—AGÁCHATE —susurró Robert Jordan a Agustín.
Y volviéndose, le hizo señas con la mano para indicarle «abajo, abajo» a Anselmo, que se acercaba por el claro con un pino sobre sus espaldas que parecía un árbol de Navidad. Vio cómo el viejo dejaba el árbol tras una roca y desaparecía. Luego se puso a observar el espacio abierto en la dirección del bosque. No veía nada; no oía nada, pero sentía latir su corazón. Luego oyó el choque de una piedra que caía rodando y golpeaba en otras piedras, haciendo saltar ligeros pedazos de roca. Volvió la cabeza hacia la derecha y, levantando los ojos, vio el fusil de Primitivo elevarse y descender horizontalmente cuatro veces. Después no vio más que el blanco espacio frente a él, con la huella circular dejada por el caballo gris y, más abajo, la línea del bosque.
—Caballería —susurró Agustín, que le miró. Y sus mejillas, oscuras y sombrías, se distendieron en una sonrisa.
Robert Jordan advirtió que estaba sudando. Alargó la mano y se la puso en el hombro. En aquel momento vieron a cuatro jinetes salir del bosque y Robert Jordan sintió los músculos de la espalda de Agustín, que se crispaban bajo su mano.
Un jinete iba delante y tres cabalgaban detrás. El que los guiaba seguía las huellas del caballo gris. Cabalgaba con los ojos fijos en el suelo. Los otros tres, dispuestos en abanico, iban escudriñándolo todo cuidadosamente en el bosque. Todos estaban alerta. Robert Jordan sintió latir su corazón contra el suelo cubierto de nieve, en el que estaba extendido, con los codos separados, observando por la mira del fusil automático.
El hombre que marchaba delante siguió las huellas hasta el lugar en que Pablo había girado en círculo y luego se detuvo. Los otros tres le alcanzaron y al llegar a su altura se detuvieron también.
Robert Jordan los veía claramente por encima del cañón de azulado acero de la ametralladora. Distinguía los rostros de los hombres, los sables colgantes, los ijares de los caballos brillantes de sudor, el cono de sus capotes y las boinas navarras echadas a un lado. El jefe dirigió su caballo hacia la brecha entre las rocas, en donde estaba colocada el arma automática, y Robert Jordan vio su rostro juvenil, curtido por el viento y el sol, sus ojos muy juntos, su nariz aquilina, y el mentón saliente en forma de cuña.
Desde su silla, por encima de la cabeza del caballo, levantada en alto, frente por frente a Robert Jordan, con la culata del ligero fusil automático asomando fuera de la funda, que colgaba a la derecha de la montura, el jefe señaló hacia la abertura en la que estaba colocado el fusil. Robert Jordan hundió sus codos en la tierra y observó, a lo largo del cañón, a los cuatro jinetes detenidos frente a él sobre la nieve. Tres de ellos habían sacado sus armas. Dos las llevaban terciadas sobre la montura. El otro la llevaba colgando a su derecha, con la culata rozándole la cadera.
«Es raro verlos tan de cerca —pensó—. Mucho más raro es aún verlos a lo largo del cañón de un fusil como este. Generalmente los vemos con la mira levantada y nos parecen hombres en miniatura, y es condenadamente difícil disparar sobre ellos. O bien se acercan corriendo, echándose a tierra, se vuelven a levantar y hay que barrer una ladera con las balas u obstruir una calle o castigar constantemente las ventanas de un edificio. A veces se los ve de lejos, marchando por una carretera. Únicamente asaltando un tren has podido verlos así, como están ahora. A esta distancia, a través de la mira, parece que tienen dos veces su estatura. Tú, —pensó, mirando por la mira y siguiendo una línea que llegaba hasta el pecho del jefe de la partida, un poco a la derecha de la enseña roja que relucía al sol de la mañana contra el fondo oscuro del capote—. Tú —siguió pensando en español, en tanto extendía los dedos, apoyándolos sobre las patas de la ametralladora, para evitar que una presión a destiempo sobre el gatillo pusiera en movimiento con una corta sacudida la cinta de los proyectiles—. Tú, tú estás muerto en plena juventud. Y tú, y tú, y tú. Pero que no suceda. Que no suceda».
