Capítulo XXVII

EL SORDO ESTABA COMBATIENDO en la cresta de una colina. No le gustaba aquella colina, y cuando la vio se dijo que tenía la forma de un absceso. Pero no podía elegir; la había visto de lejos y galopó hacia ella espoleando al caballo, jadeante entre sus piernas, con el fusil automático terciado sobre sus espaldas, el saco de granadas balanceándose a un lado y el saco con los cargadores al otro, mientras Joaquín e Ignacio se detenían y disparaban para dejarle tiempo de colocar la ametralladora en posición.

Quedaba todavía nieve, la nieve que los había perdido y cuando su caballo herido empezó a subir a paso lento la última parte del camino, jadeando, vacilando y tropezando, regando la nieve con una chorrada roja de vez en cuando, el Sordo echó pie a tierra y lo llevó de las riendas, trepando con las riendas sobre sus hombros. Había subido muy de prisa, todo lo que podía, con los dos sacos, que le pesaban sobre la espalda, mientras las balas se estrellaban en las rocas alrededor de él, y al llegar arriba, cogiendo al caballo por las crines, le pegó un tiro rápida, hábil y tiernamente, en el sitio en donde había que pegárselo, de tal manera que el caballo se desplomó de golpe, con la cabeza por delante, quedando encajonado en una brecha entre dos rocas. El Sordo colocó la ametralladora de modo que pudiera disparar por encima del espinazo del caballo y vació dos cargadores en ráfagas precipitadas y mientras los casquillos vacíos se incrustaban en la nieve y alrededor un olor a crines quemadas se desprendía del cuerpo del caballo en que apoyaba la boca caliente del cañón, disparaba sobre todos los que subían por la cuesta, obligándoles a ponerse a cubierto. En todo ese tiempo había ido experimentando una sensación de frío en la espalda porque no sabía los que estaban detrás de él. Pero cuando el último de los cinco hombres hubo alcanzado la cima, esa sensación de frío desapareció y decidió conservar sus municiones para el momento en que tuviera necesidad de ellas.

Había otros dos caballos muertos en la pendiente y tres en la cima. No había podido robar más que tres caballos la noche anterior, y uno de ellos se escapó al intentar montarlo a pelo dentro del corral, cuando los primeros disparos comenzaron a oírse.

De los cinco hombres que llegaron a la cima, tres se hallaban heridos. El Sordo estaba herido en la pantorrilla y en dos lugares distintos del brazo izquierdo. Tenía mucha sed. Sus heridas le endurecían los músculos y una de las heridas del brazo era muy dolorosa. Le dolía la cabeza y, mientras estaba tendido allí, aguardando que llegasen los aviones, se le ocurrió una frase de humor español, que decía así: «Hay que tomar la muerte como si fuera una aspirina». No la dijo en voz alta; pero sonrió para sus adentros, en medio del dolor y de las náuseas que le acometían cada vez que movía el brazo y miraba en torno suyo para ver lo que había quedado de su cuadrilla.

Los cinco hombres estaban dispuestos como los radios de una estrella de cinco puntas. Cavando con las manos y los pies, habían hecho montículos de barro y de piedras para protegerse la cabeza y los hombros. Puestos a cubierto de esta suerte, trataban de unir los montículos individuales con un parapeto de piedra y lodo. Joaquín, el más joven, que sólo tenía dieciocho años, tenía un casco de acero que utilizaba para cavar y transportar la tierra.

Había encontrado aquel casco en el asalto al tren. El casco tenía un agujero de bala y todo el mundo se burlaba de él. Pero Joaquín había alisado a martillazos los bordes desiguales del agujero y lo había tapado con un tarugo de madera, que cortó y limó hasta dejarlo al nivel del metal.

Cuando comenzó la batalla se metió el casco en la cabeza, con tanta fuerza, que le resonó en el cráneo de golpe como si se hubiera metido una cacerola, y en la carrera final, después de que hubo muerto su caballo, y con el pecho dolorido, las piernas inertes, la boca seca, mientras las balas se estrellaban, martillaban y cantaban alrededor, en la carrera que dio para llegar hasta la cima, el casco se le había antojado pesadísimo, ciñendo su hinchada frente con una banda de hierro. Pero lo había conservado puesto y ahora cavaba aprovechándose de él con una regularidad desesperante y casi maquinal. Hasta entonces no había sido herido.

—Por fin sirve para algo —le había dicho el Sordo, con su voz honda y grave.

—Resistir y fortificar es vencer —contestó Joaquín, con la boca seca; seca de un miedo que sobrepasaba la sed normal de la batalla. Era uno de los slogans del partido comunista.

El Sordo miró hacia la base de la colina, donde uno de los soldados disparaba protegido por la roca. Quería mucho a Joaquín, pero no estaba en aquellos momentos de humor para aguantar slogans.

