Capítulo XL

MIENTRAS ROBERT JORDAN dormía, cavilaba en lo del puente y hacía el amor a María, Andrés había estado avanzando muy lentamente. Hasta que llegó a las líneas republicanas, había atravesado los campos y las líneas fascistas con la velocidad que un campesino en buenas condiciones físicas y buen conocedor de la región podía hacerlo en la oscuridad. Pero al llegar al territorio de la República, las cosas cambiaron.

En teoría, hubiera bastado enseñar el salvoconducto que Robert Jordan le había entregado, con el sello del S. I. M. y el mensaje que llevaba el mismo sello, para que se le dejara seguir su camino todo lo más rápidamente posible. Pero el primer tropezón lo tuvo con el jefe de la compañía de primera línea, que había acogido su misión con graves sospechas.

Siguió el jefe de la compañía hasta el cuartel general del batallón, en donde el jefe, que había sido barbero antes del Movimiento, se entusiasmó al oír el relato de su misión. Este comandante, llamado Gómez, maldijo al jefe de la compañía por su estupidez, dio unas palmaditas amistosas a Andrés en el hombro, le dio una copa de mal coñac y le dijo que siempre había deseado ser guerrillero. Luego despertó a uno de sus oficiales, le confió el mando del batallón y mandó a un ordenanza que fuera a despertar a su motociclista. En vez de enviar a Andrés al cuartel general de la brigada con el motorista, Gómez resolvió llevarle él mismo, a fin de activar las cosas. Y con Andrés fuertemente asido al precario asiento de detrás, fueron zumbando y dando tumbos a lo largo de la estrecha carretera de montaña, llena de baches abiertos por las bombas, entre la doble hilera de árboles que los faros iban descubriendo y cuyos troncos, cubiertos de cal, presentaban las huellas de las balas y los cascos de las granadas que los habían averiado en los combates que habían tenido lugar en esa misma carretera el primer verano del Movimiento. Cuando llegaron al pequeño refugio de montaña, de techos demolidos, en donde estaba instalado el cuartel general de la brigada, Gómez frenó como un corredor de carreras, apoyó el vehículo contra la pared de una casa, despertó de un empujón al adormilado centinela que estaba encargado de guardarlo y entró en la gran sala de paredes cubiertas de mapas, donde un oficial dormitaba con una visera verde sobre los ojos, ante una mesa provista de una lámpara, dos teléfonos y un ejemplar de Mundo Obrero.

El oficial levantó los ojos hacia Gómez y dijo:

—¿Qué vienes a hacer aquí? ¿No has oído hablar nunca del teléfono?

—Necesito ver al teniente coronel —dijo Gómez.

—Duerme —dijo el oficial—. He estado viendo tus faros desde un kilómetro de distancia en la carretera. ¿Quieres provocar un bombardeo?

—Llama al teniente coronel —insistió Gómez—; es extremadamente grave.

—Está durmiendo; ya te lo he dicho —replicó el oficial—. ¿Quién es esa especie de bandido que viene contigo? —preguntó, señalando a Andrés con un gesto.

—Es un guerrillero que viene del otro lado de las líneas con un mensaje muy importante para el general Golz, que dirige la ofensiva que al amanecer va a desencadenarse al otro lado de Navacerrada —explicó Gómez, grave y excitado al mismo tiempo—. Despierta al teniente coronel, por el amor de Dios.

El oficial le miró fijamente, con sus ojos de gruesos párpados sombreados por la visera de celuloide verde.

—Estáis todos locos —dijo—; no sé nada del general Golz ni de la ofensiva. Llévate a ese deportista y vuélvete a tu batallón.

—Despierta al teniente coronel te digo —gritó Gómez. Y Andrés vio que apretaba la boca en gesto de resolución.

—Vete a la mierda —le dijo indolentemente el oficial, volviéndole la espalda.

Gómez sacó su enorme pistola «Star» de nueve milímetros y la apoyó sobre la espalda del oficial.

—Despiértale, cochino fascista —dijo—. Despiértale, o te mato.

—Cálmate —dijo el oficial—. Vosotros, los barberos, sois gente muy impresionable.

Andrés vio a la luz de la lámpara el rostro de Gómez alterado por el odio. Pero dijo solamente:

—Despiértale.

