Capítulo XXXII

AQUELLA NOCHE, en Madrid, había mucha gente en el Hotel Gaylord. Un coche, con los faros pintados con una lechada de cal azulosa, entró por la puerta cochera y un hombrecillo con botas negras de montar, pantalones grises y chaqueta del mismo color, abrochada hasta el cuello, salió del coche, hizo un saludo a los dos centinelas, y luego con la cabeza al hombre de la policía secreta, que estaba sentado ante la mesa del portero, y se metió en el ascensor. Había otros dos centinelas sentados a uno y otro lado del vestíbulo de mármol, se contentaron con levantar los ojos cuando el hombrecillo pasó delante de ellos para meterse en el ascensor. Tenían la consigna de cachear a todos los que no conocieran, pasándoles las manos por los costados, por debajo de las axilas y palpándoles los bolsillos, para descubrir si el recién llegado llevaba pistola, en cuyo caso pasaba a manos del agente de la policía secreta que hacía de portero. Pero los centinelas conocían bien al hombrecillo de pantalones de montar y apenas si levantaron la vista cuando pasó.

El apartamento que ocupaba en el Gaylord estaba atiborrado al entrar él. Había gentes de pie y gentes sentadas que conversaban animadamente como en cualquier salón burgués; bebían vodka, whisky con soda o cerveza, en vasitos que llenaban de una gran jarra. Varios de esos hombres iban de uniforme, otros llevaban chaquetones de sport o de cuero; tres de las cuatro mujeres que se encontraban en la reunión iban vestidas de calle; pero la cuarta, morena y flaca, vestía uniforme de miliciana, de corte severo, y calzaba altas botas, que asomaban por debajo de la falda.

Al entrar en la habitación, Karkov se dirigió en seguida hacia la mujer del uniforme, inclinándose ante ella y estrechándole la mano. Era su esposa. Le dijo algo en ruso, que nadie entendió, y por unos instantes, la insolencia que iluminaba sus pupilas en el momento de entrar desapareció. Luego volvió a encenderse al distinguir la cabeza color de caoba y el rostro amorosamente lánguido de la jovencita de espléndida figura que era su amante. Se acercó a ella con pasos cortos y decididos, se inclinó y le estrechó la mano de manera que nadie hubiera podido asegurar que no fuese un remedo del saludo dirigido a su esposa. Su mujer no le siguió con la mirada al cruzar la habitación; estaba de pie, junto a un oficial español, alto y bien parecido, con el que hablaba en ruso.

—Tu gran amor está engordando —dijo Karkov a la pelirroja—. Todos nuestros héroes están engordando al acercarse el segundo año de la guerra. —No miraba al hombre del que estaban hablando.

—Eres tan feo, que tendrías celos hasta de un sapo —le replicó ella alegremente hablando en alemán—. ¿Podré ir mañana contigo a la ofensiva?

—No. Además, no hay ninguna ofensiva.

—Todo el mundo lo sabe —dijo ella—. No seas tan misterioso. Dolores va; yo iré con ella o con Carmen. Montones de gentes piensan ir.

—Ve con quien quiera cargar contigo —repuso Karkov—. No seré yo.

Luego, mirándola, le dijo muy en serio:

—¿Quién te ha hablado de eso? Dímelo con toda franqueza.

—Richard —dijo ella, tan seria como él.

Karkov se encogió de hombros y se alejó bruscamente.

—Karkov —le llamó un hombre de mediana estatura, de cara pesada y grisácea, grandes ojos hinchados, belfo prominente con voz de dispéptico—: ¿Conoces la noticia? —Karkov se acercó a él y el hombre prosiguió—: Acabo de enterarme. No hace siquiera diez minutos. Es maravilloso. Los fascistas han estado peleándose entre ellos todo el día, cerca de Segovia. Han tenido que reprimir las revueltas con ametralladoras y fusiles automáticos. Esta tarde han bombardeado a sus propias tropas con aviones.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Karkov.

—Así es —dijo el hombre de los ojos hinchados—. La propia Dolores me lo ha dicho. Vino a contarlo en un estado de exaltación como nunca la había visto. La veracidad de la noticia le iluminaba la cara. Esa magnífica cara que tiene —dijo, escuchándose mientras hablaba.

—Esa magnífica cara —repitió Karkov sin ninguna expresión en su voz.