Sintió cómo Agustín, a su lado, comenzaba a toser, se contenía y tragaba con dificultad. Volvió la mirada hacia el cañón engrasado del fusil y por entre las ramas, con los dedos aún sobre las patas del trípode, vio que el jefe de la partida, haciendo girar a su caballo, señalaba las huellas producidas por Pablo. Los cuatro caballos partieron al trote y se internaron en el bosque, y Agustín exclamó: «¡Cabrones!».
Robert Jordan miró alrededor, hacia las rocas, en donde Anselmo había depositado el árbol.
El gitano se adelantaba hacia ellos llevando un par de alforjas, con el fusil terciado sobre la espalda. Robert Jordan le hizo señas para que se agachara y el gitano desapareció.
—Hubiéramos podido matar a los cuatro —dijo Agustín, en voz baja. Estaba sudando todavía.
—Sí —susurró Robert Jordan—; pero ¿quién sabe lo que hubiera sucedido después?
Entonces oyó el ruido de otra piedra rodando y miró atentamente alrededor. El gitano y Anselmo estaban bien escondidos. Bajó los ojos, echó una mirada al reloj, levantó la cabeza y vio a Primitivo elevar y bajar el fusil varias veces en una serie de pequeñas sacudidas. «Pablo cuenta con cuarenta y cinco minutos de ventaja», pensó Jordan. Luego oyó el ruido de un destacamento de caballería que se acercaba.
—No te apures —susurró a Agustín—; pasarán, como los otros, de largo.
Aparecieron en la linde del bosque, de dos en fondo, veinte jinetes uniformados y armados como los que los habían precedido, con los sables colgando de las monturas y las carabinas en su funda y penetraron por entre los árboles en la misma forma que lo habían hecho los otros.
—¿Tú ves? —preguntó Robert Jordan a Agustín.
—Eran muchos —dijo Agustín.
—Hubiéramos tenido que habérnoslas con ellos de haber matado a los otros —dijo Robert Jordan. Su corazón había recuperado un ritmo tranquilo; tenía la camisa mojada de la nieve que se derretía. Tenía una sensación de vacío en el pecho.
El sol brillaba sobre la nieve, que se derretía rápidamente. La veía deshacerse alrededor del tronco de los árboles y delante del cañón de la ametralladora; a ojos vistas, la superficie nevada se desleía como un encaje al calor del sol, la tierra aparecía húmeda y despedía una tibieza suave bajo la nieve que la cubría.
Robert Jordan levantó los ojos hacia el puesto de Primitivo y vio que este le indicaba: «Nada», cruzando las manos con las palmas hacia abajo.
La cabeza de Anselmo apareció por encima de un peñasco y Robert Jordan le hizo señas para que se acercase. El viejo se deslizó de roca en roca, arrastrándose, hasta llegar junto al fusil, a cuyo lado se tendió de bruces.
—Muchos —dijo—. Muchos.
—No me hacen falta los árboles —dijo Robert Jordan—. No vale la pena hacer mejoras forestales.
Anselmo y Agustín sonrieron.
—Todo esto ha soportado muy bien la prueba, y sería peligroso plantar árboles ahora, porque esas gentes van a volver y acaso no sean estúpidas del todo.
Sentía necesidad de hablar, señal en él de que acababa de pasar por un gran peligro. Podía medir siempre la gravedad de un asunto por la necesidad de hablar que sentía luego.
—Es un buen escondrijo, ¿eh?
—Sí —dijo Agustín—; muy bueno. Y que todos los fascistas se vayan a la mierda. Hubiéramos podido matar a cuatro. ¿Has visto? —preguntó a Anselmo.
—Lo he visto.
—Tú —dijo Robert Jordan, dirigiéndose a Anselmo, y tuteándole de repente—. Tienes que ir al puesto de ayer o a otro lugar que elijas, para vigilar el camino como ayer y el movimiento de tropas. Nos hemos retrasado. Quédate allí hasta que oscurezca. Luego vuelve y enviaremos a otro.
—Pero ¿y las huellas que voy a dejar?
—Toma el camino de abajo en cuanto haya desaparecido la nieve. El camino estará embarrado por la nieve. Fíjate si no hay mucha circulación de camiones o si hay huellas de tanques en el barro de la carretera. Eso es todo lo que podremos averiguar hasta que te instales para vigilar.
