DESPUÉS DEL PASO de los aviones, Jordan y Primitivo oyeron el tiroteo que volvía a reanudarse y Jordan sintió que su corazón comenzaba de nuevo a latir. Una nube de humo se estaba formando por encima de la última línea visible de la altiplanicie, y los aviones no eran ya más que tres puntitos que se iban haciendo cada vez más pequeños en el cielo.
«Probablemente habrán hecho migas a su propia caballería, sin atacar al Sordo ni a los suyos», se dijo Robert Jordan. «Estos condenados aviones dan mucho miedo, pero no matan».
—La lucha continúa —dijo Primitivo, que había estado escuchando con mucha atención el intenso tiroteo. Hacía una mueca a cada explosión, pasándose la lengua por los resecos labios.
—¿Por qué no? —preguntó Robert Jordan—. Estos aparatos nunca matan a nadie.
Luego cesó por completo el tiroteo y no se oyó un solo disparo. La detonación de la pistola del teniente Berrendo no llegó hasta allí.
Cuando se acabó el tiroteo, Jordan no se sintió de momento muy afectado; pero al prolongarse el silencio sintió como una sensación de vacío en el estómago. Luego oyó el estallido de las granadas y su corazón se alivió de pesadumbres unos instantes. Después volvió a quedarse todo en silencio, y como el silencio duraba, se dio cuenta de que todo había acabado.
María subió en esos momentos del campamento llevando una marmita de hierro que contenía un guisado de liebre con setas, envuelto en una salsa espesa, un saco de pan, una bota de vino, cuatro platos de estaño, dos tazas y cuatro cucharas. Se detuvo cerca de la ametralladora y dejó los dos platos para Agustín y Eladio, que había reemplazado a Anselmo. Les dio pan, desenroscó el tapón de la bota y llenó dos tazas de vino.
Robert Jordan la había visto trepar, ligera, hasta su puesto de observación con el saco a la espalda, la marmita en la mano y su cabeza rubia, rapada, brillando al sol. Saltó a su encuentro, cogió la marmita y le ayudó a escalar el último peñasco.
—¿Qué han hecho los aviones? —preguntó ella, con mirada asustada.
—Han bombardeado al Sordo.
Jordan había destapado ya la marmita y se estaba sirviendo del guisado en un plato.
—¿Están peleando todavía?
—No. Se acabó.
—¡Oh! —exclamó ella, mordiéndose los labios, y miró a lo lejos.
—No tengo apetito —dijo Primitivo.
—Come, de todas maneras —le instó Robert Jordan.
—No podría tragar nada.
—Bebe un trago de esto, hombre —dijo Robert Jordan, tendiéndole la bota—. Y come después.
—Todo eso del Sordo me ha cortado el apetito —dijo Primitivo—. Come tú. Yo no tengo hambre.
María se acercó a él, le pasó el brazo por el cuello y le abrazó.
—Come, hombre —dijo—; cada cual tiene que guardar sus propias fuerzas.
Primitivo se apartó. Cogió la bota, y, echando la cabeza hacia atrás, bebió lentamente, dejando caer el chorro hasta el fondo de su garganta. Luego se llenó un plato de guisado y comenzó a comer.
Robert Jordan miró a María moviendo la cabeza. La muchacha se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Cada uno de ellos sabía lo que sentía el otro, y se quedaron así, uno al lado del otro. Jordan comía despaciosamente su ración, saboreando las setas, bebiendo de vez en cuando un trago de vino y sin hablar.
—Puedes quedarte aquí si quieres, guapa —dijo al cabo de un rato, cuando la marmita se había quedado vacía.
—No —dijo ella—; tengo que volver con Pilar.
—Puedes quedarte un rato aquí. Creo que ahora no pasará nada.
—No, tengo que ir con Pilar. Está dándome lecciones.
—¿Qué te está dando?
—El catecismo —sonrió y luego la abrazó—. ¿No has oído hablar nunca del catecismo? —Volvió a sonrojarse—. Es algo parecido. —Se sonrojó de nuevo—. Pero distinto.
