10

COMO AGUA SOBRE LA ARENA

Porque me maravillé que otros, sujetos a la muerte, vivieran, ya que aquel al que yo amaba como si nunca debiera morir, estaba muerto; y me maravillé aún más de que yo, que para él era como un segundo yo, pudiera vivir, habiendo muerto él. Bien dijo uno de sus amigos: «Eres la mitad de mi alma»; porque sentía que su alma y mi alma eran «un alma en dos cuerpos» y, por tanto, mi vida se convirtió en un horror para mí, porque no quería vivir sólo a medias. Y al mismo tiempo temía morir, no fuera que aquel al que yo tanto amaba muriera por entero.

SAN AGUSTÍN, Confesiones, Libro IV

Cecily abrió la puerta del dormitorio de Jem con la punta de los dedos y miró hacia el interior.

La habitación estaba en silencio, pero llena de movimiento. Dos Hermanos Silenciosos se hallaban junto al lecho, con Charlotte entre ellos. Ésta tenía el rostro tenso y surcado de lágrimas. Will estaba arrodillado junto a la cama, aún con la ropa manchada de sangre de la pelea en el patio. Apoyaba la cabeza sobre los brazos cruzados, y parecía estar rezando. Se lo veía joven, vulnerable y desesperado, y a pesar de sus sentimientos encontrados, una parte de Cecily ansiaba entrar en la sala y consolarlo.

Vio el cuerpo quieto y blanco que yacía en la cama, y se encogió asustada. Llevaba allí muy poco tiempo; no sentía nada excepto que se estaba entrometiendo en el dolor y la pena de los habitantes del Instituto.

Pero debía hablar con Will. No podía evitarlo. Avanzó…

Y notó una mano en el hombro que tiraba de ella hacia atrás. Se dio con la espalda en la pared del pasillo, y Gabriel Lightwood la soltó al instante.

Ella lo miró sorprendida. Se le veía agotado, con sombras alrededor de los verdes ojos y restos de sangre en el cabello y en los puños. Tenía el cuello de la camisa húmedo. Sin duda acababa de salir de la habitación de su hermano. Lo habían herido gravemente en la pierna, y aunque los iratzes le habían ayudado, se había puesto de manifiesto que su poder curativo tenía un límite. Tanto Sophie como Gabriel le habían asistido en su habitación, aunque él había protestado constantemente diciendo que toda la ayuda disponible debía dedicarse a Jem.

—No entre ahí —dio Gabriel a Cecily en voz baja—. Están tratando de salvar a Jem. Su hermano necesita estar ahí para él.

—¿Estar ahí para él? ¿Y qué puede hacer? Will no es médico.

—Incluso inconsciente, James sacará fuerzas de su parabatai.

—Necesito hablar con Will sólo un momento.

Gabriel se pasó la mano por el alborotado cabello.

—No lleva mucho tiempo con los cazadores de sombras —indicó—. Puede que no lo entienda. Perder a tu parabatai… no es cualquier cosa. Lo consideramos tan serio como perder a un esposo, o a un hermano. Es como si fuera usted quien estuviera tendida en esa cama.

—A Will no le importaría tanto si fuera yo.

Gabriel resopló.

—Su hermano no se habría preocupado tanto de alejarme de usted si no la quisiera, señorita Herondale.

—No, no le gusta usted mucho. ¿Por qué? ¿Y por qué me está dando consejos sobre él ahora? A usted tampoco le gusta Will.

—No —repuso Gabriel—. No es exactamente así. No me gusta Will Herondale. Hace años que nos aborrecemos. Lo cierto es que una vez me rompió el brazo.

—¿De verdad? —Cecily alzó las cejas sin querer.

—Y, sin embargo, estoy comenzando a ver que muchas cosas que siempre pensé que eran ciertas no lo son. Y Will es una de ellas. Estaba seguro de que era un canalla, pero Gideon me ha hablado de él, y empiezo a entender que tiene un sentido del honor muy peculiar.

—Y eso se ha ganado su respeto.

—Deseo respetarlo. Deseo comprenderlo. Y James Carstairs es uno de los mejores de nosotros; incluso si odiara a Will, querría evitarle este dolor, por el bien de Jem.

—Lo que tengo que decirle a mi hermano —repuso Cecily—, Jem habría querido que se lo dijera. Es importante. Y sólo será un momento.

Gabriel se frotó las sienes. Era tan alto que parecía alzarse como una torre ante Cecily, aunque era muy delgado. Tenía un rostro anguloso, no muy hermoso, pero sí elegante, con el labio inferior con la forma exacta de un arco.

—Muy bien —repuso finalmente—. Entraré y le diré que salga.

—¿Por qué usted y no yo?

—Si está enfadado, si está cargado de dolor, es mejor que lo vea yo, y que él esté furioso conmigo y no con usted —explicó Gabriel como si nada—. Confío en lo que dice, señorita Herondale, de que lo que tiene que decirle es importante. Espero que no me decepcione.