—Si usted me lo permite… —insinuó el viejo.
—Pues claro.
—Si usted me lo permite, ¿no sería mejor que fuera a La Granja y me informase de lo que pasó la última noche y enviara alguien para que vigilase hoy como usted me ha enseñado? Ese alguien podría acudir a entregar su informe esta noche, o podría yo volver a La Granja para recoger su informe.
—¿No tiene usted miedo de encontrarse con la caballería? —preguntó Jordan.
—No, cuando la nieve se haya derretido.
—¿Hay alguien en La Granja capaz de hacer ese trabajo?
—Sí. Para eso, sí. Podría ser una mujer. Hay varias mujeres de confianza en La Granja.
—Ya lo creo —terció Agustín—. Hay varias para eso y otras que sirven para otras cosas. ¿No quieres que vaya yo?
—Deja ir al viejo. Tú sabes manejar esta ametralladora y la jornada no ha concluido todavía.
—Iré cuando se derrita la nieve —dijo Anselmo—; y se está derritiendo muy de prisa.
—¿Crees que pueden capturar a Pablo? —preguntó Jordan a Agustín.
—Pablo es muy listo —dijo Agustín—. ¿Crees que se puede cazar a un ciervo sin perros?
—A veces, sí.
—Pues a Pablo, no —dijo Agustín—. Claro que no es más que una ruina de lo que fue en tiempos. Pero no por nada está viviendo cómodamente en estas montañas y puede emborracharse hasta reventar, mientras otros muchos han muerto contra el paredón.
—¿Y es tan listo como dicen?
—Mucho más.
—Aquí no ha mostrado mucha habilidad.
—¿Cómo que no? Si no fuera tan hábil como es, hubiera muerto anoche. Me parece, inglés, que no entiendes nada de la política ni de la vida del guerrillero. En política, como en esto, lo primero es seguir viviendo. Mira cómo ha seguido viviendo. Y la cantidad de mierda que tuvo que tragarse de ti y de mí.
Puesto que Pablo volvía a formar parte del grupo, Robert Jordan no quería hablar mal de él y apenas había hecho estos comentarios sobre la habilidad de Pablo, lamentó haberlos expresado. Sabía perfectamente lo astuto que era Pablo. Fue el primero en ver los fallos en las instrucciones sobre la voladura del puente. Había hecho aquella referencia despectiva por lo mucho que le desagradaba Pablo, y al instante de hacerla se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Pero era en parte una porción de la charla excesiva que sigue a una gran tensión nerviosa. Cambió de conversación y dijo, volviéndose a Anselmo:
—¿Es posible ir a La Granja en pleno día?
—No es tan difícil —contestó el viejo—; no iré con una banda militar.
—Ni con un cascabel al cuello —dijo Agustín—. Ni llevando un estandarte.
—¿Cómo irás, pues?
—Por lo alto de las montañas primero, y luego descenderé por el bosque.
—Pero ¿y si te detienen?
—Tengo documentos.
—Todos los tenemos, pero habrás de arreglártelas para tragarte los malos.
Anselmo movió la cabeza y golpeó el bolsillo de su blusa.
—¡Cuántas veces he pensado en eso! —dijo—. Y no me gusta nada comer papel.
—Creo que debiera añadirse un poco de mostaza —dijo Robert Jordan—. En mi bolsillo izquierdo tengo los papeles nuestros. En el derecho, los papeles fascistas. Así, en caso de peligro no hay confusión.
El peligro debió de haber sido muy serio cuando el jefe de la primera patrulla hizo un gesto hacia ellos; porque hablaban todos mucho. Demasiado, pensó Robert Jordan.
—Pero oye, Roberto —dijo Agustín—, se dice que el Gobierno está girando cada día más hacia la derecha; que en la República ya no se dice camarada, sino señor y señora. ¿No puedes hacer que giren tus bolsillos?
—Cuando las cosas se vuelvan tan hacia la derecha, meteré mis papeles en el bolsillo del pantalón y coseré la costura del centro.
—Entonces vale más que estén en tu camisa —dijo Agustín—. ¿Es que vamos a ganar esta guerra y a perder la revolución?
—No —replicó Robert Jordan—; pero si no se gana esta guerra, no habrá revolución ni República, ni tú ni yo ni nada más que un enorme carajo.
