ERA UNA MAÑANA de fines de mayo, de cielo alto y claro. El viento acariciaba tibiamente. La nieve se fundía con rapidez mientras tomaban un refrigerio. Había dos grandes emparedados de carne y queso de cabra para cada uno, y Robert Jordan cortó con su navaja dos gruesas rodajas de cebolla, y las puso a uno y otro lado de la carne y del queso, entre los trozos de pan.
—Vas a oler de tal manera, que llegará hasta los fascistas que están al otro lado del bosque —dijo Agustín, con la boca llena.
—Dame la bota para enjuagarme la boca —dijo Robert Jordan, con la boca llena también de carne, queso, cebolla y pan a medio masticar.
No había tenido nunca tanta hambre. Se llenó la boca de vino, que sabía ligeramente a cuero, por el pellejo en que había estado guardado, y luego volvió a beber, empinando la bota, de manera que el chorro le corriese por la garganta. La bota rozó las agujas de pino que cubrían el fusil automático al levantar la mano, echando la cabeza hacia atrás, para dejar que el vino corriese mejor.
—¿Quieres este emparedado? —le preguntó Agustín, ofreciéndoselo por encima de la ametralladora.
—No, muchas gracias. Es para ti.
—Yo no tengo ganas. No acostumbro a comer tanto por la mañana.
—¿De verdad no lo quieres?
—No. Tómalo.
Robert Jordan cogió el emparedado y lo dejó sobre sus rodillas para sacar del bolsillo de su chaqueta, en donde guardaba las granadas, una cebolla; luego abrió su navaja y empezó a cortar. Quitó primero cuidadosamente la ligera película, que se había ensuciado en el bolsillo, y luego cortó una gruesa rodaja. Un segmento exterior cayó al suelo; Robert Jordan lo recogió, lo puso con la rodaja y lo metió todo en el emparedado.
—¿Siempre comes cebolla tan temprano? —preguntó Agustín.
—Cuando la hay.
—¿Todo el mundo lo hace en tu país?
—No —contestó Robert Jordan—; allí está mal visto.
—Eso me gusta —dijo Agustín—; siempre tuve a América por país civilizado.
—¿Qué tienes contra las cebollas?
—El olor. Nada más. Aparte de eso, es como una rosa.
Robert Jordan le sonrió con la boca llena.
—Una rosa —dijo—; es una verdad como un templo. Una cebolla es una rosa y una rosa es una cebolla.
—Se te están subiendo las cebollas a la cabeza —dijo Agustín—. Ten cuidado.
—Una cebolla es una cebolla y una rosa es una rosa —insistió alegremente Robert Jordan, y pensó que una piedra es una roca, es un peñasco, un cascote, un guijarro.
—Enjuágate la boca con el vino —le aconsejó Agustín—. Eres muy raro, inglés. Hay mucha diferencia entre tú y el último dinamitero que trabajó con nosotros.
—Hay, efectivamente, una gran diferencia.
—¿Cuál?
—Que yo estoy vivo y él muerto —dijo Robert Jordan. Pero en seguida pensó: «¿Qué es lo que te pasa? ¡Vaya una manera de hablar! ¿Es la comida lo que te pone en ese estado de loca felicidad? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás borracho de cebolla? ¿Es eso lo que te pasa? Nunca me importó mucho. Quisiste que fuese algo importante para ti, pero no lo conseguiste. No debes engañarte por el poco tiempo que te queda»—. No —añadió hablando seriamente—. Aquel era un hombre que había sufrido mucho.
—¿Y tú no has sufrido?
—No —contestó Robert Jordan—; yo soy de los que sufren poco.
—Yo también —dijo Agustín—. Hay quienes sufren y quienes no sufren. Yo sufro muy poco.
—Tanto mejor —dijo Robert Jordan y bebió un nuevo trago de la bota—. Y con esto, todavía menos.
—Yo sufro por los otros.
—Como todos los hombres buenos deberían hacer.
—Pero por mí mismo sufro muy poco.
—¿Tienes mujer?
—No.