—¿Qué es lo que dices?

Uno de los hombres levantó los ojos de lo que estaba haciendo. Tendido de bruces y con las dos manos, colocaba cuidadosamente una piedra, procurando no levantar la barbilla.

Joaquín repitió la frase, con su voz juvenil y seca, sin dejar un segundo de cavar.

—¿Cuál es la última palabra?

—Vencer —dijo el muchacho.

—¡Mierda! —exclamó el hombre de la barbilla pegada al suelo.

—Hay otra frase que se aplica aquí —dijo Joaquín, y se hubiera dicho que se sacaba los slogans del bolsillo, como talismanes—. La Pasionaria dice que es mejor morir de pie que vivir de rodillas.

—¡Mierda! —repitió el hombre, y un compañero suyo soltó por encima del hombro:

—No estamos de rodillas. Estamos de barriga.

—Tú, comunista, ¿sabes que la Pasionaria tiene un hijo de tu edad que está en Rusia desde el comienzo del Movimiento?

—Eso es mentira —saltó Joaquín.

—¡Qué va a ser mentira! —dijo el otro—. Fue el dinamitero del nombre raro el que me lo dijo. Él era también de tu partido. ¿Para qué iba a mentir?

—Es una mentira —dijo Joaquín—. La Pasionaria no haría una cosa como ocultar a su hijo en Rusia, escondido, lejos de la guerra.

—Ya quisiera yo estar en Rusia —dijo otro de los hombres del Sordo—. Tu Pasionaria no mandará a buscarme para enviarme a Rusia, ¿eh, comunista?

—Si tienes tanta confianza en tu Pasionaria, ve a pedirle que nos saque de aquí —dijo un hombre que llevaba un muslo vendado.

—Ya se encargarán de ello los fascistas —replicó el hombre de la barbilla pegada al suelo.

—No habléis así —dijo Joaquín.

—Pásate un trapo por los labios y límpiate la leche de la nodriza y alárgame de paso ese barro en tu casco —dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo—. Ninguno de nosotros verá ponerse el sol esta tarde.

El Sordo pensaba: «Tiene la forma de un golondrino. O del pecho de una jovencita, sin el pezón. O del cráter de un volcán. Pero tú no has visto nunca un volcán, y no lo verás nunca. Además, esta colina es como un golondrino. Déjate de volcanes. Es demasiado tarde para volcanes».

Miró con precaución por encima del espinazo del caballo muerto y en seguida brotó un martilleo rápido de disparos provenientes de una roca, mucho más abajo, en la base de la colina. Oyó las balas hundirse en el cuerpo del caballo. Arrastrándose detrás del animal, se atrevió a echar una ojeada por la brecha que quedaba entre la grupa del caballo y la roca. Había tres cadáveres en el flanco de la colina, un poco más abajo de donde estaba él. Tres hombres que habían muerto cuando los fascistas intentaron el asalto de la colina bajo la protección de un fuego de ametralladoras y fusiles automáticos. El Sordo y sus compañeros frustraron el ataque con bombas de mano, que hacían rodar pendiente abajo. Había otros cadáveres que no podía ver a los otros lados de la colina. Esta no tenía un acceso fácil, por el que los asaltantes pudieran llegar hasta la cima, y el Sordo sabía que, mientras contase con municiones y granadas y le quedasen cuatro hombres, no los harían salir de allí a menos que trajesen un mortero de trinchera. No sabía si habrían ido a buscar el mortero a La Granja. Quizá no, porque los aviones no tardarían en llegar. Habían pasado cuatro horas desde que el avión de reconocimiento voló sobre sus cabezas.

«La colina es realmente como un golondrino —pensó el Sordo— y nosotros somos el pus. Pero hemos matado a muchos cuando cometieron esa estupidez. ¿Cómo podían imaginarse que nos iban a atrapar de ese modo? Disponen de un armamento tan moderno, que la confianza los vuelve locos». Había matado con una bomba al joven oficial que mandaba el asalto. La granada fue rodando de roca en roca mientras el enemigo trepaba inclinado y a paso de carga. En el fogonazo amarillento y entre el humo gris que se produjo, el Sordo vio desplomarse al oficial. Yacía allí, como un montón de ropa vieja, marcando el extremo límite alcanzado por los asaltantes. El Sordo miró el cadáver del oficial y los de los otros que habían caído a lo largo de la ladera.

«Son valientes, pero muy estúpidos. Pero ahora lo han entendido y no nos atacarán hasta que lleguen los aviones. A menos, por supuesto, que tengan un mortero. Con un mortero, la cosa sería fácil». El mortero era el procedimiento normal, y el Sordo sabía que la llegada de un mortero significaría la muerte de los cinco. Pero al pensar en la llegada de los aviones se sentía tan desnudo sobre aquella colina como si le hubiesen quitado todos los vestidos y hasta la piel. «No puede uno sentirse más desnudo. En comparación, un conejo desollado está tan cubierto como un oso. Pero ¿por qué habrían de traer aviones? Podrían desalojarnos fácilmente con un mortero de trinchera. Sin embargo, están muy orgullosos de su aviación y probablemente traerán los aviones. De la misma manera que se sentían orgullosos de sus armas automáticas y por eso cometieron la estupidez de antes. Indudablemente, ya habrán enviado por el mortero».