—Ordenanza —gritó el oficial, con voz despectiva.

Un soldado apareció en la puerta, saludó y se fue.

—Su novia está con él —dijo el oficial, y se puso de nuevo a leer su periódico—. Con toda seguridad le va a encantar veros.

—Los individuos como tú, obstaculizan todos los esfuerzos para ganar la guerra —dijo Gómez al oficial del Estado Mayor.

El oficial no le prestaba ninguna atención. Luego, mientras proseguía su lectura, comentó, como hablando consigo mismo.

—¡Qué periódico tan curioso es este!

—¿Por qué no lees El Debate? Ese es tu periódico —dijo Gómez, nombrando al principal órgano católico conservador publicado en Madrid antes del Movimiento.

—No olvides que soy tu superior y que un informe mío sobre ti llegaría muy lejos —dijo el oficial, sin levantar los ojos—. No he leído nunca El Debate; no hagas acusaciones falsas.

—No, tú leías el A B C —dijo Gómez—. El ejército está podrido con gente como tú. Pero esto no va a durar mucho. Estamos copados entre ignorantes y cínicos. Pero instruiremos a los unos y eliminaremos a los otros.

—Purga es la expresión que andas buscando —dijo el oficial, sin molestarse en levantar los ojos—. Hay aquí un artículo sobre las purgas de tus famosos rusos. Están purgando más que el aceite de ricino en estos tiempos.

—Llámalo como quieras —dijo Gómez, furioso—. Llámalo como quieras, con tal que los individuos de tu calaña sean liquidados.

—¿Liquidados? —preguntó el oficial insolentemente, y como si hablara consigo mismo—: Ahí tienes una palabra que casi no se parece al castellano.

—Fusilados entonces —dijo Gómez—; eso es buen castellano ¿no? ¿Lo entiendes?

—Sí, hombre; pero no hables tan fuerte. Además del teniente coronel, hay otros durmiendo en este Estado Mayor, y tus emociones me fatigan. Esa es la razón de que siempre me haya afeitado solo. Nunca me ha gustado la conversación.

Gómez miró a Andrés y movió la cabeza. Sus ojos brillaban con la humedad que provocan la rabia y el despecho. Pero sacudió la cabeza y no dijo nada, dejando todo aquello para un futuro más o menos próximo. Había ido dejando muchas cosas en el año y medio que estuvo en el puesto como jefe de batallón de la Sierra. Al entrar el teniente coronel en pijama, Gómez se levantó y saludó.

El teniente coronel Miranda era un hombre bajo, de cara grisácea, que había estado en el ejército toda su vida, que había perdido el amor de su esposa en Madrid y el apetito en Marruecos y que se había hecho republicano al descubrir que no podía divorciarse —de recobrar la buena digestión no hubo ninguna posibilidad—; había entrado en la guerra civil como teniente coronel y su única aspiración era terminarla con el mismo grado. Había defendido bien la Sierra y quería que se le dejara tranquilo para seguir defendiéndola. Se encontraba mucho mejor en guerra que en paz, sin duda a causa del régimen dietético que se veía forzado a seguir; tenía una inmensa reserva de bicarbonato de sosa, bebía whisky todas las noches; su amante, de veintitrés años, iba a tener un niño, como casi todas las muchachas que se habían hecho milicianas en julio del año anterior, y al entrar en la sala respondió con un cabeceo al saludo de Gómez, y le tendió la mano.

—¿Qué te trae por aquí, Gómez? —preguntó; y luego, dirigiéndose al oficial sentado a la mesa, que era su ayudante, dijo—: Dame un cigarrillo, Pepe, por favor.

Gómez le enseñó los papeles de Andrés y el mensaje. El teniente coronel examinó rápidamente el salvoconducto, miró a Andrés, le saludó asimismo con la cabeza, sonrió y después se puso a estudiar ávidamente el mensaje. Palpó el sello, pasándole el índice, y por último devolvió el salvoconducto y el mensaje a Andrés.

—¿Es muy dura la vida en las montañas?

—No, mi teniente coronel —contestó Andrés.

—¿Te han señalado el lugar más próximo al Cuartel General del general Golz?

