—CÓRTAME UNAS CUANTAS RAMAS DE PINO —dijo Robert Jordan a Primitivo— y tráemelas en seguida. No me gusta la ametralladora en esa posición —dijo a Agustín.
—¿Porqué?
—Colócala ahí y más tarde te lo explicaré —precisó Jordan—. Aquí, así —añadió—. Deja que te ayude. Aquí. —Y se agazapó junto al arma.
Miró a través del estrecho sendero, fijándose especialmente en la altura de las rocas a uno y otro lado.
—Hay que ponerla un poco más allá —dijo—. Bien, aquí. Aquí estará bien hasta que podamos colocarla debidamente. Aquí. Pon piedras alrededor. Aquí hay una. Pon esta otra del otro lado. Deja al cañón holgura para girar con toda libertad. Hay que poner una piedra un poco más allá, por este lado. Anselmo, baje usted a la cueva y tráigame el hacha. Pronto. ¿No habéis tenido nunca un emplazamiento adecuado para la ametralladora? —preguntó a Agustín.
—Siempre la hemos puesto ahí.
—¿Os dijo Kashkin que la pusierais ahí?
—Cuando trajeron la ametralladora, él ya se había marchado.
—¿No sabían utilizarla los que os la trajeron?
—No, eran sólo cargadores.
—¡Qué manera de trabajar! —exclamó Robert Jordan—. ¿Os la dieron así, sin instrucciones?
—Sí, como si fuera un regalo. Una para nosotros y otra para el Sordo. La trajeron cuatro hombres. Anselmo los guio.
—Es un milagro que no la perdieran. Cuatro hombres a través de las líneas.
—Lo mismo pensé yo —dijo Agustín—. Pensé que los que la enviaban tenían ganas de que se perdiera. Pero Anselmo los guio muy bien.
—¿Sabes manejarla?
—Sí. He probado a hacerlo. Yo sé. Pablo también sabe. Primitivo sabe. Fernando también. Probamos a montarla y a desmontarla sobre la mesa, en la cueva. Una vez la desmontamos y estuvimos dos días sin saber cómo montarla de nuevo. Desde entonces no hemos vuelto a montarla más.
—¿Dispara bien por lo menos?
—Sí, pero no se la dejamos al gitano ni a los otros, para que no jueguen con ella.
—¿Ves ahora? Desde donde estaba no servía para nada —dijo Jordan—. Mira, esas rocas que tenían que proteger vuestro flanco, cubrían a los asaltantes. Con una arma como esta hay que tener un espacio descubierto por delante, para que sirva de campo de tiro. Y además, es preciso atacarlos de lado. ¿Te das cuenta? Fíjate ahora; todo queda dominado.
—Ya lo veo —dijo Agustín—; pero no nos hemos peleado nunca a la defensiva, salvo en nuestro pueblo. En el asunto del tren, los que tenían la máquina eran los soldados.
—Entonces aprenderemos todos juntos —repuso Robert Jordan—. Hay que fijarse en algunas cosas. ¿Dónde está el gitano? Ya debería estar aquí.
—No lo sé.
—¿Adónde puede haberse ido?
—No lo sé.
Pablo fue cabalgando por el sendero y dio una vuelta por el espacio llano que formaba el campo de tiro del fusil automático. Robert Jordan le vio bajar la cuesta en aquellos momentos a lo largo de las huellas que el caballo había trazado al subir. Luego desapareció entre los árboles, doblando hacia la izquierda.
«Espero que no tropiece con la caballería —pensó Robert Jordan—. Temo que nos lo devuelvan como un regalo».
Primitivo trajo ramas de pino y Robert Jordan las plantó en la nieve, hasta llegar a la tierra blanda, arqueándola alrededor del fusil.
—Trae más —dijo—; hay que hacer un refugio para los dos hombres que sirven la pieza. Esto no sirve de mucho, pero tendremos que valernos de ello hasta que nos traigan el hacha, y escucha —añadió—: Si oyes un avión, échate al suelo, dondequiera que estés, ponte al cobijo de las rocas. Yo me quedo aquí con la ametralladora.