Ella no contestó, se limitó a observar al chico Lightwood abrir la puerta de la habitación y entrar. Ella se apoyó en la pared, con el corazón acelerado, mientras un murmullo de voces se alzaba en el cuarto. Oyó a Charlotte decir algo sobre las runas para reemplazar la sangre, que al parecer eran peligrosas, y luego se abrió la puerta y salió Gabriel.

Cecily se irguió.

—¿Will va a…?

Él le lanzó una breve mirada y, un momento después, su hermano apareció en el pasillo, casi detrás de Gabriel, y cerró la puerta firmemente a su espalda. Gabriel saludó a Cecily con una inclinación de cabeza y se marchó por el pasillo, para dejarla a solas con su hermano.

Lo cierto era que Cecily siempre se había preguntado cómo se podía estar sola con otra persona. Si en realidad estabas con alguien, ¿no estabas acompañado por definición? Pero en ese momento se sentía del todo sola, porque Will parecía estar completamente en otro lugar, aunque no parecía enfadado. Se apoyó contra la pared junto a ella y, aun así, se veía tan insustancial como un fantasma.

—Will —comenzó ella.

Él no parecía oírla. Estaba temblando, las manos se le agitaban del esfuerzo y la tensión.

—Gwilym Owain —dijo ella, más suavemente.

Él volvió la cabeza para mirarla, aunque sus ojos eran tan azules y fríos como el agua de Llyn Mwyngil en el abrigo del bosque.

—Cuando llegué aquí, tenía doce años —dijo él.

—Lo sé —repuso Cecily, sorprendida. ¿Acaso creía que podría haberlo olvidado? ¿Perder a Ella y después a Will, su querido hermano mayor, en cuestión de días? Pero Will ni siquiera parecía escucharla.

—Fue, para ser exactos, el diez de noviembre de ese año. Y todos los años después, cuando llega ese día, suelo caer en la desesperación. Era ese día, y el de mi cumpleaños, cuando recordaba más a mamá y a papá, y a ti. Sabía que estabas viva, que estabas ahí fuera, que querías que yo volviera, y que yo no podía ir, ni siquiera podía enviarte una carta. Las escribí a docenas, claro, y las quemé. Debías de odiarme y culparme de la muerte de Ella.

—Nunca te culpamos…

—Pasado el primer año, y aunque aún temía que llegara el día, comencé a encontrar que había algo que Jem tenía que hacer sin falta todos los diez de noviembre, algún ejercicio o alguna búsqueda que nos llevara a la otra punta de la ciudad bajo el tiempo frío y lluvioso. Y yo le insultaba por eso. A veces, el frío húmedo lo hacía enfermar, o se olvidaba de tomar sus drogas y se ponía enfermo inmediatamente, al toser expulsaba sangre y acababa postrado en cama, y eso también era una distracción. Y sólo después de que pasara tres veces, porque soy estúpido, Cecy, y sólo pienso en mí, me di cuenta de que claramente lo estaba haciendo por mí. Se había fijado en la fecha y lo hacía todo por mí, para arrancarme de mi melancolía.

Cecily se quedó inmóvil contemplándolo. A pesar de las palabras que le repicaban en la cabeza para ser dichas, no pudo hablar, porque era como si un velo alzado durante años hubiera caído y estuviera viendo a su hermano por fin, como había sido de niño, cuidándola torpemente cuando se hería, durmiéndose en la alfombra ante el fuego con un libro abierto sobre el pecho, saliendo del estanque riendo y sacudiéndose el agua del negro cabello. Will, sin ningún muro entre él y el mundo exterior.

Él se rodeó con los brazos como si tuviera frío.

—No sé quién ser sin él —continuó—. Tessa no está, y cada momento que falta es como un cuchillo que me atraviesa desde dentro. No está y no puedo localizarla, y no tengo ni idea de adónde ir o qué hacer, y la única persona a la que me imagino explicándole mi agonía es justo la persona que no la puede saber. Incluso si no se estuviera muriendo.

—Will. Will. —Le puso la mano sobre el brazo—. Escúchame, por favor. Lo importante es encontrar a Tessa. Creo que sé dónde está Mortmain.

Él la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Y cómo puedes saber tú eso?

—Estaba lo suficientemente cerca de ti para oír lo que te dijo Jessamine antes de morir —contestó la chica, que notaba cómo la sangre le bombeaba a su hermano en la mano, bajo la piel. El corazón le golpeaba dentro del pecho—. Dijo que eres un galés terrible.

—¿Jessamine? —Will parecía perplejo, pero ella vio cómo entrecerraba levemente los ojos. Quizá, de forma inconsciente, estaba comenzando a seguir la misma línea de pensamiento que ella.