—Navacerrada, mi teniente coronel —dijo Andrés—. El inglés ha dicho que estaría en alguna parte cerca de Navacerrada, detrás de las líneas, a la derecha de aquí.

—¿Qué inglés? —le preguntó cortésmente el teniente coronel.

—El inglés que está con nosotros como dinamitero.

El teniente coronel asintió con la cabeza. No era más que uno de tantos fenómenos inesperados e inexplicables de la guerra. «El inglés que está con nosotros de dinamitero».

—Será mejor que lo lleves tú en la moto, Gómez —dijo el teniente coronel—. Prepárale un salvoconducto enérgico para el Estado Mayor del general Golz; yo lo firmaré —dijo al oficial de la visera de celuloide verde—. Escríbelo a máquina, Pepe. Ahí están los detalles. —Hizo un gesto a Andrés para que le entregara el salvoconducto—. Y ponle dos sellos. —Se volvió hacia Gómez—. Tendréis necesidad esta noche de un documento en regla. Así tiene que ser. Hay que ser prudentes cuando se prepara una ofensiva. Voy a daros algo todo lo enérgico que sea posible. —Luego, dirigiéndose a Andrés con cariño—: ¿Quieres algo? ¿Quieres algo de beber o de comer?

—No, mi teniente coronel —dijo Andrés—; no tengo hambre. Me han dado un coñac en el último puesto de mando y si tomo algo más acabaré por marearme.

—¿Has visto movimientos o actividad al otro lado de mi frente cuando lo atravesaste? —preguntó cortésmente el teniente coronel a Andrés.

—Estaba todo como siempre, mi teniente coronel; tranquilo, tranquilo.

El teniente coronel preguntó:

—¿No te he visto yo en Cercedilla hace cosa de tres meses?

—Sí, mi teniente coronel.

—Ya me lo parecía. —El teniente coronel le golpeó cariñosamente en la espalda—. Estabas con el viejo Anselmo. ¿Cómo está Anselmo?

—Está muy bien, mi teniente coronel —respondió Andrés.

—Bueno; me alegro —dijo el teniente coronel. El oficial le mostró lo que acababa de escribir a máquina; el teniente coronel lo leyó y lo firmó—. Ahora tenéis que daros prisa —dijo a Gómez y a Andrés—. Atención con la moto —dijo a Gómez—. Utiliza las luces. No puede pasar nada por una simple motocicleta, y tienes que ser muy cuidadoso para que no os ocurra nada. Dadle recuerdos al camarada Golz de mi parte. Nos conocimos después de lo de Peguerinos. —Les dio la mano a los dos—. Pon los papeles en el bolsillo de tu camisa y abróchatela bien —dijo—. Se coge mucho aire cuando se va en moto.

Cuando se fueron, abrió un armario, sacó un vaso y una botella, se sirvió un poco de whisky y llenó el vaso de agua, que tomó de un botijo que había en el suelo, junto a la pared. Luego, con el vaso en la mano, bebiendo a pequeños sorbos, se acercó al gran mapa colgado en la pared y estudió las posibilidades de la ofensiva al norte de Navacerrada.

—Me alegro de que le toque a Golz y no a mí —dijo al oficial que estaba sentado delante de la mesa. El oficial no contestó y, cuando el teniente coronel levantó los ojos del mapa para mirarle, vio que estaba dormido con la cabeza sobre los brazos. El teniente coronel se acercó a la mesa y colocó los dos teléfonos de manera que rozasen la cabeza del oficial, uno a cada lado. Luego se volvió al armario, se sirvió un nuevo whisky con agua y de nuevo se puso a estudiar el mapa.

Sujetándose con fuerza al asiento, mientras Gómez bregaba con el motor, Andrés agachó la cabeza, para sortear el viento, y la motocicleta comenzó su carrera, entre el estrépito de las explosiones, hendiendo con sus luces la oscuridad de la carretera bordeada de álamos; la luz de los faros se hacía más suave cuando la carretera descendía por entre las brumas del lecho de un arroyo y más intensa cuando volvía a subir el camino.

Frente a ellos, un poco más allá, en un cruce de caminos, el faro alumbró la masa de los camiones vacíos que regresaban de las montañas.