—Ve a tu catecismo —dijo él, y le acarició la cabeza. Ella le sonrió y dijo luego a Primitivo—: ¿Quieres algo de abajo?
—No, hija mía —dijo él. Se veía que no había logrado recobrarse.
—Salud, hombre —replicó ella.
—Escucha —dijo Primitivo—, no tengo miedo de morir; pero haberlos dejado solos así… —Se le quebró la voz.
—No teníamos otra opción —dijo Robert Jordan.
—Ya lo sé; pero, a pesar de todo.
—No teníamos otra alternativa —dijo Robert Jordan—. Y ahora vale más no hablar de ello.
—Sí, pero solos, sin que los ayudase nadie…
—Es mejor no hablar más de eso —contestó Robert Jordan—. Y tú, guapa, vete a tu catecismo.
La vio deslizarse de roca en roca. Luego se estuvo sentado un rato meditando mientras miraba la altiplanicie.
Primitivo le habló; pero él no dijo nada. Hacía calor al sol, pero no lo sentía. Miraba las laderas de la colina y las extensas manchas de pinares que cubrían hasta las cimas más elevadas. Pasó una hora y el sol estaba ya a su izquierda cuando los vio por la cuesta de la colina, e inmediatamente cogió los gemelos.
Los caballos aparecían pequeños, diminutos; los dos primeros jinetes se hicieron visibles sobre la extensa ladera verde de la alta montaña. Seguían los cuatro jinetes más, que descendían esparcidos por todo lo ancho de la ladera. Vio después con los gemelos la doble columna de hombres y caballos recortándose en la aguda claridad de su campo de visión. Mientras los miraba sintió el sudor que le goteaba de las axilas, corriéndole por los costados. Al frente de la columna iba un hombre. Luego seguían otros jinetes. Luego, varios caballos sin jinete, con la carga sujeta a la montura. Luego, dos jinetes más. Después, los heridos, montados, llevando a un hombre a pie a su lado, y, cerrando la columna, otro grupo de jinetes.
Los vio bajar por la ladera y desaparecer entre los árboles del bosque. A la distancia en que se encontraba no podía distinguir la carga de una de las monturas, formada por una manta, atada a los extremos, y de trecho en trecho, de modo que formaba protuberancias como las que forman los guisantes en la vaina. Estaba atravesada sobre la montura y cada uno de los extremos iba atado a los estribos. A su lado, encima de la montura, se destacaba con arrogancia el fusil automático que había usado el Sordo.
El teniente Berrendo, que cabalgaba a la cabeza de la columna, a poca distancia de los gastadores, no se mostraba arrogante. Tenía la sensación de vacío que sigue a la acción. Pensaba: «Cortar las cabezas es una barbaridad. Pero es una prueba y una identificación. Tendré bastantes disgustos, a pesar de todo, con este asunto. ¡Quién sabe! Eso de las cabezas quizá les guste. Quizá las envíen todas a Burgos. Es una cosa bárbara. Los aviones eran muchos, muchos, muchos. Pero hubiéramos podido hacerlo todo y casi sin pérdidas con un mortero “Stokes”. Dos mulos para llevar las municiones y un mulo con un mortero a cada lado de la silla. ¡Qué ejército hubiéramos tenido entonces! Con la potencia de fuego de todas las armas automáticas. Y otro mulo más. No, dos mulos para llevar las municiones. Bueno, deja eso ya. Entonces no sería caballería. Déjalo. Te estás fabricando un ejército. Dentro de un rato acabarás pidiendo un cañón de montaña».
Luego pensó en Julián, caído en la colina, muerto y atado sobre un caballo, allí, a la cabeza de la columna. Y en tanto que bajaban hacia los pinos, adentrándose en la sombría quietud del bosque, empezó a rezar para sí mismo.
«Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra: a ti llamamos, a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas…».
Continuó rezando mientras los cascos de los caballos se apoyaban suavemente sobre las agujas de los pinos que alfombraban el suelo y la luz se filtraba por entre los árboles como si fueran las columnas de una catedral. Y, sin dejar de rezar, se detuvo un instante para ver a los gastadores, que iban en cabeza y cabalgaban entre los árboles.