—Repetía que Mortmain estaba en Idris. Pero la Clave sabe que no —añadió Cecily rápidamente—. No conocías a Mortmain cuando éste vivía en Gales, pero yo sí. Conoce muy bien el país. Y hubo un tiempo en que tú también. Crecimos bajo la sombra de una montaña, Will. Piensa.

La miró fijamente.

—¿No creerás… Cadair Idris?

—Conocemos esas montañas, Will —repuso Cecily—. Y a él le parecería muy divertido, una gran burla a ti y a todos los nefilim. Él se la ha llevado exactamente al lugar del que tú huiste. La ha llevado a nuestra casa.

—¿Una tisana? —preguntó Gideon, mientras cogía el humeante tazón que le entregaba Sophie—. Me siento como un niño de nuevo.

—Lleva especias y vino. Le hará bien. Es bueno para la sangre. —La sirvienta, sin mirar a Gideon directamente, dejó la bandeja que llevaba en la mesilla de noche junto a la cama. Él estaba sentado con una de las perneras del pantalón cortada por debajo de la rodilla y la pierna vendada. Aún estaba despeinado por la pelea, y aunque se había puesto ropa limpia, seguía oliendo a sangre y sudor.

—Esto es bueno para la sangre —replicó él, y le mostró el brazo, donde tenía dibujadas dos runas de sangre de repuesto, sangliers.

—¿Debo suponer que eso significa que tampoco le gustan las tisanas? —preguntó ella, con los brazos en jarras.

Aún recordaba lo mucho que se había enfadado por los pastelillos, pero le había perdonado completamente la noche anterior, mientras leía su carta al Cónsul (que aún no había tenido oportunidad de enviar; seguía en el bolsillo de su delantal manchado de sangre). Y ese día, cuando el autómata le había hecho un tajo en la pierna en los escalones del Instituto y él había caído, con la sangre manando de la herida abierta, Sophie había sentido un terror que hasta la había sorprendido.

—A nadie le gustan las tisanas —contestó él con una leve sonrisa, totalmente encantadora.

—¿Debo quedarme y asegurarme de que se la bebe, o la va a tirar debajo de la cama? Porque luego tendremos ratones.

Él tuvo la decencia de parecer avergonzado; a Sophie le habría gustado estar ahí cuando Bridget había entrado en el dormitorio y había anunciado que había ido allí para retirar los pastelillos de debajo de la cama.

—Sophie —dijo Gideon, y cuando ella lo miró con severidad, él se tomó un rápido sorbo de tisana—. Señorita Collins. Aún no he tenido la oportunidad de disculparme adecuadamente, así que permítame hacerlo ahora. Por favor, perdóneme por haberle jugado una mala pasada con los pastelillos. No pretendía faltarle al respeto. Espero que no suponga que la tengo en menor estima por su posición en la casa, porque es usted una de las damas mejores y más valientes que he tenido el placer de conocer.

Sophie bajó las manos de las caderas.

—Bueno —contestó. No muchos caballeros pedirían disculpas a una criada—. Es una disculpa muy bonita.

—Y estoy seguro de que los pastelillos eran muy buenos —añadió él apresuradamente—. Pero es que no me gustan los pastelillos. Nunca me han gustado los pastelillos. No es por sus pastelillos.

—Por favor, señor Lightwood, deje de decir la palabra «pastelillo».

—Muy bien.

—Y no eran mis pastelillos; los había hecho Bridget.

—Muy bien.

—Y no se está bebiendo su tisana.

Él abrió la boca; luego la cerró rápidamente y alzó la taza. Cuando la miró por encima del borde, ella suavizó la expresión y le sonrió. Los ojos de Gideon se iluminaron.

—Muy bien —dijo Sophie—. No le gustan los pastelillos. ¿Y qué tal el bizcocho?

Era el principio de la tarde, y un débil sol estaba en lo alto del cielo. Alrededor de una docena de cazadores de sombras del Enclave y varios Hermanos Silenciosos se hallaban repartidos por los terrenos del Instituto. Antes se habían llevado los cadáveres de Jessamine y del Hermano Silencioso cuyo nombre Cecily no había llegado a saber. Oía voces en el patio, y el resonar del metal, mientras el Enclave rebuscaba entre los restos de los autómatas atacantes.

En el salón, sin embargo, el sonido más fuerte era el tictac del reloj de pared del rincón. Las cortinas estaban abiertas, y bajo la pálida luz del sol, el Cónsul fruncía el cejo, con los gruesos brazos cruzados sobre el pecho.

—Esto es una locura, Charlotte —dijo—. Una locura absoluta, y basada en las imaginaciones de una niña.