El sol estaba alto y soplaba un viento tibio que hacía agradable el encontrarse junto a las rocas iluminadas, brillando a su resplandor.
«Cuatro caballos —pensó Robert Jordan—. Las dos mujeres y yo. Anselmo, Primitivo, Fernando, Agustín… ¿Cómo diablos se llama el otro hermano? Esto hacen ocho. Sin contar al gitano, que haría nueve. Y además, hay que contar con Pablo, que ahora se ha ido con el caballo, que haría diez. ¡Ah, sí, el otro hermano se llama Andrés! Y el otro también, Eladio. Así suman once. Ni siquiera la mitad de un caballo para cada uno. Tres hombres pueden aguantar aquí y cuatro marcharse. Cinco, con Pablo. Pero quedan dos. Tres con Eladio. ¿Dónde diablos estará? Dios sabe lo que le espera al Sordo hoy, si encuentran la huella de los caballos en la nieve. Ha sido mala suerte que dejase de nevar de repente. Aunque, si se derrite, las cosas se nivelarán. Pero no para el Sordo. Me temo que sea demasiado tarde para que las cosas puedan arreglarse para el Sordo. Si logramos pasar el día sin tener que combatir, podremos lanzarnos mañana al asunto con todos los medios de que disponemos. Sé que podemos. No muy bien, pero podemos. No como hubiéramos querido hacerlo; pero, utilizando a todo el mundo, podemos intentar el golpe si no tenemos que luchar hoy. Si tenemos hoy que pelear, Dios nos proteja.
»Entretanto, no creo que haya un lugar mejor que este para instalarnos. Si nos movemos ahora, lo único que haremos es dejar huellas. Este lugar no es peor que otro, y si las cosas van mal, hay tres escapatorias. Después vendrá la noche y desde cualquier punto donde estemos en estas montañas, podré acercarme al puente y volarlo con luz de día. No sé por qué tengo que preocuparme. Todo esto parece ahora bastante fácil. Espero que la aviación saldrá a tiempo siquiera sea una vez. Sí, espero que sea así. Mañana será un día de mucho polvo en la carretera.
»Bueno, el día de hoy tiene que ser muy interesante o muy aburrido. Gracias a Dios que hemos apartado de aquí a ese caballo. Aunque vinieran derechos hacia acá no creo que pudieran seguir las huellas en la forma que están ahora. Creerán que se paró en ese lugar y dio media vuelta, y seguirán las huellas de Pablo. Me gustaría saber adonde ha ido ese cochino. A buen seguro que estará dejando huellas como un viejo búfalo que anda dando vueltas y metiéndose por todas partes, alejándose para volver cuando la nieve se haya derretido. Ese caballo realmente le ha cambiado. Quizá lo haya aprovechado para largarse. Bueno, ya sabe cuidarse de sí mismo. Ha pasado mucho tiempo manejándose solo. Pero, con todo eso, me inspira menos confianza que si tuviera que habérmelas con el Everest.
»Creo que será más hábil usar de estas rocas como refugio y cubrir bien la ametralladora, en vez de ponernos a construir un emplazamiento en la debida forma. Si llegaran ellos con los aviones, nos sorprenderían cuando estuviéramos haciendo las trincheras. Tal y como está colocada, servirá para defender esta posición todo el tiempo que valga la pena defenderla. Y de todas maneras, yo no podré quedarme aquí para pelear. Tengo que irme con todo mi material y tengo que llevarme a Anselmo. ¿Quién se quedará para cubrir nuestra retirada, si tenemos que pelear en este sitio?».
En ese momento, mientras escrutaba atentamente todo el espacio visible, vio acercarse al gitano por entre las rocas de la izquierda. Venía con paso tranquilo, cadencioso, con la carabina terciada sobre la espalda, la cara morena, sonriente y llevando en cada mano una gran liebre, sujeta de las patas traseras y con la cabeza balanceándose a un lado y a otro.