Salieron del bosque para meterse por una carretera amarillenta que conducía a La Granja y los cascos de los caballos levantaron una polvareda que los envolvió a todos. El polvo cayó sobre los muertos atados boca abajo sobre la montura, sobre los heridos y sobre los que marchaban a pie, al lado de ellos, envueltos todos en una espesa nube.
Fue entonces cuando Anselmo los vio pasar envueltos en la polvareda.
Contó los muertos y los heridos y reconoció el arma automática del Sordo. No sabía lo que guardaba el bulto envuelto en la manta, que golpeaba contra los flancos del caballo, siguiendo el movimiento de los estribos; pero cuando a su regreso atravesó a oscuras la colina donde el Sordo se había batido, supo en seguida lo que llevaba aquel enorme bulto. No podía reconocer en la oscuridad a los que estaban en la colina, pero contó los cuerpos y atravesó luego los montes para dirigirse al campamento de Pablo.
Caminando a solas en la oscuridad, con un miedo que helaba el corazón, causado por la vista de los cráteres abiertos por las bombas, y por todo lo que había encontrado en la colina, apartó de su mente toda idea que se relacionase con la aventura del día siguiente. Comenzó, pues, a caminar todo lo de prisa que podía, para llevar la noticia. Y, caminando, rogó por el alma del Sordo y por todos los de su cuadrilla. Era la primera vez que rezaba desde el comienzo del Movimiento.
«Dulce, piadosa, clemente Virgen María…».
Pero al fin tuvo que pensar en el día siguiente, y entonces se dijo: «Haré exactamente lo que el inglés me diga que haga y como él me diga que lo haga. Pero que esté junto a él, Dios mío, y que sus órdenes sean claras; porque no sé si lograré dominarme con el bombardeo de los aviones. Ayúdame, Dios mío, ayúdame mañana a conducirme como un hombre tiene que conducirse en su última hora. Ayúdame, Dios mío, a comprender claramente lo que habrá que hacer. Ayúdame, Dios mío, a dominar mis piernas, para que no me ponga a correr cuando llegue el mal momento. Ayúdame, Dios mío, a conducirme como un hombre mañana en el combate. Puesto que te pido que me ayudes, ayúdame, te lo ruego porque sabes que no te lo pediría si no fuera un asunto grave y que nunca más volveré a pedirte nada».
Andando a solas en la oscuridad, se sintió mucho mejor después de haber rezado y estuvo seguro de que iba a comportarse dignamente.
Mientras descendía de las tierras altas volvió a rogar por las gentes del Sordo y en seguida llegó al puesto superior donde Fernando le detuvo.
—Soy yo, Anselmo —le dijo.
—¡Hola! —dijo Fernando.
—¿Sabes lo del Sordo? —preguntó Anselmo, parados ambos a la entrada de las rocas, en medio de la oscuridad.
—¿Cómo no? —dijo Fernando—. Pablo nos lo ha contado todo.
—¿Estuvo allí?
—¿Cómo no? —volvió a decir Fernando—. Estuvo en la colina tan pronto como la caballería se alejó.
—¿Y os ha contado…?
—Nos lo ha contado todo —contestó Fernando—. ¡Qué bárbaros! ¡Esos fascistas! Hay que limpiar a España de esos bárbaros. —Se detuvo y añadió con amargura—: Les falta todo sentido de la dignidad.
Anselmo sonrió en la oscuridad. No había imaginado una hora antes que volviera nunca a sonreír. «Este Fernando es una maravilla», pensó.
—Sí —dijo a Fernando—; habrá que enseñarlos. Habrá que quitarles sus aviones, sus armas automáticas, sus tanques, su artillería y enseñarles lo que es la dignidad.
—Justamente —dijo Fernando—. Me alegro de que seas del mismo parecer.
Y Anselmo le dejó allí, a solas con su dignidad, y siguió bajando hacia la cueva.