ERAN LAS DOS DE LA MADRUGADA cuando Pilar le despertó. Al sentir la mano en el hombro creyó al pronto que era María y volviéndose hacia ella, le dijo: «Conejito». Pero la enorme mano de Pilar le sacudió hasta despertarle por completo. Echó mano a la pistola, que tenía pegada a su pierna derecha, desnuda, y en pocos segundos estuvo él tan dispuesto como su propia pistola a la que había descorrido el seguro.
Reconoció a Pilar en la oscuridad y, mirando la esfera de su reloj, en la que las dos agujas formaban un ángulo agudo, vio que no eran más que las dos, y dijo:
—¿Qué es lo que te pasa, mujer?
—Pablo se ha marchado.
Robert Jordan se puso los pantalones y se calzó. María no llegó a despertarse.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Debe de hacer una hora.
—¿Y que más?
—Se ha llevado algunas cosas tuyas —dijo la mujer con aire desolado.
—¿El qué?
—No lo sé. Ven a verlo.
Anduvieron en la oscuridad hasta la entrada de la cueva y se agacharon para pasar por debajo de la manta. Robert Jordan siguió a Pilar hasta el interior, en donde se mezclaban los olores de la ceniza, del aire cargado de humo y del sudor de los que allí dormían, alumbrándose con la linterna eléctrica, para no tropezar con ninguno. Anselmo se despertó y dijo:
—¿Es la hora?
—No —susurró Robert Jordan—. Duerme, viejo.
Las dos mochilas estaban a la cabecera de la cama de Pilar, separadas del resto de la cueva por una manta que hacía de cortina. Del lecho se expandía un olor rancio y dulzón como el de los lechos de los indios. Robert Jordan se arrodilló y enfocó con la linterna las dos mochilas. Cada una de ellas tenía un tajo de arriba abajo. Con la lámpara en la mano izquierda, Robert Jordan palpó con la derecha la primera mochila. Era la mochila en donde guardaba el saco de dormir y lógicamente tenía que hallarse vacía; pero estaba demasiado vacía. Había dentro aún algunos hilos, pero la caja de madera cuadrada había desaparecido. Igualmente la caja de habanos, con los detonadores cuidadosamente empaquetados. Y la caja de hierro de tapa atornillada con los cartuchos y las mechas.
Robert Jordan metió la mano en la otra mochila. Estaba todavía llena de explosivos. Quizá faltara algún paquete.
Se irguió y se quedó mirando a Pilar. Un hombre al que se despierta antes de tiempo puede experimentar una sensación de vacío cercana al sentimiento de desastre, y Jordan experimentaba esa sensación, multiplicada por mil.
—A eso llamas tú guardar mi equipo —dijo.
—He dormido con la cabeza encima y tocándolo con un brazo —aseguró Pilar.
—Has dormido bien.
—Oye —dijo Pilar—, se ha levantado a medianoche y yo le he preguntado: «¿Adónde vas, Pablo?». «A orinar, mujer», me dijo, y volví a dormirme. Cuando me desperté no sabía cuánto tiempo había pasado; pero, como no estaba, pensé que se había ido a echar un vistazo a los caballos, como de costumbre. Luego —prosiguió ella desconsolada— como no volvía empecé a inquietarme y toqué las mochilas para estar segura de que todo estaba en orden, y vi que habían sido rajadas, y me fui a buscarte.
—Vamos —dijo Robert Jordan.
Salieron y era aún noche tan cerrada que no se advertía la proximidad de la mañana.
—¿Ha podido escaparse con los caballos por otro sendero?
—Hay dos senderos más.
—¿Quién está arriba?
—Eladio.
Robert Jordan no dijo nada hasta el momento en que llegaron a la pradera, en donde guardaban los caballos. Había tres mordisqueando la hierba. El bayo grande y el tordillo no estaban.
—¿Cuánto tiempo hace que salió, según tú?
—Debe de hacer una hora.
—Entonces no hay nada que hacer —dijo Robert Jordan—. Voy a coger lo que queda de mis mochilas y me voy a acostar.
—Yo te las guardaré.
—¡Qué va! ¿Que vas a guardármelas tú? Ya me las has guardado una vez.
—Inglés —dijo la mujer—, siento todo esto lo mismo que tú. No hay nada que no hiciera para devolverte tus cosas. No tienes necesidad de insultarme. Hemos sido engañados los dos por Pablo.
Mientras decía esto, Robert Jordan se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mostrar la menor acritud, de que de ningún modo podía reñir con aquella mujer. Tenía que trabajar con ella, en el día que comenzaba y del que ya habían pasado más de dos horas.
Puso una mano sobre su hombro:
—No tiene importancia, Pilar. Lo que falta no es muy importante. Improvisaremos algo que haga el mismo servicio.
—Pero ¿qué es lo que se ha llevado?
—Nada, Pilar; lujos que se permite uno de vez en cuando.
—¿Era una parte del mecanismo para la explosión?
—Sí, pero hay otras formas de producirla. Dime, ¿no tenía Pablo mecha y fulminante? Con toda seguridad, le habrían equipado con ello.
—Y se los ha llevado también —dijo ella, acongojada—. Fui en seguida a ver si estaban, pero se los ha llevado también.
Volvieron por entre los árboles hasta la entrada de la cueva.
—Vete a dormir —dijo él—. Estaremos mejor sin Pablo.
—Voy a ver a Eladio.
—No vale la pena; se ha debido de ir por otro camino.
—Iré, de todos modos. Te he fallado por mi falta de inteligencia.
—No —dijo él—. Vete a dormir, mujer. Hay que ponerse en marcha a las cuatro.
Entró en la cueva con ella y volvió a salir, llevando entre los brazos las dos mochilas, con mucho cuidado, de manera que no se cayera nada por las hendiduras.
—Déjame que te las cosa.
—Antes de salir —dijo él suavemente—. No me las llevo por molestarte, sino por dormir tranquilo.
—Necesitaré tenerlas muy temprano, para coserlas.
—Las tendrás muy temprano —dijo—. Vete a dormir Pilar.
—No —dijo ella—. He faltado a mi deber, te he faltado a ti y he faltado a la República.
—Vete a dormir, Pilar —le dijo él, con dulzura—. Vete a dormir.