ese don.
—¿Por eso estás haciendo esto? —le soltó Tessa—. ¿Por gratitud a Mortmain? Él no tenía una gran opinión de ti. Envió a Jem y a Will para matarte cuando pensó que ibas a interponerte en su camino.
En el momento en que pronunció los nombres de los dos chicos palideció al recordarlos. Se la habían llevado mientras los cazadores de sombras estaban luchando desesperadamente en la escalera del Instituto. ¿Habrían conseguido vencer a los autómatas? ¿Habría resultado alguno herido, o, Dios no lo quisiera, muerto? Pero sin duda, ella lo sabría; sería capaz de notar si algo le hubiera pasado a Jem o a Will. Los sentía a ambos como parte de su corazón.
—No —contestó la señora Negro—. Para responder la pregunta que hay en tus ojos, te diré que no notarías si alguno de los dos estuviera muerto, alguno de esos guapos cazadores de sombras que tanto te gustan. La gente siempre imagina que sí, pero a no ser que exista algún vínculo mágico como el de parabatai, sólo son imaginaciones. Cuando me marché, estaban luchando por su vida. —Sonrió maliciosa, y los dientes le relucieron, metálicos, bajo la tenue luz—. Si no hubiera tenido órdenes de Mortmain de llevarte hasta él ilesa, te habría dejado allí para que te cortaran en trocitos.
—¿Por qué quiere que me lleves ilesa?
—Tú y tus preguntas… Casi me había olvidado de lo molesto que era. Existe cierta información que él desea tener y que sólo tú le puedes dar. Y aún quiere casarse contigo. ¡Qué tonto! Pero por mí, puede dejar que le fastidies la vida entera; yo quiero lo que quiero de él, y luego me marcharé.
—¡No hay nada que yo sepa que pueda interesar a Mortmain!
La señora Negro resopló.
—Eres tan joven y estúpida… No eres humana, señorita Gray, y no entiendes casi nada sobre lo que puedes hacer. Podríamos haberte enseñado más, pero eras obstinada. Descubrirás que Mortmain es un instructor mucho menos indulgente.
—¿Indulgente? —replicó Tessa—. Me golpeasteis hasta hacerme sangrar.
—Hay cosas peores que el dolor físico, señorita Gray. Mortmain tiene poca piedad.
—Justamente. —Tessa se inclinó hacia adelante; en su ángel mecánico resonaban los latidos de su corazón—. ¿Por qué hacer lo que te pide? Sabes que no puedes confiar en él, sabes que te destruiría alegremente…
—Necesito lo que puede darme —contestó la señora Negro—. Y haré lo que sea para conseguirlo.
—¿Y qué es? —preguntó Tess.
Oyó reír a la señora Negro, y luego, la Hermana Oscura se bajó la capucha y se desabrochó el cuello de la capa.
En los libros de historia, Tessa había leído sobre las cabezas clavadas en picas que se colocaban en el Puente de Londres, pero nunca había imaginado lo horroroso que sería verlo. Resultaba evidente que cualquier descomposición que la señora Negro hubiera sufrido después de que le cortaran la cabeza no había remitido, de modo que una piel muerta y gris colgaba alrededor de la pica de metal en la que estaba empalada su cabeza. No tenía cuerpo, sólo una lisa columna de metal de la que dos brazos, como palos articulados, sobresalían. Los guantes grises de cabritilla que cubrían lo que habían sido las manos añadían un toque macabro.
Tessa gritó.