—Yo tampoco.
—Pero ahora tienes a la María.
—Sí.
—Mira qué cosa tan rara —dijo Agustín—. Desde que ella se juntó con nosotros, cuando lo del tren, la Pilar la ha mantenido apartada de todos, tan celosamente como si hubiera estado en un convento de carmelitas. No te puedes imaginar con qué ferocidad la guardaba. Vienes tú y te la da como regalo. ¿Qué te parece?
—No ha sido como tú lo cuentas.
—¿Cómo fue entonces?
—Me la confió para que cuidase de ella.
—Y por eso la cuidas y j… con ella toda la noche.
—Suerte que tiene uno.
—Vaya una manera de cuidar de ella.
—¿Tú no entiendes que se pueda cuidar de alguien de ese modo?
—Sí. Pero, por lo que se refiere a ese modo de cuidarla, podíamos haberlo hecho cualquiera de nosotros.
—No hablemos más de eso —dijo Robert Jordan—. La quiero de verdad.
—¿Lo dices en serio?
—No hay nada más serio en este mundo.
—¿Y después qué harás, después de lo del puente?
—Ella se vendrá conmigo.
—Entonces —dijo Agustín—, no hablemos más ninguno de los dos. Y que los dos tengáis mucha suerte.
Levantó la bota de vino, bebió un trago y se la tendió luego a Robert Jordan.
—Una cosa más, inglés…
—Todas las que quieras.
—Yo la he querido mucho también.
Robert Jordan le puso la mano en el hombro.
—Mucho —insistió Agustín—. Mucho. Más de lo que uno es capaz de imaginar.
—Me lo imagino.
—Me hizo una impresión que todavía no se ha borrado.
—Me lo imagino.
—Mira, voy a decirte una cosa muy en serio.
—Dila.
—Nunca la he tocado, ni he tenido nada que ver con ella; pero la quiero muchísimo. Inglés, no la trates a la ligera. Porque aunque duerma contigo no es una puta.
—Tendré cuidado de ella.
—Te creo. Pero hay más. Tú no puedes figurarte cómo sería una muchacha como ella si no hubiese habido una revolución. Tienes mucha responsabilidad. Esa muchacha ha sufrido mucho, de verdad. Ella no es como nosotros.
—Me casaré con ella.
—Bueno. No digo tanto. Eso no es necesario con la revolución. Aunque —y movió la cabeza— sería mejor.
—Me casaré con ella —repitió Robert Jordan, y al decirlo sintió que se le hacía un nudo en su garganta—. La quiero muchísimo.
—Más adelante —dijo Agustín—. Cuando convenga. Lo importante es tener la intención.
—La tengo.
—Oye —dijo Agustín—. Hablo demasiado y de una cosa que no me concierne. Pero ¿has conocido a muchas chicas en tu país?
—A algunas.
—¿Putas?
—Algunas no lo eran.
—¿Cuántas?
—Varias.
—¿Y dormiste con ellas?
—No.
—¿No ves?
—Sí.
—Lo que digo es que María no hace esto a la ligera.
—Ni yo tampoco.
—Si yo creyese que lo hacías, te hubiera pegado un tiro anoche, cuando dormías con ella. Por esas cosas matamos mucho aquí.
—Oye, amigo. Ha tenido la culpa la falta de tiempo de que no hubiese ceremonia. Lo que nos falta es tiempo. Mañana habrá que luchar. Para mí no tiene importancia. Pero para María y para mí eso quiere decir que tendremos que vivir toda nuestra vida de aquí a entonces.
—Y un día y una noche no es mucho —dijo Agustín.
—No, pero hemos tenido el día de ayer y la noche anterior y anoche.
—Oye, si puedo hacer algo por ti…
—No. Todo va muy bien.
—Si puedo hacer algo por ti o por la rapadita…
—No.
—Verdad que es muy poco lo que un hombre puede hacer por otro.
—No. Es mucho.
—¿Qué?
—Ocurra lo que ocurra hoy y mañana, en lo que hace a la batalla, confía en mí y obedéceme… Aunque las órdenes te parezcan equivocadas.