Uno de los hombres disparó. Luego corrió rápidamente el cerrojo y volvió a disparar.

—Ahorra tus cartuchos —le dijo el Sordo.

—Uno de esos hijos de mala madre acaba de intentar subirse a esa roca —respondió el hombre, señalando con el dedo.

—¿Le has acertado? —preguntó el Sordo, volviendo la cabeza.

—No —dijo el hombre—. El muy cochino se ha escondido.

—La que es una hija de mala madre es Pilar —dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo—. Esa puta sabe que estamos a punto de morir aquí.

—No puede hacer nada —dijo el Sordo. El hombre había hablado por la parte de su oreja sana y le oyó sin volver la cabeza—. ¿Qué podría hacer?

—Atacar a esos puercos por la espalda.

—¡Qué va! —dijo el Sordo—. Están diseminados alrededor de la montaña. ¿Cómo podría ella atacarlos por la espalda desde abajo? Son ciento cincuenta. O quizá más ahora.

—Pero si aguantamos aquí hasta la noche… —dijo Joaquín.

—Y si Navidad fuera Pascua —dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo.

—Y si tu tía tuviese c… que entonces sería tu tío —añadió un tercero—. Manda a buscar a tu Pasionaria. Para ayudarnos, ella es la única.

—Yo no creo en esa historia de su hijo —contestó Joaquín—. Y si está en Rusia, estará aprendiendo aviación o algo así.

—Está escondido allí, para estar seguro —repuso el otro.

—Estará estudiando dialéctica. La Pasionaria también estuvo. Y Líster, y Modesto y otros. Fue aquel tipo de nombre raro el que me lo dijo. Van a estudiar allí para volver y poder ayudarnos.

—Que nos ayuden en seguida —dijo el otro—; que todos esos puercos maricones con nombre ruso vengan a ayudarnos ahora. —Disparó y dijo—: Me cago en tal; lo he fallado.

—Ahorra los cartuchos y no hables tanto —dijo el Sordo—; que vas a tener sed y no hay agua en esta colina.

—Toma esto —repuso el hombre, tumbándose de lado y haciendo pasar por encima del hombro una bota que llevaba en bandolera—. Enjuágate la boca, viejo. Debes de tener mucha sed con tus heridas.

—Que beban todos —dijo el Sordo.

—Entonces, beberé yo el primero —dijo el propietario de la bota, y echó un largo trago, pasándola luego de mano en mano.

—Sordo, ¿cuándo crees que van a venir los aviones? —preguntó el hombre de la barbilla pegada al suelo.

—De un momento a otro —contestó el Sordo—; ya deberían estar aquí.

—¿Crees que esos hijos de puta van a atacarnos de nuevo?

—Solamente si no llegan los aviones.

No creyó útil decir nada del mortero. Cuando este llegase, ya se darían cuenta, y siempre sería demasiado pronto.

—Sabe Dios cuántos aviones tendrán, por lo que vimos ayer.

—Demasiados —dijo el Sordo.

Le seguía doliendo la cabeza y el brazo lo tenía tan tieso que cualquier movimiento le hacía sufrir de manera intolerable. Levantando la bota con su brazo bueno miró al cielo, alto, claro y azul, un cielo de comienzos de verano. Tenía cincuenta y dos años y estaba seguro de que era la última vez que lo veía.

No sentía miedo de morir, pero le irritaba el verse cogido en una trampa sobre aquella colina donde no había otra cosa que hacer más que morir. «Si hubiésemos podido escapar… —pensó—. Si hubiésemos podido obligarlos a subir a lo largo del valle y si hubiésemos podido desparramarnos al otro lado de la carretera, todo hubiera ido muy bien. Pero este absceso de colina»… Lo único que podía hacerse era utilizarlo lo mejor que se pudiera. Y eso era lo que estaban haciendo entonces.

De haber sabido cuántos hombres en la historia tuvieron que morir en una colina, la idea no le hubiera consolado en absoluto, porque en los trances por que él pasaba, los hombres no se dejan impresionar por lo que les sucede a otros en análogas circunstancias, más de lo que una viuda de un día puede consolarse con la idea de que otros esposos amantísimos han muerto también. Se tenga miedo o no, es difícil aceptar el propio fin. El Sordo lo había aceptado; pero no encontraba alivio en esa aceptación, pese a que tenía cincuenta y dos años, tres heridas y estaba sitiado en la cima de una colina.