—Es lo que yo digo —intervino Anselmo—: hay que ganar esta guerra.
—Y en seguida fusilar a los anarquistas, a los comunistas y a toda esa canalla, salvo a los buenos republicanos —dijo Agustín.
—Que se gane esta guerra y que no se fusile a nadie —dijo Anselmo—. Que se gobierne con justicia y que todos disfruten de las ventajas en la medida que hayan luchado por ellas. Y que se eduque a los que se han batido contra nosotros para que salgan de su error.
—Habrá que fusilar a muchos —dijo Agustín—. A muchos. A muchos. A muchos.
Golpeó con el puño derecho cerrado contra la palma de su mano izquierda.
—Espero que no se fusile a nadie. Ni siquiera a los jefes. Que se les permita reformarse por el trabajo.
—Ya sé yo qué trabajo les daría —intervino Agustín. Y cogió un puñado de nieve y se lo metió en la boca.
—¿Qué clase de trabajo, mala pieza? —preguntó Robert Jordan.
—Dos trabajos muy brillantes.
—¿De qué se trata?
Agustín chupeteó un poco de nieve y miró hacia el claro por donde habían pasado los jinetes. Luego escupió la nieve derretida.
—¡Vaya, qué desayuno! ¿Dónde está el cochino gitano?
—¿Qué trabajos? —insistió Robert Jordan—. Habla, mala lengua.
—Saltar de un avión sin paracaídas —dijo Agustín con los ojos brillantes—. Eso para los que queremos más. A los otros los clavaría en los postes de las alambradas y los hincaríamos bien sobre las púas.
—Esa manera de hablar es innoble —dijo Anselmo—. Así no tendremos nunca República.
—Lo que es yo, querría nadar diez leguas en una sopa espesa hecha con sus cojones —dijo Agustín—; y cuando vi a esos cuatro y pensé que podíamos matarlos, me sentí como una yegua esperando al macho en el corral.
—Pero tú sabes por qué no los hemos matado —dijo Robert Jordan sin perder la calma.
—Sí —dijo Agustín—; sí, pero tenía tantas ganas como una yegua en celo. Tú no puedes comprender eso si no lo has experimentado.
—Sudabas mucho —dijo Robert Jordan—; pero yo creía que era de miedo.
—De miedo, sí; de miedo y de otra cosa. Y en esta vida no hay nada más fuerte que esa otra cosa.
«Sí —pensó Robert Jordan—. Nosotros hacemos esto fríamente, pero ellos no, jamás. Es un sacramento extra. Es el antiguo sacramento, el que ellos tenían antes de que la nueva religión les llegara del otro extremo del Mediterráneo; el sacramento que no han abandonado jamás. Sino solamente disimulado y escondido, para sacarlo durante las guerras y las inquisiciones. Este es el pueblo de los autos de fe. Matar es cosa necesaria, pero para nosotros es diferente. ¿Y tú?, ¿no has experimentado nunca eso? ¿No lo sentiste en la Sierra? ¿Ni en Usera? ¿Ni en todo el tiempo que estuviste en Extremadura? ¿En ningún momento? ¡Qué va! —se dijo—. A cada tren.
»Deja de hacer literatura dudosa sobre los bereberes y los antiguos iberos y reconoce que has sentido placer en matar, como todos los que son soldados por gusto sienten a veces placer lo confiesen o no. A Anselmo no le gusta porque es un cazador y no un soldado. Pero no le idealices tampoco. Los cazadores matan a los animales y los soldados matan a los hombres. No te engañes a ti mismo. Y no hagas literatura. Mira, hace tiempo que estás manchado. Y no pienses mal de Anselmo tampoco. Es un cristiano; algo muy raro en los países católicos.
»Pero, por lo que se refiere a Agustín, creo que fue miedo, el miedo natural que acomete antes de la acción. Y también algo más. Quizás esté fanfarroneando ahora. Había mucho miedo en su caso. He sentido el miedo bajo mi mano. En fin, es hora de acabar con la cháchara».
—Mira si el gitano ha traído comida —dijo a Anselmo—. No le dejes subir hasta aquí. Es un tonto. Tráela tú mismo. Y, por mucha que haya traído, mándale de nuevo por más. Tengo muchísima hambre.