—Si hubieras podido oírla… —dijo el hombre de los ojos hinchados—. Las palabras surgían de su boca irradiando una luz que no es de este mundo. Su voz tenía el acento mismo de la verdad. Voy a hacer un artículo para Izvestia. Ha sido para mí uno de los momentos cumbres de la guerra, cuando la he oído hablar con esa voz magnífica en que se mezclan la piedad, la compasión y la sinceridad. La bondad y la sinceridad irradian en ella como de una verdadera santa del pueblo. Por algo la llaman la Pasionaria.

—Por algo será —dijo Karkov, con voz opaca—. Pero harías mejor escribiendo tu artículo para Izvestia ahora mismo, antes de olvidar esa preciosa frase final.

—Es una mujer sobre la que no se puede bromear. Ni siquiera un cínico como tú —añadió el hombre de los ojos hinchados—. Si hubieras estado aquí y hubieras podido oír su voz y ver su rostro…

—Esa magnífica voz —dijo Karkov—. Ese magnífico rostro. Escribe todo eso. No me lo cuentes. No derroches párrafos enteros conmigo. Vete a escribir todo eso inmediatamente.

—No en este momento.

—Creo que sería mejor —dijo Karkov. Se quedó mirándole y luego apartó la mirada de él. El hombre estuvo allí unos instantes, con el vaso de vodka en la mano y los ojos entornados, perdidos en la admiración de lo que había oído. Y luego se marchó de la habitación para ir a escribir.

Karkov se acercó a otro hombre de unos cuarenta y ocho años, pequeño, grueso, de rostro jovial, con ojos azules, cabellos rubios, que empezaban a hacerse ralos, y boca sonriente, sombreada por un breve bigote duro y amarillento. Era general de división y húngaro.

—¿Estabas aquí cuando vino Dolores? —preguntó Karkov al hombre.

—Sí.

—¿De qué se trata?

—De algo sobre que los fascistas se pelean entre ellos. Muy hermoso, si fuera verdad.

—Se habla demasiado de lo de mañana.

—Es un escándalo. Todos los periodistas debieran ser fusilados, así como la mayoría de la gente que está en esta habitación. Y, sin duda alguna, ese increíble intrigante alemán de Richard. El que ha dado a ese Függler de domingo el mando de una brigada, debería ser fusilado. Puede que tú y yo debiéramos ser fusilados también.

—Es muy posible —dijo el general, riendo—; pero no vayas a sugerirlo.

—Es una cosa de la que no me gusta hablar —dijo Karkov—. Ese americano que viene por aquí algunas veces está allí. Le conoces: Jordan, el que trabaja con los grupos de guerrilleros. Se encuentra allí donde se supone que han ocurrido esas cosas de que tanto se habla.

—Entonces debiéramos tener un informe esta noche —dijo el general—. No me quieren mucho por allí; si no, iría yo a buscar informes. Ese Jordan trabajó con Golz. ¿No es así? Tú verás a Golz mañana.

—Mañana, a primera hora.

—Mantente alejado de él, si la cosa no va bien —dijo el general—. Os detesta a vosotros, los periodistas, tanto como yo. Pero tiene mejor carácter.

—Sin embargo, acerca de lo de los fascistas…

—Probablemente los fascistas estaban haciendo maniobras —dijo el general, sonriendo—. Bueno, ahora se verá si Golz es capaz de hacerlos maniobrar. Que Golz pruebe a hacerlo. Nosotros los hemos hecho maniobrar bien en Guadalajara.

—Me he enterado de que tú vas a hacer también un viaje —dijo Karkov, dejando al descubierto su mala dentadura al sonreír. El general se irritó en seguida.

—¿Yo también? Ahora es de mí de quien se habla. Y de todos nosotros. ¡Qué puerco chismorreo de comadres! Un hombre que supiera tener la boca cerrada en este país podría salvarle a condición de que creyera en él.

—Tu amigo Prieto sabe tener la boca cerrada.

—Pero no cree que pueda ganarse la guerra. ¿Y cómo puede ganarse la guerra, si no se cree en el pueblo?

—Busca tú la respuesta —dijo Karkov—. Yo me voy a la cama.

Salió de la habitación llena de humo y de voces y se fue al dormitorio; se sentó en la cama y se quitó las botas. Como aún oía las voces, cerró bien la puerta y abrió la ventana. No se tomó el trabajo de desnudarse, porque tenía que salir a las dos de la madrugada para Colmenar, Cercedilla y Navacerrada, hasta el lugar del frente en que Golz iba a atacar.