—Confío en ti. Después de eso de la caballería y de la idea que tuviste alejando el caballo, tengo confianza en ti.
—Eso no fue nada. Ya ves que trabajamos por un fin preciso: ganar la guerra. Mientras no la ganemos, todo lo demás carece de importancia. Mañana tenemos un trabajo de gran alcance. De verdadero alcance. Y luego habrá una batalla. La batalla requiere mucha disciplina. Porque muchas cosas no son lo que parecen. La disciplina tiene que venir de la confianza.
Agustín escupió al suelo.
—La María y lo demás son cosas aparte —dijo—. Tú y la María conviene que aprovechéis el tiempo que os queda como seres humanos. Si puedo ayudarte en algo, estoy a tus órdenes. Y por lo que hace a mañana, te obedeceré ciegamente. Si hay que morir en el asunto de mañana, uno morirá contento y con el corazón ligero.
—Así pienso yo —dijo Robert Jordan—. Pero el oírtelo decir me da contento.
—Te diré más —siguió Agustín—; ese de ahí arriba —y señaló a Primitivo— es de mucha confianza. La Pilar lo es mucho, mucho más de lo que tú te imaginas. El viejo, Anselmo, es también de mucha confianza. Andrés también. Eladio también. Muy callado, pero de mucha confianza. Y Fernando. No sé qué es lo que tú piensas de él. Es verdad que es más pesado que el plomo. Y está más lleno de aburrimiento que un buey uncido a su carreta en un camino. Pero para pelear y para hacer lo que se le ha dicho es muy hombre. Ya verás.
—Tenemos suerte.
—No, tenemos dos elementos flojos: el gitano y Pablo. Pero la cuadrilla del Sordo es mejor que nosotros tanto como nosotros podemos ser mejores que la cagarruta de una cabra.
—Entonces, todo va bien.
—Sí —concluyó Agustín—. Pero me gustaría que fuese para hoy.
—A mí también. Para acabar con eso. Pero no será.
—¿Crees que va a ser la cosa dura?
—Puede que sí.
—Pero estás ahora muy contento, inglés.
—Sí.
—Yo también. Pese a todo lo de María y a todo lo demás.
—¿Sabes por qué?
—No.
—Yo tampoco. Quizá sea el día. El día es hermoso.
—¡Quién sabe! Quizá sea que vamos a tener jarana.
—Yo creo que es eso. Pero no será hoy. Hoy tenemos que evitar cualquier incidente. Es muy importante.
Según hablaban, oyó algo. Era un ruido lejano que dominaba el soplo de brisa entre los árboles. No estaba seguro de haber oído bien y se quedó con la boca abierta, escuchando, sin quitarle ojo a Primitivo. Apenas creía haberlo oído cuando se disipaba. El viento soplaba entre los pinos y Robert Jordan se mantuvo atento escuchando. Oyó al fin un ruido tenue llevado por el viento.
—Para mí, esto no tiene nada de trágico —estaba diciendo Agustín—. El que no pueda tener a la María no importa. Iré de putas, como he hecho siempre.
—Cállate —dijo Jordan sin escucharle. Y se tumbó junto a él con la cabeza vuelta del otro lado. Agustín le miró.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Robert Jordan se puso la mano en la boca y siguió escuchando. Lo oyó de nuevo. Era un ruido débil, sordo, seco y lejano; pero no cabía la menor duda: era el ruido crepitante y sordo de ráfagas de ametralladora. Hubiérase dicho que pequeñísimos fuegos artificiales estallaban en los linderos de lo audible.
Robert Jordan levantó los ojos hacia Primitivo, que estaba con la cabeza erguida, mirando hacia donde ellos se encontraban con una mano sobre la oreja. Al mirarle, Primitivo, señaló las montañas más altas.
—Están peleando en el campamento del Sordo —dijo Robert Jordan.
—Vamos a ayudarlos —dijo Agustín—. Reúne a la gente… Vámonos.
—No —dijo Robert Jordan—. Hay que quedarse aquí.