—No soy una niña —replicó Cecily. Se hallaba sentada junto a la chimenea, en el mismo sillón en el que Will se había quedado dormido la noche anterior; ¿sólo había pasado tan poco tiempo? Will se hallaba junto a ella, echando chispas. No se había cambiado de ropa. Henry estaba en el dormitorio de Jem con los Hermanos Silenciosos; Jem no había recuperado la conciencia, y únicamente la llegada del Cónsul había apartado a Charlotte y a Will de su lado—. Y mis padres conocían a Mortmain, como usted bien sabe. Nos dio Ravenscar Manor cuando mi padre tuvo… cuando perdimos nuestra casa de Dolgellau.

—Es cierto —aseguró Charlotte, que se hallaba detrás del escritorio, con varios papeles esparcidos ante ella—. Este verano te hablé de eso, y de lo que Ragnor Fell me había dicho sobre los Herondale.

Will sacó el puño del bolsillo del pantalón y miró furioso al Cónsul.

—¡Darle esa casa a mi familia fue una burla de Mortmain! Jugó con nosotros. ¿Por qué no iba a proseguir con esa burla de este modo?

—Mira, Josiah —intervino la directora, y señaló uno de los papeles que tenía ante ella en el escritorio. Un mapa de Gales—. Hay un Lago Lyn en Idris, y aquí, un lago Tal-y-Llyn, al pie de Cadair Idris…

—Llyn significa «lago» —explicó Cecily en un tono exasperado—. Y le llamamos Llyn Mwyngil, aunque algunos los llaman Taly-Llyn…

—Y seguramente hay otros lugares en el mundo con el nombre de Idris —replicó el Cónsul, antes de parecer darse cuenta de que estaba discutiendo con una chica de quince años y sosegarse.

—Pero éste significa algo especial —insistió Will—. Dicen que los lagos alrededor de la montaña no tienen fondo, que la propia montaña está hueca y dentro duermen los C ˆwn, los Sabuesos del Submundo.

—La Cacería Salvaje —dijo Charlotte.

—Sí. —Will se peinó hacia atrás con los dedos—. Somos nefilim. Creemos en las leyendas y los mitos. Todas las historias son ciertas. ¿Dónde mejor que en una montaña hueca ya asociada con la magia negra y los portentos de la muerte podría ocultarse con sus artefactos? A nadie le resultaría extraño si se oyeran ruidos raros procedentes de la montaña, y ningún lugareño iría a investigar. ¿Dónde más podría estar por aquí? Siempre me he preguntado por qué se tomó un interés particular por mi familia. Quizá fuera simple proximidad; la oportunidad de fastidiar a una familia nefilim. No habría podido resistirse.

El Cónsul estaba apoyado en el escritorio, con los ojos clavados en el mapa que Charlotte tenía bajo la mano.

—No es suficiente.

—¿No es suficiente? Suficiente ¡¿para qué?! —gritó Cecily.

—Para convencer a la Clave. —El Cónsul se incorporó—. Charlotte, tú lo entenderás. Para enviar una fuerza contra Mortmain a partir de la sospecha de que se halla en Gales, tendríamos que convocar una reunión del Consejo. No podemos llevar una pequeña fuerza y arriesgarnos a que nos superen en número, sobre todo esas criaturas… ¿Cuántas había esta mañana cuando os atacaron?

—Seis o siete, sin contar la que se llevó a Tessa —respondió Charlotte—. Creemos que se pueden doblar sobre sí mismas y, por tanto, pudieron caber en los estrechos confines del carruaje.

—Y creo que Mortmain no esperaba que Gabriel y Gideon Lightwood estuvieran con vosotros, y por tanto calculó mal el número de autómatas que necesitaría. De otro modo, sospecho que estaríais todos muertos.

—A la porra con los Lightwood —masculló Will—. Creo que infravaloró a Bridget. Trinchó a esas criaturas como si fueran el pavo de Navidad.

El Cónsul alzó las manos.

—Hemos leído los papeles de Benedict Lightwood. En ellos afirma que el cuartel general de Mortmain está a las afueras de Londres, y que Mortmain pretende enviar una fuerza contra el Enclave…

—Benedict Lightwood se estaba volviendo loco a pasos acelerados cuando escribió eso —le interrumpió la mujer—. ¿Parece probable que Mortmain le confiara sus auténticos planes?

—Benedict no tenía ninguna razón para mentir en sus propios diarios, Charlotte; los que, por cierto, no deberías haber leído. —La voz del Cónsul era agria, pero también terriblemente fría—. Si no estuvieras tan convencida de que debes saber más que el Consejo, los habrías entregado inmediatamente. Tales muestras de desobediencia no me disponen a confiar en ti. Si crees que debes hacerlo, lleva este asunto de Gales ante el Consejo cuando nos reunamos dentro de quince días…

—¿Quince días? —Will alzó la voz; estaba pálido, con manchas rojas sobre las mejillas—. A Tessa se la han llevado hoy. No tiene quince días.

—El Magíster la quería ilesa. Lo sabes, Will —le recordó Charlotte a media voz.