Bromeó consigo mismo sobre el asunto, pero, contemplando el cielo y las cimas lejanas, tomó un trago de la bota y comprobó que no sentía ningún deseo de morir. «Si es preciso morir, y claro que va a ser preciso, puedo morir. Pero no me gusta nada».

Morir no tenía importancia ni se hacía de la muerte ninguna idea aterradora. Pero vivir era un campo de trigo balanceándose a impulsos del viento en el flanco de una colina. Vivir era un halcón en el cielo. Vivir era un botijo entre el polvo del grano segado y la paja que vuela. Vivir era un caballo entre las piernas y una carabina al hombro, y una colina, y un valle, y un arroyo bordeado de árboles, y el otro lado del valle con otras colinas a lo lejos.

El Sordo devolvió la bota a su dueño con un movimiento de cabeza que era signo de agradecimiento. Se inclinó hacia delante y acarició el espinazo del caballo muerto en el lugar en que el cañón del fusil automático había quemado el cuero. Le llegaba aún el olor de la crin quemada. Recordaba cómo había tenido allí al caballo tembloroso, mientras las balas silbaban crepitando alrededor como una cortina, y cómo había disparado con tiento justamente en la intersección de las líneas que unen la oreja con el ojo de la cara opuesta. Luego, cuando el caballo se desplomó, se tumbó tras su espinazo, caliente y húmedo, para disparar sobre los asaltantes, que subían por la colina.

«Eras mucho caballo», dijo.

El Sordo, tumbado en ese momento sobre su costado sano, miraba al cielo. Estaba tumbado sobre un montículo de cartuchos vacíos, con la cabeza protegida por las rocas, y el cuerpo pegado contra el flanco del caballo. Sus heridas le endurecían dolorosamente sus músculos, padecía mucho y estaba demasiado fatigado para moverse.

—¿Qué es lo que te pasa, hombre? —le preguntó el que estaba junto a él.

—Nada. Estoy descansando un poco.

—Duérmete —replicó el otro—; ya nos despertarán cuando lleguen.

En aquel momento alguien gritó desde el comienzo de la cuesta:

—Escuchad, bandidos —la voz provenía de detrás del peñasco que abrigaba la ametralladora más próxima a ellos—. Rendíos ahora, antes que los aviones os hagan trizas.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el Sordo.

Joaquín se lo repitió. El Sordo dio media vuelta y se irguió lo suficiente como para ponerse de nuevo a la altura de su arma.

—Quizá no tengan aviones —dijo—. No le respondáis ni disparéis. Quizá podamos hacer que ataquen de nuevo.

—¿Y si los insultáramos un poco? —preguntó el hombre que había contado a Joaquín que el hijo de la Pasionaria estaba en Rusia.

—No —dijo el Sordo—; dame tu pistola grande. ¿Quién tiene una pistola grande?

—Yo.

—Dámela.

Se puso de rodillas, cogió la gran «Star» de nueve milímetros y disparó una bala al suelo, junto al caballo muerto. Esperó un rato y disparó después cuatro balas a intervalos regulares. Luego aguardó, contando hasta sesenta, y disparó una última bala en el cuerpo del caballo muerto. Luego sonrió y devolvió la pistola.

—Vuelve a cargarla —susurró—, y que nadie abra la boca ni dispare.

—Bandidos —gritó la misma voz desde detrás de los peñascos.

En la colina no le respondió nadie.

—Bandidos, rendíos ahora, antes que os hagamos saltar en mil pedazos.

—Ya pican —murmuró el Sordo, muy contento.

Mientras él vigilaba la cuesta, un hombre se dejó ver por encima de una roca. Ningún disparo salió de la colina, y la cabeza desapareció. El Sordo esperó, sin dejar de observar, pero no pasó nada. Volvió la cabeza para mirar a los otros, que vigilaban cada uno su correspondiente sector. Como respuesta a su mirada, los otros movieron negativamente la cabeza.

—Que nadie se mueva —susurró.

—Hijos de puta —gritó de nuevo la voz de detrás de los peñascos.

—Cochinos rojos, violadores de vuestra madre, bebedores de la leche de vuestro padre…

El Sordo sonrió. Conseguía oír los insultos volviendo hacia la voz su oreja buena. «Esto es mejor que la aspirina. ¿A cuántos vamos a atrapar? ¿Es posible que sean tan cretinos?».

La voz había callado de nuevo, y durante tres minutos no se oyó ni percibió ningún movimiento. Después, el soldado que estaba a un centenar de metros por debajo de ellos se puso al descubierto y disparó. La bala fue a dar contra la roca y rebotó con un silbido agudo. El Sordo vio a un hombre que, agazapado, corría desde los peñascos en donde estaba el arma automática, a través del espacio descubierto, hasta el gran peñasco, detrás del que se había escondido el hombre que gritaba, zambulléndose materialmente detrás de él.