—Hola, Roberto —gritó alegremente.
Robert Jordan se llevó un dedo a los labios, y el gitano pareció asustarse. Se deslizó por detrás de las rocas hasta donde estaba Jordan agazapado junto a la ametralladora, escondida entre las ramas. Se acurrucó a su lado y depositó las liebres sobre la nieve.
Robert Jordan le miró fríamente.
—Tú, hijo de la gran puta —susurró—. ¿Dónde c… has estado?
—He seguido sus huellas —contestó el gitano—. Las cacé a las dos. Estaban haciéndose el amor sobre la nieve.
—¿Y tu puesto?
—No falté mucho tiempo —susurró el gitano—. ¿Qué pasa? ¿Hay alarma?
—La caballería anda por aquí.
—¡Rediós! —exclamó el gitano—. ¿Los has visto?
—Ahora hay uno en el campamento —contestó Robert Jordan—. Vino a buscar el desayuno.
—Me pareció oír un tiro o algo semejante —dijo el gitano—. Me c… en la leche. ¿Vino por aquí?
—Por aquí, pasando por tu puesto.
—¡Ay, mi madre! —exclamó el gitano—. ¡Qué mala suerte tengo!
—Si no fueras gitano, te habría pegado un tiro.
—No, Roberto; no digas eso. Lo siento mucho. Fue por las liebres. Antes del amanecer oí al macho correteando por la nieve. No puedes imaginarte la juerga que se traían. Fui hacia el lugar de donde salía el ruido; pero se habían ido. Seguí las huellas por la nieve, y más arriba las encontré juntas y las maté a las dos. Tócalas, fíjate qué gordas están para esta época del año. Piensa en lo que Pilar hará con ellas. Lo siento mucho, Roberto. Lo siento tanto como tú. ¿Matasteis al de la caballería?
—Sí.
—¿Le mataste tú?
—Sí.
—¡Qué tío! —exclamó el gitano, tratando de adularle—. Eres un verdadero fenómeno.
—Tu madre —replicó Jordan. No pudo evitar el sonreírle—. Coge tus liebres y llévatelas al campamento, y tráenos algo para el desayuno.
Extendió una mano y palpó a las liebres, que estaban en la nieve, grandes, pesadas, cubiertas de una piel espesa, con sus patas largas, sus largas orejas, sus ojos, oscuros y redondos enteramente abiertos.
—Son gordas de veras —dijo.
—Gordas —exclamó el gitano—. Cada una tiene un tonel de grasa en los costillares. En mi vida he visto semejantes liebres; ni en sueños.
—Vamos, vete —dijo Robert Jordan—, y vuelve en seguida con el desayuno. Y tráeme la documentación de ese requeté. Pídesela a Pilar.
—¿No estás enfadado conmigo, Roberto?
—No estoy enfadado. Estoy disgustado porque has abandonado tu puesto. Imagínate que hubiera sido toda una tropa de caballería.
—¡Rediós! —exclamó el gitano—. ¡Cuánta razón tienes!
—Oye, no puedes dejar el puesto de ninguna manera. Nunca. Y no hablo en broma cuando digo que te pegaría un tiro.
—Claro que no. Pero te diré una cosa. Nunca volverá a presentarse en mi vida una oportunidad como la de estas dos liebres. Hay cosas que no ocurren dos veces en la vida.
—Anda —dijo Robert Jordan—, y vuelve en seguida.