—¡Y también quiere desposarla! ¿No creéis que preferirá la muerte antes de convertirse en su juguete? Mañana podría estar casada…

—¡Y al infierno si lo es! —exclamó el Cónsul—. ¡Una chica, que ni siquiera es nefilim, no es, no puede ser, nuestra prioridad!

—¡Es mi prioridad! —gritó Will.

Se hizo el silencio. Cecily pudo oír el ruido de la leña húmeda chisporroteando en la chimenea. La niebla que se veía a través de las ventanas era de un amarillo oscuro, y el rostro del Cónsul quedaba entre las sombras.

—Pensaba que era la prometida de tu parabatai —dijo el Cónsul finalmente—, no la tuya.

Will alzó la barbilla.

—Si es la prometida de Jem, entonces es mi obligación protegerla como si fuera la mía. Eso es lo que significa ser parabatai.

—Oh, sí. —La voz del Cónsul estaba cargada de sarcasmo—. Tanta lealtad es encomiable. —Meneó la cabeza—. Los Herondale. Tan tozudos como rocas. Recuerdo cuando tu padre quería casarse con tu madre. Nada podía disuadirlo, aunque ella no era una candidata para la Ascensión. Me había esperado más flexibilidad en sus hijos.

—Nos perdonarás a mi hermana y a mí por no estar de acuerdo —replicó Will—, teniendo en cuenta que si mi padre hubiera sido más flexible, como dices, nosotros no existiríamos.

El Cónsul meneó de nuevo la cabeza.

—Esto es la guerra —aseveró—. No un rescate.

—Y ella no es una simple chica —replicó Charlotte—. Es una arma en manos del enemigo. Te digo que Mortmain pretende usarla contra nosotros.

—¡Ya basta! —El Cónsul cogió su abrigo del respaldo de una silla y se lo puso—. Esto es una conversación inútil. Charlotte, ocúpate de tus cazadores de sombras. —Paseó la mirada por Will y Cecily—. Parecen sobreexcitados.

—Ya veo que no podemos forzar tu cooperación, Cónsul. —El rostro de Charlotte era una pura tormenta—. Pero recuerda que pondré por escrito que te advertí de esta situación. Si al final tenemos razón y se produce un desastre por este retraso, tú serás el responsable de todo lo que suceda.

Cecily esperaba que el Cónsul se enfadara, pero sólo se alzó la capucha, ocultando el rostro.

—Eso es lo que significa ser Cónsul, Charlotte.

Sangre. Sangre en las losas del patio. Sangre manchando la escalera de la casa. Sangre en las hojas del jardín, los restos de lo que una vez había sido el cuñado de Gabriel sobre espesos charcos de sangre medio seca, calientes surtidores de sangre que salpicaban el traje de Gabriel mientras la flecha que acababa de lanzar se clavaba en el ojo de su padre

—¿Lamentas tu decisión de permanecer en el Instituto, Gabriel? —La voz fría y conocida penetró a través de los pensamientos febriles de éste, quien alzó la mirada con un grito ahogado.

El Cónsul se hallaba sobre él, recortado contra la débil luz del sol. Llevaba un pesado abrigo y guantes, y por su expresión parecía que Lightwood había hecho algo para divertirle.

—Yo… —El chico tragó aire y se obligó a hablar pausadamente—. No, claro que no.

El Cónsul alzó una ceja.

—Por eso estás agazapado aquí, en el lado de la iglesia, con la ropa manchada de sangre, aterrorizado de que alguien te encuentre.

Gabriel se puso en pie rápidamente, agradecido de tener un muro de piedra detrás que le sirviera de sustento. Miró fijamente al Cónsul.

—¿Está sugiriendo que no he luchado? ¿Que he huido?

—No estoy sugiriendo tal cosa —replicó el Cónsul con suavidad—. Sé que estuviste. Sé que tu hermano resultó herido…

Gabriel tragó aire, y el Cónsul lo miró con ojos entrecerrados.

—Ah —dijo—. Así que es eso, ¿no? Viste morir a tu padre, y has pensado que también verías morir a tu hermano, ¿no?

Gabriel quiso arañar el muro que tenía a la espalda. Quiso golpear al Cónsul en su empalagoso rostro con esa expresión de falsa compasión. Quiso correr escaleras arriba y tirarse en la cama de su hermano, negarse a marcharse, como Will se había negado a dejar a Jem hasta que Gabriel lo había obligado. Will era un mejor hermano para Jem de lo que él lo era para Gideon, había pensado con amargura, y ellos no compartían la sangre. En parte era eso lo que le había hecho salir del Instituto, para ir a su escondrijo detrás de los establos. Sin duda, nadie lo buscaría ahí, se había dicho.

Pero se había equivocado. Aunque se equivocaba tan a menudo que qué importaba una vez más.