El Sordo echó una mirada alrededor. Le hicieron gestos indicándole que no había novedad en las otras pendientes. El Sordo sonrió dichoso y movió la cabeza. «Diez veces mejor que la aspirina», pensó, y aguardó dichoso, como sólo puede serlo un cazador.

Abajo, el hombre que había salido corriendo, fuera del montón de piedras, hacia el refugio que ofrecía el gran peñasco, hablaba y le decía al tirador:

—¿Qué piensas de esto?

—No sé —respondió el tirador.

—Sería lógico —dijo el hombre que era el oficial que mandaba el destacamento—. Están cercados. No pueden esperar más que la muerte.

El soldado no replicó.

—¿Tú qué crees? —inquirió el oficial.

—Nada.

—¿Has visto algún movimiento desde que dispararon los últimos tiros?

—Ninguno.

El oficial consultó su reloj de pulsera. Eran las tres menos diez.

—Los aviones deberían haber llegado hace una hora —comentó.

Entonces llegó al refugio otro oficial y el soldado se puso aparte para dejarle sitio.

—¿Qué te parece, Paco? —preguntó el primer oficial.

El otro, que todavía jadeaba por la carrera que se había pegado para subir la cuesta atravesándola de uno a otro lado, desde el refugio de la ametralladora, respondió:

—Para mí, es una trampa.

—¿Y si no lo fuera? Sería ridículo que estuviéramos aguardando aquí sitiando a hombres que ya están muertos.

—Ya hemos hecho algo peor que el ridículo —contestó el segundo oficial—. Mira hacia la ladera.

Miró hacia arriba, hacia donde estaban desparramados los cadáveres de las víctimas del primer ataque. Desde el lugar en que se encontraban se veía la línea de rocas esparcidas, el vientre, las patas en escorzo y las herraduras del caballo del Sordo, y la tierra recién removida por los que habían construido el parapeto.

—¿Qué hay de los morteros? —preguntó el otro oficial.

—Deberán estar aquí dentro de una hora o antes.

—Entonces, esperémoslos. Ya hemos hecho bastantes tonterías.

—Bandidos —gritó repentinamente el primer oficial, irguiéndose y asomando la cabeza por encima de la roca; la cresta de la colina le pareció así mucho más cercana—. ¡Cochinos rojos! ¡Cobardes!

El segundo oficial miró al soldado moviendo la cabeza. El soldado apartó la mirada, apretando los labios.

El primer oficial permaneció allí parado, con la cabeza bien visible por encima de la roca y con la mano en la culata del revólver. Insultó y maldijo a los hombres que estaban en la cima. Pero no ocurrió nada. Entonces dio un paso, apartándose resueltamente del refugio, y se quedó allí parado, contemplando la cima.

—Disparad, cobardes, si aún estáis vivos —gritó—. Disparad sobre un hombre que no le teme a ningún rojo nacido de mala madre.

Era una frase muy larga para decirla a gritos, y el rostro del oficial se puso rojo y congestionado.

El segundo oficial, un hombre flaco, quemado por el sol, con ojos tranquilos y boca delgada, con el labio superior un poco largo, mejillas hundidas y mal rasuradas, volvió a mover la cabeza. El oficial que gritaba en aquellos momentos era el que había mandado el primer ataque. El joven teniente que yacía muerto en la ladera había sido el mejor amigo de este otro teniente, llamado Paco Berrendo, que ahora escuchaba los gritos de su capitán, el cual se encontraba en un estado visible de excitación.

—Esos son los cerdos que mataron a mi hermana y a mi madre —dijo el capitán. Tenía la tez roja, un bigote rubio, de aspecto británico, y algo raro en la mirada. Los ojos eran de un azul pálido, con pestañas rubias también. Cuando se les miraba se tenía la impresión de que se fijaban lentamente—. ¡Rojos! —gritó—. ¡Cobardes! —Y empezó otra vez a insultarlos.

Se había quedado enteramente al descubierto y, apuntando con cuidado, disparó sobre el único blanco que ofrecía la cima de la colina: el caballo muerto que había pertenecido al Sordo. La bala levantó una polvareda a unos quince metros por debajo del caballo. El capitán disparó de nuevo. La bala fue a dar contra una roca y rebotó silbando.

El capitán, de pie, siguió contemplando la cima de la colina. El teniente Berrendo miraba el cuerpo del otro teniente, que yacía justamente por debajo de la cima. El soldado miraba al suelo que tenía a sus pies. Luego levantó sus ojos hacia el capitán.

—Ahí arriba no queda nadie vivo —dijo el capitán—. Tú —añadió, dirigiéndose al soldado—, vete a verlo.

El soldado miró al suelo y no contestó.

—¿No me has oído? —le gritó el capitán.