El gitano recogió sus liebres y se alejó, deslizándose por entre las rocas. Robert Jordan se puso a estudiar el campo de tiro y las pendientes de las colinas. Dos cuervos volaron en círculo por encima de su cabeza y fueron a posarse en una rama de un pino, más abajo. Otro cuervo se unió a ellos y Robert Jordan, viéndolos, pensó: «Ahí están mis centinelas. Mientras estén quietos, nadie se acercará por entre los árboles. ¡Qué gitano! No vale para nada. No tiene sentido político ni disciplina, ni se puede contar con él para nada. Pero tendré necesidad de él mañana. Mañana tengo un trabajo para él. Es raro ver un gitano en esta guerra. Debieran estar exentos, como los objetores de conciencia. O como los que no son aptos para el servicio, física o moralmente. No valen para nada. Pero los objetores de conciencia no están exentos en esta guerra. Nadie está exento. La guerra ha llegado y se ha llevado a todo el mundo por delante. Sí, la guerra ha llegado ahora hasta aquí, hasta este grupo de holgazanes disparatados. Ya tienen lo suyo, por el momento».
Agustín y Primitivo llegaron con las ramas, y Robert Jordan confeccionó un buen refugio para la ametralladora; un refugio que la haría invisible desde el aire y parecería natural visto desde el bosque. Les indicó dónde deberían colocar a un hombre, en lo alto de la muralla rocosa, a la derecha, para que pudiese vigilar toda la región desde ese lado, y un segundo hombre desde un segundo lugar, para vigilar el único acceso que tenía la montaña rocosa por la izquierda.
—No disparéis desde arriba si aparece alguien —ordenó Robert Jordan—. Dejad caer una piedra, en señal de alarma, y haced una señal con el fusil de esta forma —y levantó el rifle, sosteniéndolo sobre su cabeza, como para resguardarla—. Para señalar el número de hombres, así —y movió el rifle de arriba abajo varias veces—. Si vienen a pie hay que apuntar con el cañón del fusil hacia el suelo. Así no hay que disparar un solo tiro hasta que empiece a hablar la máquina. Al disparar desde esa altura hay que apuntar a las rodillas. Si me oís silbar dos veces, venid para acá, cuidando de manteneros bien ocultos. Venid a estas rocas, en donde está la máquina.
Primitivo levantó el rifle.
—Lo he entendido —dijo—. Es muy sencillo.
—Arroja primero una piedra, para prevenirnos, e indica la dirección y el número de los que se acerquen. Cuida de no ser visto.
—Sí —contestó Primitivo—. ¿Puedo arrojar una granada?
—No, hasta que no haya empezado a hablar la máquina. Es posible que los de la caballería vengan buscando a su camarada sin atreverse a acercarse. Puede también que vayan siguiendo las huellas de Pablo. No queremos combatir si es posible evitarlo. Y tenemos que evitarlo por encima de todo. Ahora, vete allá arriba.
—Me voy —dijo Primitivo. Y comenzó a ascender por la muralla rocosa, con su carabina al hombro.
—Tú, Agustín —exclamó Robert Jordan—, ¿qué sabes acerca de la máquina?
Agustín, agazapado junto a él, alto, moreno, con su mandíbula enérgica, sus ojos hundidos, su boca delgada y sus grandes manos señaladas por el trabajo, respondió:
—Pues cargarla. Apuntarla. Dispararla. Nada más.
—No debes disparar hasta que estén a cincuenta metros, y cuando tengas la seguridad de que se disponen a subir el sendero que conduce a la cueva —dijo Robert Jordan.
—De acuerdo. ¿Qué distancia es esa?
—Como de aquí a esa roca. Si hay un oficial entre ellos, dispárale primero. Después, mueve la máquina para apuntar a los demás. Muévela suavemente. No hace falta mucho movimiento. Le enseñaré a Fernando a mantenerla quieta. Tienes que sujetar bien el cañón, de modo que no rebote, y apuntar cuidadosamente. No dispares más de seis tiros de una vez, si puedes evitarlo. Porque al disparar, el cañón salta hacia arriba. Apunta cada vez a un hombre y en seguida apunta a otro. Para un hombre a caballo, apunta al vientre.
—Sí.
—Alguien debiera sostener el trípode, para que la máquina no salte. Así. Y debiera cargarla.
—¿Y tú dónde estarás?
—Aquí a la izquierda, un poco más arriba, desde donde pueda ver lo que pasa y cubrir tu izquierda con esta pequeña máquina. Si vienen, es posible que tengamos una matanza. Pero no tienes que disparar hasta que no estén muy cerca.