—Has visto sangrar a tu hermano —continuó el Cónsul—. Y has recordado…

—Yo maté a mi padre —dijo Gabriel—. Yo le clavé una flecha en el ojo, derramé su sangre. ¿Cree que no sé lo que eso significa? Su sangre me llamará desde la tierra, como la sangre de Abel llamó a Caín. Todo el mundo dice que ya no era mi padre, pero eso era todo lo que quedaba de él. Había sido un Lightwood. Y Gideon podría haber muerto hoy. Perderle también…

—¿Ves lo que quería decir —repuso el Cónsul— cuando te hablé de Charlotte y de que se niega a obedecer la Ley? El coste en vidas que comporta. Hoy podría haber sido la vida de tu hermano la sacrificada a causa de su orgullo desmedido.

—No me parece orgullosa.

—¿Por eso escribisteis esto? —El Cónsul sacó del bolsillo de la chaqueta la primera carta que Gabriel y Gideon le habían enviado. La miró con desprecio y la dejó caer al suelo—. ¿Esta ridícula misiva, pensada para molestarme?

—¿Y funcionó?

Por un momento, Gabriel pensó que el Cónsul iba a pegarle. Pero la expresión de enfado se borró rápidamente del rostro del hombre; cuando volvió a hablar lo hizo con calma.

—Supongo que no debería haber esperado que un Lightwood reaccionara bien al chantaje. Tu padre no lo habría hecho; confieso que pensé que estabas hecho de una pasta más débil.

—Si pretende probar a persuadirme por otro camino, no se moleste —le advirtió Gabriel—. No serviría de nada.

—¿De verdad? ¿Eres tan leal a Charlotte Branwell después de lo que su familia le hizo a la tuya? De Gideon me lo habría esperado; se parece a tu madre. Demasiado confiado por naturaleza. Pero tú no, Gabriel. De ti me esperaba más orgullo de sangre.

Éste dejó caer la cabeza contra la pared.

—No había nada —explicó—. ¿Lo entiende? No había nada en la correspondencia de Charlotte que pudiera interesarle a usted, ni interesar a nadie. Nos dijo que nos destruiría totalmente si no le informábamos de sus actividades, pero no había nada de lo que informar. No nos dejó elección.

—Podrías haberme dicho la verdad.

—Usted no quería oírla —replicó Gabriel—. No soy estúpido, y mi hermano tampoco. Quiere que aparten a Charlotte de la dirección del Instituto, pero no quiere que quede muy claro que sea su mano la que la aparta. Desearía descubrir que está involucrada en algún asunto ilegal. Pero la verdad es que no hay nada que descubrir.

—La verdad es maleable. La verdad puede ser descubierta, cierto, pero también se puede crear.

Gabriel miró rápidamente al Cónsul al rostro.

—¿Preferiría que le hubiera mentido?

—Oh, no —contestó el hombre—. No a mí. —Le puso una mano en el hombro—. Los Lightwood siempre han tenido honor. Tu padre cometió errores. Tú no deberías pagar por ellos. Déjame devolverte lo que has perdido. Déjame devolverte Lightwood House, el buen nombre de tu familia. Podrías vivir en la casa con tu hermano y tu hermana. No necesitarías seguir dependiendo de la caridad del Enclave.

«Caridad». Una palabra amarga. Gabriel pensó en la sangre de su hermano sobre las losas del Instituto. Si Charlotte no hubiera sido tan tonta, tan decidida a acoger a la chica cambiante en el seno del Instituto a pesar de todas las objeciones de la Clave y del Cónsul, el Magíster nunca habría enviado sus fuerzas contra el Instituto. La sangre de Gideon no se habría derramado.

«De hecho —le susurró una vocecilla en su interior—, de no haber sido por Charlotte, el secreto de mi padre habría continuado siendo secreto». Benedict no se habría visto obligado a traicionar al Magíster. No habría perdido la fuente de la droga que mantenía a raya la astriola. Tal vez nunca se habría transformado. Sus hijos quizá nunca habrían conocido sus pecados. Los Lightwood habrían seguido en la bendita ignorancia.

—Gabriel —dijo el Cónsul—. Esta oferta es sólo para ti. Debes mantenerla en secreto a tu hermano. Es como tu madre, demasiado leal. Leal a Charlotte. Su errónea lealtad puede que diga mucho de él, pero no nos ayudará a nosotros. Dile que me he cansado de sus bromas; dile que ya no deseo que hagáis nada. Sabes mentir —sonrió con acritud—, y estoy seguro de que puedes convencerle. ¿Qué me dices?

Gabriel apretó los dientes.

—¿Qué quiere que haga?

Will se removió en el sillón junto a la cama de Jem. Llevaba horas ahí, y tenía la espalda agarrotada, pero se negaba a moverse. Siempre existía la posibilidad de que Jem se despertara, y esperaría que él estuviera ahí.