—Sí, mi capitán —contestó el soldado, sin mirarle.

—Entonces, vete. —El capitán tenía en la mano la pistola—. ¿Me has oído?

—Sí, mi capitán.

—Entonces, ¿por qué no vas?

—No tengo ganas, mi capitán.

—¿No tienes ganas? —El capitán apoyó la pistola contra los riñones del soldado—. ¿No tienes ganas?

—Tengo miedo, mi capitán —respondió con dignidad el soldado.

El teniente Berrendo, que observaba la cara del capitán y sus ojos extraños, creyó que iba a matar al soldado.

—Capitán Mora… —dijo.

—Teniente Berrendo…

—Es posible que el soldado tenga razón.

—¿Que tenga razón cuando dice que tiene miedo? ¿Que tenga razón cuando me dice que no quiere obedecer una orden?

—No. Que tenga razón cuando dice que es una trampa que se nos tiende.

—Están todos muertos —replicó el capitán—. ¿No me oyes cuando digo que están todos muertos?

—¿Hablas de nuestros camaradas desparramados por esa ladera? —preguntó Berrendo—. Entonces estoy de acuerdo contigo.

—Paco —dijo el capitán—, no seas tonto. ¿Crees que eres el único que apreciaba a Julián? Te digo que los rojos están muertos. Mira.

Se irguió, puso las dos manos en la parte superior de la roca y, ayudándose torpemente con las rodillas, se encaramó y se puso de pie.

—Disparad —gritó, de pie sobre el peñasco de granito gris, agitando los brazos—. Disparad. Disparad. Matadme.

En la cima de la colina el Sordo seguía acurrucado detrás del caballo muerto y sonreía.

«¡Qué gente!», pensó. Rio intentando contenerse, porque la risa le sacudía el brazo y le hacía daño.

—¡Rojos! —gritaba el de abajo—. Canalla roja, disparad. Matadme.

El Sordo, con el pecho sacudido por la risa, echó una rápida ojeada por encima de la grupa del caballo y vio al capitán, que agitaba los brazos en lo alto de su peñasco. Otro oficial estaba junto a él. Un soldado estaba al otro lado. El Sordo continuó mirando en aquella dirección y moviendo la cabeza muy contento.

«Disparad sobre mí —repetía en voz baja—. Matadme». Y volvieron a sacudirse sus hombros por la risa. Todo ello le hacía daño en el brazo y cada vez que reía, sacaba la impresión de que su cabeza iba a estallar. Pero la risa le acometía de nuevo como un espasmo.

El capitán Mora descendió del peñasco.

—¿Me crees ahora, Paco? —le preguntó al teniente Berrendo.

—No —dijo el teniente Berrendo.

—¡C…! —exclamó el capitán—. Aquí no hay más que idiotas y cobardes.

El soldado fue a refugiarse prudentemente detrás del peñasco y el teniente Berrendo se agazapó junto a él.

El capitán, al descubierto, a un lado del peñasco, se puso a gritar atrocidades hacia la cima de la colina. No hay lenguaje más atroz que el español. Se encuentra en este idioma la traducción de todas las groserías de las otras lenguas y, además, expresiones que no se usan más que en los países en que la blasfemia va pareja con la austeridad religiosa. El teniente Berrendo era un católico muy devoto. El soldado, también. Eran carlistas de Navarra y juraban y blasfemaban cuando estaban encolerizados; pero no dejaban de mirarlo como un pecado, que se confesaban regularmente.

Agazapados detrás de la roca, escuchando las blasfemias del capitán, trataron de desentenderse de él y de sus palabras. No querían tener sobre su conciencia ese linaje de pecados en un día en que podían morir.

«Hablar así no nos va a traer suerte —pensó el soldado—. Ese habla peor que los rojos».

«Julián ha muerto —pensaba el teniente Berrendo—. Muerto ahí, sobre la cuesta, en un día como este. Y ese mal hablado va a traernos peor suerte aún con sus blasfemias».

Por fin el capitán dejó de gritar y se volvió hacia el teniente Berrendo. Sus ojos parecían más raros que nunca.

—Paco —dijo alegremente—, subiremos tú y yo.

—Yo no.

—¿Qué dices? —exclamó el capitán, volviendo a sacar la pistola.

«Odio a los que siempre están sacando a relucir la pistola —pensó Berrendo—. No saben dar una orden sin sacar el arma. Probablemente harán lo mismo cuando vayan al retrete para ordenar que salga lo que tiene que salir».

—Iré si me lo ordenas; pero bajo protesta —dijo el teniente Berrendo al capitán.

—Está bien. Iré yo solo —dijo el capitán—. No puedo aguantar tanta cobardía.

Empuñando la pistola con la mano derecha, comenzó firmemente la subida de la ladera. Berrendo y el soldado le miraban desde su refugio. El capitán pretendía esconderse y llevaba la vista al frente, fija en las rocas, el caballo muerto y la tierra recién removida de la cima.