—Creo que podríamos darles para el pelo. ¡Menuda matanza!
—Aunque espero que no vengan.
—Si no fuera por tu puente, podríamos hacer aquí una buena y después huir.
—No nos valdría de nada. El puente forma parte de un plan para ganar la guerra. Lo otro no sería más que un sencillo incidente. Nada.
—¡Qué va a ser un incidente! Cada fascista que muere es un fascista menos.
—Sí, pero con esto del puente, puede que tomemos Segovia, la capital de la provincia. Piensa en ello. Sería la primera vez que tomásemos una ciudad.
—¿Lo crees en serio? ¿Crees que podríamos tomar Segovia?
—Sí; haciendo volar el puente como es debido, es posible.
—Me gustaría que hiciéramos la matanza aquí y también lo del puente.
—Tienes tú mucho apetito —dijo Robert Jordan.
Durante todo ese tiempo estuvo observando a los cuervos. Se dio cuenta de que uno de ellos estaba vigilando algo.
El pajarraco graznó y se fue volando.
Pero el otro permaneció tranquilamente en el árbol.
Robert Jordan miró hacia arriba, hacia el puesto de Primitivo, en lo alto de las rocas. Le vio vigilando todo el terreno alrededor, aunque sin hacer ninguna señal. Jordan se echó hacia delante y corrió el cerrojo del fusil automático, se aseguró de que el cargador estaba bien en su sitio y volvió a cerrarlo. El cuervo seguía en el árbol. Su compañero describió un vasto círculo sobre la nieve y vino a posarse en el mismo árbol. Al calor del sol, y con el viento tibio que soplaba, la nieve depositada en las ramas de los pinos iba cayendo suavemente al suelo.
—Te tengo reservada una matanza para mañana por la mañana —anunció Robert Jordan—. Será necesario exterminar el puesto del aserradero.
—Estoy dispuesto —dijo Agustín—; estoy listo.
—Y también la casilla del peón caminero, más abajo del puente.
—Estoy dispuesto —repitió Agustín— para una cosa o para la otra. O para las dos.
—Para las dos, no; tendrán que hacerse al mismo tiempo —replicó Jordan.
—Entonces para una o para la otra —dijo Agustín—. Llevo mucho tiempo deseando que tengamos ocasión de entrar en esta guerra. Pablo nos ha estado pudriendo aquí sin hacer nada.
Anselmo llegó con el hacha.
—¿Quiere usted más ramas? —preguntó—. A mí me parece que está bien oculto.
—No quiero ramas —replicó Jordan—; quiero dos arbolitos pequeños que podamos poner aquí y hacer que parezcan naturales. No hay aquí árboles bastantes como para que esto pase inadvertido.
—Los traeré entonces.
—Córtalos bien hasta abajo, para que no se vean los tacones.
Robert Jordan oyó el ruido de hachazos en el monte, a sus espaldas. Miró hacia arriba y vio a Primitivo entre las rocas, y luego volvió a mirar hacia abajo, entre los pinos, más allá del claro. Uno de los cuervos seguía en su sitio. Luego oyó el zumbido sordo de un avión a gran altura. Miró a lo alto y lo vio, pequeño y plateado, a la luz del sol. Apenas parecía moverse en el cielo.
—No nos pueden ver desde allí —dijo a Agustín—; pero es mejor estar escondidos. Ya es el segundo avión de observación que pasa hoy.
—¿Y los de ayer? —preguntó Agustín.
—Ahora me parecen una pesadilla —dijo Robert Jordan.
—Deben de estar en Segovia. Las pesadillas aguardan allí para hacerse realidad.
El avión se había perdido de vista por encima de las montañas, pero el zumbido de sus motores aún persistía.
Mientras Robert Jordan miraba a lo alto, vio al cuervo volar. Volaba derecho, hasta que se perdió entre los árboles, sin soltar un graznido.