Al menos, no hacía frío. Bridget había encendido el fuego en la chimenea; la leña húmeda chisporroteaba y restallaba, y de vez en cuando lanzaba chispas. Al otro lado de la ventana, la noche era oscura, sin rastro de azul o de nubes, sólo un negro uniforme como si el vidrio estuviera junto a él.

El violín de Jem estaba apoyado al pie de la cama, y su bastón, aún pringoso de sangre de la escaramuza en el patio, se hallaba junto a él. Jem yacía inmóvil, medio incorporado sobre las almohadas, sin nada de color en el rostro. Will sintió como si lo estuviera viendo por primera vez después de una larga ausencia, en ese breve momento en que se notan los cambios en los rostros conocidos antes de que vuelvan a formar parte del escenario de la propia vida. Jem estaba tan delgado… ¿Cómo era que Will no lo había notado? Sin la más mínima carne superflua sobre los huesos de las mejillas, el mentón o la frente, todo él ángulos y huecos. Los cerrados párpados tenían un leve brillo azulado, igual que la boca. Las clavículas se le curvaban como la proa de un barco.

Will se regañó a sí mismo. ¿Cómo no se había dado cuenta durante todos esos meses de que Jem se estaba muriendo, tan rápido, tan pronto? ¿Cómo no había visto la guadaña y las sombras?

—Will. —Un susurro desde la puerta. Él alzó la vista y vio a Charlotte, con la cabeza en el hueco—. Hay… alguien que ha venido a verte.

Will parpadeó mientras Charlotte se retiraba y Magnus Bane pasaba a su lado y entraba en la habitación. Por un momento, al chico no se le ocurrió nada que decir.

—Dice que le has llamado —añadió la directora, no muy convencida. Magnus, con aire de indiferencia, esperó vestido con un traje gris ceniza. Se estaba sacando lentamente los guantes, de cabritilla de color gris oscuro, de sus delgadas manos marrones.

—Sí que lo he llamado —confirmó Will, que se notaba como si acabara de despertar—. Muchas gracias, Charlotte.

Ella le lanzó una mirada que mezclaba la compasión con el implícito mensaje de «Bajo tu responsabilidad, Will Herondale», y se marchó después de cerrar la puerta de un modo muy significativo.

—Has venido —dijo Will, sabiendo que sonaba estúpido. Nunca le había gustado cuando la gente decía obviedades en alto, y él lo estaba haciendo en ese momento. No se podía quitar de encima la sensación de total confusión. Ver a Magnus allí, en medio del dormitorio de Jem, era como ver a un caballero hada en medio de los abogados de blancas pelucas del Old Bailey.

Magnus dejó los guantes sobre la mesa y fue hacia la cama. Se apoyó con la mano en uno de los postes mientras miraba a Jem, tan inmóvil y blanco que podría haber sido una estatua tallada sobre una tumba.

—James Carstairs —murmuró por lo bajo como si esas palabras tuvieran algún poder mágico.

—Se está muriendo —le informó Will.

—Eso es evidente. —Podría parecer frío, pero había toda la tristeza del mundo en la voz de Magnus, una tristeza que a Will le resultó sorprendentemente familiar—. Pensaba que creías que le quedaban unos días, incluso quizá una semana.

—No es sólo la falta de droga —explicó Will en una voz que parecía oxidada; se aclaró la garganta—. Lo cierto es que tenemos un poco y se la hemos administrado. Pero esta tarde ha habido una pelea; ha perdido sangre y se ha debilitado. Me temo que no tiene fuerzas suficientes para recuperarse.

Magnus alzó la mano de Jem con gran cuidado. Tenía morados en los pálidos dedos, y las venas azules corrían como un mapa de ríos bajo la traslúcida piel de la muñeca.

—¿Sufre?

—No lo sé.

—Quizá lo mejor sería dejarlo morir. —Magnus miró a Will, con ojos de un oscuro dorado verdoso—. Toda vida es finita, Will. Y sabías, cuando lo elegiste a él, que moriría antes que tú.

Will miró hacia el frente. Se sentía como si estuviera cayendo por un túnel oscuro, sin final, sin paredes a las que agarrarse para frenar la caída.

—Si crees que sería lo mejor para él…

—Will. —La voz de Magnus era amable, pero urgente—. ¿Me has hecho llamar porque pensabas que podía ayudarle?

Will lo miró sin verlo.

—No sé por qué te he llamado —respondió—. No creo que sea porque creyera que podrías hacer algo. Me parece que más bien he pensado que tú serías el único que podría entenderlo.

Magnus pareció sorprendido.

—¿El único que podría entenderlo?

—Has vivido durante tanto tiempo… —contestó Will—. Debes de haber visto morir a muchos, a mucha gente que querías. Y, sin embargo, has sobrevivido y seguido adelante.

Magnus seguía mirándolo perplejo.

—Me has llamado… un brujo en el Instituto, justo después de una pelea en la que casi habéis muerto todos… ¿para hablar?