El Sordo estaba tumbado detrás de su caballo, pegado a su roca, mirando al capitán, que subía por la colina.

«Uno solo. Pero, por su manera de hablar, se ve que es caza mayor. Mira qué animal. Mírale cómo avanza. Ese es para mí. A ese me lo llevo yo por delante. Ese que se acerca va a hacer el mismo viaje que yo. Vamos, ven, camarada viajero. Sube. Ven a mi encuentro. Vamos. Adelante. No te detengas. Ven hacia mí. Sigue como ahora. No te detengas para mirarlos. Muy bien. No mires hacia abajo. Continúa avanzando, con la mirada hacia delante. Mira, lleva bigote. ¿Qué te parece eso? Le gusta llevar bigote al camarada viajero. Es capitán. Mírale las bocamangas. Ya dije yo que era caza mayor. Tiene cara de inglés. Mira. Tiene la cara roja, el pelo rubio y los ojos azules. Va sin gorra y tiene bigote rubio. Tiene los ojos azules. Sus ojos son de color azul pálido y hay algo extraño en ellos. Son ojos que no miran bien. Ya está bastante cerca. Demasiado cerca. Bien, camarada viajero, ahí va eso. Eso es para ti, camarada viajero».

Apretó suavemente el disparador del rifle automático y la culata le golpeó tres veces en el hombro con el retroceso resbaladizo y espasmódico de las armas automáticas.

El capitán se quedó de bruces en la ladera con su brazo izquierdo recogido bajo el cuerpo y el derecho empuñando aún la pistola, tendido hacia delante por encima de su cabeza. Desde la base de la colina empezaron a disparar contra la cima.

Acurrucado detrás del peñasco, pensando que ahora le iba a ser necesario cruzar el espacio descubierto bajo el fuego, el teniente Berrendo oyó la voz grave y ronca del Sordo en lo alto de la colina.

—Bandidos —gritaba la voz—. Bandidos. Disparad. Matadme.

En lo alto de la colina el Sordo estaba tumbado detrás de su ametralladora, riendo con tanta fuerza que el pecho le dolía y pensaba que iba a estallarle la cabeza.

—Bandidos —gritaba alegremente de nuevo—, matadme, bandidos.

Luego movió la cabeza con satisfacción. «Vamos a tener mucha compañía en este viaje», pensó.

Intentaba hacerse con el otro oficial cuando este saliera del cobijo de la roca. Antes o después, se vería obligado a abandonarlo. El Sordo estaba seguro de que no podía dirigir el ataque desde allí y pensaba que tenía muchas probabilidades de alcanzarle.

En aquel momento los otros oyeron el primer zumbido de los aviones que se acercaban.

El Sordo no los oyó. Vigilaba atentamente la ladera, cubriéndola con el fusil ametrallador y pensando: «Para cuando yo le vea, habrá empezado a correr y es posible que le marre si no pongo mucha atención. Tendré que ir corriendo el fusil a medida que él vaya atravesando el espacio descubierto; si no, comenzaré a disparar al sitio adonde se dirija, y luego volveré hacia atrás para encontrarle». En ese momento sintió que le tocaban en la espalda, se volvió y vio el rostro de Joaquín color de ceniza por el miedo. Y mirando en la dirección en que el muchacho señalaba, vio los dos aviones que se acercaban.

Berrendo salió corriendo del peñasco y se lanzó con la cabeza gacha hacia el abrigo de rocas donde estaba la ametralladora de ellos.

El Sordo, que estaba mirando los aviones, no le vio pasar.

—Ayúdame a sacar esto de aquí —dijo a Joaquín. Y el muchacho sacó la ametralladora del hueco entre el caballo y el peñasco.

Los aviones se acercaban rápidamente. Llegaban en oleadas y a cada segundo el estruendo se iba haciendo más fuerte.

—Tumbaos boca arriba, para disparar contra ellos —dijo el Sordo—. Id disparando a medida que se acerquen.

Los seguía fijamente con los ojos.

—Cabrones, hijos de puta —dijo apresuradamente—. Ignacio, coloca el fusil sobre el hombro del muchacho. Tú —añadió, dirigiéndose a Joaquín—, siéntate aquí y no te muevas. Agáchate. Más. No. Más.

Se echó de espaldas y apuntó con la ametralladora a medida que los aviones se acercaban.

—Tú, Ignacio, sosténme las patas del trípode. —Los tres pies colgaban de la espalda del muchacho y el cañón de la ametralladora temblaba por estremecimientos que Joaquín no podía dominar mientras estaba allí con la cabeza gacha, escuchando el zumbido creciente.

Boca arriba, con la cabeza levantada para verlos llegar, Ignacio reunió las patas del trípode en sus manos y enderezó el arma.