—Me resulta fácil hablar contigo —respondió Will—. No sé por qué razón.

Magnus meneó la cabeza lentamente, y se apoyó en el poste de la cama.

—Eres tan joven… —musitó—. Pero, claro, no creo que ningún cazador de sombras me haya llamado antes sólo para que le acompañe a velar por la noche.

—No sé qué hacer —confesó Will—. Mortmain se ha llevado a Tessa, y ahora creo que sé dónde puede estar. Una parte de mí sólo quiere ir tras ella. Pero no puedo dejar a Jem. Hice un juramento. ¿Y si se despierta y no me ve aquí? —Se le veía tan perdido como a un bebé—. Creerá que lo he abandonado voluntariamente, sin importarme que se estuviera muriendo. No lo sabrá. Y, no obstante, si pudiera hablar, ¿no me diría que fuera a buscar a Tessa? ¿No es eso lo que querría? —Will ocultó el rostro entre las manos—. No lo sé, y eso me está destrozando por dentro.

El brujo lo miró en silencio durante un largo momento.

—¿Sabe él que estás enamorado de Tessa?

—No. —Will alzó la cabeza, sorprendido—. No. Nunca he dicho nada. No era una carga que él tuviera que llevar.

Magnus respiró hondo.

—Will —le dijo con amabilidad—. Me has pedido consejo, como alguien que ha vivido durante muchas vidas y ha enterrado a muchos amantes. Puedo decirte que el final de una vida es la suma del amor que se ha vivido, que sea lo que sea que creas que has jurado, estar aquí al final de la vida de Jem no es lo importante. Lo importante ha sido estar aquí en cualquier otro momento. Desde que lo conociste, nunca lo has dejado y lo has amado siempre. Eso es lo que importa.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Will, y luego—: ¿Por qué eres tan amable conmigo? Aún te debo un favor, ¿no? Lo recuerdo, ¿sabes?, aunque nunca me lo has exigido.

—¿No? —se hizo el sorprendido Magnus, y luego le sonrió—. Will, tú me tratas como un ser humano, una persona como tú; raro es el cazador de sombras que trata así a un brujo. No soy tan cruel como para exigir que un muchacho con el corazón roto me devuelva un favor. Y un muchacho que creo, por cierto, que será un muy buen hombre algún día. Así que te diré una cosa. Me quedaré aquí cuando te marches, y vigilaré a tu Jem por ti, y si se despierta, le diré adónde has ido y que ha sido por él. Y haré lo que pueda para mantenerle con vida: no tengo yin fen, pero tengo magia, y quizá pueda encontrar algo en algún un viejo libro de hechizos que pueda ayudarle.

—Lo consideraré un gran favor —aseguró Will.

Magnus se quedó mirando a Jem. Y la tristeza se le marcó en el rostro, en ese rostro que por lo general era tan alegre, o sarcástico, o indiferente; esa tristeza sorprendió a Will.

—«Porque ¿por dónde ha penetrado esa antigua pena con tanta facilidad hasta lo más profundo, que he vertido mi alma sobre el polvo, al amar a alguien que debe morir?» —recitó Magnus.

Will lo miró.

—¿Qué es eso?

Confesiones, de san Agustín —contestó Magnus—. Me has preguntado cómo, siendo inmortal, he sobrevivido a tantas muertes. No hay ningún gran secreto. Soportas lo insoportable, y resistes. Eso es todo. —Se apartó de la cama—. Te dejaré un momento a solas con él, para que le digas adiós como quieras. Me encontrarás en la biblioteca.

Will asintió, sin palabras, mientras Magnus recogía los guantes, iba a la puerta y salía. A Will le daba vueltas la cabeza.

Miró de nuevo a Jem, inmóvil en la cama.

«Debo aceptar que esto es el fin —pensó, e incluso sus pensamientos le resultaban huecos y distantes—. Debo aceptar que Jem nunca volverá a mirarme, nunca volverá a hablarme. Soportas lo insoportable, y resistes. Eso es todo».

Pero, aun así, no le parecía real; era como un sueño. Se puso en pie y se inclinó sobre Jem. Acarició con suavidad la mejilla de su parabatai. Estaba fría.

«Atque in perpetuum, frater, ave atque vale —susurró. Las palabras del poema nunca le habían parecido más adecuadas—. Por siempre jamás, mi hermano, saludos y adiós».

Will comenzó a incorporarse, a dar la espalda a la cama. Mientras lo hacía, notó algo que se le cerraba en la muñeca. Miró hacia abajo y vio la mano de Jem rodeándole la suya. Durante un momento se quedó demasiado impresionado para hacer nada más que mirar.

—Aún no estoy muerto, Will —dijo Jem con un hilillo de voz, fino pero fuerte como un alambre—. ¿Qué quería decir Magnus al preguntarte si yo sabía que estás enamorado de Tessa?