—Mantén ahora la cabeza gacha —le dijo a Joaquín—. Más baja.

«La Pasionaria dice: “Es mejor morir de pie que vivir de rodillas…”.» Joaquín se lo repetía a sí mismo, en tanto que el zumbido se acercaba más y más. Luego, repentinamente, pasó a «Dios te salve, María…, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Santa María, madre de Dios…», comenzó de nuevo. Luego, muy de prisa, a medida que los aviones hicieron su zumbido insoportable, comenzó a recitar el acto de contrición: «Señor mío Jesucristo…».

Sintió entonces el martilleo de las explosiones junto a sus oídos y el calor del cañón de la ametralladora sobre sus hombros. El martilleo recomenzó y sus oídos se ensordecieron con el crepitar de la ametralladora. Ignacio disparaba tratando de impedir con todas sus fuerzas que se movieran las patas del trípode, y el cañón le quemaba la espalda. Con el ruido de las explosiones no conseguía acordarse de las palabras del acto de contrición.

Todo lo que podía recordar era: «Y en la hora de nuestra muerte, Amén. En la hora de nuestra muerte, Amén. En la hora. En la hora. Amén». Los otros seguían disparando. «Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Luego, por encima del tableteo de la ametralladora, hubo el estampido del aire que se desgarra; y luego, un trueno rojo y negro, y el suelo rodó bajo sus rodillas, y se levantó para golpearle en la cara. Y luego comenzaron a caer sobre él los terrones y las piedras. E Ignacio estaba encima de él y la ametralladora estaba encima de él. Pero no había muerto, porque el silbido volvió a comenzar y la tierra volvió a rodar debajo de él con un rugido espantoso. Y volvió por tercera vez a empezar todo y la tierra se escapó bajo su vientre y uno de los flancos de la colina se elevó por los aires para desplomarse suave y lentamente sobre él.

Los aviones volvieron y bombardearon tres veces más; pero ninguno de los que estaban allí se percató de ello.

Por último, los aviones ametrallaron la colina y se fueron. Al pasar por última vez en picado por encima de la colina martillaron todavía las ametralladoras. Luego, el primer avión se inclinó sobre un ala y los otros le imitaron pasando de la formación escalonada a la formación en uve. Y se alejaron por lo alto del cielo en dirección a Segovia.

Manteniendo intenso tiroteo hacia la cima, el teniente Berrendo hizo avanzar una patrulla hasta uno de los cráteres abiertos por las bombas, desde el que se podían arrojar granadas a la cima. No quería correr el riesgo de que estuviese vivo alguien que los estuviese aguardando en la altura, escondido, entre la confusión y desorden originados por el bombardeo, y arrojó cuatro granadas sobre la masa informe de caballos muertos, rocas descuajadas y montículos de tierra amarilla que olían desagradablemente a explosivos, antes de salir del cráter abierto por la bomba para ir a echar un vistazo.

No quedaba nadie vivo en la cima, salvo el muchacho, Joaquín, desvanecido debajo del cadáver de Ignacio. Sangraba por la nariz y los oídos. No había entendido nada. No sintió nada desde el momento en que de repente se encontró en el corazón mismo del trueno, y la bomba que cayó le había quitado hasta el aliento. El teniente Berrendo hizo la señal de la cruz y le pegó un tiro en la nuca, tan rápida y delicadamente, si se puede decir de un acto semejante que sea delicado, como el Sordo había matado al caballo herido.

Parado en lo más alto de la colina, el teniente Berrendo echó una ojeada hacia la ladera, en donde estaban sus amigos muertos, y luego, a lo lejos, hacia el campo, al lugar desde donde ellos habían llegado galopando para enfrentarse con el Sordo, antes de acorralarle en la cima. Observó la disposición de las tropas y ordenó que se subieran hasta allí los caballos de los muertos y que se colocaran los cadáveres de través sobre las monturas, para llevarlos a La Granja.

—Llevad a ese también —dijo—. Ese que tiene las manos sobre la ametralladora. Debe de ser el Sordo. Es el más viejo y el que tenía el arma. No. Cortadle la cabeza y envolvedla en un capote. —Luego lo pensó mejor—. Podríais también cortar la cabeza a todos los demás. Y también a los que están ahí abajo, a los que cayeron en la ladera cuando los atacamos por primera vez. Recoged las pistolas y los fusiles y cargad esa ametralladora sobre un caballo.

Descendió unos pasos por la ladera hasta el sitio en que se encontraba el teniente caído en el primer asalto. Le miró unos instantes, pero no le tocó.

«Qué cosa más mala es la guerra», se dijo.

Luego volvió a santiguarse y mientras bajaba la cuesta rezó cinco padrenuestros y cinco avemarías por el descanso del alma de su camarada muerto. Pero no quiso quedarse para ver cómo cumplían sus órdenes.